Nudos Hechos
Se oyó el girar de la llave, la puerta se abrió, y una silueta que le resultaba familiar se recortó en el umbral, a contraluz de la linterna.
—¿Sebastián de Fonseca?
Por la voz, y por el rostro que se mostró al adelantar la lámpara hacia él, vio que se trataba de Onofre Abascal, interesándose por su estado.
—¿Te encuentras bien?
—No me han hecho nada todavía.
El recién llegado se volvió hacia uno de sus hombres y le ordenó que liberasen al ingeniero. En cuanto los dejaron solos le dijo:
—He venido tan pronto me avisó tu mayordomo. ¿Cómo estabas tan seguro de que Moncho te entendería?
—Él sabe que los dos pistoletes con incrustaciones de nácar que hay en la alacena de mi habitación fueron el regalo que usted me hizo cuando alcancé el grado de capitán. Al abrirla con la llavecita que les entregué no encontró ningún documento, sino las armas. Aquello no cuadraba, yo no me iba a equivocar en algo así. Supuse que le apretaría las tuercas al escribano y le obligaría a confesar cómo había llegado a su poder la llave. Y luego lo pondría todo en conocimiento de usted.
Mientras se encaminaban hacia la puerta, Abascal añadió:
—Lamento lo sucedido a tu tío, cuando apenas te habías repuesto de lo de tu padre.
—¿Cómo se ha enterado? —le preguntó Sebastián, con una mezcla de sorpresa e inquietud.
—Mis informadores están por todas partes, a pesar de que algunos se empeñen en ir por libre, e incluso orillarme con mensajes amenazadores.
—¿Cree usted que la muerte de Cañizares, la de mi padre y la de mi tío son obra de la misma mano?
Onofre parecía reacio a hablar allí.
—Ven conmigo en el coche —le pidió.
Dentro del vehículo, Abascal se tomó su tiempo antes de proseguir. Se le notaba muy preocupado:
—Sebastián, no sabes dónde te estás metiendo. Si te dejas implicar, ya nunca saldrás de esto. Tienes que dejarlo ahora, ahora mismo.
—¿Podría ser más explícito, señor?
—Alguien lo está embrollando todo a la medida de sus intereses.
—¿Montilla?
—No, por Dios. Alguien mucho más listo, capaz de enviar mensajes a varias bandas, aprovechando las conspiraciones de aquí y las que se ciernen sobre el Perú.
—¿Tan importante es lo que allí sucede que nos salpica a nosotros?
—La suerte de aquella colonia equivale a la de toda América del Sur. Y los Fonseca parecéis estar en el punto de mira.
—Soy el primer sorprendido.
—No te culpo. Tú no estás familiarizado con el espionaje. Para dedicarte a esto tienes que pensar una cosa y decir la contraria hora tras hora, día tras día. No es oficio fácil. Por un lado, hay un juego con unas supuestas reglas que se libra por encima de la mesa. Por debajo, hay otro bien distinto, a puñalada limpia. Pero, como los tahúres, sólo se ofrecen guiños y señales a quien uno quiere o debe avisar.
—Puedo entenderlo si me lo explica.
Onofre Abascal se revolvió en el asiento, incómodo. Debería añadir que un político sólo se manifiesta con medias palabras, que tanto podían querer decir algo como lo contrario, para cubrirse la retirada. Y sabía bien que Sebastián no iba a prestarse, sin más, al seguimiento de órdenes o instrucciones a ciegas. Sin embargo, cuanto menos supiera del caso, mejor para todos. Incluso para el propio ingeniero. De manera que siguió tanteando lo que le transmitía, para decirle:
—En aquellas tierras hay un gran descontento, con varios pretendientes que pleitean para ser reconocidos herederos del trono de los incas. Eso habrá removido papeles que hasta ahora sólo servían para criar polvo. Y luego están los ingleses… —e hizo una pausa muy intencionada para concluir—: Y los jesuitas.
—¿Qué tienen que ver ellos?
—Hace tiempo que mantenemos un estrecho espionaje en Inglaterra. Hemos detectado muchos movimientos sospechosos de naves. Fragatas que desde allí parten oficialmente para Guinea, pero luego son avistadas en Brasil o Patagonia, donde alegan que han sido desviadas por un temporal. Y están repletas de cajones con armas. Sabemos también que sesenta oficiales de su Armada aprenden español de labios de un tal Harris, que dice ser de Liverpool, y en realidad es un jesuita de Bilbao.
—Ignoraba que los ingleses apoyaran las rebeliones peruanas.
—Nosotros lo hicimos con sus trece colonias en Norteamérica, hasta que se independizaron de Gran Bretaña. Ahora quieren pagarnos con la misma moneda, ayudando a emanciparse a los territorios hispanos en el sur de aquel continente. Y la palanca más poderosa para lograrlo es el trono de los incas. Una legitimidad anterior a la Corona española.
—¿Piensa, entonces, que lo que está sucediendo aquí y ahora es obra de espías ingleses?
—Podrían estar detrás. O bien agentes españoles a su servicio… Por eso he de saber, con toda claridad, qué tenían que ver tu padre y tu tío con esa historia del tesoro de los incas.
Aquél era el punto en que había sido interrumpida la obra de teatro El nudo gordiano por el expeditivo sistema de ahorcar al protagonista y director. Sebastián se dio cuenta de inmediato de lo comprometido de aquella pregunta. Pocas personas tan bien informadas como Onofre. Éste tenía que conocer la participación de su padre en la redacción de la pieza. ¿Y la visita que le había hecho aquella mestiza, Umina? ¿Qué más sabía Abascal de los Fonseca, sobre todo después de la aparición de Álvaro en su escondrijo?
—Ojalá pudiera contestarle —se escabulló.
—Tú sabrás lo que haces —le previno—. Porque después de los ingleses, en la línea de sospechosos vienen los jesuitas y sus partidarios. Toda la antigua maraña de la Compañía que era de Jesús, hasta que se la llevó el diablo, y que ahora es clandestina, para mayor complicación. No me digas que los Fonseca no tenéis nada que ver.
—Lo crea o no, hasta la muerte de mi padre yo desconocía la presencia en Madrid de mi tío Álvaro.
—Por Dios, Sebastián, eso no se lo cree nadie.
—Pues así es. ¿No le pasa a usted igual con quienes están actuando a sus espaldas, como los de ese lugar del que acaba de sacarme?
—No es lo mismo. Dentro del gobierno hay distintas facciones. Tenemos adversarios que no verían con malos ojos que fracasásemos, para hacerse ellos con el poder. Y otro tanto sucede con estos asuntos de ultramar. Nosotros preferimos a los criollos e indígenas menos extremistas, haciéndoles concesiones para evitar males mayores, aislando a quienes buscan independizarse de España.
—¿Y por eso el apoyo a esa mestiza?
—Es mejor que esté con nosotros que con nuestros enemigos.
—Lo entiendo. Pero ¿qué tiene que ver todo eso con la muerte de mi padre, de mi tío y de Cañizares?
—¿Acaso no estaban claros los indicios en esa comedia? Y quien usa esos nudos en los asesinatos lo hace para avisar a una serie de gentes que se mantenga al margen, sin estorbar sus intrigas. A Cañizares, para acallarlo y dar a otros un aviso en público. Entre ellos, a mí mismo.
—¿A usted?
—Sí. A mí. ¿A quién te crees que amenazan con esta hoja?
Y le mostró el pronóstico que habían dejado sobre el cuerpo de su tío: «Un magistrado que con sus astucias ascendió a lo alto del valimiento se estrella desvanecido en desprecio de aquéllos que lo incensaban… Un ministro es depuesto por no haber imitado en la justicia el significado del enigma. Ciertos genios turbulentos trastornan una corte, pero algunos son condenados a muerte».
—Es el horóscopo del almanaque en el que Torres Villarroel anunciaba el motín de Esquilache, que se achacó a una conspiración de los jesuitas.
Y como viera que Fonseca no parecía entenderle, prosiguió:
—¿Sabes lo que es el procedimiento de nudo hecho? —Ante la negativa del ingeniero, continuó—: Es la instrucción previa de diligencias dirigidas a la comprobación de un hecho punible cometido por un funcionario.
—Las leyes no son mi fuerte.
—En plata, sirve para proteger a un funcionario público, presumiendo la inocencia hasta que se prueben sus corruptelas. Obliga a atenerse a los hechos desnudos, al «nudo hecho». Me están amenazando.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque aquél que ahorcó a Cañizares ató al nudo un saquito con habas y otro con cal: «habas» y «cal» equivale a Abascal, mi apellido.
Sebastián recordó, en efecto, el color lívido de Onofre en el teatro, y los sudores fríos que le entraron al ver los dos saquitos.
—Está utilizando una técnica jesuítica —dijo Sebastián intentando hacerse cargo de la mente del asesino—. Es la composición de lugar para fijar los mensajes mediante unas imágenes y escenas que impresionen y ayuden a grabarlo. ¿No será el asesino un jesuita?
—Quizá un renegado. Ya lo había pensado. Pero también puede ser alguien que los conoce bien y anda tras su rastro. O trata de colgarles el muerto.
—¿Alguien que anda tras el rastro de los jesuitas en general?
—De un grupo de jesuitas, en particular —replicó Onofre—. Entre los que parecía contarse tu tío. Y que conocen algo que les relacionaba con Perú y el tesoro de los incas.
«Eso explicaría muchas cosas», pensó Sebastián. Como el saquito de sal sobre el cadáver de su padre, ese «Sal, jesuita» que enseguida había entendido Álvaro. Recordó el mensaje de Juan de Fonseca a Cañizares, previniéndole contra aquella mestiza, Umina. Difícilmente podría haber cometido ella sola aquellos asesinatos, aunque pareciera una mujer de armas tomar. Pero sí ayudada por su gigantesco guardaespaldas indio. ¿Y qué buscaba el asesino, ella o cualquiera que fuese? Tras su detención e interrogatorio, cabían pocas dudas: la Crónica de Diego de Acuña, aquel documento que alguien trajo a España en 1573 en el Buque Negro. Y donde, al parecer, se contenía el paradero del tesoro de los incas. Siempre que se supiera leer.
Habían llegado al edificio donde se hallaba el despacho de Onofre. Al entrar, éste dio instrucciones a su ayudante para que le remitiera unos papeles. Se llegaron luego hasta la habitación donde trabajaba y le pidió que se sentase, parapetándose frente a él tras la ordenadísima mesa.
—¿Y ahora? —preguntó el ingeniero.
—Estás en una situación muy delicada. Cuando aún no había conseguido yo echar tierra sobre tu duelo con Montilla, apareces implicado en la muerte de un familiar que era jesuita y estaba clandestinamente en Madrid, escondido en vuestras propiedades. Alguien ha tenido buen cuidado de vincularlo con las otras dos muertes y uno de los asuntos que más preocupa a la Corona: las conspiraciones en Perú.
—Yo no tengo nada que ver, soy una de las víctimas.
—No estoy hablando de lo que yo sé o de lo que yo creo, sino del testimonio que contra ti han levantado los alguaciles, debidamente instigados por alguien que tiene mano y quiere, de paso, perjudicarme a mí. Gente muy influyente en la corte. El apellido Fonseca tampoco te va a ayudar a salir con bien, eres un blanco muy vulnerable. He tenido que negociar duramente antes de poder rescatarte.
Sebastián se lo esperaba. Ahora venía la segunda parte. Miró a Onofre, esperando la andanada. Y éste no se anduvo con rodeos:
—Otras personas importantes tenían planes muy distintos contra ti. Yo he comprometido mi cargo para ayudarte, y seré el primero en pagarlo si sale mal. En tal caso, además, quedarías abandonado a tu suerte… He logrado librarte de lo peor, con la condición de que abandones la Península.
—¿El destierro? —saltó Fonseca.
—No, no es eso. No habrá ninguna constancia de oficio. Yo me limitaré a escribirte una carta de recomendación, amistosa, para que la puedas usar llegado el caso.
—¿A dónde ha pensado usted enviarme?
—A las islas Canarias.
—¿Y por cuánto tiempo?
—Hasta que escampe.
—Ya —asumió Sebastián con amargura—. Eso quiere decir que me puedo ir despidiendo de volver a Madrid en muchos años.
Onofre trató de animarle:
—Vamos, vamos, no es para tanto.
Y abriendo el badulaque de su expediente, leyó:
—«Genealogía del solicitante, Sebastián de Fonseca, quien la expone bajo fe de juramento ante notario y en presencia de tres testigos, precisando respecto a sus abuelos y pares que todos han sido y son cristianos viejos, limpios de toda mala raza de moros, judíos ni conversos, antes bien tenidos y reputados por hijosdalgos…».
Pasó adelante hasta llegar a su hoja de servicios, que examinó y leyó:
—«Sebastián de Fonseca. Circunstancias que concurren en este oficial: noble, salud robusta, soltero, talento despejado… Comisiones que ha desempeñado: Proyecto para el Canal Imperial y hacer el Ebro navegable desde Zaragoza hasta el mar Mediterráneo…».
—Ya lo ve usted —le interrumpió Sebastián—, lo mío son las obras hidráulicas… No sé si lo más adecuado para las Canarias.
—Algo saldrá… Están haciendo los levantamientos topográficos de Tenerife. Podrías ayudar. —Aquí inició una nueva inflexión en su voz para decir, con gravedad—. Pero tendrás que llevar dinero y mantenerte con tus propios recursos. Deberás recaudarlo de inmediato, en tus posesiones andaluzas, mientras vas de paso para embarcarte en Cádiz.
—Luego ¿ya es en firme?
Onofre asintió mientras iba pasando las hojas de un grueso expediente que tenía encima de la mesa y consultaba un globo terrestre.
—Por tu propio bien tengo intención de comprometerme a que dejes la Península en el primer barco que zarpe. Veamos lo que hay… Se está preparando una expedición a las islas de Santo Tomé, Fernando Poo y Annobon, para instalarse en el comercio de esclavos negros. Pasará por las Canarias, y el comisario de matrícula podría buscarte una plaza.
Onofre rellenó la orden que ya tenía prevenida y se la entregó.
—Deberás dirigirte a Cádiz y ponerte a disposición del comandante general del departamento. Ten cuidado con esa ciudad. Es un hervidero de espías.
—¿Y Montilla? —preguntó Sebastián, para conocer el rasero con el que se le medía.
—Montilla no se ha estado quieto desde el duelo y se ha adelantado a cualquier amonestación, ofreciéndose a pasar a Perú con una expedición científica que él mismo reclutará y pagará de su bolsillo.
—Muy listo, el bribón. Sabe que la Corona no tiene un duro y que no le rechazarán una oferta así. De ese modo se autodestierra con destino al lugar que le interesa, tomando la iniciativa. Pero él tampoco nada en la abundancia. Alguien lo financia.
—Desde luego. Y ese alguien tendrá a mano un grupo de hombres bien pertrechado que se moverá en el Perú con total libertad en un momento en que se han restringido severamente los salvoconductos para entrar en aquel país.
Sebastián se enfureció al observar el cinismo de Onofre.
—¡Sabe usted tan bien como yo a qué se van a dedicar! Buscarán el tesoro de los incas.
—Muy bien —reconoció Abascal—. ¿Crees que se puede rechazar un ofrecimiento así?
Calló Fonseca. En su fuero interno se preguntaba de qué lado estaba Onofre, aparte de defender sus propios intereses, como de costumbre. La amistad de sus familias siempre le había parecido más de su madre con Frasquita que de su padre con Abascal, con quien nunca simpatizó. A ningún marido celoso le amargaba el dulce de librarse del cortejo de su mujer, un chichisbeo que iba por ahí batiéndose por ella y vástago de una familia mal vista en la corte. No era lo mejor para sus ambiciones políticas que el ingeniero anduviese metido en líos, poniéndolo en evidencia. Como mínimo, le alegraría tenerlo lejos por una buena temporada. O quizá para siempre.
Además, ¿qué relación tenía Onofre con Umina? ¿No sería ella quien financiaba a Montilla, para que la apoyase a su vez, cuando estuviera en el Perú?
—¿Y esa mestiza del teatro? ¿Dónde anda? —preguntó Sebastián.
—Nada puedo decirte.
—Bien habrá usted de saberlo.
—Nada puedo decirte por razones de seguridad —insistió Onofre con frialdad.
—¿Y mi seguridad? Acabo de librarme de una encerrona. ¿Y si fuera ella quien estuviese detrás de todo esto?
—¡Basta! No olvides que he sido yo quien te ha librado de esa encerrona. Ya es hora de que abandones especulaciones inútiles y pienses en los demás y en las razones del Estado al que sirves.
Guardaron un tenso silencio, roto por Onofre al tocar la campanilla.
—Que lleven a su casa al señor de Fonseca —ordenó a su ayudante.
Mientras entraba en el coche, Sebastián se dio cuenta de que si no reaccionaba a tiempo, todo lo sucedido quedaría impune, como si nada hubiera pasado. Que a él lo desterrarían, que Montilla arruinaría el negocio de su familia, y no volverían a levantar cabeza. Se acordó de las palabras de su tío al referirse a los jesuitas expulsos: «Ningún desterrado es el mismo cuando vuelve a casa».