8

La Trama

Sebastián de Fonseca terminó de leer el elogio fúnebre con el ánimo derrengado y los ojos aporreados de tristeza. Dobló el pliego, alzó la vista y repasó la nutrida asistencia. Era un día frío, soleado, bajo aquel limpio y hermoso cielo madrileño que tanto amó su padre.

Las palabras que acababa de pronunciar no le pertenecían. Él no poseía aquel talento retórico. Como casi todo el mundo, se encasquillaba al hablar en público. Las había escrito su tío Álvaro. En su emocionada evocación transmitía una imagen del difunto inédita para el ingeniero. La de aquel hombre ilusionado que un día fue antes de quedarse postrado en una silla de ruedas y darse a papeles o libros en busca de razones para vivir, internándose en un pasado familiar que le abrumaba. Una conmovedora despedida en la que el jesuita supuraba todo lo que hubiese querido decirle en vida.

Aquel adiós también sacudía la sensibilidad de los presentes. Calibró hasta qué punto había vivido engañado. Creía que su padre representaba un orden fenecido y antiguo, arrumbado por las nuevas costumbres. Pero aquel entierro lo desmentía. Era un hombre querido. Quizá ignorado por gacetas y papeles noticiosos; muy presente, sin embargo, en el espíritu y corazón de los mejores, tanto de gentes sabias como las más sencillas de su casa y servidumbre. Lo que algunos dictaminaban como mal gobierno de sus economías, ellos lo reputaban por generosidad.

Mientras el sacerdote despedía el féretro con una última rociada de misereres, latines y agua bendita, pensó en la triste suerte de su progenitor, en su vida llena de contrariedades. Ahora entendía su amargura, al venírsele encima la carga de Álvaro, con quien nunca se llevó bien. Juan hubo de ser el guardián de un hermano mayor que siempre lo tuvo en menos. Y que a través de aquel elogio fúnebre se corroía macerado en remordimientos.

Cuando el cura hubo terminado, pasaron a consolarle los concurrentes. Agradeció a Frasquita y a su marido, Onofre Abascal, que, a pesar de su alto rango, esperasen hasta el final para hacer un aparte. Los notó inquietos, con miradas de inteligencia entre los esposos. Se les notaba preocupados por el alcance de los acontecimientos que habían empezado a precipitarse y amenazaban con ir a peor.

Frasquita estuvo tan afectuosa como de costumbre.

—Ten mucho cuidado, por Dios —terminó advirtiéndole.

Insistió en ello Onofre. Aunque lo suyo era distinto, algo cargado de suspicacias y sobrentendidos. Porque Sebastián no podía referirse a su tío Álvaro, cuya existencia debía mantener oculta. Por mucha amistad que hubiera habido entre las dos familias, ambas partes sabían que la otra no podía decir toda la verdad. Demasiados intereses en juego.

—No es el momento más adecuado, pero me temo que no lo habrá mejor —aseguró Onofre con semblante grave—. A estas horas, medio Madrid habla de tu duelo con el marqués de Montilla… —y aquí hizo una intencionada pausa para añadir—: Aunque oficialmente nada nos consta.

—Le estoy muy reconocido, señor.

—No me des las gracias. Tampoco me hace feliz la idea de encausar a Montilla. Tiene demasiados agarraderos. Tú también deberías considerarlo así, y prestar más atención en lo sucesivo. Te encuentras en una situación delicada. Cualquier otro contratiempo te pondrá las cosas muy difíciles. Y no sé si podría intervenir yo de nuevo.

Mientras regresaba a casa, dándole vueltas a las palabras de Abascal, se acordó inevitablemente de su tío. Debía llevarle provisiones al nuevo escondrijo y ponerlo al corriente del funeral y del entierro.

Tomó todo tipo de precauciones en el camino del palacio al viejo almacén a donde lo condujera. Dejó el caballo prevenido en el corral de un figón donde había encargado la comida, para no alertar a la servidumbre.

El barrio de Lavapiés hacía honor a su nombre, surcado ahora por los arroyos que bajaban desde la parte más desigual y costanera de la calle de Atocha, cobrando brío tras las últimas lluvias. Entre aquel laberinto de casas le sería más fácil extraviar a quien pretendiera seguirlo. Cuando le parecía que alguien llevaba el mismo trayecto que él durante un tiempo excesivo, daba un largo rodeo hasta perderlo de vista, comprobando de soslayo que nadie le vigilaba.

Llegó al fin ante el almacén de sogas. Pero no entró directamente. Dio la vuelta a los edificios, echó un último vistazo en torno suyo y sólo se dirigió a la puerta trasera tras comprobar que no había ni un alma. Recogió dentro la montura y bajó a buscar a su tío.

Al entrar en el sótano le asaltó la sensación de humedad, el olor a moho. Mientras le tendía las nuevas mantas, reparó en su mal aspecto.

—Apenas he podido dormir —le confesó el jesuita.

Se dio cuenta Sebastián de que no se debía sólo a la incomodidad o la preocupación, sino también al miedo. Álvaro estaba aterrado. Había desaparecido aquella seguridad en sí mismo, mucho más que un barniz, que a sus ojos de niño y adolescente lo hicieran aparecer investido de una autoridad incontestable. Las adversidades habían mellado su altanería, sumiéndolo en algo parecido a la humildad. O quizá la humillación.

—Si me encuentran y me someten a tormento no podré decirles gran cosa —se lamentó—. Y yo no tengo el valor de tu pobre padre. Antes no me habría importado, estaba enterrado en vida. Pero ahora que he salido, respirado el aire de nuevo, no quiero morir, sobrino.

—Cálmese, no va a morir. Con el entierro de hoy ya hemos tenido bastante. ¿Podría guardar esto como recuerdo? —Le mostró el pliego con el elogio fúnebre.

—Tuyo es —asintió el sacerdote.

Le contó Sebastián la ceremonia, quién había asistido, el efecto de las palabras contenidas en aquel papel. Álvaro cabeceaba, musitando monosílabos lastrados por el cansancio.

Tras ello, el ingeniero sacó la fiambrera, la servilleta, la hogaza, el pollo asado, la botella y el resto de provisiones que había tenido la precaución de encargar. Tendió luego a su tío uno de los vasos y lo llenó de vino.

Poco a poco, el destemplado jesuita fue saliendo de su estado de postración, mientras daba buena cuenta de la comida.

—¿Le puedo hacer una pregunta, tío?

—Tú dirás.

—No se me va de la cabeza la última palabra que escribió mi padre con su propia sangre.

—¿Quipu?

—Me contó usted que significa nudo en quechua, que a su vez quiere decir soga. ¿No había una cuerda con un nudo en el viejo escudo de los Fonseca?

—Así es —confirmó su tío mientras apuraba un trago de vino.

—Y resultaría bien visible desde la calle, porque antes estaba en la fachada, sobre el portón.

—Sí, ahora ese escudo debe andar arrumbado por algún patio del palacio… No tenía sentido mantenerlo desde el momento en que los Borbones apearon a los Fonseca de sus títulos nobiliarios.

—¿Qué representaba?

—Al parecer, el nudo gordiano, el que cortó Alejandro Magno. Un laberinto de cuerdas fuertemente enlazadas. Se decía que aquél que lograra desatarlo sería el dominador de toda Asia. Alejandro lo intentó. No pudo. Entonces, sacó la espada y lo cortó de un tajo.

—¿Cuándo se incorporó al escudo familiar?

—En mil quinientos setenta y tres. —Y ante la sorpresa de Sebastián por lo preciso de la fecha, añadió—: El año del Buque Negro.

—Eso también salía en la obra de teatro.

—Otra leyenda. El barco se ha relacionado con la Compañía de Jesús, aunque me malicio que cumplía todo tipo de misiones secretas que nos achacaban a nosotros cuando resultaba conveniente. Pero hay algo que sí es cierto: en ese navío regresó a España desde el Perú uno de nuestros antepasados, Cristóbal de Fonseca, el jesuita que había enseñado quechua a Diego de Acuña, el autor de esa Crónica que te entregué.

—¿Y mi padre lo sabía?

—Desde luego. Él estaba convencido de que era el origen de la fortuna familiar. Por eso tenía tanto interés en esa Crónica.

—¿Cree entonces que ese nudo del escudo podría ser una señal?

Dudó Álvaro antes de responder. Y cuando lo hizo, se notaba el tiento con que escogía sus palabras:

—No sé qué decirte… Una señal, ¿para qué, o para quién? Los malpensados no lo toman por ningún nudo gordiano, sino por algo más prosaico, el modo en que los Fonseca se han ganado la vida con su negocio de sogas. Nuestra familia nunca ha tenido uno de esos blasones llenos de leones rampantes o moros degollados. Durante mucho tiempo hemos sido los principales proveedores de jarcias para los buques de la Armada. Los cordajes de la mitad de ella han salido de nuestros obradores.

—Y hay otros interesados en hacerse con el negocio… Como el marqués de Montilla, el vecino de nuestras posesiones andaluzas.

—¿Te refieres al padre o al hijo?

—A los dos —admitió Sebastián.

—Ahora que lo dices, el padre fue quien más batalló para que se retirara el escudo de la fachada del palacio de los Fonseca. Nunca dejó de pleitear, alegando que habíamos sido desleales con la Corona y, sin embargo, nos llevábamos tantos encargos oficiales de cordelería. Algunos quisieron ver su mano detrás del accidente de coche que costó la vida a tu madre y dejó inválido a tu padre. Aunque nada pudo probarse…

—Acabo de batirme en duelo con el hijo.

La alarma descompuso el rostro del jesuita.

—¿Cómo se te ha ocurrido ese disparate?

—No pude evitarlo. Me provocó en público.

Calló Álvaro largo rato, rumiando sus inquietudes. Y al darse cuenta de que su sobrino hacía amago de irse, quiso darle conversación. No deseaba quedarse solo.

—¿Has empezado a leer la Crónica?

—No he llegado muy lejos —reconoció Sebastián—. Está llena de abreviaturas, y la letra de ese Diego de Acuña es endemoniada.

—Te ayudarán los apuntes que fue tomando tu padre. Él dedicó mucho tiempo, esfuerzos y consultas a hacerse con ese texto.

—Hay demasiadas cosas que se me escapan. Quizá sea la lejanía de lo que habla, el Perú de hace dos siglos. ¿Por qué es tan importante ese documento?

—Ya te lo dije. Su autor sirvió como intérprete durante la campaña que terminó en mil quinientos setenta y dos con la toma por los españoles de Vilcabamba, el último reducto donde resistían los incas. Debió conocer dónde escondieron sus tesoros.

—¿Y contó esos secretos en la Crónica?

—Eso, al menos, creía tu padre. Aunque ignoraba el modo en que pudo hacerlo, para que no cayeran en manos de cualquiera.

—¿Empleó alguna clave?

—No lo parece. El problema es que los incas carecían de escritura. Como ya te dije, hacían sus registros y llevaban sus cuentas con cuerdas y nudos llamados quipus. ¿Entiendes ahora por qué escribió Juan esa palabra?

—Muy a medias. ¿Nadie los ha logrado descifrar?

—No, hasta el momento. Lo sabríamos, porque ha sido uno de los grandes objetivos de la Compañía de Jesús. Siempre ha habido jesuitas trabajando en ellos, revolviendo archivos.

—Entonces no será tan difícil, es cuestión de seguir esa pista.

—Te equivocas. A finales del siglo dieciséis el Tercer Concilio de Lima declaró los quipus objetos de idolatría, y se ordenó que todos fueran destruidos. Si alguno se ha salvado, será pura casualidad. Por eso resultan tan valiosos.

—O sea, que cuando mi padre eligió esa palabra, estaba diciendo muchas cosas.

—¿Qué habrías hecho tú si no pudieras escribir más que una palabra antes de morir? Recurrirías a la que, con el mínimo de letras, proporcionara más pistas sobre el asesino y lo que buscaba.

—Dijo usted que había visto uno en Lima, ¿verdad? ¿Cómo era?

—Cuando estaba enrollado podría pasar por un zurriago o un colgajo de sogas muy finas, no habría llamado la atención de nadie que no supiera de qué se trataba. Sin embargo, cuando se desplegaba se convertía en una cuerda principal, de unos dos pies de larga. De ella colgaban como flecos hilos más finos, de un palmo y pico, diferentes colores y hechuras, con nudos. Gracias a éstos podían llevar sus cuentas.

—¿Igual que nosotros con los ábacos?

—Más o menos. Al parecer, los incas los usaban para inventariar todo su imperio: habitantes, tierras, provisiones… Tu padre sostiene en sus notas que tenían catalogada hasta la última sandalia. Y que era un Estado de una eficacia extraordinaria.

—Imposible hacerlo sin escritura —insistió Sebastián.

—Habría que encontrar esos quipus y saber descifrarlos. Quizá sea ésa la misión encomendada por tu padre. Desde luego, en la Crónica que te di hay continuas alusiones a ellos, y a uno en concreto, como tendrás ocasión de ver. Por eso Juan pensaba que en ese manuscrito se encierra la solución, si se lee atando cabos.

—¿Atando cabos?

—Clasificando su lectura mediante los casilleros de su mesa de trabajo. Hay un pliego de papel en la Crónica donde lo explica. Búscalo y verás.

—Pero ese quipu que investigaba mi padre, ¿es una cuerda con nudos, como la que me ha descrito usted? ¿O es un texto dentro de la Crónica que habla de él o los describe?

—No lo sé. El quipu era la pieza que le faltaba a tu padre para poder enhebrar como en una red todo lo que se cuenta en ese manuscrito. Quizá una especie de mapa. Si escribió esa palabra, también fue para advertirte que por ahí vendría el peligro, que eso es lo que andan buscando sus asesinos. Ahora ya tienes la Crónica, pero te falta esa pieza para poder entender su final. En cualquier caso, este quipu del que estamos hablando debía de ser uno muy especial. Tan especial que en mil quinientos setenta y tres lo trajo a España, en un barco clandestino, una mujer que quedó al cuidado de ese antepasado nuestro, Cristóbal de Fonseca. Una mujer a quien los incas de Vilcabamba pudieron haber confiado la supervivencia de lo más valioso de su cultura.

—¿Todo a una baza? Muy desesperados tenían que estar.

—Se encontraban en una situación nueva para ellos que les obligaba a algo excepcional. Imagínate uno de los mayores imperios de la historia que de la noche a la mañana se sabe al borde de su extinción, debido a una partida de ciento setenta y tantos aventureros españoles al mando de Francisco Pizarro. Los indios más bravos no lo aceptan, logran refugiarse en un reducto inexpugnable, Vilcabamba, donde resisten treinta y seis años. Eso supone una última prórroga para preservar su civilización, los tesoros y secretos mediante los cuales han conseguido hacerse con una naturaleza tan indómita como la de los Andes. Y en ese tiempo y espacio limitados tienen que dejar un mensaje que perdure y sobreviva a los españoles. Un mensaje que no sea detectado, interceptado y destruido por los invasores. Ahí es donde entra su enigmático sistema de cuerdas y nudos. Podían pasearlo delante de los ojos de los conquistadores, en sus tejidos y vestidos de diario, sin que éstos sospecharan que se trataba de archivos vivientes. Pero había que confiar la clave a alguien.

—¿Cómo han llegado usted y mi padre a conocer toda esta historia, incluido lo del Buque Negro?

—Porque yo era el archivero del Colegio Imperial. En su sección de acceso más restringido se conservaban los papeles del viaje de ese barco en mil quinientos setenta y tres. Y el día de nuestra expulsión alguien fue a tiro derecho a por ellos.

—Y ahora ese alguien los tiene en su poder.

—No, no los encontró, porque yo los había llevado un par de años antes al Perú, para compulsarlos allí con los del archivo de los jesuitas en Lima. Un viaje de propio. Quería que me tradujeran algunos documentos en quechua.

—Entonces, quienes hace trece años andaban en Madrid tras esos papeles el día de la expulsión de los jesuitas, debieron pensar que no los encontraron porque usted los había escondido.

—Por eso me buscan ahora. Si saben que me he comunicado contigo, también te buscarán a ti, y correrás el mismo peligro que mi hermano Juan. Piénsatelo bien antes de seguir con todo esto…

—No puedo dejar impune lo que le han hecho a mi padre.

—Está bien…

Calló un instante el sacerdote. Dudó antes de decidirse a continuar. A revolver aquella vieja historia. ¿Hasta qué punto le obligaba el juramento de confidencialidad, una vez extinguida la Compañía de Jesús? Imposible ocultarla a Sebastián, dejándolo indefenso. Y si no lo hacía ahora, quizá no hubiese otra oportunidad para transmitir tan tristes acontecimientos.