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La Joven India

Lo despertaron los tres cañonazos y la frenética actividad de la marinería para levar anclas. Vinieron luego las órdenes para soltar trapo, entre los pitidos del contramaestre. Al fin, quedó el navío libre y se sintió la resistencia del agua en los costados. Crujió el casco al abrirse paso. Rechinaron los palos por el impulso en las velas superiores a medida que iban cargando viento. Se les fueron uniendo las demás, entre el zumbido de aquella maraña de aparejos, hasta sonar como un instrumento bien afinado. El África navegaba hacia mar abierto.

Antes de que cerrasen las escotillas Sebastián había logrado hacerse con un farol. Lo encendió para explorar los dominios que le eran accesibles, todo el oscuro mundo de la bodega, sumido en el mar, bajo las olas. Ascendían hasta él los tufos de la sentina, la cloaca donde iban a parar las aguas residuales de la lluvia y el lavado de los puentes, las filtraciones del casco y las evacuaciones de animales y hombres. Allí formaban un charco anegado de ratas, podre y detritos fermentados.

Comprobó en primer lugar los accesos por donde pudieran sorprenderle los tripulantes que bajaban de las cubiertas. En la parte trasera del navío estaba la escalera de popa, pegada al palo de mesana. Era la más vigilada, por conducir al rancho de la santabárbara y al polvorín. Afortunadamente, quedaba fuera de sus dominios. Por ese lado no le molestarían.

Venía luego, avanzando hacia proa, la escalera central, junto al palo mayor. Se dividía a su vez en dos bajadas a la bodega. Una de ellas conducía a la despensa, y sería la más utilizada por el cocinero y sus pinches. Pero la otra, a proa del palo mayor, junto al tablado de los cables y del ancla donde le habían dejado, era de poco uso. Y allí decidió hacer su escondrijo, porque al pasar más adelante, hacia proa, se hallaban la escalera más frecuentada por los marineros, la que conducía a la cocina. De ella salía un olor tentador al hornear el pan y a la hora de la comida.

Tras este somero control sólo le quedaba aprovisionarse. Encontró a mano barriles de carne y pescado salados, legumbres y frutos secos, aceitunas, queso, pasas de Málaga… No faltaba de nada, aunque debería ajustarse a los recipientes que iban abriendo los despenseros, pues todos estaban cuidadosamente numerados. Hizo acopio de alimentos, tomando un poco de aquí y otro poco de allá, para que no se notase la merma, y los fue llevando hasta su escondrijo entre las jarcias. Desde aquella posición central podía controlar los movimientos de cualquiera que bajase hasta la bodega.

Pasados los primeros agobios, que no fueron pocos, contaba con un refugio más o menos seguro. Se consoló pensando que podría sobrevivir en aquella bodega repleta de casi todo lo necesario, excepto aire libre y la luz del sol. Había conocido calabozos peores. Debería resistir sin ser visto al menos hasta que rebasasen la longitud de las islas Canarias. Caso de ser descubierto antes, corría el riesgo de que lo llevaran a su destierro, o lo encomendasen a otra nave con aquel rumbo.

Ahora le sobraba tiempo, algo de lo que había andado escaso por los últimos acontecimientos. Y podía volver su atención hacia aquella Crónica donde se hallaban las claves de lo que estaba sucediendo.

Tanteó la bolsa de hule que llevaba sujeta a su cuerpo, sacó el volumen encuadernado en piel y se dispuso a leerlo en días sucesivos. En aquel trance, agradeció la previsión de su padre, quien había insertado una hoja donde se resumía lo sucedido en el Perú antes de que el autor de aquella Crónica, Diego de Acuña, comenzase su relato, para no perderse en sus meandros y recovecos.

Los antecedentes inmediatos se iniciaban en 1527, con la muerte del último emperador inca antes de la llegada de Francisco Pizarro. Se llamaba Huayna Cápac, y con él había alcanzado su cénit aquel reino. Diego de Acuña se hacía eco de un sueño profético que le sobrevino al monarca, dejándolo profundamente inquieto. Pues versaba sobre el fin del Incario, tal y como le confirmaron los astrólogos imperiales.

Al ser la suya una dinastía que se proclamaba hija del Sol, le sucedería como al propio astro, que al cabo de doce meses cambiaba su ciclo. Pues del mismo modo —dijeron a Huayna Cápac— declinaría su estirpe tras el duodécimo Inca, su sucesor. Y así, en lugar de nuevas conquistas, prefirió esforzarse en consolidar lo logrado. En especial debía preservarse a toda costa el Punchao, el ídolo de oro que representaba el sol naciente y en cuyo pecho se guardaba la más preciada reliquia de aquel imperio, el polvo de los corazones de todos sus reyes. Si conservaban memoria de ellos, nadie podría abatir sus ánimos. Y un nuevo ciclo solar y dinástico comenzaría para remontar otra vez hacia lo más alto.

Quiso Huayna Cápac por ello prevenir las voluntades de sus súbditos, aunándolas en torno a su primogénito. Y cuando éste iba a nacer, mandó forjar una maroma o cadena de oro tan gruesa como el brazo de un hombre y tan larga que daba toda la vuelta a la plaza mayor del Cuzco. Su peso era tal que seiscientos indios de los más vigorosos apenas podían levantarla. En sus fiestas solemnes la llevaban como si sujetaran una gran serpiente, uno de sus animales más sagrados, por representar la sabiduría surgida del seno de la tierra. Así, aquella enorme cadena de oro enlazaba a sus súbditos, manteniéndolos unidos, en previsión de lo que se avecinaba. Y para mejor fijarlo en la memoria de su pueblo bautizó a su hijo con el nombre de Huáscar, que en su lengua quiere decir maroma o cadena.

No anduvo desencaminado. A pesar de todas sus precauciones, las desgracias profetizadas en el sueño empezaron poco después de su muerte, cuando el reino se dividió entre los partidarios de sus hijos Huáscar y Atahualpa. El primero contaba con el apoyo del sur y la capital del imperio, Cuzco. El segundo, con el norte y la ciudad de Quito. Fueron éstos, los quiteños, quienes ganaron aquella guerra civil. Tras conquistar el Cuzco, Atahualpa tomó sangrientas represalias contra sus habitantes, persiguiendo con gran saña a la nobleza, en un exterminio sistemático. Y también a los sabios que preservaban la historia antigua, a quienes eliminó haciéndoles ingerir grandes cantidades de chiles muy picantes. Pretendía así destruir la memoria y linajes de quienes le habían precedido, fundando una nueva dinastía.

Habría conseguido su propósito de no producirse la invasión de Francisco Pizarro, quien en 1533 lo tomó prisionero en Cajamarca. Prometió liberarlo si sus súbditos llenaban dos habitaciones de oro y plata. Y así lo hicieron ellos. Pero, en lugar de mantener su palabra, los españoles mataron a Atahualpa. Previamente, desde su encierro, éste había ordenado la ejecución de su hermano Huáscar, al que sus leales mantenían encarcelado.

Muertos aquellos dos hijos de Huayna Cápac, Pizarro hubo de entronizar a un tercero, Manco Cápac. El propósito de los españoles era manejarlo como a una marioneta. Y la misma intención abrigaba el nuevo Inca respecto a ellos, utilizándolos para deshacerse de otros aspirantes al trono, asentarse en el Cuzco y vengarse de los quiteños, que lo habían convertido en un fugitivo. Hasta que, harto de las humillaciones a las que se veía sometido de continuo, tramó un engaño para escapar.

Se valió para ello del más poderoso señuelo que podía ofrecerles: el tesoro de los incas. Pensaban los invasores que él también llenaría dos habitaciones de oro y plata, como su antecesor. Manco Cápac no los desengañó. Les aseguró que sus súbditos tenían ingentes riquezas, que habían escondido al no cumplir Pizarro su palabra. Él prometía traérselas si gozaba de libertad de movimientos. Cegados por la codicia, en 1536 lo dejaron partir de Cuzco.

Manco Cápac no regresó con oro, sino con un poderoso ejército, dispuesto a sitiar y reconquistar la ciudad. Había convivido con los españoles, conocía sus costumbres, armas y artes de guerra. Sin embargo, a pesar de su empeño y bravura, no consiguió tomarla. Al cabo de un año hubo de retirarse al noroeste, a lo más profundo de la sierra, donde los dominios incas lindaban con la selva. Allí se hizo fuerte en la nueva capital de Vilcabamba, a unas treinta y cuatro leguas de Cuzco, entre los ríos Apurímac y Urubamba. Una región estratégica por su proximidad al Cuzco y a la sierra central, pero muy difícil de franquear. Su territorio era accidentado en extremo, protegido por estrechos valles y abruptas defensas. Y desde aquel reducto hostigó a los invasores hasta su muerte. Dejó tres hijos varones que ocuparon su puesto sucesivamente: Sayri Túpac, Tito Cusi y Túpac Amaru.

Llegado este punto, Sebastián observó que su padre había hecho un pequeño esquema genealógico:

Huayna Cápac (el último Inca antes de Pizarro y padre de):

—Huáscar (ejecutado por orden de Atahualpa)

—Atahualpa (ejecutado por Pizarro)

—Manco Cápac (primer Inca de Vilcabamba y padre de):

—Sayri Túpac

—Tito Cusi

—Túpac Amaru (el último Inca de Vilcabamba)

Allí, anotaba Juan de Fonseca, estaba la clave de lo que ahora sucedía, dos siglos después. O, al menos, sus orígenes. En aquella arboladura de linajes y en la voracidad por las riquezas escondidas se encontraba la fuente de todos los problemas posteriores. Bastaba entrelazar estas querellas genealógicas de los incas con las guerras civiles de los españoles en sus sucesivos repartos del poder y del botín para asistir al laborioso parto de un nuevo país, el Perú.

Vilcabamba se mantuvo en pie de guerra hasta que en 1557 Sayri Túpac, de talante pacifista, aceptó firmar un tratado con los españoles. Tras ello, se estableció cerca de Cuzco, en aquella porción del río Urubamba que llaman valle de Yucay, unos antiguos pantanos desecados y colonizados por su abuelo, Huayna Cápac. Pero murió al cabo de cuatro años. Su hermano Tito Cusi, más ambicioso, había permanecido en la sierra porque no se fiaba de los españoles, a los que acusó de haber envenenado a Sayri Túpac. En consecuencia, se proclamó nuevo Inca, declarándose en rebeldía hasta su muerte en 1571. Entonces, llegó al Perú un nuevo virrey, Francisco Álvarez de Toledo, quien perseguía la pacificación por las buenas o por las malas. Y con ese objeto se desplazó hasta Cuzco, sin saber que entre tanto había muerto Tito Cusi y subido al trono su hermano Túpac Amaru.

Era, pues, este último quien reinaba a principios de 1571, cuando los sublevados de Vilcabamba llevaban ya treinta y cinco años resistiendo a los españoles. Ahí empezaban los hechos narrados por Diego de Acuña, aquel joven intérprete y secretario asignado al séquito del virrey para su estancia en la antigua capital inca.

Su relato evocaba una noche en la que, alta ya la madrugada, rondaba las cercanías de la Plaza de Armas del Cuzco.

Al pasar por una callejuela, escuchó un alboroto. Y al acercarse pudo ver a unos soldados españoles, aquellos temibles veteranos bien cursados en guerras y lides. Pertenecían a la guardia de alabarderos del virrey. Estaban borrachos y rodeaban a alguien a quien el intérprete no podía ver. Pero sí oír. Eran gritos de mujer.

Molestaban a una joven india. Por la actitud y voces de la soldadesca entendió que acababan de hacerle la llamada prueba de la capa. Consistía ésta en acercarse por detrás y golpear por sorpresa en el trasero con una capa enrollada. Pretendían con ello averiguar si una adolescente estaba preparada para conocer varón. Si tras el golpe se mantenía en pie, se la consideraba madura.

En una palabra, se disponían a violarla. La prueba de la capa no era en este caso sino un modo de embromarla. Aunque tuviera todavía el aspecto de una muchacha, se trataba de una mujer hecha y derecha. Bien se traslucía en su resolución al defenderse, con uñas y dientes, como si en ello le fuera la vida. Gritaba en quechua para que la soltasen. Y a cada palabra suya respondían ellos con carcajadas, exigiéndole que hablara en cristiano.

Aun sabiendo que era una temeridad, Diego no dudó en sacar su espada y arremeter contra los soldados. Se volvieron éstos, perplejos: nadie se atrevía a interponerse en el camino de un alabardero. Hubo un amago de resistencia por parte del primero con el que se enfrentó. Pero algo debió de ver aquel bellaco que le aconsejó la huida, tambaleándose. Pensó al principio el intérprete que había sido la firmeza y furia que brillaban en sus ojos. Algo más hubo de haber, sin embargo, porque tras él también salieron corriendo sus compañeros, sin atreverse a plantar cara.

Quedaron los dos jóvenes en la solitaria calleja, frente a frente. Envainó Diego, y tendió su mano a la muchacha india, que la rehusó, desconfiada. Por el contrario, se pegó a la pared, aún jadeante.

Trató de tranquilizarla hablándole en español. Y al comprobar que no respondía a sus preguntas, lo hizo en quechua.

Se quedó ella sorprendida de que conociera su idioma. Pero, aun así, tampoco contestó a sus palabras.

Le insistió Diego para aconsejarle que regresara a casa antes de que volviesen sus asaltantes con refuerzos. El mismo la acompañaría, si necesario fuere.

Ella continuó guardando silencio, la mirada fija en la suya, el resuello agitándole el pecho. No parecía una india del común. Al joven escribano le sobrecogió la orfandad que vio en ella. Unos ojos en sombra viva, ocultos tras el largo cabello negro, dejando entrever el rostro más hermoso que nunca se le había concedido. Le sacudió de pies a cabeza una honda sensación de desamparo, esa devastadora fragilidad emanada de la belleza o de la magia que pueden desvanecerse en cualquier momento.

Al preguntarle dónde vivía, ella bajó la mirada. Cuando alzó los ojos fue para fijarlos tras él. Un atisbo rápido, furtivo, que no pasó desapercibido a Diego de Acuña.

Al volverse, el intérprete y escribano aún alcanzó a ver a un indio que acechaba oculto en la esquina. Se dirigió hacia aquel edificio. Y al doblarlo vio que no estaba solo. Un nutrido grupo de indígenas se alejaba ya, poniéndose fuera de su alcance. Entendió entonces por qué los soldados habían escapado sin plantarle cara, al advertir aquella indiada al acecho.

Se preguntó quién era aquella joven que, en la misma noche, parecía suscitar a la vez tanto interés entre españoles e indios. Bastaba verla para entender que estaba ante una persona de calidad. Entonces, ¿cómo es que andaba a esas horas por la calle?

Al regresar hasta ella para trasladarle tales inquietudes, la muchacha había desaparecido. Cuando quiso reaccionar, ya era tarde.

Inútil seguir su pista. Aún no conocía bien la ciudad.

Ya se iba a retirar cuando vio algo en el suelo. Se agachó para recogerlo. Era una fina cuerda roja con nudos. Parecía un adorno de los usados por los indios. Sin duda pertenecía a la joven. Se le había caído en la refriega. La única pista con la que contaba. La guardó cuidadosamente.

«¿Qué ha sido ese ruido?», se preguntó Sebastián interrumpiendo la lectura.

Apagó el farol. Sin embargo, y en contra de sus cálculos, la bodega no quedó completamente a oscuras. Una escotilla se abría sobre él y una luz tenue se colaba hasta la sentina.

Cuando se hubo acostumbrado a la penumbra, pudo ver unos ojos que brillaban, inquietantes. Iban hacia el lugar donde se encontraba, avanzando hacia su escondrijo. Se encogió hasta ocupar un resquicio mínimo, conteniendo la respiración. Pero aquellos ojos seguían acercándose. Alguien lo había descubierto.