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Duelos y Quebrantos

Un aire de conspiración envolvía a los presentes. Sabían lo que se jugaban. Aquellos desafíos estaban castigados con pena de muerte y confiscación de bienes de los responsables.

Sebastián de Fonseca se despojó del sombrero, el capote y los guantes. Sopesó la espada hasta apaciguar el tacto y familiarizarlo con el frío del acero. La tarde iba ya vencida y quería acabar cuanto antes. De lo contrario, si el duelo se prolongaba, su padre empezaría a impacientarse. No le gustaba aquello. Tenía todo el aspecto de una encerrona, como comprar mercancía a fardo cerrado.

Asintió en señal de conformidad a la pregunta del juez y se situó frente al marqués de Montilla. Su adversario tensaba una sonrisa torva, mirándole, taimado, desde detrás de algún plan preconcebido.

Lo último que deseaba el ingeniero era lucirse en semejante trance. Quería liquidar pronto asunto tan desatinado, impropio de cualquier persona civilizada.

Dicho esto, sabía manejar su arma. Aunque procurase no desenvainar sin buenas razones, había aprendido esgrima con los jesuitas y practicado con regularidad en el ejército.

Le bastó con observar a su oponente para calibrar ante quién se encontraba. Otra vez frente a frente, como cuando eran niños. Sólo que ahora iba de veras. No se distrajo demasiado siguiendo el curso de la espada. Era su cara y posición lo que escrutaba, pues de ellas se deducían estrategias y propósitos. Sobre todo de los ojos. Los de Montilla eran afilados, calculadores, destacaban en aquel rostro roído por las cicatrices. Y lo que ellos no decían lo proclamaban la seca e insidiosa mueca de la boca y la seguridad de sus pies sobre el suelo. Todo ello le reveló un hombre avieso, de impulsos fingidos, pero mucho más frío de lo que aparentaba. Con aquel desdén jactancioso que buscaba sacar de sus casillas al adversario.

Los primeros entrechoques, ésos que sirven para medir el temple y filos del enemigo, le confirmaron que se encontraba ante alguien temible.

Sabía cómo actuar en tales casos. Si trataba de arrastrar a su terreno a un espadachín tan diestro, sólo conseguiría ponerlo en guardia. Por el contrario, si aparentaba ceder, siguiéndolo al suyo, y le obligaba a ir más allá, cada vez más allá, forzándolo a hacer el doble de lo que pensaba, se desorientaría.

No tardó en hallar el talón de Aquiles de su oponente: el equilibrio. Al rompérselo, Fonseca lo estaba obligando a girar sin pausa, hasta cansarlo. Y en uno de los giros, en que trastabilló un segundo, lo aprovechó para retener la espada, girarla en dirección a Montilla y herirlo en la mano derecha. Su rival empezó a chorrear sangre, y el juez de campo se interpuso para examinar el corte y advertir:

—Señor marqués, no podrá usted sostener la espada mucho más tiempo. ¿Se da por vencido?

Todos esperaban que así fuera: un duelo a primera sangre. Pero Montilla estaba lejos de reconocer su derrota. Y dirigiéndose a Sebastián, lo retó:

—Sea: no podré continuar con la espada. Pero sí con la pistola. Ahí no valdrán arrepentimientos ni dejar las cosas a medias.

El ingeniero se negó, rotundo. Ni por un momento se le había pasado por la cabeza un duelo a muerte de un modo preconcebido. Y estaba haciéndose tarde. Debía informar de inmediato a su padre sobre lo sucedido en el teatro. Fue hasta el lugar donde había dejado el capote, se lo puso sobre los hombros y empezó a calzarse los guantes.

Pero el marqués había tomado su pistola. Se le cruzó en la puerta, apuntándole con ella. Y no bromeaba cuando le amenazó:

—O se defiende, o le descerrajo un tiro aquí mismo.

Fonseca consultó al anfitrión para saber si le parecía procedente aquel cambio de planes.

—Mejor en el granero —les rogó el dueño del lugar.

Los gruesos muros del recinto amortiguarían el ruido de los disparos, impidiendo que fueran escuchados por los agentes de la autoridad.

Se encendieron algunos faroles, para compensar la pérdida de luz que acompañaba al declinar de la tarde. Se examinó el lugar y se midieron las distancias. Cargaron las armas y echaron el turno a suertes. La moneda lanzada al aire otorgó a Montilla el primer disparo. Aquello tomaba un cariz preocupante.

Los dos contendientes ganaron sus posiciones. Una vez en la suya, Sebastián se puso de perfil, tenso. Su contrario hizo lo propio, apretando un pañuelo contra la mano herida y tomándose su tiempo para apuntar.

Pasó un rato interminable hasta que se oyó la detonación: un estallido seco, amplificado por el rebote en los gruesos muros. Sebastián sintió un mordisco en la frente. Luego, calor, y el brotar de la sangre, que le hizo tambalearse. Montilla lo había alcanzado.

Sin embargo, no llegó a caer. Trató de mantenerse firme. Sus padrinos lo sujetaron mientras examinaban y limpiaban la herida. La bala sólo le había rozado. Ahora le correspondía disparar a él.

¿Qué hacer? Vio al marqués enfrente, desencajado el rostro, más patético aún por el maquillaje con que trataba de enmascarar sus cicatrices. ¿Cómo matar a un hombre, por muy botarate que fuese, por unas palabras innobles, llenas de baba contra él y su dama? Por otro lado, ¿cómo arriesgarse y darle de nuevo la espalda?

Trató de aclarar su vista e ideas. Alzó la pistola, y al apuntar a Montilla, éste se cubrió el rostro con las manos. Todos los ojos estaban pendientes del ingeniero, preguntándose por qué tardaba tanto en disparar. De pronto se oyó una voz en el patio.

—¡Sebastián de Fonseca!

Un muchacho entró corriendo, perseguido por los criados de la casa y ante el desconcierto de los asistentes, que creían asegurado el secreto del duelo.

—¡Deja de gritar, mocoso! —le reprendió el anfitrión mientras miraba a los criados, enfurecido, para preguntarles—: ¿Cómo lo habéis dejado entrar?

—No hemos podido evitarlo, señor —contestó uno de ellos—. Dice que es asunto muy grave y urgente.

—¿Más que esto? —preguntó señalando la escena que se desarrollaba ante ellos.

—Se trata del padre del señor de Fonseca —insistió el muchacho encaminándose hacia Sebastián.

El ingeniero bajó el arma y pidió que lo dejaran avanzar.

—¿Cómo ha sabido mi padre que estaba yo aquí y cómo lo has sabido tú? —le preguntó.

—Me han enviado al teatro, de allí a casa de su dama, y ella me ha mandado a este lugar. Vengo de parte de Moncho, el mayordomo. Dice que vaya usted al palacio de inmediato.

Sebastián miró a su oponente, que había seguido todo aquello con la natural zozobra. Alzó la pistola, apuntándole. Y el marqués corrió a esconderse tras los antiguos pesebres.

Volvió a sopesar el ingeniero la decisión que debía tomar, ahora agravada por la nueva noticia. Aquel hombre no iba a perdonarle nunca lo que se disponía a hacer.

Bajó el arma y disparó al suelo. Luego arrojó la pistola, que resonó amortiguada sobre las briznas de paja. Y se fue a toda prisa.