El Dilema
Sebastián decidió aventurarse fuera de la bodega, subiendo hasta el sollado, que se extendía por encima de ella a lo largo de la línea de flotación. Carecía por ello de aberturas al mar, dividiéndose en pañoles, compartimentos separados por mamparas, para almacenar provisiones, las pertenencias del escribano, las herramientas del calafate, el carpintero u otros oficios.
Al estar más transitado que la bodega, debía proceder con una cautela extrema.
Se hallaba el ingeniero junto a la escalera de proa cuando oyó en los peldaños el tamborileo de unos pies que descendían, menudos y ágiles. Se escondió rápidamente tras unos baúles allí estibados, y desde su improvisado observatorio vio pasar a un niño que rondaría los diez años. Con toda probabilidad bajaba desde la segunda cubierta, la de la cocina, pues llevaba una bandeja de comida. Se dirigía hacia popa. Y tras él iba la gata, por si caía algo en el camino.
No tardó en observar una extraña conducta en el muchacho. Porque al llegar a la altura del palo mayor abandonó el sollado valiéndose de la escalera que allí había, para subir hasta la primera cubierta, como si quisiera evitar algún encuentro inesperado. Por el contrario, la gata pretendió seguir el trayecto más lógico, sin dejar aquel nivel, y se quedó maullando en dirección a Sebastián de un modo que bien a las claras manifestaba su desconcierto.
Poco después, volvió a bajar el muchacho hasta el sollado, tomando de nuevo el camino hacia la popa. La impresión que producía era que trataba de despistar a cualquiera que hubiese podido verle.
Aquello era tan extraño que el ingeniero decidió seguirlo hasta donde le fuera posible.
No consiguió ir muy lejos. Pronto se interpuso un tabique de madera. El niño llamó con los nudillos para que le abriesen desde el otro lado. Apareció entonces uno de los guardianes de la santabárbara y le hizo señal de que entrase, cerrando la puerta tras él.
«Muchas precauciones son éstas —se dijo Sebastián—. ¿No será ése el lugar dónde va el misterioso pasajero del que hablaron los dos marinos?».
Imposible saberlo, por el momento. Decidió dar por concluida la primera exploración fuera de la bodega, para volver a ella y a su escondrijo.
Una vez allí, se dispuso a continuar la lectura de la Crónica, interrumpida en aquel punto en que la hija de Huayna Cápac, Quispi Quipu, declaraba a Diego de Acuña la identidad de la joven india a quien había salvado del acoso de los soldados españoles.
La anciana intentó cumplir lo mejor posible el encargo hecho por su hermano Manco Cápac en previsión de su muerte. Los enviados de éste le habían encarecido que mantuviera al hijo de ambos aislado en su pequeña corte cuzqueña, donde sólo se hablaba quechua y se observaban escrupulosamente las costumbres de los antiguos incas. Le pedían que educara al heredero en los usos de su pueblo, evitando la contaminación por los invasores.
Cuando nació el descendiente y resultó ser una niña, se dio cuenta de que aquellos propósitos resultarían más difíciles de cumplir. No por su parte, pues Quispi Quipu se había negado en todo momento a aprender el idioma español, sino por las circunstancias. Y en especial por una nueva guerra civil entre los invasores. Otra más, promovida con tanto brío y furia que parecía en ellos un estado natural de convivencia. Gonzalo Pizarro se alzó en armas contra Carlos V, acaudillando el descontento por las nuevas leyes para proteger a los indios, que limitaban los privilegios de los encomenderos. La sublevación fue aplastada y se instauró un nuevo orden.
Hasta ese momento había afrontado su suerte estoicamente. Pero ahora no estaba sola, tenía a su hija. El obispo de Cuzco, que la protegía, le aconsejó convertirse al cristianismo y casarse con un soldado español paisano suyo. Un veterano, viudo, que aportaba al matrimonio un hijo anterior, bien crecido. Era lo único que aportaba. Con el tiempo, llegó a tener con él un niño, que se llamó Pedro, como su padre, para no devanarse los sesos. Al menos, aquel hombre cansado de guerras la dejaba en paz, no se metía en sus cosas. Su único vicio era el juego. Desconocía por completo que ella hubiera tenido a Sírax con su hermano Manco Cápac, y tomaba a la niña por una más del frondoso e inescrutable vivero indígena de su mujer, de sus parientes o criadas.
Mientras contaba todo esto a Diego, la anciana debió de notar la impaciencia en sus ojos. El intérprete quería saber más de la joven, y le preguntó por qué le había puesto aquel nombre, que le sonaba a tejedora.
Ella le explicó que era un apodo por su habilidad con el telar. Sírax había llegado a conocer a la perfección la mayor parte de los tejidos, nudos y trenzados, incluidos los quipus.
Las cosas cambiaron en Vilcabamba tras la muerte de su hermano Manco Cápac, a quien sucedió el hijo mayor, Sayri Túpac. Conocedor el virrey español de su buen talante, pidió ayuda a Quispi Quipu para que le ayudara a firmar la paz con su sobrino. Éste, que aún no había cumplido los veinte años, se rindió en 1557. Dejó en Vilcabamba a sus hermanos Tito Cusi y Túpac Amaru y recibió a perpetuidad, para él y sus descendientes, las tierras del valle de Yucay, cerca de Cuzco, que habían pertenecido a su abuelo, Huayna Cápac.
Para preservar la mayor legitimidad en el linaje, de acuerdo con la tradición, Sayri Túpac se había casado con su hermana, y necesitaron una dispensa especial del Papa, que negoció Felipe II. Pronto tuvieron una hija, de quien Quispi Quipu fue la madrina. Y como el nombre cristiano de ésta era Beatriz, ése fue el que recibió en el bautismo la nueva heredera, viniéndose a llamar así Beatriz Clara Coya.
«Mi padre ha puesto aquí una nota al margen», se dijo Sebastián interrumpiendo la lectura.
En efecto, Juan de Fonseca había escrito: «Ésta es la princesa que andando el tiempo se casó con Martín de Loyola, el sobrino de san Ignacio, y aparece en el grabado genealógico que vincula a los jesuitas con la casa real inca».
Ahora, el elenco estaba completo para el drama. Aquello era, con toda probabilidad, lo que habría querido mostrar su padre en El nudo gordiano, si la pieza de teatro se hubiese representado íntegra.
Volvió a tomar el lápiz, sacó la hoja con el esquema de Juan de Fonseca y colocó en su lugar correspondiente a la hija de Sayri Túpac:
Huayna Cápac (el último Inca antes de Pizarro y padre de):
—Huáscar (ejecutado por orden de Atahualpa)
—Atahualpa (ejecutado por Pizarro)
—Manco Cápac (primer Inca de Vilcabamba y padre de):
—Sayri Túpac (padre de): Beatriz Clara Coya
—Tito Cusi
—Túpac Amaru (el último Inca de Vilcabamba)
—Quispi Quipu: Sírax (hija secreta de Manco Cápac)
Aún continuó leyendo un buen trecho, hasta concluir la historia de Quispi Quipu. Todo se complicó en su vida a partir de 1561, cuando el joven Sayri Túpac murió en su encomienda de Yucay. Su hermano Tito Cusi, que se había quedado en Vilcabamba porque no se fiaba de los españoles, acusó a éstos de haberlo envenenado, rompiendo el tratado de paz.
Y ella se quedó en Cuzco atrapada entre las dos herederas que habrían podido reconocer los españoles: su sobrina nieta, Beatriz Clara Coya, de la que tenía que responder como madrina, y su hija Sírax, habida por ella misma con Manco Cápac, y cuya identidad debía mantener en secreto. Si la revelaba, quizá la matasen; si no la revelaba, quedaría apartada de la línea sucesoria.
En ese dilema, su guía fue el Plan del Inca esbozado por su padre Huayna Cápac y actualizado por su hermano Manco. Y su mejor garantía era aquel quipu rojo que en el momento presente obraba en poder de Diego, y cuyo alcance iba a tratar de explicarle, para concluir. También, para que entendiera el intérprete cuánto le comprometía su posesión.
Porque a todo ello había que añadir lo sucedido en el Perú tras la llegada del último virrey, Francisco Álvarez de Toledo. Un funcionario al filo de los sesenta años, avellanado, frío e implacable. Como cualquiera de sus antecesores, su primer objetivo era apaciguar el foco rebelde de Vilcabamba. Sin embargo, y a diferencia de ellos, tanto le daba conseguirlo por las buenas como por las malas, con tal de obtener una rápida y definitiva rendición de aquel reducto cuya existencia representaba una afrenta para su gobierno. Ahora, Quispi Quipu era prescindible. No la necesitaban como mediadora con sobrino alguno.
Para entonces ya estaba su marido enfermo. Aquel viejo soldado español que le habían impuesto no tardó en morir. Fue en ese momento cuando se enteró de que, lejos de haberle servido como protección, aquel hombre sólo le dejaba deudas. Ya tuvieron buen cuidado de hacérselo saber la nube de acreedores que apareció de inmediato para reclamarlas. Al no reconocerlas ella, pues no le constaban, la demandaron. Hubo cruce de apelaciones. Ir y venir de papeles a España a lomos de barcos y chupatintas. Aconsejada por quienes aún la querían bien, decidió apelar al mismo rey Felipe II. Hasta que, agotados todos los trámites, llegó el momento de dictar sentencia.
Ese día se había vestido con las topas españolas que su marido la había obligado a llevar cuando comparecían juntos en público, para no avergonzarse demasiado de ella. Aunque añadió un rebozo indio al que tenía mucho apego, ciñéndolo a su cuerpo enjuto para arroparlo.
En el tribunal, la hicieron esperar de pie. El abogado volvió a explicarle, en quechua, que su difunto esposo había hipotecado todas sus propiedades. Ella le contestó que si eso era cierto, lo hizo sin su conocimiento. Pero él le mostró papeles en los que figuraba su marca. Siempre aquellos paños blancos, en los que los españoles lo asentaban todo, con negros garabatos llenos de garras y patas, que parecían librar alguna batalla. Afirmó que la habían engañado. No hablaba español. Menos aún sabía leer o escribir. Se limitó a hacer lo que le ordenaba su marido.
El alcalde de la ciudad, que presidía el tribunal, le comunicó que todas sus propiedades debían ser embargadas para cubrir las deudas con sus acreedores.
Tres días, uno tras otro, acudió el pregonero de la ciudad de Cuzco a anunciar el remate ante su puerta. Tres días, uno tras otro, llegó a primera hora de la mañana, cuando ya esperaba la muchedumbre ante la austera fachada de piedra gris. Y desgranó, para vergüenza suya, la relación de sus pertenencias, muebles y vestidos.
Fueron subiendo las pujas cuando aún permanecía dentro de la casa. Se había atrincherado, tras ordenar a su esclavo negro que atrancara las puertas y ventanas con lo que tuvieran a mano. Llamó a sus parientes para que la ayudasen. Hasta que una criada fue a comunicarle que su hijo Pedro acababa de abandonar la casa huyendo por las azoteas, dejándola sola ante aquel trance del desahucio. Esta noticia hizo que se derrumbara. Mandó quitar las barricadas y abrir la entrada principal.
Entonces fue cuando Diego la había visto salir, demudada, aún más frágil y encogida.
Hubo una razón añadida para su resistencia: pocos días antes un mensajero de Vilcabamba le trajo un recado de su sobrino Túpac Amaru. En él le comunicaba que su hermanastro Tito Cusi acababa de morir, siendo entronizado él como nuevo Inca. Y, sabedor de sus problemas y de la existencia de Sírax, reclamaba a ésta a su lado.
Por ello había salido la joven de casa, para reunirse de noche con los indios enviados por Túpac Amaru. Y entonces fue cuando Diego la había salvado del acoso. Era aquél un momento decisivo, el de poner en cumplimiento el Plan del Inca. Cuando ella, como había convenido con su hermano Manco Cápac, invistió a Sírax con el quipu rojo.
Ésa fue la razón por la que se quedó petrificada al verlo al cuello de Diego. Y pedía ahora al intérprete que le jurase, por lo más sagrado, que se lo devolvería a su hija Sírax en cuanto tuviera ocasión.
Cuando Acuña le preguntó cómo podría hacerlo, la anciana le aseguró que el quipu lo llevaría hasta la joven. No le era posible decirle cómo ni cuándo, pero podía estar seguro. Aquel talismán trazaba su propio camino, sirviendo como salvoconducto.
Debía hacerlo él, porque ella, Quispi Quipu, estaba obligada a permanecer en el Cuzco. Había apelado a Felipe II para recuperar sus posesiones, y no podía malograr el pie que tenía puesto en la legalidad española, gracias a su bautismo, el matrimonio con el soldado español y el hijo habido con él. Irse de aquella ciudad sería tanto como renunciar a todos esos sacrificios y al patrimonio de sus mayores, aceptando y reconociendo la legitimidad del expolio.
Allí terminaba el relato de aquella mujer, tal y como lo recogía Diego de Acuña. Éste había añadido, en un postscriptum, que Quispi Quipu sobrevivió pocos meses a tanta amargura. Él había estado en su entierro. Un millar escaso de indios acompañó por las calles de Cuzco el destartalado ataúd de la última hija superviviente del emperador inca Huayna Cápac, hasta depositarlo en el convento de Santo Domingo. Había pedido ser sepultada en su cripta, construida en las ruinas del Templo de Sol que los incas veneraban como el lugar más sagrado de todo su imperio.
«¡Qué triste historia!», pensó Sebastián cerrando el manuscrito encuadernado.
No permaneció mucho tiempo dándole vueltas. Antes bien, se dijo: «Creo que ha llegado el momento de entrar en acción».
Buscó en la cartera de cuero la carta que le había encomendado su tío Álvaro para que la hiciera llegar al archivero limeño. La metió dentro de la Crónica e introdujo ésta, a su vez, en la bolsa de hule que la protegía de la humedad. Y la escondió luego en un lugar seguro, teniendo buen cuidado de mantenerlo aparte y a distancia del lugar donde dormía, de modo que no la encontraran si descubrían éste.
Hechas estas providencias, se dispuso a subir al sollado. Su objetivo era el pañol del carpintero. Según uno de los marineros cuya conversación había sorprendido, allí se guardaba una maqueta del barco con los arreglos hechos para alojar a aquel pasajero que había subido a bordo en una silla de manos. Y, como ahora sabía, aquel compartimento se encontraba en el sollado, cerca de la escalera de proa.
Cuando asomó la cabeza para salir hasta aquel nivel no había nadie a la vista. Recuperó el farol, se deslizó hasta la escalera y se detuvo ante la puerta corredera del pañol del carpintero. Al abrirla y recorrer su interior con la vista observó el estricto orden que allí reinaba. Los tabiques que le servían de pared estaban repletos de cajones para guardar clavos, martillos, sierras y otros utensilios.
Sebastián los repasó con la vista hasta encontrar lo que andaba buscando. Bajo el banco, tapada por una tela, estaba la maqueta del barco. En ella aparecía el África seccionado por la mitad, a todo lo largo de la quilla, mostrando de ese modo sus entrañas.
Lo que más le llamó la atención fue una zona de la popa marcada con pintura roja. Eran las reformas que había tenido que hacer el carpintero para aislar uno de los dos camarotes de los capellanes.
—«¿Es aquí donde va ese pasajero al que tratan de esconder?», se preguntó.
Seguramente, pues coincidía con el lugar al que debía llevar la comida el pajecillo que vio con una bandeja. Se trataba del camarote de estribor, el que quedaba a la derecha de la popa del navío, mirando en dirección a proa. Como contaban con otro en el lado opuesto de babor, podían acomodar allí al cura de a bordo, dejando éste a disposición de quien se pretendía ocultar.
En ese momento oyó un ruido. Apagó el farol de inmediato, porque se escuchaban claramente los pasos de alguien que bajaba por la escalera de proa. Quizá se encaminase en la otra dilección.
Hubo de aceptar que venía hacia allí. Ya había notado algo raro al bajar los peldaños, un tamborileo distinto del habitual. Y ahora se lo confirmó el ruido que hacía el recién llegado al caminar sobre el suelo del sollado: era un renquear desacompasado y asimétrico que se detuvo ante la puerta del pañol donde él se encontraba.
Sebastián se escondió a toda prisa bajo el banco donde estaba la maqueta del barco, tomó la tela que antes la cubría y se tapó con ella. Agarró, además, un afilado formón, para utilizarlo como arma improvisada si fuera necesario.
Se temió lo peor cuando oyó murmurar a aquel individuo:
—¿Quién habrá dejado entreabierta esta puerta?
La terminó de descorrer el recién llegado, entró en el pañol, puso el farol sobre el banco y se dedicó a examinar el lugar. Por la familiaridad con que lo hacía, no era otro que el propio carpintero.
Debajo del banco, el ingeniero levantó uno de los extremos de la tela que le cubría y desde su escondrijo pudo ver que el visitante sólo tenía una pierna, apoyando la otra en una pata de palo.
El intruso volvió a coger su farol, un martillo y unos clavos y se dispuso a irse. Se preguntó Fonseca cómo se las arreglaría él para salir de allí si lo dejaba encerrado. Se tranquilizó, pensando que herramientas no le iban a faltar.
Y ya se disponía el carpintero a correr la puerta cuando apareció un huésped inesperado. Era la gata, en su incesante patrullar.
—Vamos, Luna, sal fuera, que tengo que cerrar —le ordenó el carpintero.
Pero la gata no hizo ningún caso. Entró en el pañol y empezó a cabecear, alzando la nariz en dirección al banco bajo el que se escondía Sebastián. Algo había olisqueado.
Se dirigió hacia él a tiro derecho. Adelantó la zarpa para tantear la tela y tiró de ella. Asustada por la caída del lienzo, que se le venía encima, la gata salió como alma que lleva el diablo. Y dejó al ingeniero al descubierto, ante los asombrados ojos del carpintero, quien reaccionó de inmediato atrancando la puerta por fuera.