30

Callejón sin Salida

Sebastián dormía tendido a lo largo del coy. Lo hacía sin camisa, por el sofocante calor que impregnaba la cubierta. Y su cuello quedaba al descubierto. El hombre centró la cuerda, la tensó tirando con fuerza de los dos extremos, y se abalanzó contra él.

Antes de que lo atrapara, el ingeniero alzó el afilado formón que había tomado de la carpintería y solía tener prevenido durante la noche. Con un giro seco y preciso lo clavó en el brazo izquierdo de su atacante, acertando de lleno. Reprimió éste un grito de dolor. El impacto fue tan fuerte que lo hizo caer a un lado, contra el tabique de madera que los separaba de la proa.

Mientras los compañeros se despertaban, trató de incorporarse en la hamaca para perseguir a su agresor. Éste se había retirado hasta el lugar por el que accediera, la escotilla del pañol del contramaestre abierta en el suelo. Arrastrándose a la desesperada, consiguió llegar a ella.

Intentó seguirle Fonseca. Pero su enemigo logró bajar hasta el sollado, atrancando desde allí para cerrarle el paso.

«Desde luego, lo tenía bien planeado», pensó Sebastián mientras golpeaba con rabia la trampilla.

—¿Qué pasa ahí? —le preguntó uno de sus vecinos.

—Nada —se disculpó—. Un mal sueño. Me caí.

Era mejor dejarlo estar. Ahora su adversario tenía una marca que no podría ocultar.

Por la mañana buscó a alguien con una herida en el brazo izquierdo. Y durante todo el día se mantuvo atento a cuantos se cruzaban en su camino. Ni rastro.

«¿Qué está sucediendo aquí?», se dijo, con extrañeza.

Claro que a su oponente le bastaba con mantenerse a popa, más allá del palo mayor, para quedar fuera de su alcance.

Se planteó denunciar al comandante Valdés lo sucedido, pero lo desechó de inmediato. No sabía de parte de quién se pondría el capitán, y cuanto menos problemática resultara su estancia a bordo, mejor. Aquello estaba tomando un sesgo muy preocupante.

«Tengo que hablar con Umina, y prevenirla».

A su padre lo habían matado tras entrevistarse con ella. Y otro tanto intentaban hacer ahora con él.

«A alguien no parece sentarle demasiado bien que los Fonseca nos pongamos en contacto con esa mestiza».

¿Temían, quizá, algún nuevo pacto entre los descendientes de la familia real inca y quienes podrían pasar por partidarios de los jesuitas?

¿O era la Crónica? ¿Qué contenía aquel libro, que parecía causar tantos problemas?

Visitar a Umina de inmediato implicaba tomar una decisión muy arriesgada: utilizar el callejón de combate en pleno día. Era una imprudencia hacerlo por la mañana, cuando mayor era la actividad del barco y cuando no podría contar con la ayuda de Hermógenes, que estaba ocupado.

Aun así, lo hizo. Cometió aquella imprudencia.

Bajó al sollado con grandes precauciones, se metió en el callejón de combate, lo recorrió pegado al casco hasta llegar a popa, subió por el pañol del condestable y llamó a la escotilla para que le abriera Qaytu.

Cuando el sorprendido indio le hubo conducido hasta el camarote de la joven, Fonseca la puso al corriente de lo sucedido, pidiéndole que le contara la continuación de aquella Crónica. Y ella, que había avanzado en la lectura, se dispuso a resumírsela allí donde se habían quedado en su encuentro anterior.

Diego de Acuña seguía relatando lo sucedido dentro del estanque al que se arrojara para evitar los picotazos del enjambre, sin conseguir otro alivio que unos muy contundentes golpes en la cabeza. Como si el agua caliente de la alberca, lejos de aplacar a las abejas, les hubiese traído refuerzos.

A punto ya de ahogarse, comprobó el intérprete que cesaban, de pronto, las hostilidades. Incluso le ayudaban a mantenerse a flote.

Le costó creer lo que veía. Su atacante no era otra que Sírax, aquella joven india a quien había salvado del acoso de la soldadesca y a la que había estado buscando en el Cuzco todos aquellos meses. La hija secreta de Manco Cápac y Quispi Quipu.

La había sorprendido en el baño. Y allí estaba ahora, su hermoso rostro enmarcado por el largo pelo negro, una aparición irreal entre los vapores del agua, los picotazos de las abejas y las contusiones en la mollera que padecía el aturdido intérprete.

En una de sus manos la joven blandía un espejo de obsidiana engastado en plata, con el que lo había golpeado. En la otra sostenía el quipu rojo que Diego llevaba bajo la camisa y ella había perdido durante su huida. Gracias a él lo reconocía ahora.

La joven se hizo cargo de la situación rápidamente.

—¡Quítate la ropa! —le ordenó.

Y como viera que él dudaba, añadió:

—Quítatela y arrójala lejos. Si no, las abejas te acribillarán.

Cuando se hubo despojado de la camisa, tirándola sobre la hierba, el enjambre se alejó de inmediato.

Se quedó mirando a la joven como si acabara de asistir a un acto de brujería. Y se produjo un cierto embarazo entre ambos al sentir que compartían de modo tan imprevisto la intimidad del baño.

Ella se limitó a decirle:

—Tenías a la reina del enjambre dentro de la camisa. Ven que te frote las picaduras con barro. Es bueno para esas heridas. Se dejó hacer Diego, balbuciendo:

—No sabía que hubiera aquí abejas… No he visto… —el intérprete buscó en su memoria la palabra «colmena» en quechua, sin encontrarla— casas para las abejas.

—¿Casas para las abejas? —rió ella—. Unas se meten en los troncos de los árboles. Otras en huecos de las rocas… Donde pueden.

—Entonces, no las domesticáis.

—Viven libres, y basta con no tocar a la reina para que no te hagan nada cuando tomas su miel —dijo con una sonrisa llena de intención.

Mientras le terminaba de poner barro en los picotazos, admiró Diego aquel baño termal. El amplio estanque, acotado por grandes losas, se abría en una terraza entre muros de piedra con nichos trapezoidales. Uno de los lados, el del fondo, se hallaba abocado a la pura roca. Desde el risco se descolgaba la flor del inca. Y a través de orificios tallados vertían chorros de agua caliente, exhalando vahos que se mezclaban con el sofocante perfume de las flores.

Le preguntó Diego qué hacía allí. Ella le contó cómo la habían traído desde el Cuzco aquellos indios que viera en la ciudad. Y al llegar a Vilcabamba comprobó con sus propios ojos lo que le costaba creer de oídas: que el segundo hijo de Manco Cápac, Tito Cusi, había muerto, y que su lugar en el trono lo ocupaba ahora Túpac Amaru. Era éste quien la había reclamado junto a él.

Cuando Diego le preguntó por el nuevo Inca, Sírax le informó que su hermano era muy distinto de los belicosos generales y fanáticos sacerdotes que lo rodeaban, heredados de su antecesor. Le aseguró que se trataba de un hombre conciliador, pero muy firme en su empeño de sostenerse en aquellas breñas para mantener la dignidad. Un guerrero valeroso, tenaz y convencido de su causa. Un legítimo príncipe inca, educado desde niño como tal. El único que podía salvar los restos del imperio y reconstruirlo tal y como era antes de la llegada de los españoles. Conocía bien a éstos, y no le deslumbraban ni le intimidaban. No le tentaba renegar de sus costumbres para cambiarlas por las de los invasores. Se lo pensaba mucho antes de tomar las armas. Y cuando abrazaba esa decisión, era para hacerlo con determinación.

A su vez, Acuña hubo de ponerla al tanto de lo sucedido desde que ella faltaba del Cuzco. La joven conocía la muerte de su madre, Quispi Quipu, y su triste fin. No pudo evitar los sollozos mientras él le contaba sus conversaciones con la anciana tras ser desalojada de la Casa de las Serpientes. Diego salió entonces del agua para buscar algo con que arroparla en aquel momento de dolorosos recuerdos. Y tomó lo primero que vio a mano, una tela de muy peregrina hechura.

Sírax le pidió que no la tocara, sino que la dejase en su sitio.

—Nadie puede vestir esa ropa, fuera del Inca —le explicó—. La acabo de tejer para él.

—Nunca había visto nada igual. ¿De qué está hecha?

—De pelo de murciélago —respondió la joven.

—¿Es posible? —se asombró el intérprete—. Se necesitarán muchos.

—Cerca de aquí hay una cueva llena de ellos —y señaló hacia la montaña que dominaba la terraza.

Mientras se envolvía en una toalla, le advirtió:

—Debes marcharte. Van a venir a buscar esa tela. Y también a mí.

Como viera que el enjambre había abandonado ya su camisa, Diego la recuperó. Tras tantearla ella entre los dedos, le preguntó:

—¿Quién la ha tejido?

—Mi madre.

—Teje como yo. Las mujeres españolas tejen igual que nosotras.

Dijo estas palabras no sin extrañeza, como quien acaba de descubrir un atajo, un afán común o lenguaje universal.

—¿Dónde están acampados los tuyos y cómo has llegado hasta aquí? —se interesó la joven.

—Siguiendo el muro de defensa.

—¿Has visto las torres?

—Sí, he saltado esa pared poco antes de llegar a ellas, sirviéndome de un árbol.

—Entonces habrás visto las plataformas con galgas, esos grandes pedruscos que protegen el tajo en la montaña. Nadie debe saberlo. Tampoco lo que te he contado sobre la muerte de Tito Cusi y la subida al trono de Túpac Amaru. Prométeme que no se lo dirás a los tuyos, y yo a mi vez juro que no diré nada a los míos sobre tu presencia aquí. Si supieran que conoces estas noticias, no te dejarían salir con vida y quizá os matasen a todos.

—Te lo prometo —dijo Diego en tono solemne.

—Hazlo sobre este quipu rojo, que tanto representa para nosotros.

No acababa de saber Diego si cuando decía nosotros se refería a los incas o a ellos dos. Pero juró sin dudarlo, poniendo la mano en aquellas cuerdas y nudos.

Ella le señaló por dónde podía regresar con menor peligro:

—Debes subir hasta la cima y buscar una senda que baja por su extremo. Te conducirá hasta un tajo en la montaña que hay detrás, en forma de media luna. Evita una cueva cercana, porque encierra grandes peligros. Pero si te vieras obligado a entrar en ella, camina sólo por los lugares donde haya murciélagos. Son los únicos pasos seguros.

La joven apretó contra su pecho aquel quipu rojo que tanto parecía representar para ella.

—Gracias por devolvérmelo —se despidió.

Trepó Diego hasta lo alto de la montaña y descendió por la otra vertiente. Allí le pareció distinguir el desfiladero que la tajaba en forma de media luna. Sin embargo, se extravió al tomar el sendero de bajada. Y lo interceptaron unos centinelas indios que se abalanzaron sobre él, maniatándolo codo con codo.

Mientras lo conducían hasta la ciudadela se dio cuenta de la gravedad de su situación. No hacía falta ser soldado para entender que había violado todas las prohibiciones imaginables para impedir que los españoles conocieran la disposición interna de aquel lugar. Ahora se había convertido en un problema. Ni siquiera sus compañeros querrían responder por él, para no parecer cómplices de quien podía ser tomado por un espía, debido a su insensata actuación.

Llegaron hasta el núcleo de la fortaleza, bien protegida gracias al precipicio inaccesible que iba trazando el profundo cañón excavado por el río. Entraron en una plaza tan amplia que los indios corrían en ella a su sabor los caballos capturados a los españoles. Se asombró de encontrar tan buenos jinetes.

En el camino hasta el palacio que dominaba la explanada se veían cientos de guerreros. Algunos se acercaron a Diego para amenazarlo, llamándole barbudo, ladrón y cobarde. Le decían que lo matarían allí mismo, y avanzaban hacia él amagando lanzadas, arrimándole los filos del arma por el costillar. Se burlaban anunciándole que allí mismo se lo comerían crudo mientras le señalaban las cabezas de siete españoles clavadas en unas estacas. Pertenecían a los renegados asesinos de Manco Cápac.

Uno de los capitanes más fieros, adornado con brillantes plumas y aperos de plata, hizo alarde del tambor de su compañía, conseguido desollando a uno de sus enemigos de arriba abajo. Uno de los lados del parche era la espalda, el otro la barriga, y por los lados colgaban la cabeza, los pies y las manos disecados, todo él hecho timbal.

Tras tan alentador recibimiento entraron en el palacio. Un edificio hermoso, bien techado al modo inca, con sus puntiagudos tejados entretejidos. Al pasar por la entrada principal pudo apreciar la buena mano con que estaban talladas las puertas de oloroso cedro y el salón adornado con muy competentes pinturas. No parecían tan salvajes.

Quedó allí en medio Diego, en el silencio de la tensa espera. A sus espaldas podía oír los gritos de la chiquillería, el revoloteo y los cantos de los pájaros. Y en las raras pausas de sosiego llegaban en oleadas los difusos tumultos de la selva, como un telón de fondo que brotara de sus atribulados pensamientos.

Frente a él se alzaba un estrado y dosel con el estandarte real, el suelo cubierto por alfombras de vicuña. A un lado, en el lugar de honor, un ídolo de oro. Enseguida entendió Diego que se trataba del Punchao, la reliquia más preciada del imperio, por contener el polvo de los corazones de todos los emperadores incas. Era el protector de Vilcabamba, su oráculo principal. Y mientras permaneciese en manos de los incas, éstos serían dueños de su propio destino.

Al cabo de un buen rato salió Túpac Amaru. No llegaría a los treinta años de edad. Era robusto y bien formado, noble de faz, la mirada franca y directa. Su presencia imponía. Los lóbulos de sus orejas estaban agujereados, y llevaba diadema, collarín y coracinas. Ceñía sobre la frente la mascaipacha, una gruesa borla a modo de corona. Su camisa era tan fina y brillante que no acertó a adivinar con qué material podría estar hecha. Hasta que reconoció que era la tejida por Sírax con pelo de murciélago. Portaba al cinto un puñal ricamente alhajado sobre un mandil púrpura. Las rodillas iban adornadas con cintas multicolores y los tobillos con cascabeles de plata. En el pecho, un disco de oro representando el sol. Completaba sus atributos con el báculo emplumado y la maza dorada.

Preguntó el Inca por la presencia allí de aquel español. Alegó uno de los generales que había sido sorprendido dentro de los límites expresamente vedados a la embajada del virrey. Lo reputó por uno de sus espías, y se mostró partidario de no dejarlo salir con vida.

Otro tanto opinaba el villacumu o sumo sacerdote, que parecía la persona de mayor rango después del Inca, y de gran ascendiente sobre éste. Para que no cupieran dudas sobre lo que opinaba al respecto, recordó el trato dado a los frailes que los españoles habían enviado a bautizarlos y el uso que habían hecho de sus cálices u ornamentos eclesiásticos. Y como muestra señaló una de las bolsitas para coca que habían confeccionado con ellos, donde aún se apreciaban las cruces de una casulla.

Pero el Inca parecía templado y ecuánime. Pidió más testimonios. Nadie contestó. Y ya iba a sentenciar el caso cuando detrás de Túpac Amaru se oyó una voz que Diego reconoció de inmediato:

—No es un espía, sino un intérprete que habla perfectamente nuestra lengua si le dais ocasión. Me salvó en el Cuzco, y gracias a él he recuperado esto.

Era Sírax, y en su mano llevaba el quipu rojo. Alzándolo, añadió:

—No se puede matar a alguien que ha venido hasta aquí con semejante salvoconducto. Además, sé muy bien cómo entró, porque estaba yo tejiendo en la terraza de palacio cuando me mostró este quipu. Fui yo quien le abrió la puerta, para que me lo entregara. No es, por tanto, un enemigo, sino alguien que nos ha prestado un gran servicio.

Se oyeron gritos de protesta. Sólo faltaba por ver ahora si el Inca estaría dispuesto a poner el testimonio de su hermana por encima del parecer del sumo sacerdote.

Túpac Amaru levantó la mano para pedir silencio.

—Sírax lleva razón —dijo—. Si él la salvó de esos soldados, y le ha traído el Yahuar quipu, bien merece hospitalidad, y no maltrato. Digo, pues, que sea dejado en libertad —sentenció—. Pero debemos ser prudentes, como pide nuestro sacerdote. Y después de lo sucedido no recibiremos a esa embajada del virrey que espera a las puertas.

«Esto no es un Inca, es otro Salomón», pensó Diego mientras dirigía sus ojos hacia lo alto para despedirse de Sírax, que se había retirado hacia el fondo.

Se la encontró de nuevo al salir del palacio, cuando ya lo conducían hasta la muralla que lo separaba de la embajada española. Trató de preservar en la memoria aquel modo en que se movía la joven india, con la levedad de un sueño, el hermoso rostro enmarcado por el borbotón de su pelo negrísimo.

«¿La volveré a ver alguna vez?», se preguntó.

Sólo había podido estar junto a ella en momentos tan breves como relámpagos, cargados de desasosiego. Sin embargo, eran esos fugaces instantes, con su candente intensidad, los que nutrían la vida del intérprete durante meses.

Ahora mismo, le inquietaba aquel quipu que tanto parecía significar para su gente. También para su propia suerte y la de la joven, como un lazo que los atara de forma indisoluble…

—¡Qué diferente es esta Crónica cuando me la cuenta usted! —hubo de reconocer Sebastián a Umina.

—Es el aguardiente que le he dado —sonrió ella.

No se trataba de un mero cumplido. Visto a través de los ojos de la mestiza, todo aquel mundo fenecido y antiguo dejaba de ser letra muerta. Sus paisajes y costumbres se alzaban desde el fondo de los siglos para entrelazarse con un rumor de gentes, volviendo a cobrar vida.

Y de este modo, en encuentros sucesivos, fueron conociendo la historia de Sírax y Diego de Acuña.

Hasta que un día en que acababan de recorrer juntos el libro, y el ingeniero tenía que volver a la zona de proa, ella le previno:

—Tenga cuidado, el comandante Valdés me ha advertido de que nos acercamos al mar Caribe, y allí menudean los encuentros con barcos enemigos, piratas y corsarios. Me ha pedido que Qaytu y yo nos recluyamos en un espacio más angosto, recuperando de ese modo los cañones guardatimones que habían apartado de la popa para que utilizáramos sus portas como ventanales.

Se despidió Fonseca y se encaminó al callejón de combate, como tenía por costumbre. Atravesó el barco sin mayor novedad, valiéndose de aquel atajo. Pero al llegar al extremo, en la parte delantera de la nave, comprobó que no podía salir:

«Esta maldita puerta corredera no se abre», se dijo apretando los dientes, aplicándose a ella con las dos manos.

A pesar de hacerlo con todas sus fuerzas, no cedió ni un ápice.

«Alguien la ha atrancado por fuera, desde el otro lado».

Estaba atrapado en aquella ratonera.

Dejó de forcejear cuando se dio cuenta del precioso tiempo que así perdía. Su única posibilidad era desandar el camino y regresar a popa, para pedir ayuda a Umina y salir a través del mismo lugar por el que acababa de entrar.

Corrió por el angosto pasadizo todo lo rápido que le permitía aquella incómoda posición, agachado y procurando no golpearse la cabeza en los travesaños del techo ni tropezar con los obstáculos esparcidos por el suelo.

«¡Ojalá no sea demasiado tarde!».

Si su implacable enemigo lo estaba vigilando, tendría que llegar a la escotilla antes que él.

Cuando por fin logró acceder al pañol del condestable, situado en la línea de flotación, junto a la popa, estaba sudoroso y con el corazón golpeándole en el pecho.

Respiró hondo antes de subir por los maderos que trazaban el perfil interno de la quilla, a modo de peldaños.

Al llegar al último de ellos lo utilizó como apoyo para empujar hacia afuera la trampilla que se alzaba sobre su cabeza. No pudo moverla.

Hizo acopio de fuerzas y lo intentó de nuevo. Y hubo de rendirse a la evidencia:

«También han atrancado esta escotilla de popa».

No podría salir por donde había entrado. Sin duda era algo hecho con toda intención.

«Alguien me ha tendido una trampa».