El Memorial
El relato de Diego de Acuña concluía siguiendo la suerte del último Inca, Túpac Amaru. Tras la caída de Vilcabamba y su captura en la selva a manos de las tropas mandadas por
Martín de Loyola, lo que más parecía preocupar al sobrino de san Ignacio era la entrada triunfal en Cuzco con su prisionero. Y había cuidado de promoverla a mayor gloria propia.
El día 21 de septiembre de 1572, festividad de San Mateo, se encontraba el intérprete formando parte de la comitiva prevenida ante la puerta de Carmenca. Esperaban para desfilar por la antigua capital. Pero Diego ardía en deseos de buscar a Sírax.
Rompió a tañer a todo rebato la campana de la catedral, marcando el rango de los toques. Y de inmediato se sumaron a esa matriz las restantes espadañas del lugar, hasta que toda la ciudad se estremeció con aquel repicar que inundó sus calles clamoreando caudalosamente. Era la señal que aguardaban.
Las primeras filas del recorrido estaban tomadas por los españoles. Sin embargo, detrás de ellos Diego pudo observar a los nativos, con sus miradas opacas, desbaratadas, huidizas. El encogimiento en que se les veía delataba su profunda desolación, el derrumbe de sus esperanzas.
Loyola sujetaba mediante una cadena a su prisionero, quien ostentaba en la frente a modo de corona la mascapaicha, aquella banda de tejido con la borla imperial. En el mismo cortejo seguían al Inca su esposa e hijos, hermanos y familiares. También, los cuerpos momificados de los dos monarcas muertos en Vilcabamba, Manco Cápac y Tito Cusí. Y por encima de todo destacaba por su brillo el ídolo de oro del Punchao.
Admiraba Acuña la presencia de ánimo de Túpac Amaru. No caminaba con el abatimiento pusilánime del vencido, sino con la gallardía propia de su condición, el último representante de un largo linaje de emperadores. Tanta, que debió de parecer excesiva a Martín de Loyola. Y cuando se aproximaron a la celosía tras la que se ocultaba el virrey, el sobrino de san Ignacio ordenó al Inca que se destocara, en señal de sumisión. El prisionero se negó, contestando con altivez que no lo haría ante quien sólo era un sirviente del rey español. Entonces, para añadir escarnio al oprobio, Loyola lo abofeteó.
Sintió Diego lo desgarrador de aquel espectáculo. Sobre todo para Sírax, que estaría entre aquella multitud asistiendo a la humillación de su hermano. Y pensó que, al verlo la joven en aquella comitiva, lo tomaría a él mismo por cómplice del atropello.
Una vez exhibido como un trofeo por las calles de la antigua capital, Túpac Amaru fue conducido hasta la Colcampata, en la ladera que dominaba Cuzco, donde antes se alzara el palacio del primer Inca y ahora se llevaría a cabo la instrucción religiosa del reo. Mientras, a toda máquina, se puso en marcha el proceso que debía entender su caso.
Acuña prosiguió sus pesquisas en busca de Sírax. Fue en primer lugar a la Casa de las Serpientes. Conocía su devolución a Quispi Quipu en todos los términos legales, por resolución de Felipe II. Y también la decisión de la anciana de dejarla a sus descendientes en el testamento redactado poco antes de morir. Pero aunque llamó a la imponente puerta del edificio, la aldaba resonó de vacío en su interior. Si Sírax estaba en el Cuzco, se habría alojado en un lugar más discreto. De nuevo se vio a sí mismo buscándola por toda la ciudad.
Fue a encontrarla de modo inesperado en la Colcampata. Se tropezaron de improviso, cuando Diego acababa de traducir el testimonio de uno de los encarcelados y Sírax acudía a visitar a su hermano Túpac Amaru. Lo hacía la joven sin declarar su parentesco, como si fuera una criada. Para mejor cumplir este papel la acompañaba la suya propia, Sulca. Y Acuña no la habría reconocido de no habérsela topado de frente.
Se contuvo a tiempo. Al verla vestida con ropas ordinarias, y no de acuerdo con su rango, entendió sus propósitos, y simuló no conocerla. La siguió luego hasta la puerta. Después, por una calleja. Y tan pronto perdieron de vista a la guardia, y antes de encontrarse con otras gentes, le pidió de modo apresurado que acudiera al mediodía siguiente a la sede de la Compañía de Jesús. El mismo lugar donde acogieron a su madre, Quispi Quipu, al ser desalojada de la Casa de las Serpientes.
Se negó ella, airada. Y hubo de ser Cristóbal de Fonseca quien convenciese a la muchacha del malentendido que cometía contra Diego al considerarlo cómplice de Martín de Loyola, cuando todo lo había hecho el intérprete para salvaguardar la vida de ella.
Al encontrarse los dos jóvenes, al fin, en la sede de la Compañía, ella rompió a llorar, reprochándole que hubiera traicionado la confianza prometida en Vilcabamba y formado parte de la expedición contra su hermano. Se le había partido el corazón al verlo entrar en Cuzco con los vencedores.
Trató de explicarle él las difíciles circunstancias en las que sucedió todo. Intentó convencerla de que había regresado para protegerla a ella y a los suyos. Y le aseguró que su hermano tendría un juicio justo, que en ello se trabajaba en ese momento.
Quiso ella creerle. Y, en su desesperación, le tomó de nuevo la palabra.
Sin embargo, y entre tanto, el virrey Toledo ya había decidido la muerte de Túpac Amaru. La noticia cayó en el Cuzco como una bomba. Nadie podía imaginarse que cuarenta años después de la ejecución de Atahualpa por Pizarro volviera a repetirse aquella indignidad.
Cuando Diego de Acuña lo supo, quedó anonadado. Carecía él de cualquier autoridad. Pero Cristóbal de Fonseca sí la tenía para pedir que se perdonase la vida al Inca. Una vez más hubo de acudir a su maestro. Le dijo éste que ya andaba en ello, y que no se inmiscuyera.
El virrey Toledo fue inflexible. Pareció pesar más en su ánimo la opinión de Martín de Loyola, a cuyas ambiciones se ajustaba la ejecución de quien él había capturado. Al habérsele prometido la mano de la heredera, Beatriz Clara Coya, su futura esposa y la descendencia que con ella tuviera pasarían a ser los primeros en la línea sucesoria.
Cuando Diego lo supo a través de su maestro de quechua, trató de encontrarse con Sírax. Quería explicar a la joven lo sucedido. Pero ella no quiso verlo más, y el intérprete se torturaba en sus pensamientos.
El día previsto para la ejecución de Túpac Amaru, Acuña acudió a la prisión de la Colcampata junto con Cristóbal de Fonseca. El jesuita todavía abrigaba la esperanza de un indulto en el último momento.
Ambos vieron cómo el prisionero era sacado de su celda. Lo montaron sobre una mula de rúa, con gualdrapas de terciopelo negro. Y así comenzaron a bajar el cerro que les conduciría por las calles del Cuzco hasta el lugar donde se había erigido el patíbulo y degolladero.
Se alzaba en la Plaza de Armas, donde en tiempos no tan lejanos celebraban sus victorias los reyes que le habían precedido en el trono. Todo el cadalso se hallaba cubierto de paños oscuros.
Mirando alrededor con detenimiento alcanzó Diego a distinguir a Sírax entre la multitud. Estaba en un balcón, el rostro derribado en sollozos. Y aunque trató de llamar su atención, e incluso hizo amago de abrirse camino hacia ella, todo fue inútil. Hasta el alguacil mayor, que iba delante a caballo, se las veía y se las deseaba para hacer vereda, manejando su bastón a diestro y siniestro.
Al paso del reo hincaban la rodilla en tierra muchos de sus súbditos. Túpac Amaru les correspondía con una inclinación de cabeza, sombrío e inexpresivo. Acuña pudo ver erizados de indios los cerros situados a la vista de la ciudad. Las calles y plazas estaban tan repletas y henchidas de gentes que era imposible romper rumbo en él. No bajarían de quince mil los asistentes. Y si se hubiera arrojado una naranja al aire, no hallaría dónde caer, por lo apiñados que bregaban los concurrentes.
Remontó el Inca el tablado con imperturbable dignidad. Más le costó mantenerla cuando, para despedirse de él, subieron al cadalso sus hijos, de tan corta edad. Hasta que vino a su encuentro el indio cañari que iba a oficiar como verdugo. Al sacar éste la cuchilla con la que se disponía a decapitarlo, se levantó gran clamor entre la indiada que colmaba el recinto. Al ver que iba a morir su señor, toda aquella vasta marea humana se estremeció en un crecido oleaje. Fue tan grande el vocerío y retumbar de lamentos, lágrimas y gritos, que parecieron atronar los cielos.
Alzó entonces Túpac Amaru el brazo derecho y con la mano abierta lo llevó a la altura del oído. Luego lo bajó lentamente hasta ponerlo en el muslo. Era tanto el respeto en que le tenían, incluso en aquel trance, que bastó con la señal mandándoles callar para que todos obedecieran al instante. Quedó el lugar envuelto en un profundo silencio, sin que nadie se moviese. Y ello a pesar de que nunca lo habían visto, por hallarse él retirado en Vilcabamba. Les habló brevemente en quechua, aludiendo hasta en tres ocasiones al Punchao.
Muchos españoles también estaban conmovidos. Cristóbal de Fonseca rogó de nuevo al virrey que perdonara la vida al Inca, junto a otros religiosos presentes. Pero Toledo se negó a atender sus súplicas y dio la señal para que se procediese a la ejecución.
Fue entonces, en aquel tenso silencio, cuando se oyó un grito que cruzó la plaza de parte a parte. Era Diego, que se encontraba junto a Cristóbal de Fonseca. Apartó de un manotazo a Martín de Loyola y trató de avanzar hacia el patíbulo. No llegó muy lejos. El sobrino de san Ignacio lo derribó de un golpe en la cabeza y ordenó a dos de sus alabarderos que lo retuvieran.
Así pudo ver Acuña cómo, a una señal del virrey, el verdugo se dirigía contra el Inca. Lo tomó por los cabellos con la mano izquierda, blandiendo en la derecha una espada afiladísima, a la que imprimió giro con todas sus fuerzas. Brilló el tajo en el aire, trazando su fatal trayectoria en abanico, avanzando contra el cuello. Y lo alcanzó tan de lleno, con un golpe tan certero, que en el mismo momento del brutal choque separó la cabeza del tronco, entre el brotar de la sangre que salpicaba alrededor.
La levantó el ejecutor, trémula aún, los ojos parpadeantes, mientras el cuerpo se abatía lentamente sobre el tajón, desde donde resbaló hasta el tablado. Un grito unánime surgió de miles de gargantas, estremecida la villa en gemidos. Y los alabarderos hubieron de tender su barrera de picas para contener a la multitud.
En tal barahúnda trató de rehacerse Diego de Acuña, aún nublada la vista por el golpe recibido. Y sacó su espada.
Pero Loyola, bien prevenido, desenvainó de inmediato la suya, tirándole un mandoble al pecho que lo echó por tierra, muy malherido. Y aun lo hubiese rematado allí mismo si Cristóbal de Fonseca no acudiera en socorro de su pupilo, interponiéndose con riesgo de su vida y pidiendo ayuda para trasladarlo a la enfermería de los jesuitas.
Fue en aquel lugar, al volver en sí, cuando se encontró con Sírax a la cabecera del lecho.
Ella le contó el resto, en los espasmos de un llanto entrecortado. Tras la ejecución, la cabeza de Túpac Amaru fue colocada en un poste, junto al mismo cadalso de la Plaza de Armas donde había sido decapitado. Y al caer la noche una gran multitud de indios acudió a venerar a su Inca, sin que ningún castigo bastara para disuadirla. Su cuerpo, portado en unas parihuelas por religiosos y nobles indígenas, fue entregado a los padres dominicos para que lo enterrasen al lado de su hermano Sayri Túpac, en la cripta del convento de Santo Domingo donde antes se alzara el Coricancha o Templo del Sol.
Mientras se temió por la vida de Diego, Sírax permaneció a su lado en la enfermería, velándolo todas las noches. Experimentó luego mejoría, y llegó a verse tan animado al intérprete que entendieron que se recuperaría.
Pero se desató a los pocos días la gangrena. Y sintiéndose de nuevo en peligro, decidió declarar a su maestro la verdadera identidad de la joven. Cuando lo supo Cristóbal de Fonseca, empezó a temer por la princesa, si alguien la descubría. Y cuanto más averiguó sobre aquella historia, más se persuadió de que debía prepararlo todo para garantizar su seguridad.
También hubo de pesar en su ánimo el comportamiento de Martín de Loyola. Tras su boda con Beatriz Clara Coya, la muchacha quedó recluida en el convento de Santa Clara. Pues lo más importante ya estaba hecho: mediante aquel matrimonio, el virrey transfería al capitán de su guardia todas las encomiendas y tierras de la joven en el espléndido valle de Yucay, que habían pertenecido a su padre, Sayri Túpac. El sobrino de san Ignacio aún añadió una indigna solicitud: poder agregar a sus armas una cabeza cortada, en alusión a la del recién ejecutado Túpac Amaru, el tío de su ahora mujer. Pero le fue denegada. En la corte tenían más criterio que aquel ambicioso advenedizo.
Para la adolescente princesa heredera tanto dio haberse casado como no. Además de mantenerla encerrada en el convento, su marido no quiso hacer uso del matrimonio, por ser ella india, o ser él poco aficionado a las mujeres, según los maledicentes.
Ésta fue la última noticia que proporcionó Cristóbal de Fonseca a Diego de Acuña, antes de comenzar aquél sus preparativos para embarcarse con Sírax rumbo a España. Si lo pudo hacer, fue porque el virrey Toledo le había encomendado con gran secreto que llevara a Madrid el ídolo de oro del Punchao. Trataba así de brindar a Felipe II aquella presa tan preciada para apaciguar las protestas que se estaban enviando a la corte, por haber ejecutado a Túpac Amaru. Y sugería a su majestad que bien podría obsequiar con él al Papa. De ahí la elección de un jesuita para aquella misión, y del Buque Negro, que les garantizaba la total discreción.
Fue al conocer esos planes, el mismo día en que el intérprete tuvo noticia de ellos, cuando se incubó en su mente la más insólita de las decisiones tomada nunca por un escribano. Quiso añadir algo a su Crónica, para entregársela, y que la llevaran con ellos, de modo que pudiesen utilizarla en sus probanzas y reclamaciones.
Haciendo acopio de fuerzas, procedió a otorgar su memorial, un estremecedor documento sobre la destrucción de la cultura inca. Su propósito inmediato era, con toda probabilidad, apoyar los derechos sucesorios de Sírax. Sin embargo, se convertía a los pocos renglones en una denuncia de tal rango que desautorizaba de punta a cabo la conquista y colonización. No sólo la española, sino cualquier otra. Por una vez, la Historia no quedaba reducida a aquel insufrible desfile triunfal de los vencedores, plagado tan a menudo de asesinos y ladrones.
A medida que Umina y Sebastián iban leyéndolo comprendieron que hubo de convertirse en un obstáculo insuperable para que fuese aceptado. Era un alegato a la desesperada, en su lucha por sobrevivir a las heridas físicas y a las del ánimo. Ráfagas sobrevenidas en aquella larga espera de la muerte, pobladas de imágenes que se iban difuminando y se extinguirían con él, si antes no las dejaba asentadas en el papel.
Decía así:
Yo, Diego de Acuña, vecino de la ciudad de Cuzco, cabeza de estas reinos del Perú, estando como estoy agravado de cuerpo, pero sano de la voluntad, en mi seso y cumplida memoria, quiero por la presente prestar testimonio, para descargo de mi alma.
En tal trance, declaro a la atención de su católica majestad, el rey don Felipe, nuestro señor, que cuando entramos en estos dominios, y se los quitamos a los Incas que los poseían y regían como suyos, andaba el país bien enderezado en su gobierno y costumbres. Sus gentes vivían en sosiego, las montañas blanqueaban de rebaños, los graneros rebosaban, bien atendidas las tierras en sus andenes y acequias.
Hasta que les arrebatamos el poder a fuerza de armas. Los despojamos de sus dehesas y pastos, sin reparar en que eran sagrados para ellos, pues veneraban cada risco, cada arroyo, cada árbol. No como nosotros, que consideramos igual un pedazo de tierra que el vecino, dejando atrás la sepultura de nuestros padres o el lugar donde nacieron nuestros hijos. Pues no tratan a la tierra como enemiga, sino como madre.
Se les impusieron tributos de cosas que ni tienen ni crían en sus aldeas. Aunque se les helasen las cosechas, se les obligó a pagar impuestos, sin dejarles con qué sustentarse. Aunque estuvieran enfermos, no osaban darse refrigerio alguno, por guardarlo para el tributo. Con la ropa que traen de día duermen de noche, y si alguien tiene vestido de respeto, es reputado por rico.
Se derrumbaron los andenes y terrazas que contenían las laderas en perfecto orden. Se cegaron canales y acequias. Se desbarataron calzadas y puentes, sin que nadie acudiera a reponerlos. Se vaciaron los graneros, se desperdiciaron los rebaños de llamas. Yo vi matar muchas de ellas sólo para comer los sesos, despreciando el resto, de tal modo que perecieron en cuatro años más animales de éstos que en cuatrocientos en tiempos de los Incas.
Hemos echado a perder gente de tanto gobierno como estos naturales, y tan quitados de cometer delitos ni exorbitancias. Tanto, que cualquier indio que tenía cien mil pesos de oro y plata en su casa la dejaba abierta, puesta una escoba o un palo pequeño atravesado en la puerta para señal de que no estaba allí su dueño. Con esto, según su costumbre, no podía entrar nadie dentro. Y así, cuando vieron entre nosotros ladrones, nos tuvieron en poco.
De tal modo ha ido viniendo este reino a la quiebra, por el mal ejemplo que hemos dado, que de no hacer cosa mala antes de llegar nosotros han pasado sus naturales al estado presente, en que pocas hacen buenas.
Sin el alimento y la lana con que sus animales les surtían, hubieron de vagar hambrientos y medio desnudos, como almas en pena clamando de cerro en cerro. Y así, una raza que se encaminaba de modo seguro hacia sus propios logros, quedó arrumbada y sometida.
Es, en fin, gran vergüenza que un Huayna Cápac, reputado por bárbaro, mantuviera en sus dominios tan excelente orden que no lo mejoraría Alejandro Magno ni cualquiera de los más poderosos reyes de la antigüedad. Pues estaba su tierra llena y todos proveídos, mientras que ahora no vemos más que haciendas desiertas. Hubo de ser, entonces, más útil y mejor el pasado gobierno de los Incas, puesto que con él iban cada día los indios en mucho aumento, mientras que ahora, de seguir así, se acabará la población de estos naturales en no muchos años. Y cuando se acaben los indios, se acabará el gobierno del rey sobre ellos, se acabará la tierra y toda su riqueza, pues son ellos quienes la cultivan y le arrancan todo el oro y la plata con que se colma España.
Han perdido así las ganas de vivir, porque sienten que todo cuanto vivieren ellos, y sus hijos, y sus descendientes, se les irá en trabajar para los españoles, sin poder gozar nada.
Unos se dejan morir sin comer, otros se ahorcan o toman hierbas venenosas. Madres hay que matan a sus hijos en pariéndolos, por librarlos de los trabajos que ellas padecen. Y es gran lástima ver en semejante estado a gente tan humilde y bien mandada.
Habían quedado en silencio Umina y Sebastián, profundamente conmocionados tras leer aquel memorial. Lo rompió el ingeniero para hacer notar: —Aún queda una página.
La leyó. En ella se contaba que Diego había traducido a Sírax este alegato final. Y la joven correspondió haciendo algo todavía más insólito. Pidió al escribano que no dejase la pluma, que siguiera escribiendo, pues le iba a dictar algo en quechua. Y descolgando de su cuello el quipu rojo lo tomó en sus manos como quien agarra un rosario, recitándole una lista de nombres al hilo de sus cuerdas y nudos.
—¿Qué lista sería ésa? —preguntó Umina a Sebastián mientras examinaba la última página de la Crónica—. Porque aquí hay algunas palabras en quechua. Pero no continúan. Deben de faltar hojas.
—Si Sírax se la dictó a Diego con el quipu en sus manos, debió de ser una transcripción.
—En ese caso, estaríamos ante algo excepcional, la única que ha quedado, y permitiría descifrar ese lenguaje de cuerdas y nudos.
El ingeniero apartó a un lado a la gata, que dormitaba en su regazo, para examinar la encuadernación del libro, Y al forzarla para abrirlo hubo de concluir:
—De poco nos va a valer. No tenemos ni lo uno ni lo otro. Alguien ha arrancado las tres últimas hojas. Y tampoco sabemos dónde está ese quipu.
Al mostrarle la encuadernación de la Crónica, donde aparecían mutiladas las tres hojas finales, quedó colgando un hilo.
La gata Luna estiró una de sus patas para atrapar la hebra que sobresalía. Sus uñas se engancharon en ella. Y al acudir Sebastián en ayuda del animal, apartándolo, se llevó consigo, sujeto a las garras, todo el hilo de encuadernar.
Las recias resmas de papel antiguo se desparramaron en un barajar de pliegos sueltos. Y mientras el ingeniero las recogía, tomó Umina aquel hilo rojo.
Lo apartó de la gata, para impedir que continuara jugando con él y le dijo, mostrándoselo:
—¿No hablaba del quipu…? Pues aquí lo tiene.
—¿Eso? —preguntó, incrédulo, Fonseca—. Parece seda.
—Es lana de vicuña, la más fina que se teje en los Andes. Y en estas cuerdas y nudos se encuentra lo que tantos han andado buscando.
Le señaló el inconfundible nudo de sangre con los cuatro bucles.
—¿Usted sabe descifrar eso?
—No —admitió ella—. Muy poca gente sabe leer un quipu como éste. Y caso de quedar alguien, será en la región de Cuzco.
Su conversación se vio interrumpida por las voces que daba el vigía desde la cofa al avistar tierra. Estaban llegando al final de su viaje. Pronto desembarcarían en Panamá. Y a bordo ya empezaban los preparativos para el atraque.
Se miraron los dos, conscientes de que se acercaba el momento de su separación y despedida. Ahora él sería entregado a las autoridades de Tierra Firme, mientras que Umina debería esperar en el malsano puerto de Nombre de Dios para transportar el grueso de la carga por tierra y, una vez en la orilla del Pacífico, ser acogida en una nave de comercio.
Pero también era la última oportunidad que se le ofrecería a Sebastián para descubrir quién era el asesino de su padre y de su tío.
—Ahora o nunca —dijo Fonseca poniéndose en pie.
—¿Adonde va?
—A descubrir de una vez a quién pertenece ese equipaje de la bodega.
—¿Qué hago con esto? —preguntó la mestiza señalando la Crónica y el quipu.
—Guárdelo. Métalo en esta bolsa —respondió entregándole el envoltorio de hule—. Pero con una condición.
Y buscó entre los pliegos hasta localizar la carta que su tío Álvaro le había encomendado.
—Entregue esta carta a su destinatario, en Lima. En cuanto a la Crónica y al quipu, estoy seguro de que hará mejor uso que yo. Sospecho que sólo tienen valor en el lugar de donde proceden, y para eso hay que estar en condiciones de viajar al Perú. Además, en cierto modo, son suyos. Los Fonseca sólo somos los depositarios, como usted decía. En cualquier caso, eso puede esperar, ha sobrevivido durante dos siglos. Pero esto no. No habrá otra oportunidad. Al menos para mí.