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El Pasajero Oculto

Había llegado el momento de plantar cara al asesino de su padre y de su tío. ¿Quién sino él podía ser aquel viajero oficialmente inexistente, pero en cuyo beneficio se tomaban tantas medidas de seguridad? Todo apuntaba en esa dirección: los rumores sobre el personaje embarcado en silla de manos que había oído en boca de los dos marinos; la bandeja de comida que llevaba Miguelito; los arreglos de Hermógenes para aislar el camarote de estribor destinado a uno de los dos capellanes; la prohibición absoluta de acceder a aquella zona…

Esto último obligaba a Sebastián a tomar la decisión más arriesgada, al impedírsele sobrepasar el palo mayor en dirección a popa. Y el peligro aumentaba tras caer la noche y picarse el mar.

Ahora ya no le era posible dar marcha atrás, una vez levantado de su hamaca, vestido y calzado con el pretexto de ir a los excusados. Tenía que actuar rápido. La escasa luna iluminaba lo justo. Claro que, a cambio, también podrían verle a él.

Subió a la segunda cubierta y avanzó hasta llegar junto a la puerta que daba a proa, girando con tiento la argolla de la manija. Solía haber allí un hombre de guardia, y se asomó para establecer su posición. Esperó a que se alejara hacia el otro extremo y salió entonces, cuidando que la hoja no batiese con el ventarrón que azotaba la delantera del barco.

Saltó el pasamanos, descolgándose hasta el costado del navío. Allí, suspendido sobre las olas, el cabeceo era pavoroso. El aire le golpeaba el rostro con violencia. Tenía que pegarse al casco para retroceder hacia popa, con los brazos aferrados a la borda del castillo de proa y los pies apoyados en las portas por donde asomaban los cañones. Pudo percibir la aspereza de las junturas, las cicatrices de la madera.

Mientras lo hacía hubo de mantenerse atento a los marineros que montaban allí la guardia. Los dos hombres se hallaban en el otro lado, el de babor, conversando con el que vigilaba la proa. Pero no tardarían en volver a estribor, donde él se encontraba.

Había estudiado con detenimiento el lateral del navío por donde efectuaba ahora su arriesgado recorrido. Y sabía que cada uno de los tres grandes mástiles contaba con un juego de gruesos cables, los obenques, que los sujetaban a los dos lados del casco, amarrados a un resistente voladizo horizontal de madera, la mesa de guarnición. Aquellos tres salientes eran los únicos escondrijos bajo los que podría guarecerse si los vigilantes se asomaban por la borda.

Se dirigió hacia la parte trasera del barco oculto bajo la primera mesa de guarnición que tenía por delante, la del palo de trinquete. Todo fue bien en el primer tramo. Los guardias estaban en el otro costado, el voladizo resultó ser sobradamente firme y los herrajes que lo reforzaban por debajo aguantaron bien su peso.

Los problemas surgieron cuando los bajos de su pantalón se engancharon en las bisagras de la tronera de un cañón, en la que apoyaba los pies. Quedó colgado de los dos brazos, embarazado de ellos, sin poderse mover ni desengancharse. El barco dio un bandazo brusco que estuvo a punto de lanzarlo despedido. Y, para colmo, oyó sobre él a los vigilantes, que regresaban a estribor y se asomaron a la borda, justo encima de él.

El golpe de mar le había salpicado. Sus manos resbalaban. Rezó para que aquellos hombres se fueran pronto al otro lado. Pero siguieron allí.

Sólo le quedaba un recurso antes de que le fallaran las fuerzas: el ancla, que habían sujetado al lateral del casco, atravesándola en diagonal. Si se soltaba del voladizo para sujetarse al asta del ancla, podría descender desde la posición en que se encontraba y desenganchar los pantalones de la bisagra de la tronera. Tendría que hacerlo con todo cuidado, evitando cualquier ruido con la porta del cañón, pues al otro lado dormían los tripulantes. Él lo sabía bien, ya que era allí donde tenía su hamaca.

Separó la mano derecha de la mesa de guarnición del trinquete y la bajó hasta el ancla. Aunque ésta se movió, parecía bien sujeta. Luego, hizo lo propio con la izquierda. Pero no logró liberar el pantalón. Se colgó con ambos brazos del asta del ancla, sujetándose fuerte, para balancear los pies y poder soltar los bajos de la prenda.

Lo consiguió, al fin. Pero fue a costa de mover el ancla y quedar colgado en el vacío. Hubo de aguantar el fuerte tirón de los miembros entumecidos, todo su cuerpo hecho péndulo, mientras los guardias, al oír el ruido, buscaban una linterna de mano para acudir allí y examinar el lugar. Si no lograba esconderse antes de que volvieran con la luz, estaría perdido.

Sacando fuerzas de flaqueza, se estiró a lo largo, bajo los herrajes que reforzaban los bajos de la mesa de guarnición. No podría soportar mucho tiempo aquella posición tan forzada.

Contuvo el aliento mientras la guardia comprobaba con un bichero la sujeción del cable del ancla. El afilado gancho pasó junto a su rostro una y otra vez. A punto estuvieron de rebanarle la prominente nariz.

Al fin, parecieron darse por satisfechos. Y tras unos momentos de respiro, para recuperar fuerzas, esperó a que se alejaran hacia el otro costado antes de encaminarse de nuevo hacia la popa.

Era la parte del navío con mayor vigilancia, donde se alojaba la oficialidad. También la más iluminada, por los grandes fanales que marcaban su posición.

La mala suerte quiso que se encendiera una luz muy cerca de él, en la balconada trasera. A través de los ventanales vio a alguien en camisa, con un farol, camino del retrete de oficiales. Una vez allí, aquel tripulante desvelado se sentó en el beque, dispuesto a aliviarse.

Sebastián dudó, pero sólo durante unos segundos. Subió hasta lo alto de las cristaleras de popa. Ahora estaba en el lugar más arriesgado del barco, a unos pocos pasos de donde dormían Montilla y los oficiales. Se había metido en la boca del lobo.

Era demasiado peligroso quedarse allí. Reparó en el chinchorro que colgaba en la trasera, una pequeña embarcación de servicio sujeta a dos pescantes. Éstos sobresalían de la borda, manteniéndola separada del buque. Trepó por uno de los estribos hasta introducirse en el pequeño bote.

Desde allí podía controlar lo que sucedía en la popa sin ser visto. Y tan pronto abandonó el oficial los retretes y desapareció de su vista, vio una nueva luz en la que hasta entonces no había reparado. Salía exactamente del camarote que estaba buscando.

No se lo pensó dos veces. Tomó uno de los cabos que había dentro del bote, lo ató con firmeza al estribo del que pendía y se dispuso a descolgarse para llegar al camarote.

Una vez que hubo descendido a la altura de la primera cubierta se encontró con un problema: el cierre de la popa no era recto, sino oblicuo, se inclinaba hacia dentro, quedando demasiado lejos. Tuvo que balancearse, primero lentamente, luego con mayor fuerza, esquivando las cadenas del timón, apartándose hacia el costado de estribor, hasta que consiguió pegarse al casco.

Con el movimiento del navío era difícil calcular bien el impacto, y chocó contra él con un golpe sordo. Se sujetó a los adornos tallados en la madera, esperando que nadie lo hubiera oído.

Luego se sintió con fuerzas suficientes para asomarse a la tronera del cañón guardatimones, que había sido retirado para servir como ventana del añadido al camarote de estribor del capellán. Por fin iba a enfrentarse con su enemigo.

Lo que vio le dejó estupefacto.

Su sorpresa fue tal que no se apercibió de que alguien había salido por la otra tronera, situada detrás de él. Y cuando se quiso dar cuenta, un fornido brazo lo sujetaba por el cuello, atenazándolo e impidiéndole respirar.