29

La Partida de Ajedrez

Al día siguiente Sebastián fue a ver a Hermógenes para comunicarle su propósito de bajar a la bodega. Por el camino se preguntó qué debía contarle sobre sus averiguaciones más recientes y qué sabía ya el carpintero. Éste habría deducido la razón de sus modificaciones en el camarote de popa, concebidas para alojar a alguien. Pero no tenía por qué saber de quién se trataba. No podía mencionarle la presencia de la mestiza a bordo, ni mostrarse muy explícito al pedirle ayuda. Se limitaría a asegurarle que necesitaba recuperar un objeto olvidado en su anterior escondrijo de polizón.

Al trazar juntos un plan supo que el estrecho corredor por el que había regresado a su hamaca desde el camarote de Umina era el llamado callejón de combate. El carpintero lo conocía bien. Se trataba de un ajustado pasadizo de mantenimiento que recorría los dos costados del barco de popa a proa. Daba la vuelta a casi todo el navío, pegado al casco a la altura del sollado. Servía para reparar los agujeros hechos por los cañonazos más peligrosos, los recibidos en la línea de flotación. Durante los combates, Hermógenes se afanaba a lo largo de aquel pasillo, junto a sus ayudantes y los calafates, para taponar las vías de agua producidas por los proyectiles enemigos.

El ingeniero le pidió que se quedase vigilando en la escalera de proa mientras él bajaba a la bodega. Así pudo llegarse hasta el lugar donde escondiera la bolsa de hule que contenía la Crónica. Se la sujetó al pecho, manteniéndola toda la mañana escondida entre la ropa. Y por la tarde decidió reunirse con Umina para cumplir su parte del trato.

Gracias al callejón de combate ahora podía atravesar el barco sin temor a que lo sorprendieran quebrantando las órdenes de no sobrepasar el palo mayor. Llegó de esa forma hasta el extremo posterior del navío, el pañol del condestable, y subió por las ensambladuras de la quilla que formaban una escalera natural al trazar por el interior la curva de la popa. Permaneció atento a los ruidos hasta asegurarse de que sólo se oían los movimientos de Qaytu, el escolta de la mestiza.

Intentó abrir la trampilla, pero estaba sujeta y bloqueada desde el otro lado. Golpeó con el puño y esperó. No tardó en abrirse y asomar el rostro del indio, que lo miró con actitud interrogante.

—Vengo a ver a Umina.

Lo ayudó a salir, haciéndole gesto de que esperase allí, en su cubículo, mientras él la consultaba.

Volvió al punto para indicarle que pasase al camarote.

Sebastián mostró la Crónica a la joven, que no disimuló su satisfacción, ofreciéndole asiento. En señal de gratitud añadió una copa de aguardiente que le alegró el ánimo.

Acostumbrado a la penosa lectura de aquel libro en la bodega, era un descanso leerla allí, con luz natural y en tan buena compañía. Además, la joven le iba explicando detalles que a él se le escapaban, al desconocer el Perú y las costumbres de los incas.

También facilitaba las cosas la narración de Diego de Acuña, que tomaba un aire más directo y personal tras haber relatado el fallecimiento de Quispi Quipu, cuyo testimonio le venía guiando en las páginas anteriores. Contaba ahora el intérprete y escribano su primer y ansiado viaje a Vilcabamba, formando parte de la comisión enviada por el virrey Francisco de Toledo a mediados de 1571, para tantear la paz.

A pesar de la áspera oposición de Martín de Loyola, Diego formaba parte de aquella embajada. Necesitaban un intérprete. Y se había corrido la voz de las buenas relaciones de Acuña con los indios. También, su posesión de un talismán que inspiraba gran respeto a los indígenas. Esperaban que su protección se extendiera a quienes iban con él.

Tras varias jornadas a lo largo del valle del Urubamba cruzaron el río por el puente de Chuquichaca. De inmediato les salieron al encuentro los rebeldes, rodeándolos por encima de unos riscos. Ya contaban con ello. Traían prevenidos obsequios para el Inca, que aceptaron de buen grado los naturales. Pero no los dejaron pasar adelante. Tampoco volver atrás, ordenándoles que esperasen allí. Vino al cabo de algún tiempo un capitán con doscientos indios, pidiéndoles que los acompañaran, aunque sin asegurarles que lograran ver al Inca. Diego dedujo que querían preservar a su rey de cualquier emboscada, escarmentados por lo sucedido a Atahualpa con Pizarro y a Manco Cápac con los españoles traidores que lo apuñalaron. Serían montaraces, pero desde luego tenían buena memoria, no podía negarse.

Describía Acuña la ruta hasta llegar a los alrededores de Vilcabamba, donde se desató una furiosa tormenta que embarró los precarios senderos, haciendo más penosa la marcha por entre avalanchas, charcales y el retumbar de los truenos que resonaban en las quebradas al multiplicar sus ecos.

Cuando llegaron a su destino, los recibió uno de los consejeros del Inca y les ordenó que acampasen, en espera de su decisión de concederles audiencia. Había cesado la tormenta y empezaba a brillar el sol. Al entreabrirse la bruma, desgajándose entre los picachos, la nueva capital se mostró en todo su esplendor. Estaba asentada sobre dos montañas, amansadas sus laderas en andenes, escalinatas y explanadas. A lo largo de ellas se alzaban templos, palacios y galpones que aún parecían más majestuosos por lo bravío del escenario y la pujanza de una naturaleza tan erguida. Por uno de los costados las poderosas fortificaciones se asomaban a un precipicio inaccesible, en cuyo fondo resonaba el río tumultuoso, crecido ahora por la reciente lluvia. Al otro lado se abría a un valle de exuberante fertilidad, por donde rodaban los jirones de niebla hasta entremeterse en la selva, tupida en su vegetación de un intenso verde esmeralda. Todo lo cual invitaba al descanso incluso al más fiero de los soldados.

Estaban los españoles ociosos en la espera. Diego mataba el tiempo jugando al ajedrez con el oficial al mando de la escolta. Era éste un veterano de muchos años y no menos humos, a quien Martín de Loyola había tomado a su servicio como hombre de confianza para compensar su inexperiencia de recién llegado. Tan cumplido concepto tenía de sí mismo aquel veterano que rehusaba firmar con su nombre a secas y le añadía el apellido De la Entrada, pues era uno de los ciento setenta y tantos que habían hecho morder el polvo a Atahualpa en Cajamarca. Desde aquel suceso legendario se veía a sí mismo como una suerte de nuevo aristócrata, y lo tenía en mucho encomio y reconcomio. No parecía muy amenazador a primera vista. Sin embargo, era magro y furo en extremo, y muy temido por lo imprevisible de sus arranques de cólera.

Sucedió pues que, enfrentado al ajedrez con él, tocó Diego una de sus propias torres, pero por tropiezo, sin intención de jugarla. No lo entendió así su rival, que exigió aplicar el principio de «pieza tocada, pieza jugada». Y se la comió con su caballo, apartándola de un manotazo. Volvió a cogerla del suelo Acuña, para reponerla en su casilla, sobre el tablero, haciendo volver grupas al caballo de su adversario.

Por los ojos del veterano supo que aquello se ponía feo. Pudo notar que el oficial buscaba su daga, como al descuido. Sabía Diego cómo se las gastaba. En una ocasión había clavado la mano de otro contrincante en la mesa de juego, acusándolo de usar dados trucados.

Trincó Diego la mano derecha cerca de su puñal, acariciando el pomo, y quedaron los dos en suspenso, tanteando los aceros mientras se miraban a los ojos atentos al menor movimiento en falso del adversario.

Entonces, el oficial tomó la torre impugnada y la arrojó con todas sus fuerzas por encima de un muro muy alto que allí se alzaba. Sabía bien lo que acababa de hacer, pues aquella muralla marcaba el arranque de la ciudadela de los incas, quienes habían vetado a los españoles traspasarla bajo ningún concepto.

—¿Veis cómo se ha perdido la pieza? —dijo—. A ver si ahora os sirve de algo ese talismán que lleváis encima —añadió el veterano dirigiéndose a toda la concurrencia, que esperaba en vilo la respuesta de Diego.

Era Acuña hombre de paz, pero en absoluto de los que se rendían a las primeras de cambio. Por cuestión de amor propio, decidió recuperar la torre, aunque para ello tuviera que saltar la pared.

Creyó al principio que podría escalarla como había hecho con otras, valiéndose de un par de dagas. Y pidió otra prestada. Sin embargo, no hubo forma de encajar en aquel muro la hoja de un cuchillo. Tal era la perfección con que estaban tallados sus sillares, tan cuidadosamente acoplados, que no cabía entre ellos ni un alfiler.

En este intento se fue alejando del grupo, tratando de encontrar algún lugar más accesible. No lo halló, y aún se alejó más. Buscaba ahora ver a dónde conducía aquella impenetrable pared. También, ayuda para salvarla. En la distancia se fueron amortiguando los gritos de sus compañeros, hasta que los perdió de vista y dejó de oírlos.

Empezó a remontar una colina, siempre flanqueado por el muro. Y llegó así a un estrecho sendero a media ladera, desde donde se accedía a una garganta con grandes galgas, pedruscos dispuestos sobre un tajo cortado a pico. Se almenaba el muro en aquel lugar, dotándose de cuatro torres de defensa de mucho respeto. Observó que los pedruscos iban montados en unas plataformas, para dejarlos caer con el simple impulso de una palanca contra quienes pretendieran entrar por aquel desfiladero.

Había en el lugar un pequeño bosque. Y un árbol alto y frondoso yacía desplomado sobre el muro, debido seguramente a la tormenta del día anterior. Era la oportunidad que estaba esperando. Se subió a él, y comenzó a trepar por aquella improvisada escalera que le conduciría hasta lo alto de la muralla. Encendido en su amor propio como iba, no se dio cuenta de que pasaba por encima de un hueco abierto en el tronco. Sintió algo pegajoso que le embadurnaba la camisa. Era miel. Cuando se dio cuenta ya zumbaban alrededor las abejas, furiosas.

Desde lo alto del muro pudo atisbar a cierta distancia una alberca de agua humeante. Y a los pies de la muralla algunos matorrales que amortiguarían su caída. El acoso del enjambre le impulsó a saltar desde lo alto. No salió mal librado. Pero las abejas, atrapadas entre sus ropas, seguían atacándolo sin tregua.

Se incorporó y corrió hacia el estanque. Entre el vaho que brotaba de la superficie y los picotazos que le propinaba el enjambre, apenas podía ver nada. Ni siquiera calcular la profundidad. Sin pensárselo dos veces, se tiró al agua.

Contra todo pronóstico, las abejas siguieron acosándolo. Peor aún: ahora tenían ayuda. Porque apenas asomó la cabeza entre el vaho, alguien empezó a golpeársela de un modo inmisericorde. Tanto, que no tardó en ser engullido por aquel líquido espeso, sofocante, que se le colaba por entre los resuellos impidiéndole respirar. Se iba a ahogar si nada lo remediaba…

Sebastián de Fonseca se sobresaltó al oír en ese momento las campanadas que marcaban la hora de la cena.

—No deben echarme de menos —dijo a Umina mientras acompañaba sus palabras con el gesto, casi mecánico, de cerrar la Crónica para guardarla en la bolsa de hule que colgaba de su pecho.

—Me parece bien que se vaya ahora —aprobó la mestiza—. Pero esto se queda aquí —añadió señalando el volumen. Y como viera que el ingeniero parpadeaba, incrédulo, dispuesto a ofrecer resistencia, añadió—: ¿O se ha olvidado de nuestro trato?

Aquello era lo más parecido a un chantaje. Sin embargo, ella llevaba razón. Fonseca se había comprometido a que la Crónica quedara en rehenes, como garantía de su discreción.

Se la entregó. Y cuando ya se alejaba, muy digno él, como caballero que ha cumplido su palabra, aún pudo oír a sus espaldas la despedida de la joven, diciendo le con retintín:

—Para la continuación, no tiene más que volver. Ahora ya conoce el camino.

Qaytu le abrió la escotilla del pañol del condestable que le permitiría llegar hasta el callejón de combate.

Mientras regresaba, y a medida que se acercaba a proa, pudo oír el creciente alboroto de la tripulación, afanándose para llevar las raciones desde la cocina hasta los ranchos.

Cuando hubo atravesado todo el barco y llegó a la puerta corredera de proa, calculó si sería prudente salir tan cerca de la despensa en plena cena. Se oían voces, el trasiego de los rancheros que iban a por los suministros. Lo pensó y concluyó que antes de salir debía abrir un pequeño resquicio en la portezuela para controlar la situación.

Desde allí vio la fila que hacían los hombres en la despensa. No podía salir, de pronto, como si tal cosa. Ahora bien, si no lo hacía, lo echarían de menos, lo buscarían, y sería peor. ¿Cómo unirse a ellos?

Esperó un largo rato, que se le hizo interminable, hasta que vio aparecer dos figuras familiares que venían a cargar las raciones. Eran Hermógenes, el carpintero, y Miguel, el pajecillo. A la vista de su posición en la cola, y del ritmo de ésta, calculó que en unos minutos tendrían que acercase a la barrica de madera donde se tomaba la guarnición de galleta. Estaba situada en el rincón de la despensa que tenía más a mano, la más cercana a la portezuela del callejón de combate dentro del cual se encontraba.

Aguardó a que Hermógenes se aproximara y cuando estuvo a su alcance sacó la mano para tirar de su pata de palo.

El carpintero se sobresaltó, pero miró hacia él y captó la situación de inmediato. Dejó caer las galletas que llevaba en la mano, se agachó hasta ponerse a su altura, mientras las recogía, y se acercó hasta la portezuela para susurrar:

—Le enviaré a Miguelito. Espere a que él le dé la señal.

Aún tardó un buen rato el pajecillo, porque hubo de hacerlo cuando el camino estaba despejado. Tras avisarle, vigiló la estancia y la escalera mientras Sebastián salía de su agujero. Luego subieron hasta la cocina a recoger el rancho y bajaron a la mesa. El carpintero le guiñó el ojo mientras cenaban.

«¡Por los pelos!», pensó Sebastián.

Pero el alivio se transformó en preocupación cuando fue hasta su coy para dormir. Al revisar el petate comprobó que alguien había estado revolviendo sus cosas. Aunque habían intentado respetar el orden en que él las había dejado, el cierre enseñado por Hermógenes había sido modificado. Lo que ahora tenía su bolsa de lona no era el nudo de saco hecho por él, sino un simple nudo llano.

«Lleva razón Umina —se dijo—. Es mejor que sea ella quien guarde la Crónica. Si yo la dejara aquí o la llevara encima, ya me la habrían robado».

Esa noche, mientras todos conciliaban el sueño, alguien rebullía entre las hamacas. No se trataba de ningún marinero que iba a los excusados. No se dirigía hacia las escaleras, sino que se arrastraba sigiloso hasta el fondo de la cubierta, donde estaba el ingeniero. A la leve luz del farol de la escalera podía verse que sujetaba una fina cuerda con los dientes.

Aquel hombre avanzaba con gran tiento para no hacer ruido ni despertar a nadie. Y cuando hubo llegado a la altura de Fonseca, se alzó del suelo, tomó la cuerda con ambas manos y se inclinó sobre él con la intención de estrangularlo.