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La Tumba Emplomada

El viaje de Sebastián y Paco transcurrió sin incidentes, gracias a la protección brindada por la columna militar a la que se unieron. Tuvo, si acaso, el inconveniente de no poder leer la Crónica, como hubiera deseado. Sucedió que el oficial al mando de la compañía, al conocer su rango, se empeñó en invitarle cada noche a su tienda para cenar, beber y hacer tertulia. Y habría sido descortés negarse.

Las primeras posesiones de los Fonseca se encontraban en las tierras gaditanas de frontera. El pueblo en el que entraron había conocido tiempos mejores. Ahora, desmoronado en sus antiguas murallas, tanteaba el terreno desparramándose en un caserío encalado, con un minúsculo convento de clarisas y un calvario retrepado por un cerro de nombre Borreguero, hasta alcanzar la ermita allí alzada.

—¿Crees que se podrá sacar algo en limpio? —preguntó a Paco mientras enfilaban la única calle digna de tal nombre.

—Han sido advertidos de su visita. Pero ya sabe el señor cómo se las gastan estas gentes. Ellos ponen cara de agonía a todo lo que sea tributar.

Tan pronto sobrepasaron las primeras hileras de casas corrió a rodearlos multitud de muchachos pelones. Todo lo que mamaron parecían gastarlo en mocos.

Echó a repicar la campana del convento mientras los recién llegados afrontaban la casa de apeo, donde se habían concentrado sus tributarios para darles la bienvenida. Al frente de ellos estaba el administrador, a quien se había enviado la noticia, con el recado especial de hacer arqueo y rendir cuentas.

Pasaron todos a cumplimentarle y darle el pésame por la muerte de su padre y de su tío. Pero no desaprovecharon para ir dejando resmas de memoriales escritos. Paco el Soguero no salía de su asombro. Y como preguntara Fonseca al administrador qué papeles eran aquéllos, le explicó el aludido:

—Aquí todos se hallan en alguna necesidad.

—Pero ¿cómo? —estalló Sebastián—. ¿Es que no os han comunicado la situación en la que queda la casa tras la muerte de mi padre y mi destierro?

—Ha sido grande la sequía, señor. Además, hemos tenido que cerrar las viñas con una tapia, para que el ganado de los vecinos no se extraviara dentro. Luego, no ha sido buen año para el cereal…

—¿Y la serranía? —le interrumpió Paco, que ya empezaba a verlo venir.

—La serranía no le hace comparación. Hay poca tierra, es áspera y fragosa. Los montes son suelos flojos…

Paco no pudo contenerse y se enfrentó a él de modo muy violento. Fonseca lo refrenó, y se dijo para sí mismo que nada de aquello habría pasado si él no hubiera faltado de allí durante tanto tiempo. Y la simple inspección de los campos le había bastado para comprobar que la sequía no era ningún pretexto, sino una cruda realidad.

Entró en eso un muchacho para advertirles de que lo esperaban en el convento las monjas de Santa Clara, que tanto habían repicado. Anunciaban así la misa, oficiada por el alma de sus difuntos padre y tío.

Fueron allá. La capilla mayor era más que decente, y durante la ceremonia se dejó oír sin excesivo tormento un bajón y un violín que gobernaban el canto de las religiosas, junto a otro coro de niños escolanos, que echó fuera el oficio de difuntos como quien echa los bofes. Tras la misa, aprovechó Sebastián para departir con la madre superiora y examinar las tumbas, sin encontrar otras que las de la propia comunidad y una tía abuela suya fallecida cincuenta años antes de unas tercianas fulminantes mientras veraneaba en el lugar. Pero ésa no era la que andaba buscando.

Pasaron luego al refectorio del convento. Allí sacaron bizcochos, mistela y su pliego de peticiones, demandándole hartos dineros para retejar. Con ellas venía, en calidad de redactor del pliego, el licenciado Castaño, «presbítero y maestro de escuela», como se presentó a sí mismo, para designar su doble función de misacantano en las clarisas y encargado de la enseñanza en el pueblo. Era aquel cura tan viejo que otro en su lugar se habría caído a pedazos, desencuadernándose por el camino. Pero no él, a quien todavía se le veía ágil, tieso y colorado.

—¿Cuántos años tiene usía? —preguntó Sebastián.

—Voy a cumplir los setenta. Y aún me siento con fuerzas para echarme al monte en una burra albardada que tengo, con mi chupa, sombrero redondo, escopeta y lebrel, para dar cuenta de la caza que se levante.

«¡Qué brava gente la de estos predios!», pensó Sebastián.

También a él le preguntó por la tumba, procurando no dar más datos de los necesarios. Pero el cura no recordaba que hubiese ninguna con esas señas en la ermita que remataba el cerro Borreguero, ni en ningún otro lugar de su jurisdicción.

Trajeron aviso de la casa de apeo, donde lo esperaban a comer.

—¿Es buena cocinera el ama? —preguntó al ver que por vez primera iba a sacar algo en limpio de allí.

—Lo es, señor. Y aún lo sería más si hubiera qué echar a la olla.

Como había leído en un viejo novelón, comieron todos y no comió ninguno. Pues habían matado un carnero tan abollado en años y zozobras, que más parecía resumen de camello.

Se despidieron sin otra cosa de sustancia. Y a medida que iban dejando atrás las lindes de sus primeras posesiones, Paco le advirtió que pasarían junto a las de su vecino, el marqués de Montilla, a través de algunas sendas comunales de servidumbre.

Incluso sin las explicaciones del capataz, las diferencias con aquella digna escasez que dejaban atrás saltaban a la vista. Ahora, familias enteras pedían limosna al borde del camino. El soguero insistía a Sebastián para que no se detuviese, por no ser gentes a su cargo, y evitar conflictos.

—¿Cómo es que se hallan reducidos a ese estado? —preguntó.

—Por las levas —le respondió Paco.

—¿Y tenemos que pasar por aquí necesariamente?

—No hay otro remedio si el señor debe hablar con Hermógenes. —Y al darse cuenta de que su amo no reconocía aquel nombre, añadió—: Así es como se llama el marinero por quien me ha preguntado, aquél a quien encomendé la carta que me confió su padre hace años, para un barco que iba a Perú.

En efecto, había insistido al soguero para localizar al hombre que, según su tío Álvaro, llevó a Lima en 1767 el aviso de la expulsión de los jesuitas. Aquella carta iba dirigida al archivero Gil de Ondegardo, en cuyo poder obraban los papeles del Buque Negro. Y él mismo guardaba ahora, dentro de la Crónica, la que su tío le había confiado antes de morir, para idéntico destinatario, aunque en la dirección figurase el nombre de su madre, María de Ondegardo.

—Hermógenes es el mejor carpintero de ribera de estos contornos —le explicó Paco—. Y vive en esa casa.

Señalaba una tan humilde que más debía ser llamada choza.

Cuando se aproximaban, les salieron al encuentro una mujer y sus cinco hijos, de los que el menor no alcanzaría los seis años. Rompió ella a llorar al reconocer a Paco, y al preguntarle éste la causa le contestó que Hermógenes había sido movilizado de nuevo, tras regresar de un largo viaje en barco, y no sabía dónde estaba confinado.

El soguero hizo un aparte con Sebastián.

—Señor, esta mujer y sus hijos quedan sin ningún sustento, en el mayor desamparo.

—¿Qué podemos hacer nosotros?

—Quizá ofrecerles algún acomodo en sus tierras, en el pueblo donde acabamos de comer.

—De acuerdo, así se lo diré —convino el ingeniero.

—No, por Dios, no lo haga usted, ni se identifique —le rogó Paco—. Se sabría de inmediato, llegaría a oídos del marqués de Montilla que un Fonseca se ha entrometido en sus tierras. Todo serían problemas. Déjeme que sea yo quien se lo diga, si no tiene el señor inconveniente.

—Dale también esto —añadió Sebastián tendiéndole con disimulo un doblón de a ocho, de los últimos que le quedaban.

Regresaron al camino de servidumbre y prosiguieron su andadura. A través de lo que iban viendo pudo comprobar Sebastián que en aquellas propiedades los arrendatarios y jornaleros eran tratados de muy distinto modo al que había observado en las posesiones de los Fonseca. En éstas se cumplían de modo estricto las leyes.

Por el contrario, los Montilla, fiados sin duda de sus influencias en la corte, que les permitían levantar pleito tras pleito, se habían resistido a aplicar a sus braceros aquellos beneficios. Y muchos se trasladaban a las tierras de los Fonseca. Algo que el marqués consideraba desleal. Paco le explicó uno de los métodos de aquel bellaco para quitarse de en medio a quienes se le oponían o estorbaban: reclutar a los cabecillas para las milicias. No había dudado en enviarlos a otros lugares, incluso a América, contradiciendo las normas que prohibían movilizar a padres de familia muy cargados de hijos, por quedar éstos en abandono.

—Todo esto no ha hecho sino aumentar las viejas inquinas entre los Montilla y los Fonseca —concluyó el soguero.

Se enfureció Sebastián al considerar que la última sangría de aquellos campos la había llevado a cabo el marqués para su recluta de la expedición con destino a América.

Paco le pidió prudencia.

—La situación del señor ya es bastante delicada. Tampoco debe permanecer aquí. En cuanto se sepa que hemos prestado oídos a una familia, otras saldrán a buscarnos por los caminos. Y Montilla tendría una buena excusa para acusarlo de alborotar sus dominios. Me ha hablado usted de esa tumba que anda buscando. Creo que debería visitar el castillo. En su oratorio hay varios enterramientos.

—¿Alguna lápida tiene un nudo como el que viste el otro día? —le preguntó Sebastián.

—No lo recuerdo. Pero su padre sentía gran apego por esa capilla. Allí fue donde se casó con la madre de usted. Y donde me ordenaba llevar los alijos que yo recogía en la bahía de Cádiz.

—¿Qué clase de alijos?

—Lo ignoro. Iban en cajas emplomadas que los barcos tiraban por la borda antes de pasar la aduana. Dejaban como señal una boya lastrada, yo salía con una barca, los recuperaba y luego los depositaba en el castillo. Don Juan me pidió que le guardara los emplomes para sellar una de las tumbas.

—Tenemos que visitarlo.

—Le prevengo, señor, que está muy abandonado. —Alguien quedará.

—Los guardeses, algún vecino. Es tierra peligrosa, por los bandoleros.

Al cabo de un polvoriento trecho avistaron lo poco que aún permanecía en pie del arrumbado castillo de los Fonseca. A través de un precario sendero subieron hasta el peñasco sobre el que se asentaba.

Cuando llamaron a la puerta tardaron en responder. Abrieron al fin, tras ver a Paco. Y tan pronto conocieron la identidad de Sebastián se deshicieron en explicaciones. El ingeniero trató de ir al grano. Todo inútil. Ellos continuaron con su cháchara mientras sostenían las riendas de las monturas y Paco conducía a Fonseca hasta la capilla.

Cuando los guardeses comprendieron a dónde se dirigían, entraron, por fin, en materia:

—Alguien con un recado de parte de su padre ha visitado el oratorio.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Sebastián tratando de refrenar su contrariedad.

La descripción fue premiosa y de escasa utilidad. Apenas le habían podido ver el rostro, llevaba un pañuelo para protegerse del polvo. Pero bastó con el capote. Era la guardesa quien había reparado en aquel inconfundible cabriolé verde que Sebastián tuvo entre sus manos en el callejón del palacio de los Fonseca mientras el presunto asesino de su padre escapaba por la ventana. Se le había adelantado de nuevo.

Al entrar en la capilla vio varias tumbas en las paredes. Las recorrió desde la entrada hasta la cabecera de la iglesia. Ninguna de ellas se correspondía con la que andaba buscando. Fue al volver sobre sus pasos por el crucero cuando se percató de una losa emplomada que yacía en el suelo. Habría pasado desapercibida de no estar marcada con el nudo de sangre, el mismo del escudo de los Fonseca. Se encontraba a los pies del altar donde se casaran sus padres. Y cabían pocas dudas: acababan de husmear en ella, rompiendo el sellado hermético del plomo.

Paco le ayudó a descorrerla.

No se veía ataúd alguno. Ni ningún cuerpo.

—La tumba está vacía… Y, sin embargo, parece haber algo en el fondo… Ve a por un candil.

El capataz se lo trajo, inclinándose para mejor iluminar la oquedad.

—Ésa es una de las cajas que traje desde la bahía —le informó. Se introdujo en la tumba. Y al abrir el cofre le sorprendió su contenido.

—¡Libros! Son libros.

Tomó el primero que halló a mano. Se trataba de uno de los volúmenes de la Enciclopedia Francesa, el octavo. Al hojearlo pudo leer: «Aunque llegue a estallar una revolución germinada en algún rincón remoto de la Tierra, o incluso incubada en el centro mismo de los países civilizados, provocando la desaparición de las ciudades y la dispersión de los pueblos y sumiendo todo en la ignorancia y las tinieblas, nada se habrá perdido si se conserva un solo ejemplar de esta obra».

Grandilocuentes palabras que debían de haber servido a su padre de inspiración. Porque junto al tomo octavo pudo ver que se conservaban los restantes. Juan de Fonseca había enterrado todo un juego de la enciclopedia en su castillo, impresionado por tan monumental labor. Y, según todos los indicios, se había casado con su madre con los pies asentados sobre él, quizá pensando ya en su descendencia.

Le conmovió tanta ingenuidad, tanta fe en el progreso, la razón y el futuro que habían soñado para su único hijo. Una fe que se correspondía con aquella juventud de ambos, en que habían unido sus vidas por encima de la oposición de sus respectivas familias. La de su padre, por ser los Fonseca demasiado linajudos para admitir en su seno a unos advenedizos, por muy ricos que fuesen. Y la de su madre, por estar los Fonseca demasiado significados políticamente para ser un buen partido.

Pero esta conmoción le duró poco a Sebastián. Porque al revolver el resto de los volúmenes algo silbó como una flecha y fue a clavarse en su mano. Antes de que pudiera darse cuenta cabal, sintió un doloroso mordisco.

Paco reaccionó de inmediato. Sacó su navaja y de un solo tajo la partió en dos. Mientras remataba la faena aplicando con furia el tacón de su bota, le advirtió:

—Es una víbora. Alguien la ha metido aquí. Y está preñada, cuando el veneno es más fuerte.

Tras hacerle una cura de urgencia, limpiando la herida, el soguero supo de inmediato lo que debía hacer. Allí no podrían cuidar de él. Debía llevarlo sin tardanza al obrador del valle, que contaba con médico y botica. Sólo pedía que no tuvieran un mal tropiezo en el camino infestado de bandoleros.