El Broche
La ventana del pasillo estaba abierta y el batiente golpeaba agitado por la corriente de aire. Sebastián entró en su habitación, abrió la alacena y empuñó uno de los pistoletes que allí guardaba, cargado y cebado.
Al asomarse al callejón le asaltó la negrura del pasaje, tenuemente iluminado por el farol ceñido al edificio. Le bastó su luz para atisbar aquella sombra, alejándose.
Saltó sin pensárselo dos veces y corrió tras el fugitivo. El suelo estaba resbaladizo por el barro. A medida que se acercaba a la plaza pudo distinguir el peculiar capote cabriolé de color verde que entorpecía la carrera de quien huía. Sebastián forzó el paso y logró agarrar la larga prenda sujeta al cuello, obligando a su dueño a parar en seco.
Se volvió la sombra, desafiante. Cayó sobre ella la luz del farolón de la esquina, revelando su disfraz de esqueleto, la cara hecha calavera. Aprovechando la sorpresa que esta visión había producido en el ingeniero, reaccionó con gran agilidad. Agitó el cabriolé con un movimiento rápido, como de látigo, y le golpeó en el rostro con el remate, salpicándole los ojos de barro.
Cuando Sebastián logró rehacerse, era demasiado tarde. Se limpió de un manotazo, alargó la pistola y le dio el alto. Pero el fugitivo había entrado ya en la plaza, donde seguía celebrándose el carnaval.
«Demasiada gente para disparar», se dijo.
Corrió tras él, tratando de abrirse paso. Cuando consiguió llegar al otro extremo, lo había perdido de vista. Distinguió un nutrido grupo de la milicia urbana, bien armado y provisto de linternas. Su primer impulso fue dirigirse a aquella policía para preguntarles. Sin embargo, lo pensó mejor y se detuvo. Si entraba en detalles, debería hablarles del asesinato de su padre. Y si registraban la casa, corría el riesgo de que encontraran a su tío. Primero había que hacer salir a éste, antes de denunciar el caso.
Al desandar el camino y entrar de nuevo en el callejón vio brillar algo en el suelo, en el mismo lugar donde aún podía apreciarse el resbalón del intruso. Se agachó y recogió una pieza metálica: la mitad de un broche de plata, seguramente arrancado al tirar de la capa.
Una vez en el gabinete y atrancada la puerta, llamó a Álvaro para que saliese de su escondrijo.
—No he podido verle la cara, llevaba una máscara. Pero he encontrado esto en el suelo, y creo que es suyo —dijo mostrándole la pieza de plata.
—Abre ese cajón de la derecha y alcánzame la lupa que hay en él —le pidió su tío.
Tras examinarla, añadió:
—No cabe duda. Aquí está la marca del platero, el contraste y quintado. Es de Lima.
—Ahora, tío, ya saben su paradero. Tiene que ponerse a salvo, cambiar de escondrijo. Tome lo imprescindible para esta noche y yo le iré haciendo llegar el resto más tarde, con algunas provisiones.
—Pero ¿dónde?
—En los almacenes de sogas que tenemos junto a la ribera del Manzanares. No se usan y allí estará seguro.
—¿Me estás pidiendo que salga a la calle?
—Es carnaval. Pasará usted inadvertido.
Álvaro de Fonseca pareció sopesar lo que su sobrino le proponía. Asintió al cabo, no sin antes anunciarle:
—Si es así, he de darte algo.
Entró en su escondrijo y no tardó en volver. Su tío se enderezó mostrándole un libro encuadernado en piel.
—¿Qué es esto?
—Una Crónica del siglo dieciséis. Un documento extremadamente valioso. Nunca debes perderlo de vista ni dejarlo al alcance de extraños. Me temo que es lo que anda buscando ese asesino.
Mientras hacían los preparativos para dirigirse al nuevo escondite, siguió explicando a Sebastián:
—El autor de esa Crónica es un tal Diego de Acuña, un escribano que trabajó en el Perú como secretario e intérprete de quechua. Estuvo presente en la expedición de los españoles contra los últimos incas rebeldes de Vilcabamba, en mil quinientos setenta y dos. También asistió a la captura y ejecución de Túpac Amaru, con quien terminó la dinastía que allí reinaba. Cualquier información sobre el tesoro de los incas hubo de pasar por sus manos.
—¿Cómo es que ha llegado esa Crónica a su poder?
—A través de uno de nuestros antepasados, el maestro de quechua de Diego de Acuña, el jesuita Cristóbal de Fonseca.
—¡Otro jesuita!
—Los Fonseca siempre hemos estado vinculados a la Compañía de Jesús. Ese manuscrito es una herencia más, y tu padre lo utilizó para escribir la obra de teatro El nudo gordiano. Porque el gran misterio de los incas es cómo lograron transmitir sus secretos si carecían de escritura. Y hay quien piensa que lo hacían mediante esas cuerdas y nudos, los quipus.
—Eso mismo fue lo que dijo el director de teatro inmediatamente antes de ser ahorcado. Pero ¿cómo es posible escribir así? —En otro momento hablaremos de eso.
Álvaro de Fonseca no pudo evitar una última mirada al cuerpo de su hermano:
—¡Pobre Juan! ¡Qué pocas alegrías le ha dado la vida estos últimos años…! ¿Qué vas a hacer ahora?
—Tan pronto haya acompañado a usted al almacén he de dar aviso del crimen al alcalde.
—No muestres ese grabado por nada del mundo, sospecharán que hay jesuitas de por medio. Guárdalo tú. Y también el nudo con que lo han estrangulado.