Sobrevivir a Bordo
Los dos soldados que custodiaban a Fonseca lo subieron hasta la cubierta del alcázar de popa y lo introdujeron en la cámara alta. En la mesa aguardaban con gesto adusto el capitán Valdés, que mandaba la nave, y su segundo oficial, dispuesto a tomar nota de cuanto allí se dijese. Comprobó, desazonado, que también se hallaba presente el marqués de Montilla. Su mortal enemigo no podía ocultar su satisfacción y, a diferencia del sobrio uniforme del comandante, había acudido con espadín, reloj de oro y otros adornos.
En un rincón, ajena a todo el estropicio organizado por ella, la gata Luna se acicalaba con parsimonia bajo la vértebra de ballena que le servía de cobijo.
Entró el carpintero. Y lo que más sorprendió a Sebastián fue que al responder a las preguntas del consejo no mencionase la maqueta del barco junto a la cual le encontrara. Caso de hacerlo, habría complicado la situación del ingeniero. Aquel hombre era quien más agraviado podía sentirse por la invasión de sus dominios, quien contaba con mejores razones para acusarle y esquivar así cualquier responsabilidad. Sin embargo, parecía no querer testificar contra él.
«¿Me está protegiendo? —se preguntó—. ¿Y por qué habría de hacerlo? Es muy extraño».
Llegó en ese momento el contramaestre, solicitando permiso para entregar la cartera de cuero encontrada en el lugar de la bodega donde se escondía Sebastián.
Se tranquilizó el ingeniero al comprobar que no habían hallado la Crónica, y se felicitó por su previsión de ponerla aparte, en su propia bolsa de hule.
El comandante sacó la carta de Onofre Abascal recomendándole dejar la Península. Y tras leerla se la pasó a Montilla y al segundo oficial, para que tomara nota de ella.
—Señor de Fonseca —dijo Valdés—, en ese documento se apunta como destino las islas Canarias. Desde luego, no menciona este barco. Quizá usted mismo pueda explicar su presencia a bordo.
Sabía bien Sebastián que nadie iba a creer sus palabras. Sin embargo, tenía que intentar algún pretexto plausible.
—Quedé atrapado entre las jarcias que entregaba mi obrador, me golpeé y caí sin sentido. Cuando desperté ya estaba encerrado en la bodega.
—No esperará que nos traguemos esas patrañas —intervino Montilla, con furioso desprecio.
Valdés atajó al marqués para proseguir con sus preguntas, manteniendo todas las formalidades:
—¿Y por qué no se mostró a nosotros tan pronto volvió en sí?
—Por lo que está sucediendo ahora —señaló a Montilla—. Porque nadie iba a creerme. Esperaba una ocasión propicia para dejar el barco, un puerto próximo, si el destino era cercano. Podrían haber sido las propias Canarias, donde suelen hacer escala las naves que parten de Cádiz…
Tampoco resultaban de recibo semejantes excusas, y empezaron a discutir qué hacer con él. Montilla era partidario de dejarlo con algunas provisiones en una isla abandonada, donde al desembarcar no comprometerían el secreto de su misión. Pero el comandante se negó en redondo:
—Este hombre es un militar, un oficial de ingenieros. Lo entregaré en Tierra Firme, para que interpreten esta carta como consideren oportuno, y lo reciban allí o bien lo embarquen en un navío que regrese por las islas Canarias.
Accedió Montilla a regañadientes:
—Sea, a condición de que haga el resto del viaje amarrado en el sollado, con grilletes.
Valdés le contradijo de nuevo.
—Pienso entregarlo sano y salvo, no hecho una piltrafa.
Cuando hubieron terminado de dar forma legal al acto y firmado los presentes, Valdés esperó a que todos saliesen para pedir a Sebastián que lo acompañara a su camarote. Tuvo allí la deferencia de servirle vino y embutidos, tranquilizándolo respecto a su suerte.
—Espero hacer el resto del viaje sin contratiempos o problemas con algún buque inglés. Andamos en guerra con ellos, y se rumorea que han preparado una flota para atacar nuestras posesiones en América.
—Comandante, ¿puedo preguntarle a dónde nos dirigimos?
—Ya lo dije. Tierra Firme vale tanto como Panamá.
—¿Cuánto nos queda de viaje?
—Mes y pico si no hay novedad. Una vez que desembarque allí la expedición científica que llevamos a bordo y parte de la tropa, lo entregaré a las autoridades españoles.
—Si deciden devolverme, ¿regresaré con usted?
—No. El África se queda allí de momento. En el viaje de ida tengo instrucciones de no entablar combate bajo ningún otro concepto que no sea la estricta defensa. Pero tras haber desembarcado a esas tropas y los civiles, ya será harina de otro costal. A partir de ese momento pasaremos a la ofensiva, entorpeciendo los planes de los ingleses para el lago de Nicaragua y río de San Juan, donde los comerciantes de Londres pretenden abrir un paso entre los océanos. También abordaremos toda nave sospechosa y perseguiremos el contrabando.
Con esta muestra de confianza, creyó el comandante Valdés que podía volver a la carga. Y lo hizo mirándole directamente a los ojos mientras le decía:
—Yo soy nuevo en este navío, he debido encargarme de él a última hora, y no me he hecho todavía con su tripulación ni todo lo que sucede a bordo. De manera que se lo preguntaré otra vez: ¿cuáles han sido sus verdaderas razones para embarcarse como polizón?
O sea que Valdés no había creído ni una de sus palabras, aunque no lo manifestara en público. Seguramente para no seguir el juego de Montilla, por más que simulase respetar su opinión, debido a las influencias del marqués cerca de la corte y del secretario de Marina. Evitaba así tensar las relaciones con alguien que contaba con su propia gente, aquellos cincuenta hombres de la expedición científica. La convivencia en un barco durante tanto tiempo tenía que ser complicada. Estaban entre caballeros y debían guardar las apariencias.
Durante unos segundos Sebastián mantuvo la mirada y consideró la posibilidad de contarle lo sucedido. Le parecía aquel hombre de fiar, y allí se estaba abriendo ante él una oportunidad única para entrar a fondo en los secretos de aquel navío, y en especial del pasajero que transportaban con tantas precauciones.
«Pero ¿qué le digo? —pensó—. ¿Que a bordo va el asesino de mi padre? En mi situación, ¿estoy en condiciones de acusar a alguien?».
Calibró lo arriesgado de esa confidencia, la complicada historia que había detrás, la reacción de Montilla. Y, en última instancia, concluyó: «Tiempo tendré de decírselo cuando conozca mejor en qué terreno me muevo».
De modo que prefirió guardar silencio, reafirmándose en su versión inicial.
—Ya se lo he dicho, comandante.
Movió la cabeza Valdés, muy contrariado. Cerró la botella de vino con un seco golpe en el tapón y remató, frío, cortante:
—Me decepciona, Fonseca. Creo que conoce al marqués de Montilla, quien sin duda librará su propio informe de cuanto aquí suceda. No puedo ser más condescendiente con usted. Y como responsable último de este barco, y ahora de su persona, he de pedirle que se atenga estrictamente a las normas que le expondrá el contramaestre. Nada podré hacer si comete usted la más mínima imprudencia. Porque no sólo está Montilla, sino toda su tropa, y la propia tripulación. Usted es militar, sabe bien que deberá ganarse su respeto. Y no le resultará fácil. Los hombres de mar llevan una vida muy dura, no les gustan los polizones. Ahora, preséntese al contramaestre para que le provea de un equipo reglamentario y le asigne un hueco donde dormir.
No exageraba. Pronto tuvo oportunidad de comprobar la escasa simpatía de los marineros hacia los polizones. Era el contramaestre hombre de muy malas pulgas, un gallo viejo, duro de espolones. Tras hacer esperar a Sebastián, volvió con un vestuario completo, que fue entregándole junto con un petate.
Luego lo llevó hasta el lugar donde tendría que acomodarse. Bajaron a la segunda cubierta por las escaleras cercanas a la proa. El cocinero, pinches y marmitones los vieron pasar mientras atizaban el fuego del panzudo fogón de hierro, asentado sobre las zapatas que reforzaban la robusta tablazón del suelo.
Pero no se detuvieron. Su guía descendió por el siguiente tramo de la escalera hasta llegar a la primera cubierta, la más honda, que se extendía sobre el sollado. Se internaron hacia el fondo, en dirección a proa, junto al palo de trinquete. Llegados a éste, el contramaestre le señaló un sombrío agujero, apenas iluminado por la luz de un farol. Su llama vacilaba debatiéndose en espasmos agónicos por la falta de aire respirable. Imposible asignarle un lugar más incómodo.
Al llegar la noche pudo comprobar la estrechez del lugar. Todo él andaba muy embarazado por los cañones de la primera batería. Y entre las piezas de ésta tendían sus coyes los marineros, balanceándose como jamones al oreo. Estaban apretados unos contra otros, sin dejar otro resquicio que un pasillo para el tránsito, tan estrecho que debían recorrerlo de perfil.
Mientras se dirigía hacia su hamaca pudo notar la hostilidad en las miradas. Y por los comentarios que escuchó tuvo la seguridad de que Montilla había hecho correr entre los suyos la especie de que llevaban a bordo un señorito al que convenía bajar los humos.
Enseguida reparó en aquel individuo del gorro rojo. Bracamoros, lo llamaban. Estaba flanqueado por un compinche mequetrefe, Zambullo, y otro gordo y bajo, a quien por su aspecto apodaban Tonelete. Era Bracamoros el que más recio hablaba, amparado en su enorme corpachón, tan alto y ancho que parecía no caber en su coy.
Avanzaba Sebastián por el estrecho pasillo, medio encorvado, para no dar con la cabeza en las vigas. Y al pasar junto a su puesto, el gigantón le puso la zancadilla. Trastabilló el ingeniero, que intentó guardar el equilibrio, entre las risas de los componentes de la expedición. Y consiguió no caer.
No se inmutó. Continuó andando, como si nada hubiese sucedido.
Cuando llegó a su agujero, intentó montar la hamaca. Mientras llevaba a cabo estas operaciones, su cabeza no paró de maquinar. Aquel grandullón del gorro rojo parecía ser el gallo del corral, aunque el cerebro quizá lo pusiera Zambullo y las gracias corrieran por cuenta de Tonelete.
Sebastián tenía muy claro que no duraría mucho si no les plantaba cara. En el momento en que se apagaran los faroles, se encontraría en un espacio con el que no estaba familiarizado. Y su vida no valdría un comino.
El problema era el entumecimiento y la debilidad: aún no se había recuperado de su estancia en la bodega.
Tomó una decisión. Tras dejar montada la hamaca, desanduvo el camino, para subir a cubierta.
Al pasar a su altura, por el estrecho pasillo, Bracamoros hizo amago de volver a ponerle la zancadilla, y bastó este simple gesto para que sus compañeros lo celebraran con grandes risotadas.
Pero Sebastián no se había limitado a esquivar la pierna del bravucón. Había tomado buena nota de cada detalle.
Cuando salió a cubierta, la paseó arriba y abajo, llenando los pulmones de aire limpio, y tomando aliento antes de bajar. Para entonces, ya había trazado un plan.
Tan pronto asomó en el enrarecido dormitorio, su vuelta fue acogida con siseos y burlas de los expedicionarios de Montilla, que le hicieron temer lo peor. No se equivocaba. Al llegar a la altura de Bracamoros, éste le dijo, contoneándose e imitando los gestos de un petimetre:
—¿No puede dormir el señorito? ¿No le gusta nuestra compañía?
Sebastián se detuvo, se irguió cuanto lo permitía la estrechez del techo y se acercó a él. Cuando se le enfrentó, cara a cara, sus narices estaban tan cerca que casi se tocaban. Y alrededor suyo se hizo un silencio absoluto. Entonces, con total dominio de sí mismo, sin ninguna prisa ni atropello, dijo al gigantón, masticando las palabras sílaba a sílaba:
—No me gustan los bravucones…
Hubo un respingo de asombro contenido que estalló en apresurados comentarios cuando añadió:
—Y no me gustas tú.
El golpe que lanzó Bracamoros contra Sebastián podría haberlo descabezado de no apartarse con un rápido movimiento. El mismo quiebro que le permitió apalancar las piernas de su adversario sin darle tiempo a reaccionar. Luego, aprovechando el propio impulso de su atacante, que lo había desequilibrado, le propinó un puñetazo en pleno rostro, haciéndolo caer dentro de su hamaca.
Una vez allí, no le dio tregua ni un instante. Utilizó el coy como una honda. Estiró con todas sus fuerzas del extremo que tenía más cerca, y lo balanceó hasta hacerle cobrar impulso. Cuando estimó que era suficiente, lo soltó, y su contrincante salió despedido, estrellándose contra un cañón.
El impacto fue terrible. La cabeza de Bracamoros sonó como una sandía al abrirse de golpe. Y la hamaca cayó sobre él, desmayada y cubierta de sangre.
Nadie se movió. Tal era la conmoción de la marinería. Sebastián no perdió la compostura. Dio la espalda al magullado adversario y se dirigió con calma hasta el puesto que le habían asignado. No tuvo necesidad de abrirse paso. Los hombres se apartaban solos. Una vez allí, se volvió hacia los expedicionarios y les dijo:
—¿Qué clase de compañeros sois vosotros? Ya que tanto os divertíais con él, al menos podríais socorrerle.
Con parsimonia se descalzó y puso sus botas bajo el coy. Comprobó entonces que no era fácil subir a la hamaca. Si se tomaba poco impulso, no se llegaba arriba. Y si se tomaba demasiado, se caía por el otro lado.
«No la vayamos a fastidiar ahora que los tengo apaciguados, y me dé el costalazo del novato», pensó.
Hubo de aprender a subir primero una pierna, luego impulsarse con la otra y darse la vuelta calculando bien el espacio donde tumbarse, para no desequilibrar el coy. Y desde allí, estirándose y encogiéndose, como lombriz que avanza o persona que nada, logró por fin asentar la cabeza en la almohada.
Apagaron la luz. Comenzó entonces la titánica tarea de conciliar el sueño entre aquel desconcierto de ronquidos y otras sinfonías más desapacibles. No iba a resultar fácil dormir en aquel horno enrarecido, al que ni siquiera aliviaban las mangas de ventilación. Carente del más mínimo oreo, un vaho espeso, un hedor pestífero, como de muladar, abofeteaba las narices.
Se apiñaban allí más de doscientos hombres. Todos expeliendo los malos humores y tufos que el cuerpo produce en tales circunstancias. Las hamacas estaban tan juntas que se podrían coser unas a otras sin moverlas una pulgada. Y se barruntaba el gran trajín de piojos, pulgas, chinches y otras plagas de bestias menudas.
En este duermevela, mientras trataba de conciliar el sueño entre el rechinar de las cuadernas de barco, se acordó de la Crónica, que había dejado escondida en la bodega. Tenía que recuperarla. Echaba de menos aquellos momentos en que se sumergía en otras vidas, cuya larga sombra aún se prolongaba sobre los Fonseca. Pero, sobre todo, debía conocer la continuación de la historia.
Por otro lado, allí dentro, en aquélla o en la otra cubierta, iba el asesino de su padre y de su tío. Aún no calibraba el peligro al que se expondría mientras estuviese en cubierta o demás lugares frecuentados. Pero sí el riesgo de alguna cuchillada en lo más solitario y apartado del barco, algún empujón para arrojarlo al mar en un momento inadvertido o el ataque en plena noche. Y nadie iba a socorrerlo en tal caso.
Su primer objetivo ahora sería sobrevivir durante las próximas semanas.