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La Casa de las Serpientes

—¿Qué sabes de ese pasajero que se oculta? —preguntó uno de los marineros.

Al escucharlo Sebastián, tan cerca del escondrijo donde no osaba rebullir, se sobresaltó de tal forma que estuvo a punto de delatar su presencia.

—Daría cualquier cosa por saber quién es —respondió el otro.

—¿No has llegado a verlo?

—Me tocaba guardia en el astillero cuando vino en una silla de manos. Era de noche, y en ese momento el barco estaba casi desierto. Sólo puedo decirte que el nuevo capitán lo esperaba, y bien prevenido.

—O sea, que podría pasearse entre nosotros, como si tal cosa.

—Vete tú a saber, con todos esos civiles que llevamos a bordo. Claro que también puede viajar en la zona de popa, con los oficiales.

—Ya. Pero ahí no nos dejan entrar.

—Creo que han puesto unas mamparas para aislar uno de los camarotes de los capellanes. Las ajustó ese carpintero que trajeron. ¿Has estado en su taller?

—Sí, pero no vi nada especial.

—Pues debajo de su banco, tapada con una tela, hay una maqueta de madera de este navío. En ella se ven los cambios que ha hecho.

—Quizá sepa algo Miguelito, el paje.

—¿Para qué, si no, lleva todos los días la comida en una bandeja?

—Quizá.

—Creía que era para el capitán.

—Demasiada para un solo hombre. Y éste come como un pajarito, por lo que me han dicho.

De esta conversación, y de lo que siguió, dedujo Sebastián que no se referían a él, en contra de lo que en un principio había temido, sino a otro pasajero que viajaba a bordo del África. Recordó el equipaje con el cabriolé verde y el broche de plata roto que había visto embarcar.

«¿Por qué mantienen aparte a ese personaje, con tanto secretismo? —se preguntó—. Sin duda ha de ser el asesino de mi padre y de tío Álvaro».

Tenía que encontrarlo. Pero los comentarios de los dos marinos dejaban poco lugar a dudas sobre la dificultad de acceder a la zona de popa donde parecía estar alojado. Un lugar del que le separaban los camarotes de la oficialidad y la más estricta de las guardias, la de la santabárbara, donde ni siquiera dejaban acercarse a la tripulación.

Se oyó en ese momento el silbato del contramaestre. Los dos hombres terminaron de llenar con víveres una cesta de mimbre y se alejaron para subir por donde habían bajado.

Cuando la bodega hubo recuperado la calma, se asomó Fonseca, encendió el farol e inspeccionó el lugar cuidadosamente. Se alegró al comprobar que todo estaba en orden. Incluso habían abierto nuevos toneles, entre ellos uno de manzanas, otro de arenques y un tercero de nueces, que pondrían alguna variedad en su dieta. Rehízo el cobijo y se dispuso a seguir leyendo la Crónica.

Lo que allí escribía Diego de Acuña daba buena idea de lo mucho que le había impresionado aquella hermosa joven india a la que salvara del acoso de la soldadesca de Martín de Loyola. La buscaba por todos lados, en las calles y plazas, en los mercados e iglesias. Alcanzaba a reconocer un rasgo aquí, un gesto allá, entre las muchachas que pasaban. Pero sólo lograba verla entera en sus sueños y duermevelas.

Hasta que un día, muy temprano, camino de sus asuntos, se topó con uno de los alabarderos que la habían hostigado aquella noche del encuentro.

Trató el otro de rehuirle. Diego le cortó el paso. Le advirtió que no buscaba pelea, que sólo quería encontrar a la muchacha india.

Pretextó el soldado desconocer quién era ella. La habían visto salir a hurtadillas de una casa, entraron en sospechas y la siguieron.

Le pidió entonces que le mostrara aquella casa.

A regañadientes, lo acompañó hasta las cercanías de la Plaza de Armas. Una vez allí, le señaló una mansión de piedra gris de la más fina y ajustada cantería inca. La llamaban la Casa de las Serpientes, por las tallas en piedra de estos animales que flanqueaban su fachada. En su edificación se habían aprovechado terrenos y materiales del Amaru Cancha, el palacio de Huayna Cápac. Bien sabía Acuña que amaru significaba serpiente.

Le sorprendió que, a pesar de lo temprano de la hora, el lugar estuviese repleto de curiosos. Una muchedumbre se agolpaba ante la noble fachada, para escuchar al pregonero de la ciudad de Cuzco. Era uno de aquellos mestizos muy españolados, en el ejercicio de uno de los escasos cargos públicos accesibles a los de sangre mezclada.

Con su cansino sonsonete iba desgranando la relación de pertenencias, muebles y vestidos, que parecía saberse de memoria. La subasta afectaba a bienes de considerable valor.

Uno de los asistentes a la puja informó a Acuña de que se disponían a desalojar la casa de todo su contenido. Al parecer, los alguaciles llevaban intentándolo varios días. Pero no habían podido proceder porque en su interior se hallaba atrincherada una vieja india con su servidumbre.

Calló su informante en ese momento, y señaló hacia la casa, para advertirle que acababa de entreabrirse la puerta.

Diego se volvió hacia allí y comprobó que, en efecto, así era.

Se produjo un silencio total en la plaza, a la espera de lo que por allí saliese.

Apareció entonces una mujer menuda y frágil. Abandonaba la penumbra cubriéndose los ojos con la mano para protegerse del sol, aún rasante. Y todo en ella eran puros rasgos indios, atropellados por el tiempo.

Al advertir el gran concurso de gentes, la anciana se escabulló por un lateral, pegada a la pared. Los enormes sillares incas que componían el muro la hacían parecer todavía más insignificante.

Nada dijo al pregonero. Nada a los alguaciles que la esperaban. Tampoco contestó a las llamadas de sus dos esclavos, que salían tras ella de la casa y fueron retenidos e incautados de inmediato.

Diego vio cómo su diminuta figura se perdía en el tráfago de una callejuela mientras a sus espaldas comenzaban a vaciar la casa y añadían a la subasta sendos lotes para vender a los dos esclavos.

No tardó mucho en encontrarla. La halló entre los desharrapados mendigos que esperaban el alivio de alguna caridad en el pórtico de la iglesia de San Francisco.

Cuando se acercó, ella lo miró de un modo inexpresivo. Le habló el joven en español. Como no parecía entenderle, volvió a hacerlo, esta vez en quechua. Brillaron un momento los ojos de la mujer. Fue sólo una leve chispa en aquella mirada infinitamente triste y desconfiada que se escondía entre las arrugas de su rostro. Parecía sorprendida de que un español tan joven y buen mozo conociera su lengua. Pero nada quiso responder.

Entonces, el intérprete no lo dudó. Le mostró el quipu rojo.

La actitud de la anciana cambió de improviso. Pareció salir de su letargo. Un gesto de inquietud animó su semblante. Y le preguntó de dónde lo había sacado.

Volvió a guardarlo Acuña, diciéndole que sólo le respondería si ella contestaba a su vez a las preguntas que iba a hacerle.

La mujer dudó. Parecía confusa, intentando encajar aquello en la nueva situación a que se había visto reducida tras la expulsión de su casa.

Asintió al fin, resignada. Le preguntó si había sido él quien pocos días antes ayudara a una joven india, librándola de los soldados españoles que la hostigaban.

Respondió Diego que sí. Y le preguntó dónde estaba ahora aquella muchacha.

Lo miró la anciana, y pareció sopesar lo anhelante de su pregunta. Le pidió un respiro con un gesto de la mano, que giró en abanico, mirando alrededor, dándole a entender que no era aquél el lugar más adecuado para ocuparse de tales cuestiones.

Le preguntó Acuña si tenía dónde pasar la noche. Cuando ella le respondió que no, le tendió el brazo para ayudarla a levantarse, entre la curiosidad de los otros mendigos. Él le aseguró que podría encontrarle un acomodo decente.

Estaba pensando, una vez más, en acudir a Cristóbal de Fonseca. Y, efectivamente, los jesuitas lo sacaron del apuro acogiendo a aquella anciana, a pesar de que su mentor no se encontraba en ese momento en la ciudad.

Fue allí, una vez aposentada y templada con un generoso tazón de caldo, donde ella le contó su increíble historia. En un principio, Diego se había dispuesto a escucharla para averiguar, al cabo, el paradero de la joven india de sus desvelos. Pero su sorpresa no conoció límites al saber la identidad de aquella frágil viejecita.

Se llamaba Quispi Quipu, que significa nudo libre. Y era hija de Huayna Cápac, el último emperador inca que reinaba antes de la llegada de los españoles. Aquél que murió antes de conocer la conquista de su reino por los invasores, aunque conjeturándola tanto en su cuerpo como en su ánimo. Porque murió de viruela, la enfermedad traída por los conquistadores, y desconocida de los indios, que ninguna defensa tenían contra ella. Aquél que había soñado que tras su persona vendría el duodécimo inca de la dinastía y con él se acabaría el imperio de sus mayores.

«Ya empiezan a aparecer las mujeres», se dijo Sebastián.

Sacó su lápiz, para recapitular:

—Esta viejecita llamada Quispi Quipu es hermana de los fallecidos Huáscar, Atahualpa y Manco Cápac. Y tía de los tres herederos que se habían criado en Vilcabamba: Sayri Túpac, Tito Cusi y Túpac Amaru.

Tomó la hoja donde su padre había trazado el esquema genealógico y añadió el nombre de la nueva hija de Huayna Cápac:

Huayna Cápac (el último Inca antes de Pizarro y padre de):

—Huáscar (ejecutado por orden de Atahualpa)

—Atahualpa (ejecutado por Pizarro)

—Manco Cápac (primer Inca de Vilcabamba y padre de):

—Sayri Túpac

—Tito Cusi

—Túpac Amaru (el último Inca de Vilcabamba)

—Quispi Quipu

Volvió luego a la Crónica de Diego de Acuña y, al igual que él, se estremeció con la aperreada historia que aquella mujer contaba al intérprete. Y con la maraña de guerras civiles libradas por indios contra indios, españoles contra españoles, todos contra todos.

Su vida se confundía con el final de un imperio y el nacimiento de otro país sobre sus cenizas, tal como lo venían contando los anales. Pero éstos los habían escrito los vencedores, para variar. Mientras que a través de su voz podía oírse a quienes no parecían tener otra memoria y escritura que aquellas cuerdas anudadas llamadas quipus. Y su relato era como ver un tapiz por el envés, asistiendo a los entrelazos de la trama.

Sin duda que su nombre, Quispi Quipu, nudo libre, no era casual, del mismo modo que no lo era el de Huáscar, que en quechua quería decir maroma o cadena, en alusión a aquella monumental serpiente de eslabones de oto que el padre de ambos, Huayna Cápac, había mandado hacer para conmemorar el nacimiento de su primogénito. Quizá temiese este emperador que los varones despeñaran al país en innumerables degollinas, y aquella mujer estuviera destinada a cumplir su propia misión. Porque ellas desempeñaban a menudo un papel tan combativo como el de los hombres en el embrollo de líneas bastardas, descendencias cruzadas y disputas genealógicas de los incas. Si éstos peleaban en los campos de batalla, no menos feroces eran las intrigas de las princesas en los palacios.

A ella misma le fueron concedidas pocas ocasiones para tales intrigas, siguió contando aquella mujer en un tono monocorde, sin apenas dejar traslucir emoción alguna. En las guerras civiles entre sus dos hermanos que siguieron a la muerte de su progenitor, ella estaba en Cuzco con el perdedor, Huáscar. Cuando Francisco Pizarro entró en la capital, sólo tenía doce años. En un principio, los españoles la respetaron, por ser tan tierna. Además, acababan de nombrar Inca a su tercer hermano, Manco Cápac, que le tenía gran afecto.

Dos años más tarde, la farsa de Manco como inca títere no se sostenía. Lo humillaban como a un prisionero, maltratándolo de continuo para que les revelara el paradero del tesoro de los incas. Y en especial el Punchao, el ídolo del sol naciente esculpido en oro, que estaba en su templo de Cuzco. Los naturales lo habían escondido de la codicia de los españoles.

Para que no lo siguieran maltratando, Manco les prometió traerles más oro del que podían imaginar si lo dejaban en libertad para ir a buscarlo. Así lo hicieron finalmente. Pero en lugar de regresar con el tesoro de los incas, reunió un numeroso ejército con el que puso cerco a la capital durante más de un año.

Se detuvo la anciana al evocar aquel triste momento, pensando sin duda en la aciaga suerte de la hermosa ciudad donde se encontraban. Primero saqueada por las tropas de Quito comandadas por Atahualpa. Luego, por los españoles. Más tarde incendiada por los incas rebeldes. Maltratada, finalmente, por los conquistadores.

Pero no tardó en sobreponerse y recuperar su tono impasible.

Al cabo de un año, Manco levantó el cerco para internarse en las sierras del noroeste, a treinta y cuatro leguas de Cuzco. Y mientras él se hacía fuerte en Vilcabamba, ella quedó abandonada en una ciudad donde había sido princesa. Ahora la capital se hallaba en manos de los españoles, que la transformaron de arriba abajo, convirtiendo los palacios de los Incas en sus mansiones particulares, y los antiguos templos en iglesias o conventos.

Lejos quedaban aquellos días en que su padre había sido señor de todo aquel reino y nadie de fuera del círculo de la familia real podía tener trato, palabra ni contacto alguno con ellas, las princesas. Ahora malvivían medio muertas de hambre, infestadas por la sífilis. A menudo, cuando iba por la calle, Quispi Quipu tenía que volver la mirada para no ver a sus parientes o sus antiguas compañeras de juegos infantiles convertidas en prostitutas para sobrevivir. Ella misma hubo de merodear por la ciudad a la deriva, procurando no ser reconocida, yendo de casa en casa con un cuenco y una vela, en busca de un puñado de maíz tostado con el que sustentarse.

Si se libró de correr la misma suerte de sus compañeras nobles, fue porque contó con la protección del obispo de Cuzco, que supo quién era al socorrerla en una de estas caridades. Tan terrible situación le movió a escribir a Carlos V para mediar por ella. Tuvo el emperador uno de sus raros ataques de generosidad, menos frecuentes en él que los de gota. Y así fue como le devolvieron las ricas tierras que habían sido de su madre. Con esa dote, el prelado le aconsejó que se casara con un español en busca de fortuna, alguien retirado de ambiciones, que la protegiera. Ella le dio largas, no tenía prisa por caer bajo la tutela de otro dueño.

Gracias a su nueva situación pasó a vivir de acuerdo con su rango, y se sintió con ánimos para reanudar los mensajes y contactos con su hermano Manco Cápac, que se hallaba en Vilcabamba, y con el que se sentía muy unida, hasta el punto de que él llegó a bajar en alguna ocasión de incógnito, para mantener varios encuentros. Durante uno de ellos le expuso un atrevido plan que iba a cambiar su vida y que debía mantener en el mayor de los secretos. Tanto, que nunca se lo había contado a nadie. Ni se lo desvelaría ahora a él, a Diego de Acuña, de no obrar en su poder aquel quipu rojo, pieza imprescindible para tales designios.

Un año después, todo se precipitó, continuó contando Quispi Quipu. Su hermano Manco fue asesinado por unos españoles a los que había acogido con ánimo de negociar, y que lo apuñalaron delante de su segundo hijo, Tito Cusi. Éste sólo contaba diez años de edad y nunca olvidó aquella terrible escena, pues también trataron de matarlo tirándole un tajo que lo alcanzó y le dejó una gran cicatriz.

Quispi Quipu recibió la noticia puntualmente en una de las embajadas clandestinas desde Vilcabamba. El mismo mensajero que la informaba de la muerte de Manco le traía un último recado suyo, con instrucciones muy precisas para el fruto de los encuentros que había mantenido con su hermano poco antes.

Diego de Acuña se había quedado muy sorprendido al escuchar esto, creía no haber oído bien. Pero sí, la viejecita se lo confirmó. Estaba hablando de un hijo suyo y de Manco Cápac. Los reyes incas se casaban con sus propias hermanas, para asegurar la línea más directa y de mayor legitimidad. El mensaje de su difunto hermano le encomendaba que mantuviera consigo y en secreto a ese hijo que había engendrado en ella para preservar la estirpe de los reyes incas, por si caía Vilcabamba.

Su esperanza era tener un varón. Pero lo que nació del vientre de Quispi Quipu fue una niña. Al principio, le pareció un contratiempo que fuera una mujer. Luego se dio cuenta de que si llegaban a morir los tres hijos de Manco Cápac que resistían en Vilcabamba, aquella niña sería más fácil de preservar y no se perdería el linaje, que retoñaría de su mano como un nuevo Punchao, el sol naciente. A las mujeres no era tan raro perdonarles la vida para casarlas con españoles, un pretexto legal que permitía acceder a sus tierras y posesiones.

Calló un momento Quispi Quipu para mirar a Diego. No estaba desbarrando —le aseguró—, sino contestando a la pregunta que le hiciera en un principio. Porque aquella hija suya con Manco era la joven que él había salvado del acoso de los soldados de Martín de Loyola.

Se llamaba Sírax. Y ese quipu rojo que ahora tenía Acuña era el que le había encomendado su hermano en su mensaje póstumo, el Yahnar quipu, el nudo de sangre que acreditaba los vínculos de aquella descendiente con la casa real. El símbolo de legitimidad para el heredero, el legado que pasaba de uno a otro, y que cada cual debía actualizar según lo sucedido durante su reinado. Por allí enfilaban sus secretos, que en aquel preciso momento se centraban en las previsiones de Manco Cápac para que no se perdiera su línea dinástica.

«El Plan del Inca», se dijo Sebastián, interrumpiendo la lectura.

Volvió a tomar el lápiz y sacó la hoja con el esquema de su padre.

«Otra mujer —pensó—. Quizá vamos llegando ya al pleito en el que andamos metidos».

Y añadió en el lugar correspondiente a la hija secreta de Manco y Quispi Quipu:

Huayna Cápac (el último Inca antes de Pizarro y padre de):

—Huáscar (ejecutado por orden de Atahualpa)

—Atahualpa (ejecutado por Pizarro)

—Manco Cápac (primer Inca de Vilcabamba y padre de):

—Sayri Túpac

—Tito Cusi

—Túpac Amaru (el último Inca de Vilcabamba)

—Quispi Quipu: Sírax

«¿Qué es, entonces, el Plan del Inca? —se preguntó—. ¿Y qué tiene que ver con el que achacan a los jesuitas ahora, dos siglos después? Porque así es como llaman a esa Monarquía Cristiana del Perú, el proyecto de la Compañía para independizar América del Sur».

Sin duda quienes estaban actuando en el presente con violencia tan extremada tenían alguna respuesta a estas preguntas.

No se le iba de la cabeza la conversación de los dos marinos sobre aquel pasajero que había subido a bordo en una silla de manos y a quien suponía propietario del equipaje con el cabriolé verde. Lo que estaba leyendo le apremiaba a localizar al individuo en cuestión, que debía conocer las claves de todo aquello. Tan cierto como eso era, sin embargo, que carecería de una perspectiva adecuada hasta concluir aquella Crónica. Tarea ardua, aunque cada vez se encontrara más familiarizado con su letra.

Ése era el dilema en que se debatía. En cualquier caso, estaba cansado, el cuerpo entumecido por la humedad, los ojos enrojecidos por la lectura. Y debía seguir conociendo el barco. Si tenía que arriesgarse, era mejor hacerlo en aquel momento, cuando nadie sospechaba de su presencia en aquel lugar. O eso creía él.