La Tormenta
Sebastián trató de recomponer lo sucedido: que Qaytu no le abriese no quería decir que Umina le hubiese traicionado. Le costaba creerlo. Sabía que, en caso de alerta, la mestiza y su guardaespaldas debían refugiarse en el camarote y un pequeño espacio auxiliar, dejando libre el centro de la nave, para montar los cañones que guardaban el timón por estribor. Y como ella misma le había recordado, estaban llegando a aquellas revueltas aguas del Caribe, para enfilar ya la tierra firme de Panamá, donde menudeaban los encuentros indeseables. Eso explicaría que Qaytu hubiera tenido que dejar el puesto en el que habitualmente se mantenía, vigilante. Y nadie podía abrirle ahora la escotilla.
¿Quién había cerrado entonces el otro extremo, la puerta corredera que permitía el acceso al callejón de combate desde proa? Quizá fuese otra precaución más, una medida de seguridad en previsión del zafarrancho de combate. Pero más bien parecía una trampa que le habían tendido aprovechando que Umina y Qaytu debían refugiarse en un espacio más reducido, el que rodeaba con un tabique el camarote del capellán. De ser así, no tardarían en venir a por él.
Lo sacaron de estos pensamientos las campanadas de la comida. El momento en que Miguelito solía llevar su bandeja a Umina y Qaytu, poco antes de que se organizaran los ranchos. El paje estaba a punto de llegar. Y tendría que tocar a la puerta del tabique, para que le abriera Qaytu. Éste no lo podría oír, del mismo modo que no había podido atender sus llamadas. Entonces, al no encontrar al indio, el paje pasaría al interior, hasta el lugar donde se hallaba la trampilla bajo la cual estaba ahora él. En ese preciso momento, ni antes ni después, debería recabar su atención. Era su única oportunidad.
Permaneció atento y en tensión. Trataba de distinguir los pasos menudos del muchacho al bajar por la escalera. Varias veces creyó oírlos hasta escuchar su ligero tamborileo por los peldaños y al enfilar el pasillo. Pudo oír entonces sus golpes en el tabique y la aguda voz del paje, pidiendo que le abrieran. Al no escuchar respuesta, Miguel probó con la puerta que solía estar cerrada desde dentro, cuando Qaytu permanecía atento a ella. Ahora pudo franquearla sin ningún problema.
El ingeniero no se lo pensó dos veces, y tocó desde debajo de la trampilla para llamar la atención del niño.
Pero no obtuvo respuesta. Decidió, entonces, gritarle:
—¡Miguel, soy yo, Sebastián de Fonseca! ¿Me oyes?
—Le oigo, señor, ¿qué hace ahí abajo?
—Abre la escotilla, me he quedado encerrado.
Notó el forcejeo del muchacho. Aquello no cedía.
—¿Qué pasa, Miguel?
—Está sujeta con un nudo muy fuerte. No puedo desatarlo.
—¿Tienes un cuchillo?
—Aquí no, señor.
—¿Puedes conseguir uno?
Esperó la respuesta. Pero el muchacho ya no contestó. Sonaron voces arriba. Pegó el oído. Luego oyó los gritos del paje.
—¡Miguel! ¿Qué está pasando ahí afuera? —preguntó Sebastián.
Escuchó nuevos ruidos que no alcanzó a calibrar. Después, sintió que alguien hurgaba, hasta alzar la trampilla.
Un farol salió al encuentro de su rostro, deslumbrándolo. Y antes de que pudiera ver nada, una pistola se apoyó en su frente.
—Salga de ahí —le dijeron de forma muy poco amable.
Comprobó que no bromeaban. A medida que emergía del sollado y se enderezaba pudo ver al contramaestre. Y, detrás de él, una patrulla armada. Probablemente, la guardia de la santabárbara.
—Espero que pueda darle al comandante una buena explicación —añadió el marino.
Cuando sus ojos se acomodaron a aquel nuevo espacio, lo primero que le llamó la atención fue el nudo con que habían bloqueado la escotilla. E, inmediatamente, algo que sucedía al fondo, hacia el atranque de la escalera que conducía a la cubierta superior. Dirigió hacia allí la vista, tratando de esquivar la luz del farol.
—¿Qué está mirando? —le interrogó el contramaestre mientras se volvía hacia aquel lugar.
A Sebastián le parecía haber visto a un hombre con el brazo izquierdo vendado, el mismo en el que había clavado el formón a su atacante durante el intento de estrangulamiento.
Pero no tuvo ocasión de averiguar mucho más. En la escalera apareció el marqués de Montilla. El hombre que se había sumido en la penumbra le susurró algo al oído. Su mortal enemigo se dirigió al contramaestre y pareció darle instrucciones. Luego abroncó de tal modo al pajecillo que el niño se echó a llorar. A Fonseca ni siquiera se dignó mirarlo. Se limitó a señalarlo a sus guardianes y ordenarles:
—Ése, a la sala de consejo.
Le indignó que el marqués tratase a la tripulación como si tuviera algún mando en aquella nave. Y mientras los soldados lo llevaban a la cubierta superior se preguntó qué pasaría ahora con Umina. ¿Conocía Montilla su presencia a bordo? ¿Cuál era el papel de la mestiza en todo aquello?
Al subir por la escalera de popa, advirtió en el barco una inusitada actividad. La tripulación había terminado de comer precipitadamente, deshecho los ranchos y desmontado las mesas, para dejar libres los cañones.
«Aquí pasa algo, y grave», pensó Sebastián.
Una vez en el alcázar de popa, les hicieron entrar en su parte superior, la amplia y luminosa cámara alta, con sus ventanales inclinados hacia adentro. En una mesa se afanaban el comandante Valdés y los oficiales.
Miguel lloraba a lágrima viva. Trató Fonseca de consolarlo para que no se presentara ante el capitán en aquel estado. Pero era imposible librar al niño de su abrumador sentido de la responsabilidad: nunca había sido castigado. Estaba convencido de que después de aquello no le dejarían hacer carrera en la Armada, y su vida ya no tendría sentido.
Valdés alzó la vista de los mapas y sus compañeros se apartaron a los lados. Dirigió una mirada inquisitiva al contramaestre y a Montilla cuando los vio avanzar con el ingeniero y el paje.
El marqués se adelantó e hizo un aparte con él que Sebastián no pudo oír.
Tras ello, el comandante se irguió para preguntarle, en tono severo:
—¿Y bien, señor de Fonseca?
—Sólo quiero decir que Miguel no tiene nada que ver con todo esto… —empezó.
—¿Ah, no? —le interrumpió Montilla—. ¿Pretende usted hacernos creer que no ha sido su cómplice? Sólo él tiene acceso a esa parte de popa.
—Es cosa mía, exclusivamente mía —continuó el ingeniero, ignorando las palabras del marqués.
Lo miró Valdés, y por el modo en que lo hizo dejaba traslucir su aprecio hacia Sebastián, al verlo preocupado por el niño en un momento en que él mismo iba a dar con sus huesos en la sentina. Tampoco escondió el comandante de la nave su desagrado ante las injerencias de Montilla y sus acusaciones para inculpar al paje, presentando aquello como algo organizado y agravar así la situación de Fonseca.
—Si es como usted dice —argumentó el marqués—, ¿por qué este muchacho fue sorprendido intentando ayudarle a salir del sollado?
—Mera coincidencia. Miguel estaba allí con una bandeja de comida…
Y calló ante la mirada de Valdés, porque se dio cuenta de que no debía decir nada más para no descubrir la presencia a bordo de Umina y Qaytu. Notó el alivio del comandante, y el reconocimiento por su discreción.
En ese momento entró en la estancia uno de los oficiales de servicio e informó, cuadrándose:
—Señor, una flotilla a la vista.
—¿A sotavento o a barlovento? —preguntó Valdés.
—A sotavento. Aunque tampoco las cosas están claras a barlovento, porque se está formando tormenta.
—Debería usted ordenar zafarrancho de combate y cañonearlos —dijo Montilla.
—Soy yo quien manda aquí, señor marqués —le respondió Valdés, decididamente molesto. E ignoró su presencia para preguntar al oficial de servicio—: ¿Llevan alguna bandera los de esa flotilla?
—No, señor.
Recordó en ese momento Valdés las señales secretas que le habían sido confiadas en la documentación reservada del navío y ordenó que iniciaran el mensaje en clave:
—Pues haga izar una roja en el tope del mastelero de velacho y un gallardete blanco en el palo mayor, por encima de la bandera. Venga a verme de inmediato cuando haya respuesta.
—¿Cuál debería ser, señor?
—Si es de los nuestros, izará gallardete blanco en el palo mayor y azul en el tope del velacho.
Volvió al poco el oficial, para informar. —No responden.
—¿Lo ve? —insistió Montilla—. Ya debería haberlos enfilado. Valdés ignoró de nuevo sus impertinentes palabras para dirigirse al oficial:
—Asegurémonos de que no se trata de un problema de visibilidad. Pruebe con los cañones. Dispare una vez por barlovento. Si no contestan con tres cañonazos a sotavento a intervalos regulares de un minuto, ordene zafarrancho de combate.
Se oyó al poco tiempo la detonación del África, pero ninguna por parte de la flotilla, cada vez más cercana.
—Señor —dijo el oficial—, han abierto las portas y embocado los cañones. Y acaban de izar bandera inglesa.
—¿Qué artillería llevan?
—Veintiséis de dieciocho en la cubierta superior, veinte largos de ocho en el alcázar de popa y castillo de proa y dos bronces largos del doce flanqueando el bauprés.
—Son fragatas inglesas, no cabe duda. Preparen zafarrancho de combate, pero no arríen velas. Mantenemos el rumbo.
—Señor —objetó el oficial, alarmado—, vamos a meternos de cabeza en la tormenta.
—De eso se trata.
En ese momento, el cañonazo de una de las fragatas enemigas hizo saltar un penacho de agua no lejos de la popa.
—¿Va a huir sin responder a esos matasietes? —le reprochó Montilla.
—No desdeñe a los ingleses, marqués —le replicó el comandante—. Son grandes marinos. Ese tiro de punto en blanco sólo ha sido un aviso. Y si no soltamos trapo para aprovechar el viento que tenemos a nuestro favor, dentro de poco estaremos a su alcance.
Sabía bien Valdés que no podrían con dos fragatas tan bien artilladas y maniobrables como aquéllas. Su única ventaja frente a los ingleses era que el África navegaría más seguro en medio de la tormenta abierta ante ellos. Sus enemigos tenían más que perder, y no se arriesgarían a seguirlos. Además, sus órdenes eran no entrar en combate hasta haberse aligerado de su pasaje en Panamá. Sólo entonces debía acometer la segunda parte de su misión, interceptando y plantando cara a las naves enemigas.
—¿Qué hacemos con éstos? —preguntó, resignado, el contramaestre, señalando a Sebastián y Miguel.
—Enciérrelos en la cámara baja —ordenó Valdés.
Estaba aquel lugar debajo de la sala de consejo. Sebastián trató de calmar a Miguelito, que seguía llorando, inconsolable, balbuciendo que un paje de escoba y de la pólvora como él debería estar en ese momento llevando los cartuchos hasta su cañón, el Manotón. Cada brigada se refería siempre a su pieza con el apodo que le habían dado, convencidos de que tenía su propio carácter, como las personas.
Al ausentarse de la sala de consejo pudo ver Fonseca que Valdés estaba dispuesto a no plegar las velas, cerca de una treintena, manteniéndolas a pleno rendimiento. Con semejante trapo, ganó impulso el África, se hinchó con un aspecto tan majestuoso que imponía respeto verlo surcar las olas, cortándolas limpiamente. Y entre tanto redoblaban los tambores y se iba haciendo zafarrancho de combate. Se habían retirado los coyes de los dormitorios y estibado en las redes de la cubierta superior, para que sirviesen como trinchera y parapeto a los soldados. Se echó arena en las cubiertas, a fin de evitar resbalones. Se desembarazó el navío, se señaló su sitio a todos, desde los primeros oficiales hasta el último grumete.
Se despejó el acceso de cualquier obstáculo hasta la santabárbara. Se abrieron las portas de los cañones, pero sólo las dos baterías superiores, por estar la mar muy picada y amenazar el agua con entrar por las troneras de la primera batería, demasiado cercanas a la línea de flotación. Y comenzaron a sacar cartuchos y distribuirlos según las libras de cada cañón. Se metió bala en éstos, se revisaron las mechas y pertrechos, y se situó a proa la piedra esmeril, para afilar picas, alfanjes y hachas de abordaje, los sables de los oficiales y las bayonetas de los infantes de marina.
Mientras Sebastián y Miguelito bajaban por la escalera principal del África, se le echó encima al navío un nublado que pareció hacer presa en el velamen, tan cargado de gavias que el cabeceo ponía espanto. Una nube se alivió de su granizo sobre ellos, haciendo resonar velas y maderas, acribillando las cubiertas y azotando el rostro del paje y el ingeniero. Se sintieron más protegidos al enfilar la escalera que flanqueaba el palo de mesana, por donde descendieron hasta quedar encerrados en la cámara baja, a pesar de las protestas del ingeniero, que pedía un arma para luchar.
Los vientos eran cada vez más fuertes, y el mar más encrespado, hasta dar en un color verde oscuro, opaco como la hiedra. El navío se abría paso entre las crestas blanquecinas de las enormes olas, para caer de bruces en los abismos abiertos bajo el casco, donde se precipitaba crujiendo por todos sus maderos. Grandes cortinas de agua barrían de borda a borda la cubierta, golpeada por violentos rociones que iban a estrellarse contra el castillo de proa. El aparato de rayos y truenos era tan estremecedor que la nave parecía arder en vivas llamas.
Era aquél un momento decisivo. Los ingleses estaban todavía a la vista, y sólo manteniendo el rumbo con mano firme lograrían quedar fuera de su alcance. Fue entonces, desde su encierro, cuando Sebastián y Miguelito notaron un fuerte golpe a popa, algo que destrozó los ventanales de la cámara baja y pareció caer todavía más abajo.
Se asomaron por la ventana rota, hasta donde llegaban las salpicaduras de las olas más bravas. Pero no vieron nada. Lo que había ocasionado aquel golpe se hallaba debajo de ellos.
Entendieron el alcance de lo sucedido cuando el barco empezó a perder rumbo y desde el alcázar se oyeron gritos:
—¡El timón no responde!
Cuando Sebastián se quiso dar cuenta ya era demasiado tarde. Miguel había atado un cabo a las patas de la mesa, bien sujetas al suelo, y se descolgaba por la ventana rota. Al asomarse vio lo que trataba de hacer el paje: desbloquear el timón, obstaculizado por el chinchorro de popa. Aquel bote, que colgaba de los pescantes traseros, se había soltado de uno de los cabos debido al violento cabeceo provocado por la tormenta. Y al quedar sujeto del otro cable se había comportado como un péndulo, cayendo primero contra el ventanal de la cámara baja, para empotrarse luego a la altura de la línea de flotación. Ahora la cadena y los cables del timón lo mantenían atrapado entre la pala de éste y la quilla. Sólo salvando aquel obstáculo podría recuperar el navío su rumbo y maniobrabilidad. De lo contrario, sería una presa fácil en manos de la tormenta y de los ingleses.
El ingeniero se dio cuenta de que él era, con toda probabilidad, el responsable de aquel desastre, al utilizar uno de los cabos para bajar desde el chinchorro hasta el camarote de Umina. Y no se lo pensó ahora dos veces antes de descolgarse, a su vez, para rescatar a Miguel.
Cuando logró sobrepasar la galería de la cámara baja, que le impedía verlo, entendió el peligro que corría el paje. Con un valor inaudito, esperaba el muchacho a que un movimiento de la nave hiciese girar el timón y dejara libre el chinchorro para soltar el cable del que colgaba el bote. Pero al hacer esto sería aplastado él mismo, tan pronto consiguiera liberar la pequeña embarcación.
En ese momento, una enorme ola verdosa barrió el navío a todo lo largo, hasta empenacharse en una cresta blanquecina y afilada como una cuchilla. Aumentaron las sacudidas del barco, tan recias que parecía a punto de descuadernarse. Se quedó suspendido el buque en lo alto de una ola, zozobró en el vacío y, mientras los marineros contenían la respiración, se precipitó en lo más hondo, gimiendo por toda su tablazón con los estertores de un moribundo.
Gracias a aquel brusco movimiento, Miguel logró soltar el chinchorro del cable que lo tenía atrapado. Cayó el bote, liberando el timón. El valiente pajecillo lo había logrado. Pero ahora era él quien estaba a merced de los bandazos del barco, y corría peligro de ser aplastado. Un fuerte golpe, propinado por una de las bisagras de bronce de la pala, alcanzó al grumete en la cabeza y empezó a sangrar.
Perdido el conocimiento, habría caído al mar si en ese momento Sebastián no hubiese llegado hasta él, sujetándolo con firmeza. Con ello no había hecho sino sumarse a su misma suerte, poniéndose él también en grave peligro. No podía trepar por la cuerda. Para ello habría necesitado los dos brazos. Y uno lo tenía ocupado aferrándose a ésta, mientras con el otro retenía al niño, metidos como estaban en aquel mar impetuoso que amenazaba con llevárselos.
Vino en ese momento otra ola gigantesca, tan grande como una montaña. Embistió al buque, haciéndolo estremecer a medida que lo iba engullendo y recorriendo de proa a popa, zarandeándolo como un juguete. El navío se escoró tanto que estaba a punto de caer tumbado. Y con aquel golpe, el timón los aplastaría sin remedio.