El Quipu Rojo
Trato de pasar desapercibido entre la maraña de cables. Desde allí podía seguir el curso de aquellos ojos que avanzaban hacia él con extraña fijeza. Lo más sorprendente era que el tamaño del intruso no aumentaba. Se apretó contra las jarcias, con la esperanza de que el recién llegado no lo hubiese visto y pasara de largo. No fue así. Ahora ya estaba a su lado, y mantenía un extraordinario sigilo.
Al asomarse vio que era un gato. En realidad, una gata. Sabía que todos los barcos llevaban a bordo uno de aquellos animales de forma preceptiva para evitar que las ratas royeran los aparejos o la comida. Aquélla debía de ser la gata del África y, como todo miembro de esa especie, su sentido territorial parecía muy acusado. Entendió ahora por qué no había visto más que sus ojos, inmensos. Su pelo era completamente negro, excepto un pequeño mechón blanco en el pecho.
Tras varios maullidos, reclamando explicaciones al invasor de sus dominios, se había sentado sobre los cuartos traseros, lamiéndose una pata para librarse de algún olor indeseado. Cuando hubo acabado de acicalarse debió de notar que aún persistía el tufo que la perturbaba y pareció sentirse atraída por la Crónica, que el ingeniero sostenía en la mano. Olisqueó el libro de arriba abajo. Pensó al principio Sebastián que quizá se debiera a la piel de la encuadernación. Pero no. Era su interior. Y no se trataba del papel, sino de la tinta, que intentó lamer antes de que él se lo impidiese, cerrando el volumen.
«¡Qué siglo éste —pensó— en el que hasta las gatas son ilustradas!».
Sopesó qué hacer con ella. No creía que el animalito denunciase su presencia. Por el contrario, podía ser un formidable aliado.
«¿Quién conoce mejor las tripas de un barco que su gata titular?», se dijo.
Por la minucia con que estaba examinando ahora el escondrijo, parecía desempeñar su cometido a conciencia, pulgada a pulgada, detectando cualquier objeto u olor fuera de su sitio. No debía de ser trabajo fácil el suyo. Pero el animal se orientaba con todo aplomo en aquella barahúnda, adentrándose sin vacilar entre los toneles.
Tras el solitario encierro de las primeras jornadas, llegó a apreciar sus visitas. Era muy hogareña y apegada a aquellos palitroques, así como a la compañía de los humanos. Hasta que un día, observando sus movimientos, que ya empezaba a conocer bien, se decidió a seguirla, para llevar a cabo una exploración más detenida que las precipitadas y huidizas que había intentado hasta entonces.
Comenzó por la bodega, tramo por tramo, dirigiéndose desde el centro del barco hacia la popa. Tras el palo mayor se extendía la despensa, con las barricas de provisiones que ya conocía. Hasta que no pudo continuar porque se tropezó con algo insólito: una pared de ladrillo. Protegía la santabárbara, donde se almacenaban los barriles de pólvora. El lugar más vigilado. Aunque, por fortuna para él, los accesos no caían por ese lado, sino más atrás, por la escalera de popa.
Retrocedió, desandando su camino en dirección a proa. Tras el tablado de los cables, donde había hecho su escondrijo, se extendía la bodega de aguada, con su voluminosa tonelería. Estaba luego el compartimento de la leña, los barriles de alquitrán y otros de mayor peso que no alcanzó a identificar. Al acercar la nariz a ellos, percibió un olor aún más acre que le resultó desconocido, y no dejó de inquietarle. Ahí tuvo que detenerse. El tabique que clausuraba la bodega por el extremo de proa le impedía llegar hasta el palo de trinquete.
Tranquilizado con este nuevo escrutinio, volvió a su escondrijo. Y en los días sucesivos siguió leyendo la Crónica, avivado su interés por la historia que allí relataba Diego de Acuña.
Continuaba el escribano contando lo sucedido en la ciudad de Cuzco durante el año 1571. Tras salvar a aquella joven india del acoso de los soldados españoles, la buscó los días siguientes por toda la ciudad. Había desaparecido.
Trató de olvidarla sumergiéndose en sus tareas como secretario e intérprete. Su trabajo se había multiplicado al tener que asumir varias de las funciones de su maestro de quechua, el jesuita Cristóbal de Fonseca.
«Hay una nota de mi padre en el margen —observó Sebastián—. Y dice: Con este antepasado de nuestra familia hubo de empezar la implicación de los Fonseca en los hechos que aquí se relatan».
Seguía dando cuenta Diego de las muchas horas que pasaba sirviendo como intérprete para los asuntos con los indios. Y un día le llamó la atención el comportamiento de un curaca, como llamaban a los jefes o caciques de un territorio. Denunciaba la ocupación de sus mejores tierras por un encomendero, uno de aquellos hacendados españoles que lo había despojado de la herencia de sus antepasados. Y para demostrarlo aportaba testimonios de considerable antigüedad.
Eso era justamente lo que despertó la atención de Acuña, el sistema de registro de tales títulos de propiedad. El cacique no venía solo. Lo flanqueaba un hombre mayor que se mantenía detrás de él, atento a sus instrucciones. Y a medida que el curaca necesitaba datos y argumentos, aquel mayordomo se los iba facilitando, mientras repasaba con sus manos unas cuerdas llenas de nudos.
No le dio entonces mayor importancia. Hasta que al cabo de algún tiempo la expedición militar de la que formaba parte se quedó sin provisiones en tierras apenas holladas por españoles. Hubieron de recurrir a uno de aquellos depósitos incas bien surtidos de alimentos, que los naturales trasladaban a donde eran necesarios en años de escasez, para evitar las hambrunas. El indio que estaba al cuidado del almacén les entregó varias cargas de maíz, de mejor o peor grado. Y Diego, que era su interlocutor, vio que cogía unas cuerdas y en ellas desataba unos nudos, mientras que los ataba en otras.
Le preguntó por qué lo hacía, y se quejó aquel hombre de los españoles, que vaciaban los depósitos sin volver a llenarlos. Un comportamiento muy diferente del observado por el ejército inca, que pasaba de una punta a otra del imperio utilizando sus propios cuarteles y almacenes, teniendo los soldados terminantemente prohibido bajo pena de muerte tomar nada de los territorios que atravesaban. Por eso él llevaba un cuidadoso inventario de los bienes allí acumulados, anotando todo lo que entraba y salía mediante esos quipus o nudos que ataba y desataba en sus cordeles. Pues era su oficio el de quipucamayo, que quiere decir el que es diestro en quipus.
Cuando regresó a Cuzco fue a ver a su maestro, Cristóbal de Fonseca, y le relató lo ocurrido. El jesuita no ocultó su preocupación. Le advirtió que esas cuerdas y nudos que había visto, los llamados quipus, eran el modo de escritura de los naturales de aquellas tierras. Valiéndose de ellos iban asentando lo que sabían sobre sí y sus mayores. Y lo tenían tan por verdad que se matarían con quien lo pusiera en duda u otra cosa les dijese.
Acceder a su conocimiento era como adentrarse en el corazón del imperio inca. Allí quedaba noticia de las genealogías de sus reyes y gentes, los sucesos históricos, los efectivos humanos y agrícolas, la distribución de la tierra… Todo estaba registrado en aquellos cordeles, hasta la última sandalia.
Y como advirtiera la incredulidad en el rostro de su pupilo, añadió Cristóbal de Fonseca que se lo explicaría, con tal de que le prometiese discreción absoluta. Cuando Diego así lo hubo jurado, le contó el jesuita que él también había mantenido un fuerte escepticismo a ese respecto. Durante mucho tiempo no había concedido a aquel asunto la importancia debida. Sin embargo, los nobles incas y los caciques podían pagar los servicios de sus propios quipucamayos, que venían a ser sus cronistas y archiveros. Y cuando tenían que hacer una reclamación, echaban mano de ellos, pues eran capaces de leer un quipu con la misma diligencia que un escribano español los folios de un registro de propiedades. Eso es lo que había sucedido con aquel curaca al que se refería Acuña.
Se quedó perplejo Diego, porque aquel sistema le parecía muy rudimentario y sujeto a error como para encomendarle cuestiones de tanta enjundia.
No tardó en desengañarle Cristóbal de Fonseca. Le aseguró que se había hecho la prueba de someter los mismos quipus a la interpretación de distintos quipucamayos que no se conocían entre sí. Y los habían leído de la misma forma. Sin duda llevaban sus registros mediante ellos, aunque los españoles sólo vieran una confusa maraña de cuerdas y nudos.
Por eso le había pedido discreción, porque en casos así los quipus se convertían en un problema muy serio, cuando entraban en conflicto con la propiedad de tales tierras o minas, herencias y títulos, en los que había de por medio ingentes riquezas. Y si la propiedad eran palabras mayores, más todavía la Historia, de donde resultaba la legitimidad de aquélla. Y cuando algunos españoles empezaron a entender la gravedad del negocio —concluyó Cristóbal de Fonseca—, se dedicaron a destruir los quipus que encontraban a su paso.
Le agradeció Diego sus informaciones y, ya bien prevenido, continuó con su trabajo de intérprete. Hasta un buen día en que le encomendaron acompañar a un recaudador de impuestos por el camino real que unía Cuzco con la costa. Al atravesar un despoblado, cayeron sobre ellos unos indios armados, rebeldes de Vilcabamba que bajaban de la sierra a embarazar el comercio y los senderos. El recaudador y su escolta murieron en el ataque. A punto estuvo Acuña de seguir la misma suerte. Uno de los asaltantes ya alzaba contra él su arma con ese propósito. Pero reparó en aquella fina cuerda anudada, de color rojo, que se le había caído a la muchacha india. Desde entonces la llevaba al cuello, por creerla un adorno. Al verla ahora aquel indio cimarrón se detuvo, retrocedió, la señaló a sus compañeros como si se tratase de un talismán. Y respetaron la vida del joven escribano.
Hubo de asumir que aquel objeto no era mero ornato. Debía de contener algún valioso mensaje. Quizá fuese, a su modo, algo parecido a un quipu. Uno muy especial.
Lo corroboró poco después, cuando en el transcurso de unas reclamaciones a Diego se le entreabrió la camisa y un viejo indio alcanzó a ver aquella cuerda anudada. El anciano lo miró y remiró. Y pudo oír su exclamación, con una mezcla de sorpresa y admiración: «¡Yahuar quipu!». Palabras que en quechua significaban nudo de sangre.
Notó Acuña que los naturales empezaron entonces a hablarle de forma muy distinta, diciéndole cosas que nunca habrían confiado a un español. No podía orillar semejante oportunidad. Cuando hubo terminado su trabajo, buscó al anciano y le dio las señas de la muchacha, contándole las circunstancias del encuentro. Pero el viejo indio cambió por completo de actitud. Escurrió el bulto y llamó a sus hijos para que se lo llevaran de allí.
Todo esto puso todavía más en ascuas al intérprete. Por un lado, se fijó en cómo trabajaban los quipucamayos, que hasta entonces le habían pasado desapercibidos, pues los tomaba por hiladores u otros oficios comunes. Se admiró de su prodigiosa retentiva, así como de la velocidad y seguridad con que leían sus quipus, sin que nadie acertara a saber ni a explicar cómo lo lograban. Y empezó a sospechar que, en contra de lo que se pretendía, no era aquél un recurso tosco, propio de salvajes, sino muy afinado, por más que en el tiempo presente anduviera constreñido, receloso y a la defensiva.
Ahora que era capaz de distinguir un quipu de unas simples cuerdas, se percataba también de cómo los quemaban los españoles más avisados. Y empezó a lamentar con toda su alma que se desaprovechase semejante oportunidad. Allí, al alcance de la mano, se extendía por todo el territorio una red de cuerdas y nudos que encerraba los secretos y recuerdos de aquellas gentes, tejidos en un gigantesco tapiz. También sus tesoros más escondidos. Pero como los españoles no podían entenderlos, les causaban innumerables quebraderos de cabeza. Y llegó un momento en que bastaba que algún indígena lo blandiera al iniciar un pleito para que se ordenase su destrucción. Diego era escribano, sabía bien lo que esto significaba. Quemar aquellas cuerdas nudosas que los quipucamayos veían arder con lágrimas en los ojos era lo mismo que arrasar los archivos y libros de un pueblo, con la irreparable extirpación de su memoria.
Los indios se le confiaban cada vez más. Y lo que oyó de labios de aquellas gentes sencillas le conmovió hasta lo más hondo. Era el desolador relato de familias o aldeas enteras desbaratadas y ruinadas, reducidas a la miseria, despojo tras despojo, abuso tras abuso. El escribano nunca volvería a ser el mismo.
Era la política del virrey Toledo. Todo el modo de vida de aquellas gentes se estaba desmoronando por sus planes para sacar a los indios de sus campos y reducirlos a poblaciones. Estimaba el nuevo gobernante que no era conveniente dejar a los naturales derramados por montes y quebradas, adorando a sus ídolos. En lugar de ello pretendía asentarlos en poblados con traza y orden, haciéndoles llevar un vivir político y entrado en razón.
Diego vio a menudo escenas desgarradoras de familias que se aferraban gritando a sus casas, a sus campos, a las tumbas de sus abuelos y a las cunas de sus hijos. Aquel mundo que lo era todo para ellos, donde cada roca y cada manantial eran venerados y tratados con respeto inmemorial. Y de donde los arrancaban por la fuerza, tras arrasar sus hogares, para llevarlos a lugares lejanos, trazados a cordel, con su iglesia, cabildo, cárcel y una casa para cada familia, con puerta a la calle para mejor ser vigilados.
Más de una vez, al caer la tarde, sacaba fuerzas de flaqueza para visitar a su maestro Cristóbal de Fonseca, pues le sabía muy comprometido con la causa de los indios. A menudo había escuchado en sus labios aquella máxima de la Compañía, opuesta a las conversiones forzadas: «Hay que hacer hombres antes que cristianos». El jesuita le recomendaba paciencia. Aunque por sus gestos, por su expresión —todo lo no dicho, pero sí sobrentendido—, no se le escapaba su distanciamiento del virrey Toledo.
Tampoco facilitaba las cosas el capitán de la guardia virreinal, Martín García de Loyola. Se esperaba otra actitud del sobrino nieto del mismísimo san Ignacio. La Orden había depositado en él muchas esperanzas. Pero don Martín parecía atender primero a sus intereses, y luego al resto, muy en último término.
«Aquí está, Martín de Loyola —se dijo Sebastián—. El que aparecía en el grabado genealógico de los jesuitas».
El ingeniero intentó apartar de su memoria el recuerdo de su padre muerto, con aquella imagen donde se ilustraba el Plan del Inca de la Compañía de Jesús. Aquella Monarquía Cristiana del Perú que en la hora presente parecía cobrar tan inusitada importancia a los ojos de quienes pretendían restaurar el trono incaico para emancipar aquel virreinato de España.
Pero aún tenía mayor trascendencia lo que se contaba a continuación en la Crónica. La semblanza que Diego de Acuña trazaba del sobrino de san Ignacio era todo menos halagüeña. Y eso debía de haber convertido aquel documento en objeto de controversia. Porque allí se desmentía punto por punto la imagen idealizada que la Compañía había pretendido preservar de un personaje tan vinculado a ella como el sobrino de su fundador.
A juzgar por lo que Diego escribía en su Crónica, a don Martín no le gustaba la deferencia con la que el virrey se dirigía hacia él. Loyola ya estaba prevenido en su contra por las informaciones recibidas de los soldados de su guardia a quien ahuyentara el intérprete, en defensa de la joven india. Supo luego la familiaridad con que los indios despachaban con el joven escribano, confiándole problemas y preocupaciones que no solían salir de los indígenas. Y aún se puso más a la defensiva cuando llegó a sus oídos que había salido indemne de un ataque en el que sólo respetaron su vida, achacando todo aquello a un talismán que poseía.
De ese modo, el sobrino de san Ignacio empezó a hostigar al intérprete y a urdir rumores sobre su complicidad con los naturales. De todo lo cual vino a deducir Acuña que aquel quipu rojo contenía secretos que debía averiguar a toda costa.
Intentó recabar la ayuda de varios quipucamayos, pero todos se negaron, temerosos. Esto le preocupó y, aunque siguió llevándolo sobre sí, tuvo buen cuidado de que no estuviese a la vista. Su única esperanza ahora, para calibrar el alcance de tales indicios, era volver a encontrar a la joven india. Y aquel nudo de sangre era el único vínculo que parecía mantenerlo unido a ella.
«¡Qué extraño es todo esto!», pensó Sebastián cerrando el libro.
Llegado a este punto necesitaba asimilar su lectura. Y, en primer lugar, la referencia a los quipus que allí hacía Diego de Acuña. Éste parecía intuir el valor de aquellos nudos y cuerdas tejidos por los archiveros de los incas. Y en especial aquel quipu rojo, en torno al cual parecían girar tantos intereses. Juan y Álvaro de Fonseca sin duda se habían dado cuenta al leer la Crónica. Máxime cuando allí aparecía su antepasado, el jesuita Cristóbal de Fonseca.
«¿Y qué relación puede tener con esa mesa detective que se le ocurrió armar a mi padre?», se preguntó.
Porque, según su tío, Juan de Fonseca la había hecho para entender y descifrar los quipus. Sobre todo, el QUIPU al que aludía en su último mensaje, escrito con su propia sangre, que debía remitir a aquel tan especial que parecía obsesionar a Acuña.
«¿Era eso lo que quería decir Álvaro, cuando aseguraba que el quipu estaba en la Crónica?».
Oyó voces, que lo obligaron a interrumpir estas consideraciones. Se asomó a la escotilla y vio que descendían hasta la bodega dos marineros. Apagó el farol y se escondió.
Los dos tripulantes bajaron en paralelo, agarrándose a las muescas talladas, a manera de precarios peldaños, en las columnas que sostenían los mamparos de la bodega.
Cuando hicieron pie en el tablado donde se encontraba el ingeniero, recuperaron la linterna que habían dejado colgada y comenzaron a inspeccionar el lugar.
Parecían revisar las provisiones, echando mano de una lista que llevaba uno de ellos en un papel y que el otro iluminaba.
«Me temo que han detectado las mermas en los barriles —se dijo—. Ahora sospecharán que hay un polizón a bordo».