28

El Espejo de Obsidiana

Lo que menos esperaba encontrar a bordo era una mujer.

Pero eso era justamente lo que se le ofrecía a través de la ventana del camarote. Una mujer bañándose de un modo lento, demorado, con el placer que daría a cualquiera poder saludar un barreño de agua en semejantes circunstancias. La pierna derecha, perfecta del muslo a los hoyuelos del tobillo, sobresalía de la tina mientras su dueña la iba recorriendo con una esponja enjabonada. Al hacerlo, tensaba el esbelto cuello, bajo el pelo recogido, y su pecho subía y bajaba al ritmo del enérgico frotamiento.

Deslumbrado por la visión de aquel espléndido cuerpo de piel canela, tardó unos segundos en darse cuenta de que se trataba de Umina, la mestiza que viera en el teatro durante la representación de El nudo gordiano.

Seguía produciéndole la misma fascinación, y se maldijo a sí mismo por ello. Iba en contra de los principios que le habían inculcado sobre el linaje, la limpieza de sangre, estirpes y blasones. Pero le daba igual. Incluso estando en peligro, incluso abrigando la sospecha de ser ella la responsable de la muerte de su padre y de su tío, no podía evitar una suerte de atracción animal que le brotaba de lo más profundo. Con razón se decía que una mujer desnuda es una mujer armada.

Y a partir de esa visión no le costó mucho entender quién lo sujetaba por el cuello desde detrás, asomado a la tronera del cañón de popa. Tenía que ser su guardaespaldas, aquel indio de tan temible aspecto que ahora mismo ya lo arrastraba hacia el interior de la nave.

Hubo de dejarle hacer, o allí mismo le habría partido el pescuezo. Aquel hombre no había dicho ni una sola palabra. No lo necesitaba, su fuerza era descomunal. Y así, bien sujeto, lo empujó hasta llevarlo a presencia de la joven.

Estaba en sus manos, ella lo sabía. Esbozó una sonrisa poco tranquilizadora mientras indicaba a su guardián que no hiciese ruido, sosteniendo la puerta para que introdujera a Sebastián en el camarote.

Lo primero que notó al entrar fue el olor. El agradable perfume, acostumbrado como estaba al tufo de la marinería. La mestiza se había puesto encima un albornoz, y tan pronto lo tuvo delante colocó frente al asombrado rostro de Fonseca un espejo de piedra negra pulimentada con marco de plata. Era el mismo que estaba utilizando en el baño, y debía de haberlo visto a través de él, pues se hallaba de espaldas.

Retrocedió al toparse con su reflejo tan de improviso. Se sorprendió al verse a sí mismo contra la superficie de obsidiana, aquel tragaluz redondo y sombrío como un cráter. Le costaba reconocerse en el hombre oscuro, de rasgos endurecidos, más rotundos aún de lo habitual, que parecía observarle desde el otro lado. Como si lo hiciera desde otro tiempo, desde otra raza.

—Mírese bien —le espetó ella—. Este espejo perteneció a Sírax.

Era del todo imposible que la mestiza supiera lo que él había estado leyendo durante las últimas semanas. ¿Cómo conocía, entonces, la historia de aquella princesa inca? Y si era la responsable de la muerte de su padre y de su tío, ¿cómo era capaz de mantener aquella increíble sangre fría? Porque hablaba con una voz clara, bien modulada. Y su acento, suave, delicado, sedoso incluso, contrastaba con la firmeza que podía adivinarse en toda su persona.

—¿Quién es usted? —se revolvió Sebastián—. ¿Y por qué ha matado a mi padre?

De nada le valió su ímpetu. El indio lo inmovilizó sin apenas esfuerzo, manteniendo la presa sobre el cuello, mientras su dueña se tomaba tiempo para responder:

—Ah, ya veo. Cree que he sido yo.

—¿Quién, si no, visitó a mi padre la víspera de su muerte?

—Fui para prevenirle.

—Amenazarlo, querrá decir.

—Hablamos de Sírax y de Diego de Acuña —le respondió ella, mirándolo con intención, a la espera de sus reacciones—. Y de esa Crónica. Le avisé, le di pistas para demostrarle que conocía la historia… Lo mismo que trato de hacer ahora con usted… Pero no me hizo caso, ni soltó prenda… Espero que no caiga en el mismo error.

—¿Qué pistas?

—Le hablé de Vilcabamba, de un lugar llamado el Ojo del Inca, donde se encontraba el tesoro. Ahora me doy cuenta de que le dije más de lo debido. Pero ¿quién podía imaginar que su padre cometería la imprudencia de poner todo eso en boca de un actor, en presencia de medio Madrid?

—Quizá no tuvo otro remedio…

—Claro que lo tuvo. Le aconsejé que no se metiera. Y lo mismo le digo ahora a usted. Debe abandonar cuando todavía está a tiempo. Entrégueme esa Crónica y déjeme hacer a mí. Usted es ajeno a todo esto.

—¿Ajeno? Han asesinado a mi padre y a mi tío.

—Igual que le pasará a usted si sigue adelante.

—¿Me está amenazando?

—¡Por Dios, qué tozudez! Yo no he matado a nadie. Y no tiene ninguna necesidad de pasar por todo esto.

—¿Y usted sí?

—Sí, yo no puedo remediarlo.

—Tendrá que darme una buena razón.

—¿Sabe dónde vivo en Cuzco…? En la Casa de las Serpientes. Le suena, ¿verdad?

Se quedó asombrado Sebastián: la casa donde comenzaba la historia de Quispi Quipu. Donde había vivido su hija Sírax mientras era una niña.

—¿Cómo sabe todo eso? ¿Se lo contó mi padre antes de que usted lo matara?

—Yo no lo maté —atajó ella, empezando a perder la paciencia—. Y si vuelve a decir esa estupidez, denunciaré al comandante de este barco lo que ha intentado hacer.

—Tanto da. Se lo ordenó a este pedazo de carne sin bautizar —dijo refiriéndose al indio que lo sujetaba por el cuello.

—Se llama Qaytu, y está bautizado, tiene un nombre cristiano, que no hace al caso. Lo que importa es que tampoco él mató a su padre. Si sé todo eso es porque mi madre desciende de la familia real inca. Y yo también. De Quispi Quipu.

Y como Sebastián hiciera gesto de no creer ni una palabra, ella suspiró resignada, abrió un cajón y rebuscó entre sus papeles.

—Es usted igual que su padre… Espero que le valga con este documento, uno de los que he llevado a España para mis reclamaciones. Supongo que ha leído en esa Crónica que Quispi Quipu, antes de ser despojada de sus tierras y de la Casa de las Serpientes, había recurrido ante el rey Felipe II. Pues bien, después de ser desahuciada, cuando ya habían sido rematados todos sus bienes, a punto de morir, llegó a su poder este real decreto que comienza así —leyó—: «Don Felipe, por la gracia de Dios Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las Dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las islas de Canarias, de las Indias y las tierras firmes del mar Océano, conde de Flandes y del Tirol…».

—Si se hubieran ahorrado toda esa batería de títulos —la interrumpió Sebastián—, quizá la justicia española habría llegado a tiempo.

—Lo mismo pensé yo. Por una vez estamos de acuerdo —afirmó Umina, con una leve sonrisa.

Y siguió leyendo aquel documento que, en sustancia, restituía a Quispi Quipu todos sus bienes. De modo que aquella viejecita expulsada de la Casa de las Serpientes pudo rehacer su hacienda al dictar testamento. En él dejaba aquella mansión a sus herederos, con el resto de sus posesiones.

—Reconocerá que, al menos, esta antepasada mía trató de mantener su dignidad —concluyó Umina.

—¿Por quién lo dice?

—Por otros descendientes de la casa real inca, que viajaron a España para entrevistarse con el rey y, una vez en Madrid, gastaron más allá de sus posibilidades para impresionar a los cortesanos, que siguieron despreciándolos. Felipe II no les concedió nada, y algunos terminaron muriendo en la cárcel, llenos de deudas, suspirando por aquel Perú donde no podían regresar.

—No fue el caso de Beatriz Clara Coya, la sobrina de Quispi Quipu, a la que casaron con el sobrino de san Ignacio, Martín de Loyola.

—Desde luego. Tuvieron una hija, Ana María Coya de Loyola, que heredó una inmensa fortuna y se casó en Madrid con Juan de Borja, que también era muy rico, y nieto de otro santo jesuita, san Francisco de Borja. Incluso llegaron a emparentar con los descendientes de san Francisco Javier. ¿Conoce la pintura de sus desposorios con las princesas incas?

—A través de un grabado, el Plan del Inca.

—La Monarquía Cristiana del Perú que tramaron los jesuitas. No contaban con los dos escollos que les traería este siglo nuestro. En mil setecientos treinta y nueve se extinguió la descendencia de los Loyola-Borja con las princesas incas. Y en mil setecientos sesenta y siete los jesuitas fueron expulsados de España y del Perú. Ahora alguien trata de recuperar ese plan por otros procedimientos.

A Sebastián le costaba aceptarlo, pero aquello parecía cuadrar. Umina adivinó sus pensamientos e hizo un gesto a Qaytu para que lo soltara.

—De modo que usted vive en la Casa de las Serpientes —tanteó el ingeniero.

—Con mi madre. Ella es la legítima propietaria. Y también de esa Crónica. Los Fonseca sólo son sus depositarios temporales.

—Pues llevamos dos siglos con el depósito.

—Ahora la necesito yo. Por esa razón hablé con su padre, para reclamarla. Y por eso le proporcioné esa información durante nuestra entrevista, para demostrarle que no lo engañaba.

—¿Fue usted quien subió a bordo de este barco en una silla de manos?

—Sí, ¿quién se lo ha contado?

—Una conversación casual. Si tan legítimos son sus derechos, ¿por qué se esconde?

—Por seguridad. Para que no me pase como a mi hermano, a quien asesinaron hace un par de años en Lima cuando se disponía a tomar el barco con destino a España.

—¿Quién lo mató?

—Seguramente la misma persona que a su padre y a su tío. Alguien al servicio de los encomenderos peruanos, que nunca han consentido que prosperasen las denuncias contra sus abusos. Y los peores son los dueños de los obrajes.

—¿Los obrajes?

—Son fábricas de tejidos donde mantienen esclavizados a los indios. Peores que las minas. Las denuncias que allí se hacen se pierden por el camino. España queda muy lejos. Y todos los que han intentado informar de primera mano de los atropellos que se cometen han muerto antes de llegar a Madrid. También esta vez habrán enviado a alguien para evitarlo. Nunca han permitido que trascendiensen los datos que les comprometían. Y ahora que las cosas andan revueltas, con el Perú entre dos virreyes, mucho menos. Yo soy la primera que está consiguiendo sobrevivir.

—De momento.

—Pues sí. Al menos Floridablanca me ha expresado su apoyo, exhibiéndome en público. Y por eso se ha hecho creer que sigo en España revolviendo documentos que apoyen mis reclamaciones. Si alguien sabe que Qaytu y yo vamos aquí, nuestra vida no valdrá nada. Si lo que busca es al asesino de su padre, habrá de hacerlo en esa otra dirección. Mal que le pese, somos aliados.

Como viera que el ingeniero aún dudaba, añadió:

—No sea tan orgulloso e imprudente como su padre. Yo no estoy contra los Fonseca. Nuestro enemigo común es otro. Sabe que podría denunciarle al comandante de este barco, el único que tiene constancia firme de nuestra presencia a bordo. Y eso sería catastrófico para usted.

Nada dijo Sebastián. Se mantuvo callado para ver a dónde quería ir a parar la mestiza.

—Si yo le dijera al capitán del barco lo que usted acaba de hacer —le aseguró ella—, dudo que llegase vivo a Panamá. Y entonces, ¿de qué le serviría esa Crónica que esconde?

Pensó Sebastián que, de todos modos, no le iba a valer de nada cuando llegaran al continente, lo metieran en un navío de retorno y se lo llevaran para desembarcarlo en las Canarias. Se la arrebatarían de inmediato.

—Escúcheme —continuó ella—. Ese documento sólo es útil para alguien que conozca bien Perú. Siento decírselo con tanta crudeza, pero usted bastante tiene ahora con sobrevivir.

Desde luego, era una mujer con las ideas claras.

—¿Qué clase de acuerdo quiere proponerme? —le preguntó, al cabo, el ingeniero.

—Usted me trae esa Crónica y yo hago como que no ha estado aquí, en este camarote.

—Déjeme algunos días para recuperarla. Y hablamos.

Se dispuso a marcharse, buscando en la sombra el cabo de cuerda por el que había bajado hasta allí.

—Pero ¿qué hace? —le preguntó ella.

—Tengo que volver a mi hamaca. Si me echan de menos, darán la voz de alarma y se pondrán a buscarme.

—¿Y cómo piensa regresar?

—Por donde he venido. Sujetándome donde pueda a lo largo del casco.

—¿En plena noche? ¿Así es como ha llegado hasta aquí?

—Por el interior sería imposible. En cuanto saliera de aquí me toparía con la guardia de la santabárbara.

—Es usted un insensato —se asombró ella—. Ya es un milagro que haya conseguido llegar. Forzar la suerte dos veces tan seguidas sería un suicidio. Le ayudaremos a volver.

—¿Ah, sí? —preguntó Sebastián con escepticismo.

—Sí, pero no será gratis —le contestó ella—. Hay una condición.

—Usted dirá…

—Ya se lo he dicho. Sólo quiero lo que me pertenece: la Crónica. Ese documento no está seguro en sus manos, y yo tengo tanto derecho a leerla como usted… Ahora puede irse, para que no lo echen de menos. Si lo atrapan aquí, también me comprometería a mí. Qaytu le indicará un camino más seguro para regresar a su hamaca. Él no puede hablar, pero lo hará por gestos.

—¿Qué camino es ése?

—Uno que me indicó el comandante Valdés por si hubiese algún imprevisto y tuviéramos que escondernos.

Abrió la mestiza la puerta, llamó al indio y le dijo algunas palabras en su idioma. Qaytu hizo un gesto a Sebastián para que lo acompañara.

Lo llevó hasta un lugar donde había un tabique que separaba aquel recinto del resto del navío. Era la modificación del barco que viera en el pañol de la carpintería de Hermógenes.

Fuera, detrás del tabique de madera, el espacio estaba despejado para tener acceso a los cañones de popa y también para que pudiera hacer su recorrido semicircular la caña del timón, que se movía en lo alto, cerca del techo.

El indio abrió un escotillón en el centro del barco, pegado a la quilla, detrás del timón. Para sorpresa de Sebastián, daba a un hueco que lo comunicaba con el sollado. Era el pañol del condestable, donde el maestro cañonero guardaba escobillones, mechas y baquetas. La propia curva de la quilla, por el interior, servía de escalera para bajar.

Qaytu abrió una puerta corredera y le hizo gestos para que entrase en un pasadizo. Cuando lo hubo hecho, le entregó el farol. Sebastián lo tomó con la mayor desconfianza. Y tras cerrar el indio la puerta a sus espaldas, no las tuvo todas consigo.

Se internó en aquel estrecho conducto, preguntándose a dónde iría a parar. Tras atravesar el navío todo a lo largo, llegó hasta lo que parecía la salida, con su manija de arrastre. Se colocó junto a ella e intentó abrirla. Pero le resultó imposible. Dejó el farol en el suelo para tirar con todas sus fuerzas, con las dos manos. Y consiguió moverla algunas pulgadas. Se detuvo cuando oyó el desapacible chirrido, que podría llamar la atención de la guardia o despertar a quienes dormían encima, sus compañeros de la primera cubierta.

Apagó la linterna, tanteó el depósito de aceite y sopló hasta enfriarlo lo suficiente como para tomar algunas gotas con los dedos. Untó las correderas y esperó a que el lubricante hiciera su efecto.

Comprobó que podía abrir la puerta con menos alboroto. Al salir, se halló junto a la escalera de proa, iluminada por una débil luz. Corrió con tiento la puerta tras de sí, dejando el farol dentro del pasadizo. Y empezó a subir los peldaños, evitando cualquier ruido.

Cuando asomó la cabeza en la primera cubierta la encontró despejada y tranquila. Ahora debía dirigirse a su puesto lo antes posible, para no despertar sospechas.

Al tumbarse en su hamaca no pudo conciliar el sueño, por la tensión que todavía le embargaba. Su mente estaba sumida en la mayor confusión. Si Umina no era la responsable de la muerte de Juan y Álvaro de Fonseca, ¿qué significaba el mensaje que le había dado su padre para el director de la obra de teatro, previniéndole contra la mestiza?

¿Quién era el asesino, entonces? ¿Por qué estaba haciendo todo aquello? ¿Conocía también los sucesos del pasado, lo que estaba escrito en la Crónica, del mismo modo que lo sabía Umina? ¿Y dónde se alojaba en aquel barco? Porque él había visto subir su equipaje a bordo. Lo más lógico es que viajase con el propio Montilla, en la zona de popa, la más confortable, vedada al ingeniero y a la marinería. O entre la gente de marqués, los componentes de la expedición. Pero éstos eran unos cincuenta, y cuando averiguase la identidad de aquel hombre ya le habría dado tiempo a actuar de nuevo. Tenía que localizar su equipaje para, a través de él, saber quién era.

En cuanto a la mestiza, su parentesco y descendencia de Quispi Quipu explicaban su conocimiento de muchos de los detalles que su padre, su tío y él mismo habían tenido que ir recomponiendo a través de documentos como la Crónica. Ahora bien, en ese caso, ¿qué había en el libro que tanto parecía interesar a Umina? Tenía que saber cómo continuaba la historia de aquella joven india llamada Sírax y el cronista Diego de Acuña, averiguar qué más secretos encerraba.

Éste fue el último propósito y conclusión a los que llegó antes de caer rendido, sin darse cuenta de que alguien había seguido todos sus movimientos al detalle.