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El Pronóstico

Dobló la esquina del abandonado almacén de sogas y reparó en la puerta trasera. Estaba abierta. «Yo la dejé bien cerrada», trató de convencerse Sebastián a sí mismo.

Saltó del caballo y se dirigió hacia allí a toda prisa.

Tan pronto hubo entrado gritó angustiado, llamando a su tío.

Nadie respondió.

Le inquietaba la oscuridad. Tras sacar su mechero buscó a tientas la bujía. Le temblaba la mano por la premura y sólo logró encenderla al cabo de varios intentos.

Resbaló al bajar por la estrecha escalera de madera. Estaba cubierta de barro. Barro reciente, con huellas aún frescas.

Cuando llegó abajo se le aceleró el pulso de un modo instintivo. Olfateaba el peligro. Sobre todo al ver a su tío, tendido en el suelo.

No contestó a su llamada. No se movió.

Y al acercarse vio alrededor del cuello lo que tanto se temía. Aquel nudo, el mismo nudo de sangre con cuatro bucles con el que habían estrangulado a su padre y ahorcado al director de la compañía de teatro.

Sólo que ahora no había ninguna sutileza. Todo era apresurado y brutal. Álvaro de Fonseca aún tenía los ojos abiertos, dilatados por el pánico.

«¡Dios mío! —se dijo tras agacharse y cerrarle los párpados—. Otra boca que han acallado para que no dijese lo que sabía».

Trató de calmarse, examinar la situación con detenimiento, antes de mover el cadáver.

Al acercar la bujía descubrió una hoja impresa enrollada en uno de los bucles del nudo. Pertenecía a unos viejos almanaques que le resultaban familiares. Quizá uno de los pronósticos de Torres Villarroel. En ella podía leerse: «Un magistrado que con sus astucias ascendió a lo alto del valimiento se estrella desvanecido en desprecio de aquéllos que lo incensaban… Un ministro es depuesto por no haber imitado en la justicia el significado del enigma. Ciertos genios turbulentos trastornan una corte, pero algunos son condenados a muerte».

Poco más pudo hacer. En ese momento oyó el relincho de su caballo y un formidable estruendo. Estaban echando abajo la puerta que había atrancado tras de sí.

Desenvainó la espada instintivamente. Pero era la de montar, pesadísima para manejarla a pie. De poco le valió. Un primer hombre había bajado por la escalera, apuntándole con dos pistolas. Y no tardó en verse flanqueado por otros tres. Tras ellos, un quinto parecía dirigir sus movimientos.

Quienquiera que lo hubiese planeado, le había tendido una buena encerrona. La trampa era doble: tanto podían acusarle del asesinato de un indocumentado como de esconder a un jesuita, según les conviniese. Era la gota que colmaba el vaso, la que estaban esperando sus enemigos. Alguien se había encargado de proporcionársela.

Le ataron los brazos a la espalda, tan apretados que no tardaron en cosquillearle, por la mala circulación de la sangre. Después le metieron un trapo en la boca y lo amordazaron. Finalmente, le cubrieron la cabeza con un capuchón negro. Sin ningún miramiento le hicieron subir las escaleras a empellones, lo arrastraron por la calle y lo arrojaron al interior de un coche que arrancó de inmediato.

No parecían alguaciles o agentes de la autoridad, que ya habría sido grave. No llevaban ningún uniforme, ni se ajustaban a los procedimientos habituales de la policía.

Traqueteó el carro por calles y plazas. Al principio, podía sentir los adoquines, oír de tanto en tanto algún grito, voces, el trote de caballerías, un par de calesas. Después, estos indicios de urbe y gente se fueron espaciando, el suelo se volvió más irregular y parecieron hallarse en despoblado. Se preguntó a dónde lo llevaban y con qué propósito.

Se detuvo, finalmente, el vehículo. Abrieron y lo hicieron bajar. Dos hombres muy fuertes, uno a cada lado, lo sostenían por los brazos, llevándolo en volandas. Oyó otras voces, el desapacible chirrido de una puerta que le hicieron atravesar.

Sintió los pasos sobre los baldosines desportillados. Caminaron un largo trecho, hasta detenerse.

Hubo allí descorrer de cerrojos, otra puerta que se abría y un brusco empujón que lo lanzó sin contemplaciones contra el suelo. Una vez en él, le pusieron grilletes en manos y pies, sujetándolo a la pared.

Era un lugar frío y húmedo. Nada podía ver, pero tuvo la seguridad de hallarse en un calabozo clandestino. Y aunque no parecía haber nadie más, sintió el olor de los vómitos y orines. El indescriptible hedor del miedo. También oía las idas y venidas por los pasillos, los gritos, los golpes, los espeluznantes aullidos de las torturas.

Tal como se temía, no le iba a ser dada la asistencia de ningún alguacil, ningún alcalde de casa y corte o juez de lo criminal para instruir el caso, practicar diligencias, examinar testigos, informes y señas. Ningún escribano para tomar testimonio, despachar posta y requisitorias. Ningún funcionario de la cárcel, centinelas u otros ministros de justicia que vinieran a concluir lo que procediese. Y ni rastro del libro de detenidos.

«Me temo que no saldré de aquí con vida», pensó recostándose contra un rincón.

Trató de ordenar en su cabeza las pistas de todo lo que estaba sucediendo, intentando trazar un plan.

No tardaron en sonar pasos en el corredor. Pasos rectos, ordenados, a tiro derecho. Se detuvieron delante de su puerta y oyó cómo se descorrían los cerrojos. Venían a por él.

Abrieron los grilletes de sus pies y la barra de hierro que le sujetaba las manos a las argollas de la pared. Antes de sacarlo de la celda, le quitaron el capirote y la mordaza. Luego, volvieron a calzarle el capuchón y lo sacaron a empellones. Lo arrastraron de nuevo por el pasillo, hasta una habitación.

Aunque nada veía, al entrar sintió el calor. Procedía de su izquierda. Y del frente le vino una voz grave, hablando a su misma altura. Debía de ser el encargado del interrogatorio. Por los ruidos que sintió a la derecha dedujo que su interlocutor estaba sentado en una mesa y que alguien se disponía a tomar nota de sus palabras.

—Iré al grano, quiero ese documento —le dijo aquel hombre.

El documento no podía ser otro que la Crónica. Sin embargo, Sebastián no quería dar pasos en falso.

—¿A qué documento se refiere?

—Lo sabe usted muy bien: ése del siglo dieciséis que ahora obra en su poder.

Parecían tenerlo más que averiguado. Iba a ser inútil todo intento de ganar tiempo. Pero tenía que hacerlo.

—Son varios los documentos de esa época que obran en mi poder.

Notó el desconcierto en su interrogador. Pudo sentir también cómo movía ligeramente la silla en la que se sentaba. Y un leve murmullo, que le llegaba entrecortado a través de la capucha. Como si consultase a otra persona. Alguien que no quería hablar y parecía dirigir todo aquello desde la sombra.

Al fin, su interlocutor volvió a la carga:

—¿De qué trata el resto de esos documentos?

—No lo sé. No he tenido tiempo de leerlos.

Hubo una pausa, sin duda para consultar. Tras ello, el interrogador se dirigió a él de nuevo:

—Pues también quiero el resto. Pero sin que falte una sola página de esa Crónica.

—No podré entregársela si no me suelta. Sólo yo sé dónde está.

Esta vez aquel hombre no necesitó hacer ninguna consulta. Parecía haberse dado cuenta de sus intentos dilatorios. Y calculó que dejarle en manos del verdugo aceleraría aquel trámite que había planeado rápido y sin contemplaciones.

Debió de hacer algún gesto al ejecutor, porque Sebastián pudo sentir en el lado izquierdo el avivar de las llamas con un fuelle y el chirrido de la piedra esmeril. Estaba afilando sus instrumentos antes de ponerlos al rojo vivo, supuso.

Sintió sobre sí unas manos grandes y ásperas que lo levantaron. Le quitaron la casaca y le arrancaron la camisa, desgarrándola en un santiamén. Lo inclinaron bruscamente hacia delante, pasando la barra de los grilletes que aherrojaba sus manos por una argolla sujeta a un grueso tronco. Eso le obligaba a una incómoda posición, inclinado hacia delante. Oyó el entrechoque de los hierros en el brasero y pudo sentir luego el metal al rojo, muy próximo a su rostro. Allí lo mantuvo el verdugo, a la espera de las instrucciones del interrogador.

¿Qué hacer? Sabía bien que lo matarían tan pronto les entregase la Crónica. Pero si no hablaba, el resultado sería el mismo, con un largo tormento añadido.

—Esperad —dijo—. Traed recado de escribir.

Sintió que el verdugo se alejaba. Luego volvió junto a él y lo arrastró con silla y todo hasta hacerlo tropezar contra una mesa. Pudo oír también que salía alguien de la habitación antes de que le quitaran la capucha y el grillete de la mano derecha.

Cuando al fin pudo ver, tenía frente a él a un hombre de unos cuarenta años. Su rostro, impenetrable, daba trazas de estar más que acostumbrado a aquellos trámites. Otro individuo de más edad, en un flanco de la mesa, prestó al ingeniero su recado de escribir. A la izquierda, el verdugo se mantenía a la espera, con los brazos cruzados. A sus espaldas sabía de la presencia de otros dos individuos armados. La habitación estaba débilmente alumbrada por un farol. Había otro sobre la mesa, a cuya luz había ido tomando sus notas el secretario y ahora empezó a escribir Sebastián.

No hizo largo. Apenas unos pocos renglones. El hombre que estaba enfrente lo interrogó con la mirada y el ingeniero le pasó el papel. Cuando lo hubo leído, tendió la mano hacia él. Sebastián revolvió en sus calzones, echó mano a la faltriquera y pareció buscar algo. Lo sacó, al fin, acercándolo a la luz del farol, mientras decía a su interlocutor:

—Esta llavecita corresponde a la alacena que hay en mi habitación. Enviad a alguien al palacio de los Fonseca y decidle que entregue a Moncho, el mayordomo, esa nota que acabo de escribir. Él se encargará de darle el documento.

A pesar de la impavidez que parecía gastar, el interrogador apenas ocultaba su desprecio: ni siquiera habían empezado con él, y ya había cedido. Pasó el papel y la llave al escribano e hizo una señal para que se llevaran de allí al ingeniero.

De nuevo en la celda, el tiempo se le hizo interminable. Permaneció atento al abrir y cerrar de puertas, a las nuevas llegadas que trataba de adivinar, a los pasos que resonaban en el corredor. Hasta que, de nuevo, notó que se encaminaban hacía allí. Acababan de detenerse frente al calabozo. Rezó para que todo hubiera salido según sus planes.