La Carraca
Mientras se acercaban al astillero, Paco el Soguero fue explicando a Sebastián de Fonseca lo que convertía aquel lugar en invulnerable por mar y por tierra. Estaba situado en el fondo del saco de la bahía de Cádiz, en sus últimos esteros, allí donde las marismas y otros anegadizos maceraban el terreno pantanoso. Un barrizal inaccesible por tierra para cualquier ejército, que perecería sin remedio engullido en sus fangos. Sin embargo, los canales que lo atravesaban eran lo bastante anchos y profundos como para permitir la navegación. No bajaban de las cinco brazas en pleamar, y tres y media en bajamar. Allí cabían barcos de buen calado si se contaba con un piloto experto o con un práctico que se pusiera al timón.
En cuanto a la entrada desde el mar, lo defendían las fortificaciones de Cádiz, los fuertes de San Sebastián, Santa Catalina y San Felipe en una primera instancia, y la segunda línea de artillería formada por las baterías del Puntal y Matagorda, que dividían la bahía en dos. Todos ellos, así como la isleta y castillo de Sancti-Petri, hacían temerario cualquier ataque a través del agua.
El capataz detuvo el carromato ante el control del cuerpo de guardia. Lo conocían bien. Apenas ojearon la orden de entrega de las jarcias y llevaron a cabo una rutinaria inspección de la carga.
Penetraron en el astillero y se llegaron hasta la Plaza de Armas. Bordearon las viviendas antes de detenerse frente a la administración. Entraron hasta la contaduría para registrar el ingreso y esperar a que recibiera la entrega el delegado del ingeniero comandante.
Mientras éste llevaba a cabo el inventario, acompañado de un inspector, el soguero pidió a Sebastián que lo siguiera:
—¿Se acuerda de Hermógenes, señor? El carpintero reclutado a la fuerza por Montilla.
—Hablamos con su mujer, ¿no es cierto? La que malvivía con sus cinco hijos.
—La misma. Pues sospecho que podría encontrarse en este lugar. Él es uno de los mejores carpinteros de ribera. Y aquí se reparan y ponen a punto los barcos que han de salir para América. Fuimos viejos compañeros de navegación hace muchos años, y me gustaría localizarlo para contarle lo sucedido y decirle que su familia ha sido acogida en las tierras de usted.
Pasaron junto a la iglesia, el hospital y la botica, la tienda y la taberna. Dejaron atrás la residencia de oficiales y el parque de artillería. El astillero a pleno rendimiento impresionaba por su actividad industrial. Se asombró el ingeniero del esfuerzo necesario para lograr el ajuste de piezas tan diversas, tendiendo sobre todo el reino aquella vasta red capaz de captar y encarrilar tal multitud de materiales.
Paco lo sujetó por el brazo para prevenirle sobre el terreno en el que entraban. Estaba inclinado hacia el agua y embarazado por tablones destinados a la construcción de un par de naves de gran calado. Las quillas se hallaban orientadas de norte a sur, para que las maderas recibiesen la misma insolación por sus dos flancos, evitando de ese modo asimetrías en las deformaciones. Observó los esqueletos de las embarcaciones, la levedad de su perfil, la pureza de líneas.
El capataz saludó a un oficial amigo suyo, y se detuvo para tantearle, calculando cuándo debería tener lista la siguiente entrega de aparejos:
—¿Qué tal lleváis ese barco?
—Aún queda faena. Estamos esperando a que nos traigan más madera de Málaga para seguir hasta la primera cubierta.
—¿Y este otro?
—Para darle impulso necesitaríamos cien personas trabajando, entre aserradores y peones… Y se nos han llevado el mejor carpintero que teníamos.
—¿Hermógenes? —le preguntó Paco.
—Lo teníamos apalabrado. Se iba a quedar una temporada en tierra. Y al parecer ha sido movilizado de nuevo —y bajó la voz para decirle—: Entre nosotros, esto me huele mal. Han vallado una parte del astillero y la mantienen muy vigilada. No dejan pasar a nadie y todo lo llevan con mucho secreto. Sospecho que Hermógenes anda por allí.
—¿Dónde está esa valla?
—¿Sabes el acueducto? El que trae el agua de boca desde la isla de León, junto a la explanada para trabajar las velas y el cobertizo de guardar la estopa.
—Sí, sé cuál dices.
—Pues tienes que atravesarlo, y también el cocedero de brea. Y allí ya te encontrarás con la barrera. No te dejarán pasar a los muelles de carga y descarga.
—¿Junto a las atarazanas de cordelería?
—Las mismas.
Se despidieron del carpintero para dirigirse hacia allí. Tal y como les habían indicado, lograron llegar hasta el canal de resistencias, donde se ensayaba el aguante de los cascos, según las instrucciones de Jorge Juan. Pudieron ver también a otros artesanos que alzaban cometas con distintos tejidos, para estudiar la acción del viento sobre las velas. Pero no lograron ir más allá. Se había vallado la zona, instalando casamatas para la tropa. Y una patrulla los echó atrás.
—Nunca había visto nada así —dijo Paco a Sebastián mientras retrocedían—. Podemos hacer una cosa, si le parece, señor: iremos a cobrar el género que hemos entregado, antes de que cierren la administración; mataremos el tiempo en la taberna tomando algo, con la excusa de celebrarlo, que desde luego es para hacerlo, con lo que tardan en pagar; y esperaremos un par de horas, hasta que se ponga el sol. Entonces intentaremos localizar a Hermógenes, cuando haya acabado el turno de trabajo y sepamos dónde descansa.
Así lo hicieron. Tras salir de la administración, por vez primera en mucho tiempo se vio Fonseca con una abultada bolsa en las manos.
—Guárdelo bien, señor —le dijo Paco tras entregárselo—. Hay mucho trabajo detrás de ese dinero.
Y por el deje de tristeza, si no de amargura, con el que dejó caer aquellas palabras entendió Sebastián cuántas esperanzas había depositado el capataz en aquel cobro.
Cuando hubo caído la luz salieron de la taberna para regresar hasta la zona destinada a almacenes y pertrechos. Paco saludó al pequeño equipo que en ese momento se disponía a abandonar su faena y concluir la jornada de trabajo.
En cuanto a la guardia que controlaba el acceso a la valla, había sido reducida a un pequeño retén. Les bastó alejarse de los soldados que lo componían para saltar la empalizada al abrigo de la oscuridad, ocultándose en el primer galpón que encontraron en aquella zona restringida.
Había luz en el almacén donde entraron, una lámpara sobre la mesa que presidía la improvisada oficina. Se preguntaron quién podría estar utilizándola. No se veía a nadie. Examinó Paco los papeles esparcidos sobre el tablero y mostró a Sebastián la hoja de estado de un navío. Por la anotación que llevaba en la cabecera lo estaban avituallando con urgencia, bajo las instrucciones generales de «Comisión Reservada».
—Son las que se redactan para una misión secreta, cuando no se quiere revelar el destino —dijo Fonseca en voz baja, apenas audible.
Se hurtaban allí muchos otros pormenores que habrían sido preceptivos en un cometido ordinario. Pero eso no era obstáculo para un ojo tan experto como el de Paco. Por los pertrechos y otros detalles dedujo que se trataba de un navío de línea de setenta y cuatro cañones.
—Mucho buque es éste, el que están preparando, señor. La dotación de un barco así no baja de los seiscientos hombres.
Mientras el ingeniero se mantenía alerta, por si regresaba el ocupante de aquel galpón, revisó su capataz el inventario de víveres y tonelería: las raciones entelas de la Armada, las barricas de agua, pipas de vino, aceite y vinagre.
—Con estas provisiones tienen al menos para cuatro meses sin hacer escalas, un viaje para cruzar el océano.
—Entonces, se dirigen a América —afirmó Fonseca.
—Ese tiempo es el que cuesta llegar a Tierra Firme. A Panamá.
—La ruta más corta para el Perú.
Según todos los indicios, aquél era el barco en el que iría la expedición de Montilla. Pero tenían que asegurarse. Y una idea empezó a germinar en la mente del ingeniero.
Cuando hubieron comprobado que no había nadie en la explanada que conducía al navío, salieron del almacén y se acercaron hasta él con todo sigilo, resguardándose en los suministros esparcidos a lo largo del patio. Desde su escondrijo pudieron ver el nombre de la nave, África, y su imponente perfil recortándose contra el cielo rojizo del atardecer. Los oficios habían terminado su labor, y quienes ahora se hallaban a bordo andaban ocupados en el embarque de pertrechos.
—Van a levar anclas de inmediato —dijo Paco—. Están cargando ya los equipajes.
Fonseca sacó el pequeño catalejo que llevaba en el bolsillo y fue inspeccionando aquella carga a medida que la colocaban en las plataformas de madera sujetas a unos fuertes cables, que amarraban al cabrestante para alzarlas sobre la cubierta del navío e introducirlas en la bodega. En ese momento, acercaron un farol hasta una de ellas, para comprobar la sujeción. Y a su luz pudo ver varios baúles con el escudo de Montilla.
—Desde luego, el marqués va a bordo… —comentó Sebastián—. Espera, ¿qué es eso? —añadió mientras enfocaba el catalejo.
Se refería a un equipaje al que habían enrollado aquel inconfundible capote cabriolés verde con el broche roto, el que llevaba el presunto asesino de su padre cuando se enfrentó a él en el callejón del palacio de los Fonseca.
—Paco, quiero hacerte una pregunta: ¿encontrarás a Hermógenes sin que nadie te ayude en la vigilancia?
—Espero que sí, señor. ¿Por qué?
—Ahora te lo explicaré. Antes, dime: ¿podría salir ese barco a mar abierta con los vientos que hay ahora?
—Sin duda. En esta bahía se puede navegar con todos los vientos menos los del noroeste. Sólo un temporal que soplara desde esa dirección lo impediría. Y no es el caso.
—Entonces, tienes que ayudarme para que me esconda entre la jarcia que hemos entregado, y que veo allí, preparada para cargar.
—Pero, señor, eso es una locura.
—¿Crees que es más cuerdo ir a la comandancia para que me lleven a las Canarias, o a Dios sabe dónde…? ¿Querrás hacerlo?
Asintió el capataz con un gesto de resignación.
Estaba la partida de sogas ya cerca del punto de carga, y hubieron de acercarse con mucho cuidado. Una vez sobre la plataforma de madera que habría de alzar el cabrestante, Paco rodeó a Sebastián con las jarcias de tal modo que quedara oculto entre ellas.
Cuando el capataz ya se despedía, Fonseca le tendió la mano. Y no iba de vacío, sino que le entregaba la bolsa con el montante en metálico recién cobrado.
—Toma, para que se lo des a Lucía. Nadie lo administrará mejor.
—Señor, se queda usted sin nada… No podemos permitirlo.
—Lo habéis ganado con vuestro sudor… Y vete, que ya vienen.
Las sirgas se tensaron y la tarima comenzó a subir lentamente, hasta ser alzada por encima del barco. Giró el cabrestante, dejándola suspendida sobre la cubierta superior. Los estibadotes tiraron de los cabos hasta centrarla en la escotilla principal del navío, pegada al palo mayor. Y, a una señal, empezaron a bajarla.
Escondido entre las jarcias, Sebastián trató de mantener el equilibrio mientras la plataforma descendía, pasando a través de la segunda cubierta, la más alta. Después, la primera, más profunda. Finalmente, el sollado, la parte del barco que se correspondía con la línea de flotación, hasta entrar en la bodega y topar con el tablado para los cables. Y allí quedó, sepultado en lo más hondo de las entrañas del buque.