Tiempo de Aflicción
Cuando entró en su gabinete, se encontró con aquel hombrecillo inquieto como rabo de lagartija. Sebastián le pidió que se sentara, y el administrador revolvió en su cartapacio tratando de ordenar los papeles que traía consigo. Arrebujó, sacó, metió, y dijo al fin:
—No traigo buenas noticias, señor. En realidad, está usted en la ruina.
—¿Cómo que en la ruina? ¿Y este palacio?
—El palacio no bajará de los doscientos cincuenta mil reales. Pero se halla hipotecado con todos sus enseres. Nada se podrá tocar, fuera de los libros y algún otro objeto personal.
—¿Qué pasa con las tierras de mi padre?
—Hace tiempo que no rinden cuentas. Son trigales muy parcelados, secano de poco valor. Las viñas quizá lleguen a los cincuenta y cinco mil reales. Tienen lagar, bodega, casa con huerto. Y administrador propio, que disfruta de la casa a costa del cargo. Hace demasiado tiempo que no se le visita, aquello está un poco manga por hombro. Si fuese usted en persona, otro gallo nos cantara.
—¿Y las de mi madre?
—Esas tierras creo que están bien administradas, por esa muchacha que ella misma educó, Lucía. Seguro que allí podrá usted encontrar con qué subsistir durante su… —hizo un pausa, buscando otra palabra que no fuese «destierro»—… ausencia. Paco el Soguero le dará los detalles, pero creo que el negocio de jarcias y velas va viento en popa.
Todo esto lo había ido acompañando el administrador de abundantes papeles, comprobantes y otras contabilidades, hasta sepultarle en ellos. Paseó su mirada Sebastián por aquella montaña, deshecho en perplejidades.
—¿Dónde está el montante que podrá liquidarme usted?
—Aquí, señor —y señaló la cantidad de veinticinco mil reales.
—¿Eso es todo? —bramó—. ¿Para esto lo tenía mi padre de administrador?
Se levantó y paseó, tratando de calmarse. Ganas le daban de estrangularlo.
—Señor, ahí está justificado hasta el último ochavo.
Intentó entender Sebastián aquel galimatías. Pero ¿qué sabía él de cómo iba la arroba de cebada, el celemín de trigo, el quintal de lana? No tenía tiempo para despedir a aquel bellaco y contratar a otro que sería igualmente ladrón. Ya iba a dar por terminada la entrevista, cuando vio que el administrador no se movía de su asiento. Lo interrogó con la mirada, y su interlocutor añadió:
—Quedan las deudas, señor.
—¿Qué deudas?
—La servidumbre. No podemos mantener la que hay ahora, faltando vuestro padre, y con usted ausente. Sólo debería permanecer en la casa un pequeño retén. Creo que Moncho los ha reunido para que pueda dirigirles la palabra y, según lo que acuerde, despachar luego con ellos. Aquí traigo las cantidades que se les deben.
—Dígame el total y ahórreme los detalles.
—Son cerca de diez mil reales.
—¿Quiere decir que sólo quedarán en limpio quince mil reales? Tomó la lista que le tendía el administrador y la examinó, consternado.
—Está bien, vamos allá.
La servidumbre se hallaba reunida en el salón. Todo eran caras largas. Se escuchaba algún sollozo ahogado. Moncho mandó guardar silencio cuando Sebastián hizo amago de hablar.
—Siento que todo lo sucedido os afecte también a vosotros. Ya conocéis la situación en la que queda mi hacienda. Sólo quiero deciros que nadie será despedido hasta que no encuentre otro trabajo…
Hubo un murmullo en el que se mezclaban las protestas de fidelidad, las palabras de agradecimiento y nuevos sollozos. El administrador aprovechó la confusión para decir al oído del joven:
—Señor, no va a ser posible cumplir esa promesa…
El ingeniero continuó, sin hacer caso de tal advertencia:
—Una amiga de la familia, la señora de Abascal, averiguará entre su casa y conocidos quiénes andan buscando servicio. Ella y Moncho se encargarán de asignarlo a los que permanezcan aquí. Ahora bien, a aquéllos que tengan otros planes yo los recibiré uno por uno en mi gabinete.
Pasó primero su vieja aya, que recordó con ojos aceitosos cómo le había tenido en sus brazos de niño y mil fatigas más. La apreciaba Fonseca muy de veras, e hizo callar al administrador cuando pidió a la anciana que abreviara, por haber tantos esperando. Ella entonces alegó sentirse ya muy baldada para trabajar y le concedió el joven una buena cantidad.
Parecido fue el resto. Unos deseaban volver al pueblo, y le contaron sus planes para unos terrenos que habían comprado con sus ahorros. Otros eran más jóvenes, y en sus perspectivas entraba cambiar de ciudad y de aires… No tuvo corazón para negarles lo que le pedían.
Cuando se hubieron quedado solos, el administrador estaba desesperado:
—Señor, no le han quedado ni siquiera tres mil reales. Apenas tendrá para el viaje hasta sus tierras de Cádiz. Y quiera Dios que allí no le suceda como a su padre, que en gloria esté. Cada vez que la madre de usted lo veía marchar a Andalucía para recaudar rentas me decía: «Temo que, en vez de volver con la bolsa llena, a su regreso seremos varios miles de reales más pobres».
De aquel modo, Sebastián, que había convocado a su administrador para ir por lana, comprobó con estupor cómo salía trasquilado. Tras despedirse de él, quiso echar un último vistazo a los papeles, y le llamó la atención un certificado militar. Lo firmaba el sargento mayor del regimiento de caballería de Borbón y Montesa. En él se daba cuenta de la entrega de cincuenta caballos, que Juan de Fonseca aportaba a la milicia. No se trataba de ganado de tienta y desecho, sino de potros de remonta bien seleccionados, con todo el equipamiento para los jinetes. Su coste lo dejó atónito.
—¡Cien mil reales de vellón! ¡Una fortuna! —exclamó.
El resto del documento no tenía desperdicio. Aquel desembolso hubo de mermar las ya magras finanzas de su padre. Sin embargo, éste no había dudado en acometerlo, en un patético esfuerzo para que mejorase la posición de su hijo en el ejército.
«¡Pobre padre mío! —pensó, conteniendo las lágrimas a duras penas—. Gastó lo poco que le quedaba para allanarme el camino y remover los obstáculos que se oponían a mi ascenso a capitán».
Había más. Un dispendio considerable afectaba a su hermano Álvaro de Fonseca, a quien no sólo hubo de atender Juan día a día durante años, encerrado en aquel sombrío caserón. También había sacado al jesuita de un crucial apuro durante su estancia en Lima.
«¿Qué le pasó a mi tío en el Perú?», se preguntó.
Otros papeles daban buena cuenta de las dificultades para lograr las probanzas de nobleza que habían vuelto a pedirle a Sebastián a raíz del ascenso. Tampoco le habían salido gratis a su padre. De allí se deducían las gratificaciones para los informantes de aquellas pesquisas. Éstos habían viajado por sus tierras de Cádiz hasta la casa solar de la familia, y también a otros lugares de España, rastreando su línea genealógica, reuniendo partidas de bautismo, casamiento y entierro, buscando testigos que dieran fe de la hidalguía y demás títulos que amparaban a los Fonseca. Y entre ellos un informe heráldico que hacía constar la extrañeza por el nudo gordiano que ostentaban sus blasones y que no se correspondía con aquel apellido.
«¿Qué problemas parece siempre haber con los Fonseca?», se lamentó mientras salía al patio para despejarse.
Porque nada de eso sucedía con el linaje materno. Y vinieron a su memoria las palabras de su tío Álvaro, quien ya se había encontrado con los mismos obstáculos al hacerlo ingresar en el Seminario de Nobles y tener que acreditar su rango aristocrático.
Examinó el viejo escudo de piedra berroqueña arrumbado contra una esquina del patio, acariciando con los dedos el nudo que lo ornaba, preguntándose qué conjuro escondía para haber desatado tantos conflictos al cabo de tantos años.
Dedicó el resto de la jornada a despedirse del que debería haber sido su hogar, aunque de hecho sólo lo fuera durante la infancia. Pues, una vez crecido, sus estudios y carrera de ingeniero militar lo habían llevado de aquí para allá.
Donde las alfombras no cubrían el suelo brotaba de las duelas de castaño aquel delicado olor a especias. Al aspirarlo, le resultaba imposible no acordarse de su madre, que había instaurado la costumbre de frotar las tarimas con naranjas agrias traídas de sus tierras andaluzas, maceradas con clavo y laurel.
En el gran salón de música destacaba el clavecín que ella había tañido, y su retrato en la pared. Se la veía junto al propio Sebastián de niño, con un gracioso casacón de terciopelo. Era la imagen de un niño feliz, los ojos brillantes y confiados, los labios sensibles.
Aquella evocación lo apremió para volver a las urgencias del presente. Cuando hubo revisado su equipaje, se acostó temprano, aunque tardó en dormirse, en aquel examen diario aprendido en los jesuitas, tratando de ordenar lo sucedido. No siempre lo llevaba a buen puerto ese recorrido por el interior de sí mismo, el acarreo y aluvión de la memoria, con su desarreglado desfile de imágenes, donde no faltaba su buena ración de espantos.
Entendió entonces que estaba entrando en otra etapa de su vida, cuando ya hay que contar con el tiempo y averiguar un destino. La senda que se extendía delante quizá fuese menor que la dejada atrás. Muertos los padres, empezaba a sentir sobre sí todo el peso de los recuerdos; ahora éstos quedaban a su cargo. Entraba en el turno de sustentar su linaje, pasar al otro lado de la vertiente. Aquél en que, con suerte, le sería dado corregir algún error, tantear segundas oportunidades.
Reparó en la trampa que sobre él se cernía y le vino a las mientes la máxima ignaciana: «En tiempo de aflicción, no hacer mudanza». En las circunstancias presentes, parecía un sarcasmo. Pocos días antes llevaba una existencia tan apacible que todo apuntaba en derechura a una carrera sin excesivos sobresaltos. Y, de pronto, un implacable mecanismo, un azar ciego y tortuoso, parecía haberse puesto en marcha contra los Fonseca.
Antes de embarcarse en Cádiz, tomando la nave que le llevaría a su destierro, tenía que atender dos necesidades: en primer lugar, recaudar dinero de sus tributarios; y, después, localizar el lugar donde estaba enterrada aquella mujer que dos siglos antes había venido en un buque desde el Perú, junto con su antepasado el jesuita Cristóbal de Fonseca.