Gente para Todo
Al cabo de los días había logrado hacerse una idea bastante ajustada de las costumbres del barco. Por la mañana reinaba gran actividad a bordo. Tras la comida del mediodía, las tardes eran más tranquilas. Hasta que se repartía una frugal cena, se apagaba el fogón y se iniciaba el cambio de guardia, para armar la nocturna, con sus relevos de modorra, modorrilla y alba.
Más difícil resultó hacerse con sus rincones. Tal y como le había prevenido Hermógenes, el navío de línea era todo un mundo. Fonseca había seguido con detenimiento las idas y venidas de la tripulación al sollado y la bodega. Tenía intención de visitar aquellos lugares lo antes posible, para recuperar la Crónica e inspeccionar los equipajes. El único modo de reconocer al asesino de su padre y de su tío pasaba por allí, localizando el baúl con el capote de cabriolé verde y el broche de plata roto.
El trajín era tal que sólo le pareció factible por la noche. Y también entonces el riesgo sería muy alto. Durante ese turno se dejaban alistados los cañones de la batería alta, despojados de sus tapabocas, por si hubiera que repeler algún ataque de improviso. Moverse por cubierta en la oscuridad sería muy peligroso. Si no le descerrajaban un tiro, podrían verle. Y su enemigo, el marqués de Montilla, tendría una buena excusa para exigir que lo encerrasen el resto del viaje en el sollado, cargado de grilletes. No sobreviviría. Matarle sería la cosa más fácil del mundo.
Apenas podía confiar en otra ayuda que no fuera la de Hermógenes y Miguelito, con su comportamiento harto humano, incluso infantil, como cuando hablaban de la gata del barco, su gata Luna. No sólo la tenían por muy ratonera y cumplidora de su oficio. Estaban orgullosos del animalito porque en una ocasión, cuando aún no andaban en guerra con Gran Bretaña, habían coincidido en puerto con un barco de ese país. Y estando las dos naves amarradas muy juntas, casi cubierta con cubierta, intentó abordarla el gato del navío vecino, rubio y a rayas, muy dispuesto y farruco él. No contaba con lo suya que era la gata, que no se avino a cortejos. Salió al encuentro de su pretendiente en la tabla que habían puesto para facilitarles el galanteo. Rechazó sus avances y lo despachó a zarpazos de modo tan fiero que el gato inglés hubo de volver por donde había venido, con el rabo entre las patas.
El lance quedó como ejemplo para repeler un abordaje británico. Y a ambos se les notaba puerilmente ufanos de Luna. Como si les hubiera sido fiel a ellos, en lugar de traicionarles con su enemigo secular. Claro que la gata no podía quejarse de cómo era correspondida. La consideraban la única hembra que podía contonearse por cubierta sin que se alborotase la tripulación.
Hermógenes le invitó a pegar la hebra con los toreros que iban a Lima para las fiestas en honor del nuevo virrey, que sería recibido en breve. Aunque no era un apasionado del espectáculo, vio Fonseca que los diestros y sus allegados eran gente cabal. Y en especial quien parecía llevar la voz cantante, Manuel Romero, el Jerezano. Éste, mientras se explicaba, llamó a uno de sus subalternos y le ordenó traer una damajuana del vino amontillado que llevaban consigo para abreviar el charco.
—A ver, espabílate y trabaja un poco —le dijo.
A lo que el otro le espetó, con esa gracia única que habría resultado ofensiva en cualquier otro que no fuese andaluz:
—¿Cómo voy a trabajar si soy de Cádiz?
—Pero si tú no naciste allí…
—Los de Cádiz nacemos donde nos peta.
Le contó el Jerezano que ya había estado antes en Perú, y guardaba un gran recuerdo de aquel lugar y sus gentes.
—¿Hay plaza de toros en Lima? —preguntó Sebastián.
—Y bien hermosa. La de Acho. Con un diámetro que no bajará de las ochenta y cinco varas castellanas, capaz de unos diez mil espectadores. No la hay mejor en toda España.
—¿Son bravas las reses?
—Mire esta cicatriz. Es recuerdo de Rompeponchos, un rabón retinto de Bujama, que a punto estuvo de rajarme por la mitad. Yo lo miraba con calma, por ver si las astas andaban derechas o corniveletas, y calcular el lance. Me decía a mí mismo: «Ándate con cuidado, Manuel, que aunque ese toro es tuerto del cuerno izquierdo, por el derecho mide bien y le entra al bulto sin vacilar. Conque no despistes y déjale andar en querencias hasta que humille». Me enganchó en el quite, aunque mereció la pena, porque el gentío aprobó mi faena.
—O sea, que los limeños entienden.
—Ellos son mezclados, en esto como en tantas cosas. Lo mismo estoquean a la navarra que a la verónica, a la rondeña que a la sevillana, porque dicen que lo hacen a la criolla, y que para ellos de la cerviz al rabo todo es toro.
Le pareció a Sebastián que a esas alturas del amontillado y de la conversación ya estaba en condiciones de comentar al diestro:
—Tiene usted una cuadrilla bien bregada, a lo que veo.
—Vienen conmigo desde que empecé.
Eso es lo que quería saber. Pensó que allí no estaba emboscado su adversario. Pero bien podía camuflarse entre los soldados o la expedición científica. De modo que se despidió.
Cuando se hubo quedado solo, tuvo Fonseca la sensación de que lo vigilaban, de que alguien tomaba buena nota de todos sus movimientos. Miró a su alrededor, a lo largo de la cubierta, donde se alineaban los cañones. Luego, hacia las escaleras del castillo de proa, el alcázar de popa, el cercado de los animales, los botes auxiliares, la maraña de cables y velas…
Quizá fueran imaginaciones suyas, y en realidad todo lo que veía era normal, lo esperable en aquel lugar y momento. Junto a él algunos marineros se espulgaban al sol y otro se sometía a los cuidados del barbero. El contador y el despensero echaban cuentas a proa, delante de Miguelito, que en ese momento hacía de centinela para dar la vuelta a la ampolleta del reloj de arena cada media hora. Debajo, y a cubierto del sol, el capellán instruía a pajes y grumetes en la doctrina cristiana. En el alcázar de popa el segundo oficial corregía a un cadete en su uso del sextante. Y tras él Valdés debía de discutir con el contramaestre algún detalle de las jarcias, porque señalaban hacia arriba y luego a un lado, y después al otro, con movimientos ceremoniosos y mecánicos, como los autómatas de un reloj.
Todo era así de normal. Pero Sebastián tenía la sensación de que alguien con pleno control sobre sus movimientos, a quien ni siquiera conocía, estaba atento tanto a sus andanzas como a sus conversaciones. Y se dio cuenta de que podían dispararle en algún ejercicio, dejar caer un bulto sobre él desde lo alto, arrojarlo al mar si era sorprendido a solas en los excusados, atacarle en un rincón escondido…
No podía seguir a merced de su adversario. Tenía que pasar a la ofensiva. Observó el cabeceo de la nave, el ímpetu de las olas. Preguntó a Hermógenes algunos detalles que aún no tenía claros. Pegó la oreja cuando se hablaba del estado de la mar para esa noche… Sabía que la luna estaba en cuarto menguante, lo que facilitaría sus propósitos, pues dispondría de alguna luz, pero no tanta como para que pudiera ser descubierto fácilmente. Tenía que cerciorarse. Iba a hacer algo descabellado, muy peligroso, tanto si salía bien como si salía mal. Pero le era imposible esperar más. O desaprovechar el factor sorpresa, el único a su favor.