Amargo Despertar
Colgado del cabo que Miguelito había atado a la mesa de la cámara baja, Sebastián oyó una voz que le llamaba y sintió que alguien tiraba de él. Era Hermógenes, que había advertido lo que estaba sucediendo mientras arreglaba los desperfectos causados por el chinchorro al chocar contra el ventanal de popa.
—¡Aguante! —le gritaba—. ¡El piloto intenta hacerse con el rumbo!
De poco consuelo le sirvió esto: para cuando lo consiguiese, sería ya demasiado tarde.
Sólo tenía una vaga idea de aquel mecanismo. La pala del timón bajaba paralela al extremo de la popa, sobresaliendo del barco. E iba sujeta por su cabeza a la caña, un sólido travesaño horizontal que entraba en el buque a la altura de la primera cubierta. Ya en su interior, pasaba junto al techo del lugar donde dormía habitualmente Qaytu. Y, mediante un juego de poleas, giraba a babor o estribor gracias a una guía semicircular, siguiendo el arrastre de los cables enrollados a la rueda del timonel, que venía a funcionar como un cabrestante vertical.
Al haberse destensado, ahora le costaría al piloto recuperar su gobierno. Y le aplastaría a él mismo y a Miguelito.
Trató de frenar con los pies el avance de la pala, apoyando la espalda contra el casco. Pero su fuerza era irrisoria al lado de aquella poderosa palanca, que se les echaba encima de un modo inexorable. Sintió cómo empezaba a comprimir su cuerpo. Y quiso protegerlo, a la vez que el del paje, exánime y muy magullado por los golpes.
Cerró los ojos para que no le cegara la devastadora ola que barría el barco. Al entreabrirlos observó que el madero empezaba a ceder. Se estaba deteniendo. Y no parecía ser obra del piloto, sin plena maniobrabilidad todavía, sino de alguien que de un modo desesperado retenía la caña del timón.
La pala se mantenía inmóvil, con un temblor que trasladaba la enorme tensión que aquello debía implicar. Luego, dejó de presionarles. Y, por fin, ahora sí, el timonel pareció recuperar el control. El amenazador madero empezó a responder a la rueda y a apartarse de ellos. Primero, lentamente; después, de un modo ostensible.
Escuchó sobre él los gritos de júbilo de Hermógenes. Pero no entendió lo que estaba sucediendo hasta ver a Qaytu en la porta de uno de los cañones de popa, tirando con todas sus fuerzas del cabo del que colgaban, para izarlos a pulso, a él y al paje.
Tras entrar por la tronera, chorreando, vio que el indio había aplicado toda su fuerza a la caña que unía la cabeza del timón con la rueda, interponiendo un travesaño de madera, la calza de uno de los cañones, para evitar aquel giro que les habría resultado fatal. Un mecanismo que el escolta conocía bien, pues estaba encima del lugar donde dormía habitualmente. Con ello, les acababa de salvar la vida.
—Gracias, muchas gracias —dijo un desfallecido Fonseca antes de depositar en el suelo a Miguelito y caer exhausto en un rincón.
Se disponía Qaytu a inclinarse sobre el paje, cuando se oyeron voces. Y el ingeniero le hizo un gesto para indicarle que debía esconderse. Era Hermógenes, que acudía con más gente, a socorrerles.
Pero antes de que llegasen, y de que su salvador pudiera refugiarse en el espacio que tenía acotado junto al camarote de Umina, Sebastián sorprendió en el indio un gesto de terror que lo paralizó.
Miró el ingeniero en la misma dirección y alcanzó a ver a alguien que los había estado observando en la sombra. No se distinguía su rostro, envuelto en la penumbra. Sin embargo, juraría que aquel hombre llevaba vendado el brazo izquierdo y era el mismo a quien ya había sorprendido junto a Montilla en el momento de ser hecho preso, tras quedar atrapado en el callejón de combate.
Impotente y extenuado, hubo de observar cómo se alejaba, pausadamente, al oír los gritos de quienes llegaban. Ahora, aquel hombre sabía que Qaytu iba a bordo.
Cuando Hermógenes y sus compañeros llegaron a su lado, el navío se había ido enderezando en medio de grandes crujidos de las cuadernas, que pugnaban por volver a encontrar su lugar. Hubo reacomodo de objetos desplazados, como si tras aquella huida desesperada el barco empezara a tener dominio de sí mismo. Recuperada su maniobrabilidad bajo el control del piloto, iba tanteando su camino entre las crestas espumeantes de las olas que empezaban a aflojar.
Muy atrás quedaban ya las fragatas inglesas. Y emergían ellos de la tormenta, que se alejaba mar adentro, mientras navegaban hacia el continente. El viento seguía soplando con fuerza, pero el timón respondía bien, pleno y ciñendo, permitiendo a las velas recogerlo de popa y volver a restallar en gualdrapazos regulares.
Entre tanto, Sebastián había hecho acopio de fuerzas para seguir a Hermógenes, quien ahora llevaba en brazos el cuerpo malherido de Miguel. Antes de llegar a la enfermería les salió al paso el médico con una lona, donde le pidió que depositara al muchacho, para transportarlo con mayores garantías. Cuando pasaron entre los hombres de la tripulación, que ya conocían la hazaña del paje, todos se quitaron los gorros en señal de respeto.
Pudo apreciar Sebastián que los efectos en el interior del navío habían sido igualmente devastadores. Los hombres de la expedición de Montilla se refugiaban por los rincones del barco, entre vaivenes, lamentos, arcadas y golpes de vómito tan prolongados que tal parecía que fuesen a echar el alma.
—Ha tragado mucha agua —advirtió Sebastián al médico.
—¿Qué esperan para traer el vino y el aceite? —se impacientaba Hermógenes.
—Están en ello —le atajó el galeno, molesto por que alguien se inmiscuyera en sus atribuciones—. Levántele las piernas.
Mientras el carpintero ponía en alto los pies del pajecillo, le hurgó en la garganta con una pluma hasta que devolvió el agua de mar. No tardó en llegar el cocinero con vino caliente, que vertieron en el gaznate del muchacho. Cuando vieron que reaccionaba, le hicieron beber una taza de aceite de oliva para que el agua salada no le pudriera los intestinos.
A la espera de que rindiese efecto, el médico tomó su maletín e hizo señas a Sebastián, pidiéndole que lo acompañase a cubierta. Y allí, mientras curaba las heridas del ingeniero, le informó:
—Lo suyo no es nada, unos rasguños. Pero me preocupa el muchacho. Lo de él tiene mal aspecto.
—¿Es grave?
—Habrá que esperar. No se puede hacer nada más de momento. Y usted debería irse a descansar.
—Cuídelo mucho.
Tras el esfuerzo y los rociones, volvía el calor. Los hombres se despojaban de sus impermeables de lona alquitranada, se disipaba la neblina y el sol volvía a lucir en lo alto. Desde la cocina empezaron a servir café, porque después de la tensión del combate y la tormenta el cuerpo volvía por sus fueros.
Entre un trajín de perolas, el humo empezó a salir de los hornos, y se desplegaron algunos toldos para protegerse del sol. El sonido de la campana llamando a comer sonaba ahora en medio de una extraña calma, sobrevolando aquel mar sombríamente azul.
A pesar de que su heroico comportamiento le había permitido recuperar la libertad de movimientos, Sebastián no quiso probar bocado. Cayó rendido en su hamaca. Durmió muchas horas. Y cuando despertó y volvió a visitar al paje, le pareció que se recuperaba sin problemas.
—Como una rosa —bromeaba Hermógenes en la litera de al lado—. Ya me gustaría a mí estar como él.
El niño trataba de sonreír. Sin embargo, no era de esas sonrisas que le iluminaban el rostro. Notó algo extraño. Cuando se lo consultó al médico, éste le dijo, esquivando la cuestión:
—Le he dado un poco de láudano. Sólo queda dejar que la Naturaleza siga su curso. No le molesten, déjenlo dormir.
Mientras velaba el sueño de Miguelito, al ingeniero le preocupaba el otro frente que se había abierto: Qaytu y Umina. Ahora, alguien que estaba plenamente implicado contra él conocía la presencia a bordo del indio, y quizá a través de él podría deducir la de la mestiza.
El comandante Valdés, que también había acudido a visitar al pajecillo, le informó:
—Faltan pocos días para llegar a nuestro destino. Allí podrán cuidar mejor a Miguel, con más recursos que nosotros. —Luego alzó los ojos hacia el ingeniero y le advirtió—: En cuanto a usted, habré de ponerle a disposición de las autoridades, muy a mi pesar.
Una vez solo, y tras considerar que estaban a punto de concluir su viaje, Sebastián reaccionó de inmediato:
«Tengo que ver a Umina», se dijo.
Pero ¿cómo hacerlo? En todos aquellos días no había podido apartar de su cabeza lo que le contara ella la última vez que estuvieron juntos: aquellas páginas de la Crónica de Diego de Acuña en las que el escribano relataba los tristes sucesos que condujeron a la toma de Vilcabamba.
La frustrada embajada durante la cual había vuelto a encontrarse con Sírax había menoscabado el prestigio del intérprete. Ya se había encargado de ello Martín de Loyola, transmitiendo su propia versión de los hechos al virrey Francisco de Toledo. Éste deseaba acelerar la conquista del reducto rebelde. Y así, el 14 de abril de 1572, Domingo de Ramos, puso en marcha la formidable maquinaria bélica que debía terminar de una vez por todas con «aquella buitrera de indios cimarrones».
Cuando estas medidas llegaron a oídos de Acuña, entendió de inmediato que se trataba de una expedición de exterminio, la última y definitiva. Él conocía el estado de debilidad del reducto, lo había visto con sus propios ojos, aunque nada dijera en mantenimiento de la promesa hecha a Sírax. Y empezó a luchar con todas sus fuerzas para formar parte de aquella comitiva. Deseaba, por encima de todo, evitar que mataran a Sírax.
El virrey estaba acopiando una fuerza abrumadora, con todos los vecinos útiles para una campaña de gran alcance. Y como botín añadido ofreció un trofeo muy especial: quien capturase al rey rebelde se casaría con Beatriz Claya Coya, la hija de Sayri Túpac, el Inca que había firmado la paz con los españoles. Con la mano de aquella rica heredera recibiría la mejor encomienda del Perú, y sus descendientes ostentarían la mayor legitimidad en los derechos sucesorios. Una oportunidad así no se daba todos los días.
Cuando lo supo Diego, entendió la violencia que se hacía a Sírax. Como hija de Manco Cápac y hermana del Inca reinante, ella era la persona de mayor rango en su dinastía, después de Túpac Amaru. Pero en el camino de Acuña se interponían dos graves obstáculos: declarar la identidad y calidad de Sírax pondría en peligro la vida de la joven princesa, malogrando toda la laboriosa previsión de ocultamiento desplegada por su padre Manco Cápac y su madre Quispi Quipu. Y él mismo, el propio Acuña, aumentaría en los recelos y sospechas de los suyos, quienes lo acusarían una vez más de ponerse del lado de los indios.
Toda la semana intentó sumarse a la expedición. Y siempre encontró la férrea resistencia de Martín de Loyola. No lo habría logrado sin el decisivo apoyo de su maestro de quechua, el jesuita Cristóbal de Fonseca, que aún mantenía su ascendiente sobre el virrey. El religioso tuvo que emplearse a fondo para que prevalecieran sus opiniones, haciendo ver las innegables ventajes de llevar consigo a Acuña. Pues además de ser el mejor intérprete del lugar, era el único que había estado en tiempos recientes en Vilcabamba.
Al fin, se le admitió en aquella comitiva que, una vez inspeccionada y aprestada, fue despedida con un brillante tedeum en la catedral. Poco después dejaron el Cuzco a través de un arco florido en dirección a la pampa de Anta, para encaminarse hacia el norte.
Tras varias escaramuzas de tanteo, se libró batalla en la tarde del tercer día de Pentecostés, el primero de junio de 1572. Eran los indios tan bravos que algunos veteranos de las guerras de Chile, y aun de Flandes, juraban no haber tenido nunca enfrente un enemigo tan encarnizado. Se metían ellos en tropel por las bocas de los arcabuces sin miedo a los daños que pudieran depararles, sólo por el ansia de llegar al cuerpo a cuerpo. Bien pudo comprobarlo Martín de Loyola, que iba en vanguardia. Bastaba verle para entender que no era un buen soldado. Nunca la crueldad ni la codicia suplieron al coraje. Si el sobrino de san Ignacio salió bien librado fue gracias a uno de sus ayudantes, que lo rescató.
Los naturales habían ido replegándose hacia Vilcabamba, para jugar allí sus mejores bazas. Conscientes del envite, los veteranos de anteriores campañas aconsejaron acampar en los alrededores, preparándose para el asalto final con un buen conocimiento del terreno. Trajeron para ello a uno de los prisioneros. Y fue entonces cuando se le planteó a Diego el gran dilema. Porque hubo de ver, en su trabajo como intérprete, que aquel indio los estaba encaminando hacia una emboscada, al desfiladero de la media luna, cuyas alturas sabía sembradas de galgas y pedruscos en cada recodo del camino. Se debatió Acuña largo rato entre el mantenimiento de la promesa hecha a Sírax y la revelación de aquella trampa que acabaría con toda la expedición española. Y se dio cuenta de que no podía seguir callado.
Declaró entonces al comandante de la expedición, Hurtado de Arbieto, que aquel acceso a la ciudadela estaba defendido por un fuerte muy apeñuscado y recio, con muchas piedras a mano para arrojar sobre el paso que defendía. Y que aquel baluarte almenado daba sobre un sendero angosto en extremo, asomado a pico sobre un río muy precipitado de aguas. Mientras se franqueaba había de pasarse por debajo de una cuchilla de sierra tan afilada que hasta las nieblas hacían allí su partija. Era lugar perfecto para una emboscada, por ser muy fragosa y no poderse caminar sino de uno en fondo.
Desdeñó en un principio tales conocimientos Martín de Loyola, tratando de desacreditarlos como chismes de un intérprete medroso, poco conocedor de la milicia. Pero los más veteranos aconsejaron prestar oídos a Acuña y atacar desde arriba para descomponer la emboscada.
Sirviéndose de las indicaciones de Diego, subieron por entre la densa maleza con toda su impedimenta y arcabuces, armados hasta los dientes. El paso era tan estrecho y por una vereda tan vertida sobre un precipicio que hubieron de pasar gateando, a excepción de un portugués, tan fuerte que se atrevió a llevar consigo sobre los hombros una pequeña pieza de artillería, lo que provocó la admiración de sus hombres.
Desde allí, pudieron apercibirse de que todo estaba trazado de tal modo que si los enemigos pusieran por obra lo que tenían aparejado no quedaría un español vivo. Pues por la banda de arriba de aquellas ásperas sierras estaban emboscados en diferentes partes para darles batería. Y por la parte de abajo tenían dispuesta otra tropilla de quinientos indios chunchos, temibles flecheros que los rematarían.
Los españoles atacaron desde lo alto, pillándolos completamente desprevenidos. Y con su victoria bien podía decirse que los de Vilcabamba habían jugado su última carta, y que el camino hasta la ciudad quedaba expedito.
Esa noche descansaron, haciendo acopio de fuerzas para el asalto final. No pudo Diego comer ni dormir, pues en su conciencia entrechocaban el deber cumplido de revelar a sus compañeros la emboscada y haber traicionado la promesa de confidencialidad hecha a Sírax. Le atenazaba, sobre todo, la angustia por la suerte que esperaría a la joven cuando las tropas españolas entrasen en la ciudadela. Se estremecía al oír los soeces comentarios de los soldados, bromeando sobre sus obscenas intenciones con todas las indias que encontrasen en el lugar.
Un tiempo después, 24 de junio de 1572, era la fiesta de San Juan Bautista entre los cristianos, y la del Inti Raymi entre los incas, la mayor entre ellos, por celebrar el solsticio de invierno. Muy de mañana el general Hurtado de Arbieto mandó poner a toda su gente en orden para tomar la ciudad. Y después de hallarlo todo a plena satisfacción partieron hacia ella a tambor batiente, con los estandartes desplegados.
Caminaba Diego atento a cada esquina, buscando algún resquicio por donde pudiera tener noticia de Sírax. Pero no encontraron resistencia. El lugar se iba abriendo ante ellos desamparado y espectral. Sus casas, que no bajarían de las cuatrocientas, habían sido abandonadas, sin dejar nada de provecho en su interior. Los palacios, templos, depósitos de bastimentos y otros galpones todavía humeaban, destruidos por el fuego. Los indios habían quemado las provisiones que no les era dado llevarse en la huida, saqueándolo todo con tan buena mano que ni los propios españoles lo hubieran hecho mejor.
Explorado el lugar y sus alrededores, cumplía convocar el consejo para tomar una decisión. Los indios más principales se habían escamoteado una vez más. Diego hizo un recorrido por el lugar, y se sentó largo rato junto a la alberca en la que sorprendiera a Sírax y donde tan grata le fue su compañía. Y no pudo evitar amargas lágrimas por la tragedia que se avecinaba.
Allí vinieron a buscarlo para que sirviera de intérprete. Se disponían a interrogar a uno de los prisioneros capturados en los alrededores. Al ser apremiado a declarar el paradero de la familia real, confesó que el Inca había huido río abajo con los suyos, adentrándose en la selva, en el territorio de los indios manaríes, con una pequeña escolta de ochenta leales. Sintió Acuña un gran alivio en el fondo de su corazón, y mientras traducía las palabras ajenas se las apañó para preguntar al prisionero por Sírax, sin que él acertara a darle noticias de la joven.
Una de las expediciones enviada a dar una batida trajo el ídolo del Punchao, cuya captura había sido vivamente encarecida por el virrey Toledo. Otros vinieron con las momias de Manco Cápac y de Tito Cusí. Pero ninguna trajo al Inca ni a sus familiares más próximos. Fue entonces cuando Martín de Loyola se ofreció a encabezar una expedición para capturar a Túpac Amaru. Eligió unos cincuenta soldados y se dispuso a emprender la marcha de inmediato, con Diego de Acuña como inevitable intérprete.
Bajaron de este modo cuarenta leguas por el río, hasta un embarcadero donde sorprendieron a unos indios, a los que obligaron a revelarles hacia dónde se dirigía el Inca. Le dijeron que avanzaba poco a poco, porque su mujer estaba a punto de parir. Él la trataba con mucho amor y cuidado, ayudándola en todo, descansando a menudo. Y esto los retrasaba en gran medida.
Animado por este testimonio, Martín de Loyola apresuró la marcha. Tal rapidez resultó decisiva. Tras avanzar unas veinte leguas por la selva, al anochecer descubrieron una hoguera. Se acercaron con mucho sigilo y vieron que eran el Inca y su mujer.
Y así lograron tomar prisionero a Túpac Amaru cuando estaba a punto de embarcar en una canoa, a sólo tres horas de marcha del río Urubamba, donde su rastro resultaría imposible de seguir. Lo que más impresionó a Diego fue que nunca lo habrían atrapado de no ser porque prefirió cuidar de su mujer embarazada en lugar de huir para preservar el trono de sus mayores. Aquella demostración de amor en medio de las ferocidades de la selva le conmovió hasta lo más hondo, confirmándole las cualidades del monarca, que ya había comprobado durante su breve estancia en Vilcabamba.
En cuanto tuvo ocasión preguntó al Inca por Sírax. Y éste le respondió lacónicamente que no estaba con ellos.
En el camino de vuelta a Vilcabamba, trató de conseguir otras noticias de la joven hablando de nuevo con Túpac Amaru, pero éste nada le dijo. Fue su esposa quien, advirtiendo los verdaderos sentimientos de Diego y adivinando su angustia, le aconsejó que la buscara en el Cuzco.
Así terminaba la patética ficción de aquel reducto que había quitado el sueño a los españoles durante más de treinta y cinco años. Y al escribir ese final era imposible no percibir cómo la melancolía, antes que cualquier otro sentimiento, impregnaba la Crónica de Diego de Acuña.
O así lo entendía, al menos, Sebastián de Fonseca, embargado él mismo por la tristeza de los sucesos presentes y el silencio de la enfermería. Y en estas evocaciones se había quedado dormido.
Hasta que lo despertó el médico, que venía a ver al herido.
Tras la revisión que le hizo al paje, el ingeniero no pudo evitar preguntarle:
—¿Qué le pasa en la cara a Miguelito? Cuando intenta sonreír, es como una máscara.
Le hizo un gesto el médico para que no dijese nada y lo acompañara a cubierta. Y una vez allí, le confesó:
—Es el rictus sardónico.
—¿Cómo dice?
—Un calambre, un espasmo en la mandíbula, el cuello y la cara.
—¿Y eso es grave?
—Muy grave, el tétanos.
—¡Dios! ¿Y no tiene remedio?
—Ninguno. La muerte es terrible. ¡Pobre niño!
Pronto lo supo todo el barco. La marinería hacía corros, cada vez más apesadumbrados a medida que avanzaba la enfermedad. La rigidez progresaba sobre el débil cuerpo de Miguel, agarrotándolo. Le comprimía la laringe, convirtiendo su respiración en un silbido agónico.
A medida que la enfermedad se iba adueñando de sus miembros, aumentaron las convulsiones. Se volvieron tan súbitas y fuertes que le desgarraban los músculos del vientre, provocándole horribles dolores. El médico aumentó las dosis de un láudano que él mismo preparaba, con opio de Esmirna, vino de Málaga, canela, azafrán, miel y levadura de cerveza. A pesar de ello, tuvieron que atar una cuerda a la viga del aposento, para poder moverlo con el mínimo de molestias. Más tarde empezaron las fracturas vertebrales, provocándole unos dolores como cuchilladas. Los alaridos del niño se oían en todo el barco.
Los marineros suspendían su trabajo cada vez que los escuchaban. La tensión se palpaba en el ambiente y Valdés estaba seriamente preocupado. Sabía bien lo querido que era el niño entre la tripulación. El capellán comenzó a frecuentar la cabecera del pajecillo cada vez con mayor asiduidad. Todos esperaban el fatal desenlace de un momento a otro. Hasta que dejaron de oírse aquellos gritos.
Hubo una afluencia general alrededor de la escotilla que conducía a la enfermería. Acudió Valdés y tuvo que hacer uso de toda su autoridad para conseguir que esperaran fuera, en la cubierta, prometiendo bajar él para informarles.
Cuando reapareció, emergiendo lentamente por la escalera, junto con el capellán, se cubrió con su sombrero mientras les informaba:
—El funeral tendrá lugar esta tarde.
Un silencio de muerte se extendió por todo el barco y hasta las velas parecían sudarios. Llegado el momento, se colocó el cadáver en cubierta, sobre uno de los enjaretados, las rejillas que cubrían los accesos. Estaba amortajado en su propio coy, cosido a todo lo largo como una crisálida que nunca alcanzaría ya su metamorfosis. Los pies, vueltos hacia el mar, fueron lastrados con balas de cañón. Rodeado por la tripulación en pleno, con las cabezas descubiertas y el gesto abatido, el capellán apareció revestido con estola y sobrepelliz. Rezó brevemente el oficio de sepultura. Acabado éste, inclinaron la plataforma por encima de la borda. Sonó la lona, siseando, al deslizarse sobre las rejillas. El pequeño bulto que contenía el cuerpo de Miguelito cobró impulso. Cayó levemente contra las olas. Tras el sordo chapoteo del impacto, un haz de burbujas afloró hasta romper en el azul turquesa del mar, recibiendo el tributo que se le rendía.
Valdés hizo un gesto al segundo oficial para que ordenase a cada cual volver a su puesto. Pero nadie se movió. Repitió la orden, y entonces se levantó un rumor, pidiendo responsabilidades.
Se oían preguntas sobre quién había dejado suelto el chinchorro que había provocado la catástrofe. Uno de los marineros alzó más la voz para preguntar:
—¿Quién va a popa, en el camarote de estribor del capellán?
Le pareció a Sebastián que alguien detrás de aquel hombre le dictaba las palabras. Alguien que se escabulló en cuanto trató de acercarse. No lo pudo ver bien, pero parecía llevar algo en la manga de su brazo izquierdo. ¿Las vendas de una herida, quizás?
Era ya demasiado tarde para perseguirlo. Aquel torbellino humano se dirigía hacia el camarote de popa que tanto les intrigaba.
Apartaron a Valdés, reteniéndolo varios hombres en el alcázar, mientras una docena de marineros bajaba hasta aquel lugar vetado para ellos. Sebastián comprobó que, por muy buen marinero que fuese el comandante, sus oficiales no lo tenían como suyo. Tampoco se sentían vinculados con un secreto que el capitán había sobrellevado en solitario, sin hacerlos partícipes.
No tardaron en subir con un aterrorizado Qaytu. Sin duda, el indio había salido a su encuentro para que no pasasen adelante y sorprendieran a Umina.
El ingeniero se dio cuenta de que lo iban a arrojar al mar. Se abrió paso hasta la cubierta superior y se puso a su lado, enfrentándose a quienes lo retenían:
—¡Escuchadme! Este hombre no puede hablar. Pero yo lo haré por él. No sólo no tiene ninguna culpa de la muerte de Miguel, sino que me ayudó a sacarlo de allí.
El marinero que parecía actuar como cabecilla se adelantó para gritar:
—Si lo defiende, es porque lo conoce y es su cómplice. Él lo sabía todo. ¡Al agua también!
Trató Hermógenes de hacerse oír, para confirmar el testimonio de Fonseca. Pero los hombres de Montilla lo apartaron a un lado, bloqueándolo. Y ni siquiera permitieron intervenir al capellán.
Iban a arrojarlos por la borda.