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Tejiendo el Manto del Mundo

En circunstancias normales, habría pasado a ver a Frasquita sin hacerse anunciar. Pero después de su agria conversación con Onofre Abascal prefirió guardar las formas. Mientras regresaba la doncella, observó que la casa estaba en obras. Había yeseros enrasando los techos y repasando los frisos. Se doraban los corredores principales y cambiaban las indianas de las paredes para sustituirlas por papeles pintados más a la moda. Desembalaban nuevos muebles: mesas, taburetes, canapés. Y en un ventrudo aparador lucía una vajilla de porcelana a la chinesca, adquirida en la fábrica que el conde de Aranda había abierto en Alcora.

Vio salir a un peluquero francés de los más caros, quien se despidió de la doncella encareciéndole los cuidados que debía observar con el peinado a la celosa que acababa de hacerle a su ama. Uno de aquellos tocados artísticos que indicaban el estado de ánimo de su portadora, y en el que se había aplicado durante tres horas y media. La muchacha cerró la puerta tras él y condujo a Sebastián a presencia de su señora.

Frasquita se hallaba en su estancia más íntima, desconocida hasta para su joven cortejo. Una habitación un tanto anticuada, que le servía de costurero, y donde ahora se había refugiado mientras duraban las obras. Era un estrado a la vieja usanza, uno de aquellos gineceos donde las mujeres de la casa entretejían sus confidencias en tiempos de Maricastaña. Ella lo había adaptado a sus necesidades, y ahora se sentaba en un escabel a la morisca, haciendo encaje de bolillos. A su lado, sobre un cojín de terciopelo con galón dorado, descansaba el perro faldero regalado por Sebastián.

—Iba a merendar. ¿Quieres una jícara de chocolate? —le ofreció ella, solícita. Y ante la negativa del joven, prosiguió—: ¿Un bizcocho? —señaló la bandeja que reposaba sobre una mesita baja de taracea.

—Prefiero un café de moca.

Frasquita hizo una señal a la doncella, que regresó poco después con melindres, compota surtida, horchata y garrapiñada. El jubón y el corpiño con que iba ataviada la muchacha realzaban la gracilidad de su talle y escote. A la señora de la casa no le pasó desapercibida la coquetería de la azafata, ni el agrado con que la miraba Sebastián mientras ella depositaba la taza de café en la sotacopa.

«Son de la misma edad», pensó con un deje de tristeza mientras tendía a su cortejo un gran vaso de agua con un cuadrado de esponjoso azúcar rosado.

Detrás del ingeniero, colgadas en la pared, un par de siluetas los mostraba a ambos frente a frente. Se las había hecho un silueteador ambulante apodado el Rey de la Tijera, que las trabajaba en el Retiro cuando aún eran novedad. Allí estaba el inconfundible y rotundo perfil de Sebastián, y ella misma, en los inicios de su cortejo.

—Siento que lo del duelo con el marqués de Montilla haya terminado sabiéndose por ahí… —tanteó el joven.

—Estas cosas son como las ollas: cuanto más las tapas, más hierven —dijo Frasquita, tratando de restarle importancia—. Olvídate de todo eso y cuéntame cuándo te vas, y cómo queda el palacio. ¿Necesitas algo?

—Estoy intentando poner la casa en orden, pero me gustaría que ayudaras a Moncho, el mayordomo. No me fío del administrador.

—Tu madre decía que ese hombre es como los médicos peseteros que entretienen la llaga para poder comer. Administrador que administra, y enfermo que se enjuaga, algo traga…

—Y mi padre ya sabes el desastre que era para llevar las cuentas…

Dejó Frasquita la almohada de los encajes de bolillo y le pidió que la ayudara a devanar una madeja de lana.

—A tu difunto padre se le vinieron encima de golpe todos los fracasos familiares. No se lo reproches. Muchos le volvieron la espalda por el ostracismo de vuestra familia, que sólo tu madre contrapesaba.

Ante el silencio de Sebastián, lo tomó de la mano, afectuosa, tratando de animarlo:

—Me consta que sabes cuidar de ti mismo, pero no sé hasta qué punto estás preparado para lo que te espera. Tú crees que sí, porque has tenido de joven desengaños de viejo. Yo no estoy tan segura. Y eso que lo aprendí todo con tu madre. Sobre la vida social, quiero decir. Ella te me encomendó para que yo hiciera lo mismo contigo. No como un hijo, sino como un hombre. Sabía que te faltaba malicia. Y me advirtió: «Es mejor que lo desbraves tú que alguna lagarta de ésas que andan sueltas por Madrid. Que sepa cómo se las gastan las mujeres». Yo he hecho lo que he podido. Al menos, conoces nuestras tramoyas. Que no son para tanto.

Fue a decir algo el joven. Pero Frasquita le indicó con un gesto que tuviera cuidado con la madeja que estaban devanando, y prosiguió:

—Tú conociste el salón de tu madre siendo muy niño, tocasteis juntos alguna vez. Daba mucha risa verte con aquel violín que era casi más grande que tú. No pudo resistir la tentación de presentarte a sus amistades, y ella misma te acompañó con el clavicordio inglés, que tanto le gustaba. Estuviste muy bien, hasta Boccherini te elogió. Quizá otros salones de Madrid le ganaran en pompa, pero su colección de partituras no la igualaba ni la duquesa de Osuna.

—He dejado la música. ¿Por qué me lo recuerdas?

—Porque debes saber que ése y otros esfuerzos que hacía tu madre eran para romper el ostracismo social de tu padre. Y le servía para financiar lo que verdaderamente le interesaba, sus labores humanitarias. Tu madre patrocinó una de las Escuelas Patrióticas donde se enseñaba a las mujeres a coser, bordar y tejer.

Y como leyera en sus ojos que Sebastián seguía sin entender a dónde quería ir a parar, continuó:

—De ahí salían muchas jóvenes con una buena formación, y eso animó a tu madre a apoyar el Montepío de Hilazas, para ofrecer trabajo a las obreras después de esas enseñanzas. Una de aquellas discípulas resultó tan aplicada que hoy lleva un centro parecido que tu madre creó en sus tierras, cerca de los astilleros de Cádiz. Se llama Lucía. Una moza muy despierta. Y honrada a carta cabal. Deberías ir a verla.

—Tendré que hacerlo. He de cobrar las rentas pendientes antes de marchar al destierro.

—No sólo por eso, sino también para que veas en qué andaba metida tu madre. Esas sociedades filantrópicas que patrocinaba fueron una de las acusaciones de los Montilla para que no se les asignaran encargos por parte de la Armada. Y para que se retiraran los títulos de nobleza a los Fonseca o eliminar de la fachada de vuestro palacio el escudo, con ese nudo que a ella tanto le inquietaba.

—¿Me estás diciendo que mi madre pertenecía a alguna sociedad secreta?

—Ésas fueron las insinuaciones que se levantaron contra ella. La masonería femenina trabaja con tejidos, del mismo modo que la masculina lo hace con la arquitectura. Pero no era eso. Fue el único modo que encontró para meterse en el negocio de las sogas. Y las acusaciones de andar en manejos turbios hicieron que quitara de la vista ese nudo del escudo.

—¿Por qué?

—Temía que fuera una señal para alguien o un pretexto para muchos. Y, por la misma razón, también se quitó del medio este cuadro, que tanto apreciaba. Me lo traspasó a mí, y me encargó que volviera a tus manos cuando te casaras. Iba a ser su regalo de bodas.

Señaló Frasquita un lienzo que colgaba en la pared, tras ella.

—No lo veo bien, hay poca luz.

—Arrima ese candelabro y aviva las mechas —le pidió, señalando un hachón de cera de cuatro pabilos—. Toma, no te quemes los dedos —añadió tendiéndole una despabiladora de plata.

Sebastián tomó el candelabro y fue recorriendo el lienzo. La luz resbaló a lo largo de aquel elevado torreón que lo presidía, en el centro del cuadro. Era hermético y hexagonal como una colmena, aunque había sido despojado de su parte frontal para mostrar el interior. Y en lo más alto se hallaban encerradas unas mujeres uniformadas, afanándose sobre un bastidor común y continuo, pegado a la pared. Tejían con el hilo que brotaba de un atanor, aquel hornillo o destilatorio que un alquimista revolvía con su vara mientras leía en un libro.

En realidad, la torre no era del todo hermética, pues en seis de sus lados contaba con estrechas troneras a la altura de los telares. Y el tejido así urdido se descolgaba por las ranuras y desbordaba en cascadas hasta el suelo, donde se extendía en todas direcciones perdiéndose en el horizonte, vistiendo el mundo, proveyéndolo de tierras, bosques, montes y lagos, ciudades y mares… Todo ese tapiz brotaba de aquellas manos femeninas como un manantial, formando el manto terrestre.

El detalle de los rostros mostraba a unas doncellas que parecían trabajar en trance, sonámbulas. Excepto una que permanecía alerta. Y que no tejía con el hilo que segregaba el atanor custodiado por el maestro alquimista. Lo hacía con su propio pelo, como si a través de los cabellos vertiera sueños y anhelos. Siguiendo su mirada, se observaba el objeto de su atención. Debajo de la torre había un trovador, con el laúd terciado al hombro, respondiendo al alerta de la muchacha. El altísimo edificio le resultaba inaccesible, pero él se mantenía atento, esperando una señal de la joven. Ella había previsto un desgarrón en el manto terrestre, para que se escondiese su amor. Allí debía aguardarla, hasta que pudiera reunirse con él y huir juntos en un barco que los esperaba cerca de la costa. Era un buque negro, que tendía al viento sus velas y jarcias, impaciente. Como si aquella mujer se hubiera propuesto la tarea de poblar el espacio con provincias, montañas, bahías y naves a la medida de sus deseos, tejiendo un puente entre un pasado perdido en el olvido y un destino que sólo podía averiguar escribiéndolo en el telar.

—¡Qué extraño cuadro! —exclamó Sebastián—. Es como una iniciación. ¿Por qué te lo encomendó?

—Ya te lo he dicho. Por lo mismo que mandó retirar el escudo de los Fonseca, con ese nudo. Temía que diese pistas a alguien.

—Pero mi madre no era una mujer dada a especulaciones.

—No. Ése era tu padre. A ella le gustaba trabajar a pie de obra. Las mujeres tenemos un modo distinto de enfrentarnos a estas cosas.

—Y los nudos, ¿qué papel cumplen los nudos en la masonería femenina?

—Representan un agarradero con la tradición, para no extraviarse. Cuando se empieza un tejido, el primer nudo es para una tela como la piedra de la fundación para un edificio. Pero ya te digo que tu madre era una persona muy de tejas abajo, muy pragmática.

Sebastián estaba tan perplejo que no sabía cómo asimilar todo aquello. Bebieron ambos en silencio. Frasquita le habló con frases entrecortadas, cargadas de sobrentendidos. Y por todo lo que le fue diciendo, comprendió el difícil papel que trataban de cumplir aquellas mujeres que, como su madre años antes, se habían visto arrastradas al centro del escenario social por el empuje renovador del siglo. Cuando había empezado a abominarse de unos varones rehenes de las antiguas costumbres de celos y celosías, los estambres pardos, las calzas atacadas y la golilla almidonada.

Comprendió la fatiga de mantenerse en el orden antiguo, aquellos rancios galanes ventaneros, grandes tañedores de rejas, que paseaban la calle entre un brujulear de vidrios emplomados, con damas encerradas detrás como polillas. Y a las que luego, ya casadas, querrían ver rodilla en reclinatorio, royendo santos, forradas de escapularios y sepultadas en estameñas e hipocresías.

—Si de algo nos enorgullecíamos tu madre y yo era de haber arrastrado a los hombres a algunas tareas de las mujeres, de procurar felicidad en este valle de lágrimas, un poco de alegría en esta vida severa que nos imponen las costumbres y el honor de nuestros maridos. Tu madre decía que las mujeres tejen mientras los hombres tajan. Que nuestra cháchara va extendiendo una red que une el mundo y lo hace menos hosco. Ni los predicadores ni otros oficios públicos hablan de la felicidad. Y alguien tiene que poner un buen semblante y templar los ánimos cuando arrecian las borrascas. Todo eso lo aprendí de tu madre. ¿Crees que no me doy cuenta de las injusticias y los atropellos lo mismo que tú?

Calló de nuevo, aunque en sus ojos pudo leer Sebastián lo no dicho, y el fraude a que se habían visto sometidas por el matrimonio. Apenas empezaban a caminar por sí mismas cuando les pusieron un collar de hierro a fin de que mantuviesen la cabeza tan derecha por fuera como ociosa por dentro. Les prensaron la cintura con cotillas, aquellos corsés de ballenas para criar buen talle. Luego vinieron los lances y cortejos para el apareamiento. Galanteos, coplas bajo el balcón, desabroches de confidencias, requiebros de carroza a carroza en el paseo del Prado, puestas en la hilera de coches como mercancía en escaparate. Después, cuando hubieron sido entregadas a un hombre mediante dote y sacramento, verse reducidas a botín, convertidas en matronas virtuosas o parturientas. Acopladas al gusto del marido, tascando en soledad el recuerdo de una hermosura que se iba marchitando a medida que procreaban hasta gastar la pizarra.

Lo peor, con todo, no fue eso, que ya padecieron sus madres y abuelas. Peor fue el patético esfuerzo de ponerse al día. El desvivirse por recibir en casa con decoro y organizar una tertulia. Aprender las más endemoniadas contradanzas, como la del caracol o el molinillo. Bailes pensados para lucir un cuerpo joven. Frasquita se había sentido en ese incómodo filo de quien ya no lo es, y sabe que nunca volverá a serlo, y que los mozos seguirían con sus escarceos, esquivándola ya, socialmente muerta, orillándola hacia esas cunetas de la invisibilidad, por muchos empellones que le diera al abanico.

—Y en eso llegaste tú, Sebastián. A ti te debo una prórroga, mi segunda juventud. Tú has sido atento en extremo. Alguien, por fin, se ocupaba de mí…

A Frasquita tampoco le hacían mucha gracia los petimetres y currutacos a la moda, esos ridículos pisaverdes que apestaban a perfumes franceses, chisgarabises ociosos que sólo sabían componer la figura, vivarachear coliseos y revolverlo todo.

—Basta y sobra con un caballero atento que te alcance el estribo del coche —decía ella—, que te acompañe en las compras y tenga algún talento para decirte qué tal te queda una cinta o tocado, con esa paciencia que ningún marido tiene con su mujer, aunque la malgaste con una pelandusca. Y menos Onofre, demasiado atareado siempre.

Todo eso se acababa ahora. Volverían sus rutinas de reñir a las criadas, dar las órdenes del día, dictar al paje media docena de recados inútiles, jugar al parchís con las amigas… Le quedarían, si acaso, los conciertos sacros de la Cuaresma, el reparto de ropa usada a los pobres, las óperas o zarzuelas, algún honesto espectáculo de volatines o sombras chinescas…

Poco más: las cenizas y rescoldos de una juventud cada vez más lejana, evocada en los largos inviernos mientras se abandonaba a las modorras del brasero. Esa factura de tedio que la presencia a su lado del joven ingeniero había mantenido a raya, pero que ahora se desplomaba en toda su abrupta crueldad. El fraude del recogimiento, el consuelo del estrado, aquella tarima de corcho donde se le irían las horas entre agujas y encajes de bolillo, enhebrando sus vidas en los mundillos de los cojines, tejiendo descascarillados rumores.

—Estoy entrando en esa edad en que las mujeres nos volvemos invisibles, mientras que vosotros los hombres os ponéis interesantes.

Sebastián no podía evitar las lágrimas que Frasquita contenía a duras penas. Sólo sentía cariño y gratitud hacia ella, y lloraba ahora por la inocencia y pureza de su relación, y la indefensión en que ambos quedaban. Era como cortar un segundo cordón umbilical, una hermosa complicidad entre ambos que cercenaba todo un período de sus vidas. Aquel momento, después de sus estudios en los jesuitas y su formación de ingeniero, en que —tras su distanciamiento del ejército— ella le había enseñado a verlo todo de otra manera. A recuperar una fe en el género humano de la que no andaba por entonces muy sobrado. Cuando, tras el suicidio de María Ignacia en el escenario, delante de él, sus emociones se habían quedado atrapadas por aquella coraza que las secaba, impidiéndole manifestarlas. A su lado había vuelto a sentir las entrañas, pero ahora se veía abandonado a su suerte en plena convalecencia.

Frasquita no podía más. Le resultaba imposible seguir con aquella conversación ni un solo segundo. Y quiso despedirse:

—A tu madre le preocupaba lo impulsivo que podías llegar a ser si se te dejaba de la mano. Sé prudente, prométeme que lo serás.

—Te lo prometo. —Calló un momento, para reponerse, y quiso quitarle hierro a aquel adiós poniendo la mano sobre el cojín con el que Frasquita hacía encaje de bolillos—: Lo juro sobre esto. ¿Cómo se llama?

Frasquita se espantó un par de lágrimas furtivas con el dorso de la mano. Trató de sonreír mientras deslizaba un desmayado susurro:

—Mundillo. Todo mi mundo, a partir de ahora.