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Tregua

Ya avanzaba aquel frente hostil hacia Sebastián y Qaytu cuando desde las últimas filas de los amotinados surgió un rumor que se fue extendiendo hasta obligar a girarse a quienes estaban a punto de lanzarlos al mar.

Hicieron ellos lo propio, y al volver la cabeza advirtieron que los marineros se apartaban para ceder el paso a alguien, mientras las voces se contenían y acallaban. No podía ser Valdés, encerrado en su cabina. Se trataba, sin embargo, de alguien con gran autoridad. El aire estaba electrizado, y sólo se oían los gualdrapazos del viento en las velas, rematados con estallidos secos.

Entonces la vio. Era Umina. Caminaba erguida, envuelta en su rebozo, con el aplomo y la dignidad de una reina.

Mantenía el paso sin apresurarse ni mostrar temor. Y de este modo llegó al lado de Qaytu, tomándolo del brazo para llevárselo de allí.

Nadie se atrevió a rechistar; mientras, ella miraba de soslayo a Sebastián, preguntándole con los ojos a qué esperaba para unirse a ellos.

Comprendió el ingeniero que no había tiempo que perder, antes de que la marinería cambiara de opinión. Y los siguió hasta el alcázar, donde subió Umina y rescató a Valdés de su encierro.

Tan pronto lo hubo hecho, salió el comandante y ordenó a los hombres que regresaran a sus puestos, como si nada hubiera sucedido. E, increíblemente, le obedecieron.

El capitán de la nave estaba admirado ante la sangre fría de la mestiza.

—¿Qué habría hecho si se hubiesen abalanzado sobre usted? —quiso saber.

—Disparar —contestó ella.

Y abriendo su rebozo mostró el recio cinturón de cuero que llevaba debajo, con dos pistolas terciadas y bien amartilladas.

—Lo malo es que ahora la ha visto la tripulación y todos sabrán que está regresando a Perú —se lamentó Valdés.

—¿Tan importante era mantenerlo en secreto? —preguntó Fonseca.

—Todo mi plan se basaba en ello —confesó Umina con desaliento—. Ahora la iniciativa la llevarán mis enemigos.

—¿Qué enemigos?

—Los encomenderos. No conozco ni el rostro ni el nombre del agente que puedan haber enviado ahora, pero ellos no quieren que nada cambie. Y harán lo que sea con tal de evitarlo.

—Quizá yo pueda decirle quién es ese agente.

—¿Usted lo sabe?

—Me atacó por la noche, en la hamaca.

—¿Alguien le atacó? —se sorprendió el comandante—. ¿Por qué no me lo dijo?

—No tuvo mayor importancia. Logré ahuyentarlo hiriéndole en un brazo, el izquierdo.

—Debería habérmelo comunicado de inmediato. Ordenaré formar a la tripulación y al pasaje. Así sabremos quién es —aseguró Valdés.

—¿Podrá hacerlo después de este amago de motín?

—No ha habido tal, créame. Lo sucedido pasa a veces en un barco, sobre todo si se lleva mucho tiempo de navegación. Es la combinación de un nuevo capitán con una tripulación a la que el anterior comandante no ha sujetado debidamente. La marinería se ha sentido traicionada por presencias a bordo que se le ocultaban.

—Y ha contado con alguien dedicado a atizar el descontento.

—Quizá. Alguien que sabe cómo les desazonan los gafes.

—¿Se refiere a Qaytu? —preguntó Umina.

—Sí. Le ha tocado ese papel. Cualquier extraño habría valido. Ustedes dos, por ejemplo. Tuvieron suerte de que contaran con un candidato mejor. Acuérdense de Jonás. Es algo irracional. Y ahora, con su permiso —se disculpó Valdés—, vamos a pasar revista.

Mandó al segundo oficial que formara a todo el mundo a bordo, dejando al descubierto el brazo izquierdo. Y al cabo de una inspección exhaustiva hubo de reconocer que ninguno de ellos presentaba aquella herida.

—¿Han examinado la expedición de Montilla? —preguntó Sebastián.

—Sí. Y por si le interesa, falta uno. —Pues ése es.

—El marqués ya me había comunicado que uno de sus hombres desapareció durante la tormenta.

—¿Y va a darlo por bueno?

—He de hacerlo. Me lo dijo hace unos días, antes de ordenar esta revisión general.

—¿Cuál era su nombre?

—Un tal Ojeda, carpintero de ribera. Pero tanto daría cualquier otro. Los nombres pueden ser supuestos. Es lo normal.

Lo cierto es que no apareció por ningún lado el sujeto a quien Fonseca había herido en el brazo, hasta el punto de que habría pensado que se trataba de un mal sueño si no tuviese tan presente el peligro corrido. Y aquello le hizo temer lo peor.

Ahora que se había hecho oficial la presencia de Umina, quiso Valdés que honrara ella su mesa, e invitó también al ingeniero. La cabina era muy luminosa. En su techo se reflejaba, azuleando, el apaciguado ondular de las olas, creando un ambiente acogedor.

O quizá era la mestiza quien prestaba su plenitud al lugar. Estaba hermosísima, con uno de sus vestidos de gala, a la europea. Y hasta el comandante, de suyo tan comedido, hizo al ingeniero un gesto de complicidad para celebrar la presencia de la joven, mientras terminaba de consultar el cronómetro de longitudes, un macizo reloj que guardaba en una caja de nogal.

—En un par de días llegaremos a Panamá —les anunció.

—Ésta será, entonces, nuestra bienvenida y nuestra despedida, todo a un tiempo —dijo Umina—. ¿Qué sucederá cuando entremos en puerto?

—Nosotros emprenderemos misiones de vigilancia en aquellas costas, para evitar el contrabando. La expedición científica de Montilla tiene prioridad, y pasará de inmediato del Atlántico al Pacífico, siguiendo su viaje hacia Perú en una nave ligera. Las tropas tardarán algo más, porque han de distribuirse en varios frentes. ¿Y usted, qué piensa hacer?

—El negocio de mi difunto padre y su socio tiene delegación en Tierra Firme. Tan pronto como nos consigan una embarcación cruzaremos también el istmo y navegaremos hacia el puerto del Callao, para llegar a Lima lo antes posible.

Mientras el comandante abría una botella de su mejor vino, llamó a la puerta el repostero que había de servir la mesa, y pidió permiso para ir disponiéndolo todo. Fue trayendo jamón, huevos, tostadas, menestras, pato al horno y las rodajas de un pez espada recién capturado.

—¿Qué les parece el pescado? —se interesó.

—Casi lo prefiero al atún —dijo Umina.

—¿Qué quiere que le diga? —confirmó Sebastián—. Acostumbrado al rancho de a bordo, esto es un banquete de reyes.

—Bueno —añadió Valdés—, podría haberles atendido mejor si no estuviéramos concluyendo el viaje, con mi despensa personal vacía.

—¿Dispone usted de su propia despensa? —le preguntó ella.

—Es lo habitual en el caso del comandante de una nave.

—Ojalá lo hubiera sabido cuando estaba ahí abajo en la bodega —bromeó Fonseca.

Rieron los tres, y Valdés alzó su copa para confesarles, tras el preceptivo brindis en honor del rey:

—Si no fuera por estos ratos, la vida a bordo sería muy dura. Y pocas cosas se agradecen más en un navío que los buenos compañeros de mesa. Hacerlo con una dama como usted —añadió dirigiéndose a Umina— es como una lotería.

—Gracias. ¿Por qué le encomendaron el mando?

—El anterior capitán del África sufrió un accidente.

—¡Qué oportuna casualidad!

—Sí. Ésta no es una travesía normal. Yo hube de heredar una tripulación hecha a otras manos, cargar con una expedición que venía muy recomendada desde las alturas, hacer cambios en la zona del camarote del capellán de estribor para alojarles a usted y a su criado…

—Un viaje normal es menos movido, a lo que entiendo.

—Así es, aunque no me quejo al lado de la vida que llevan los marineros. Y todavía es peor cuando lo dejan. Si sobreviven enteros y no han completado los treinta años de servicio, se verán expuestos a ganarse la vida limpiando zapatos o botas en Cádiz o como jornaleros en el campo, dependiendo de cómo hayan quedado de válidos o mutilados. Incluso un piloto de carrera lo tiene mal —se lamentó Valdés—. No se aprecian suficientemente las ciencias, a pesar de los esfuerzos de un Jorge Juan…

—No me diga que estudió con él —le interrumpió Sebastián.

—Cursé la carrera en el colegio de guardiamarinas de Cádiz.

—Y yo en el Real Seminario de Nobles de Madrid.

—Pues entonces, qué le voy a contar. En nuestro país lo que más se estima no es saber manejar un octante, calcular ecuaciones o situarse en una carta de navegar, sino tener ingenio en los salones y actos sociales.

—¿Usted también ha tenido problemas con los ascensos?

—¿Y quién no? Lo que cuentan son las influencias y la familia.

—No me cabe en la cabeza —dijo Sebastián— por qué la tripulación de este barco ha reaccionado como lo ha hecho. Yo he visto con mis propios ojos que usted los trataba con firmeza, pero también con la mayor deferencia.

—La multitud es inhumana por naturaleza. Gentes que tomadas de una a una son personas se convierten en otra cosa en cuanto se les da ocasión. —Y dirigiéndose a Umina, que había rendido sus cubiertos, le preguntó—: ¿Ha terminado? En ese caso, pasaremos a tomar el café y la tarta que nos ha preparado el repostero.

Ni siquiera tan glorioso remate logró despejar en Fonseca el mal sabor de boca que le había dejado aquel conato de motín.

—No entiendo por qué se han cebado con Qaytu, que ni siquiera puede hablar. Por cierto, ¿qué le sucedió? —preguntó el ingeniero a Umina.

—Le cortaron la lengua por denunciar los abusos de los encomenderos —respondió la joven—. Y si se han cebado ahora en él, es por el miedo que siente la multitud a todo lo diferente. Nada más distinto que un indio y un español. El indio no tiene codicia, y el español no parece conocer su límite; el indio es flemático, y el español colérico; el indio es humilde, mientras que no hay casta más arrogante que la española; el indio se toma su tiempo en todo lo que hace, y el español mete prisa en todo lo que desea; el indio es enemigo de servir, y el español amigo de mandar, que no parece sino que hubiera nacido para ello…

—¡No siga, que nos pierde! —bromeó Fonseca—. ¿Qué le sucede, entonces, a una mestiza como usted, que lleva a los dos enemigos dentro?

—Si quiere conocer la respuesta, tendrá que arriesgarse y averiguarlo por sí mismo —le contestó ella, siguiéndole el juego.

Fue aquella comida como la firma oficial de alguna tregua. No sólo entre sus participantes, sino a bordo de toda la nave. Hasta el mar pareció declarar un tiempo bonancible y una inesperada calma.

Los marineros llevaban a Umina en palmas. Habían adornado con cintas y gallardetes el lugar donde solía sentarse, a popa, formando una guirnalda que contrastaba con el sobrio pasar de un navío militar. Y aunque ella no ocultaba su preocupación por lo sucedido, al menos le cabía el alivio de pasear por cubierta sin tener que andar escondida.

Sólo había alguien que parecía habérselo tomado a mal: la gata. No sobrellevaba bien la presencia de otra hembra a bordo. Era, además, plenilunio, se había puesto en celo y alborotaba sus dominios de punta a cabo, maullando de aquí para allá. Por la noche, los marineros le tiraban botas para que se callase, pero ella seguía, erre que erre.

De modo que cuando Luna vio que Sebastián y Umina se disponían a leer la Crónica juntos, se arrimó a ellos ronroneando, como si también le incumbiese la historia que allí se contaba.