25

La Máquina del Viento

Apenas pegó ojo en toda la noche. Y cuando ya se había dormido, de puro agotamiento, tuvo que levantarse bien de mañana. La primera necesidad fue ir a los excusados. Los jardines, como se decía a bordo. Vio con desolación que debía hacer fila, por contar sólo con cuatro para todos los marineros, y no estarle permitido a éstos utilizar las dos cabinas, reservadas a los oficiales de mar. Los mandos de guerra y el comandante tenían sus propios jardines a popa, unos retretes mucho más resguardados y cómodos, le dijeron.

Tras el alivio, preguntó cómo podía afeitarse. Le recomendaron, con sarcasmo, que si no tenía compromisos sociales ineludibles se esperara al sábado, día dedicado por todos al aseo más común. Y que encomendase esta tarea al barbero. Estaba acostumbrado al cabeceo del barco y por unas monedas se podía uno poner en sus manos sin demasiado riesgo de ser desollado.

Vino luego el desayuno, que era de chocolate. Y no del todo mal servido, aunque se echaban en falta más vasos en que remojar el bizcocho, harto duro. Se consoló viendo que no se quedarían cortos de carne fresca, a la vista de las cabras que andaban sueltas, los bueyes que mugían en un cercado de cubierta y las aves de corral enjauladas en los botes auxiliares. Pero no tardó en saber que estaban reservados a la oficialidad y a los enfermos.

La noche mal tenida y la falta de costumbre en la navegación le hicieron amodorrarse al sol contra un cañón de cubierta. Se durmió arrullado por el ruido de las olas, los cordajes que vibraban al viento, los crujidos de las maderas, los chillidos de las gaviotas… Todos aquellos beneficios del aire libre, cargado de salitre, que ya casi había olvidado.

Cuando se despertó, más despejado, miró alrededor para calibrar la tripulación repartida por todo el bateo. ¿Cómo saber quién era, entre ellos, el hombre al que buscaba?

La supervivencia en el viaje iba a depender de no dar un paso en falso, de dejar bien averiguada la nave con todos sus precisos recovecos, escaleras y cubiertas, horarios y costumbres, para que no le sorprendieran de improviso. Y, una vez reconocido el terreno, localizar al asesino. O, en su defecto, aquel baúl con el cabriolé verde y el broche roto que había visto embarcar. A través del equipaje podría conocer su identidad y quizá sus propósitos.

Pronto vino el contramaestre a advertirle, con muy rudas maneras, que no estorbara a los marineros cuando andaban ocupados en el mantenimiento del buque. Tan pronto escuchara el silbato de señales para hacer alguna maniobra debía recogerse y dejar expedita la cubierta. Y en ningún caso podría pasar del palo mayor en dirección a popa. Todas sus necesidades a bordo las tenía cubiertas en la mitad del barco que daba a proa, y el quebrantamiento de esas órdenes estrictas le acarrearía muy graves consecuencias. Quedaba advertido.

Volvió, pues, Sebastián a su posición inicial, y a examinar a los hombres que se afanaban en la navegación. Mucha tropa era aquélla. En una primera estimación, calculó que la marinería rondaba los trescientos tripulantes. La guarnición de soldados no bajaba de los doscientos setenta. Y a ellos había que sumar al menos otros cincuenta, entre la expedición científica y otros civiles.

«¡Más de seiscientas personas a bordo! —resopló—. ¿Por dónde empezar?».

Aún andaba en estas dudas cuando sonó la campana que señalaba la comida del mediodía. Y hubo de aprender que se hacía ésta por tumos, aparejando en cada cubierta unos tablones a modo de mesas y banquillos improvisados, entre los cañones, en los mismos huecos donde por la noche se montaban las hamacas. Llegada la hora, se agrupaban los tripulantes por ranchos, de entre ocho y doce hombres, que venían a coincidir con los servidores de cada cañón. Y uno de la mesa, el ranchero, hacía fila en la despensa, cargaba las raciones de todos, las llevaba al cocinero y una vez condimentadas las recogía en las perolas. Luego, bajaba hasta la cubierta donde le esperaban los compañeros, y la iba sirviendo en sus cuencos de madera.

Su problema era dónde comería él, que no pertenecía a ningún grupo. Hubo de esperar al final para tratar de conseguir su propia ración. Pero el cocinero se negaba a hacerlo, por no atenerse a la costumbre. Andaba en esos tiras y aflojas cuando llegó un muchacho, con su marmita:

—¿Qué pasa, señor? —preguntó a Sebastián.

El ingeniero creyó reconocer al paje a quien había visto llevar a popa la bandeja de comida, con mucho sigilo. Señaló al cocinero, que no quería servirle. Y éste se sintió en el deber de explicar:

—No está en ningún rancho.

—¿Es eso cierto? —preguntó el niño a Fonseca.

Asintió éste.

—Comerá con nosotros. Le haremos un hueco… Ponme aquí su ración —dijo al cocinero señalando la marmita.

Mientras bajaban hasta la mesa, Sebastián intentó ayudarle con la perola. Pero el niño se negó:

—Me arreglo bien, no se preocupe. Me llamo Miguel, y soy paje de escoba y de la pólvora —explicó con una sonrisa que, a pesar de estar velada por una sombra de tristeza, le iluminaba la cara.

—¡Paje de escoba y de la pólvora! —se admiró el ingeniero—. Dicho así suena como un título nobiliario.

—Es que cuando no hay combate he de barrer la cubierta, pero cuando toca cebar los cañones llevo los cartuchos de pólvora desde la santabárbara —respondió con esa absoluta seriedad de los niños arrastrados a llevar vida de adultos.

Llegaron ante la tabla que servía de mesa a sus compañeros de rancho. Cuando éstos vieron a Sebastián, nadie se movió en el asiento para hacerle sitio. Hasta que se oyó una voz que le resultó familiar que dijo:

—¿Es que habéis olvidado la vieja hospitalidad?

Era el carpintero, Hermógenes. Escucharon sus palabras con respeto, pero nadie se movió ni una pulgada. Tuvo que ser Miguel quien le cediera su lugar en el banco mientras él se acomodaba entre dos marineros. Nada dijeron éstos al muchacho, al que parecían tener gran afecto.

Comieron en silencio. Fonseca fue el primero en levantarse para ayudar al pequeño Miguel a recoger los cuencos y la marmita mientras los hombres desmontaban las improvisadas mesas y se dispersaban.

Sebastián aprovechó entonces para acompañar a Hermógenes hasta su pañol. Y cuando hubieron entrado en él le preguntó:

—¿Por qué me dejó encerrado primero, pero luego no declaró contra mí?

—Porque al principio no sabía quién era usted.

—¿Me conoce, entonces?

—Conocí a su padre, que se portó muy bien con mi familia. Removió cielo y tierra cuando yo era un mocoso para que me permitieran entrar como grumete en un navío de la Armada, junto con otros dos compañeros.

Aquella historia le sonaba a Sebastián.

—¿No sería uno de ellos Paco el Soguero? —preguntó.

—El mismo —respondió Hermógenes—. Y el tercero, el padre de Miguelito. Juan de Fonseca atendió a nuestras familias cuando fuimos reclutados tres de los muchachos de aquellas tierras que entonces le pertenecían. Paco trabajaba en las gavias, el padre de Miguelito era carpintero y yo su ayudante. En un combate, éste murió, y yo quedé herido. Paco fue quien salió mejor librado. Se retiró a los astilleros y, junto a mi pierna, yo perdí el mejor amigo. Cuando me ofrecieron ocupar el puesto del padre de Miguel, no lo dudé. Le había prometido que también me haría cargo de su hijo. Todavía es paje, pero será un gran marinero. No tiene malicia, se desvive por cumplir bien su trabajo para poder pasar a grumete y a gaviero cuando crezca.

Se acordó Sebastián de lo que le contara su tío Álvaro, de la carta que confió a Paco el Soguero para que la hiciese llegar a Lima a través del primer barco que zarpara rumbo al Perú.

—¿Fue usted quien en mil setecientos sesenta y siete llevó a Lima un aviso que le confió Paco?

—Sí, eso fue en septiembre de mil setecientos sesenta y siete. La carta llevaba un nombre…

—¿Gil de Ondegardo?

—Eso es. Inconfundible el apellido. Aunque yo me limité a entregarla al padre portero de San Pablo, la casa de los jesuitas.

—Le agradezco la confianza. Y, viniendo a lo que sucede en este navío, ¿por qué está tan preocupado el comandante Valdés?

—No conoce a la tripulación, que tampoco lo siente como suyo. Se ha incorporado al barco a última hora.

—¿Y el anterior capitán?

—Tuvo un accidente, y el segundo oficial esperaba ser nombrado para sustituido. Pero llegó este encargo de la noche a la mañana y hubo que cambiar muchos planes, entre ellos los míos, porque me negaron el permiso que tenía para quedarme en tierra. Luego están ese tal marqués de Montilla, el segundo oficial y el contramaestre, que le hacen mal ambiente a Valdés, a pesar de que se trata de un marinero muy hábil.

—¿Da mucho trabajo el África? —preguntó Sebastián señalando la maqueta que había bajo el banco.

—No es mal barco, aunque sobrelleva mal que se trabaje a barlovento.

Y al irle explicando Hermógenes sus hechuras fue entendiendo Sebastián el monumento al ingenio humano que representaba un navío de setenta y cuatro cañones. Equivalía a una pequeña población flotante, con sus ciento noventa y seis pies de largo y cuarenta y ocho alcanzados en la parte más ancha. Cualquier espacio era aprovechado para las necesidades de una larga estancia.

Salieron a cubierta y le fue enseñando la variedad de maderas de que se componía. Allí, desparramados por aquella formidable mole y máquina del viento, se habían empleado más de tres mil árboles.

Mostraba el carpintero un conocimiento tan pormenorizado de su oficio que Sebastián se atrevió a tantearle sobre la expedición científica que llevaban a bordo.

—No sé qué decirle, señor —le confesó Hermógenes rascándose la barba—. Ellos dicen que acuden en ayuda de una comisión anterior que está en el Perú desde hace dos años, para herborizar y conocer mejor el cultivo de algunas plantas. Y que llevan ahora un encargo del secretario de Marina para hacerse con un pino muy bueno para mástiles.

—¿Y usted lo cree?

—Los mástiles son la parte más costosa de un barco. Deben soportar el peso del velamen, que aumenta cuando llueve y está mojado. Han de resistir el tirón del viento y las tempestades más violentas. Sin un buen mástil, un barco no es nada. Los mejores vienen de Rusia y Polonia, y eso los encarece aún más. De modo que sería una gran noticia poderlos obtener en el Perú.

—¿Conoce a toda la gente que va en esa expedición de Montilla?

—A algunos. Cada cual viene de su lugar y doctrina.

—Y ésos que conoce, ¿son carpinteros?

—Sólo dos de ellos. Los demás ni siquiera entienden las palabras más comunes con que se nombra la tablazón. Tampoco saben darme las señas de muchos carpinteros de ribera que conozco.

—Bueno, quizá no lleven en la profesión tantos años como usted.

—Deberían sonarles sus nombres, porque la matrícula del personal de mar se actualiza a menudo, pata que se sepa quiénes están activos o retirados. También deberían conocer el censo de árboles de la bahía de Cádiz.

—O sea, que usted no se fiaría de ellos, ni de otros que van en este barco de tapadillo…

Trataba así Sebastián de llevar la conversación hasta el punto que le interesaba. Y aún hizo varios amagos para que Hermógenes le hablara de las modificaciones que había introducido en el camarote de estribor previsto para uno de los capellanes, donde temía que fuese el pasajero oculto. Sin embargo, el carpintero no entró al trapo, limitándose a responderle:

—Yo sólo le digo, señor, que de esos cincuenta expedicionarios, la mayor parte no son lo que dicen ser. Y si yo estuviera en su lugar, tomaría mis precauciones. ¿Conoce el nudo de saco?

—No. ¿Qué es, un truco?

—Sirve para saber si se puede confiar en los vecinos que duermen junto a uno.

Uniendo la acción a la palabra, tomó una bolsa que allí había y le enseñó a hacerlo.

—Como tantos otros, es muy sencillo una vez que se conoce. En apariencia se trata de un nudo llano, y quien abre la bolsa vuelve a cerrarla con esa variedad, sin advertir la diferencia con el que le acabo de enseñar. De ese modo, si usted la cierra con un nudo de saco y lo que se encuentra es un nudo llano, es que alguien ha estado rebuscando en sus cosas.