Montilla
Su primera reacción fue de parálisis, un sobrecogimiento que le oprimió el pecho.
«Nunca debí haber regresado», se dijo Sebastián, apartando la mirada.
Se acordó entonces de su madre. De aquel día en que, todavía muy niño, lo tomó de la mano y lo sacó de casa para enseñarle a conquistar el miedo. Había habido una riada en sus tierras andaluzas. Flotaban los cadáveres en el agua terrosa, los pellejos amoratados, hinchados por los gases. Le hizo recorrer el pueblo de arriba abajo, ayudando, ofreciendo consuelo, obligándolo a mantener los ojos abiertos.
—Si los cierras ante lo que te asusta, serás un juguete de tus temores —le dijo—. Si aprendes a mirarlo todo de frente, por muy terrible que sea, nada podrá amedrentarte.
Volvió la vista hacia el escenario, que se extendía bajo su palco. Roto el cuello, un hombre colgaba bamboleándose como un pelele. Los murmullos de los asistentes lo habían identificado de inmediato. Era Cañizares, el director de la compañía de teatro.
Mientras cerraban el telón, Frasquita lo había tomado de la mano.
—Sebastián, ¿te encuentras bien?
Debía darse prisa. En cuanto la guardia hubiese puesto a salvo al ministro Floridablanca, acordonarían la escena, impidiéndole el paso.
—Discúlpame —pidió a su dama.
Calculó la altura, tomó impulso y saltó sobre las tablas, que amortiguaron su caída con un crujido sordo.
Al pasar tras la cortina sorprendió a los cómicos, absurdamente vestidos de indios y conquistadores, tratando de desembarazar el cadáver. No era tarea fácil. Cañizares había sido ahorcado de forma muy cruel. Un nudo le estrangulaba el cuello, mientras la soga amordazaba y rompía la boca hasta desencajar las mandíbulas, para dar otra vuelta a la cabeza y terminar saltándole los ojos. Una muerte horrible, grotesca, que anulaba cualquier atisbo de dignidad.
Salvado el sobresalto de tan espeluznante visión, reparó en el nudo empleado, por el que todavía goteaba la sangre. Era más que peculiar: un núcleo con cuatro bucles, como las alas desplegadas de una mariposa. De los dos inferiores colgaban sendos saquitos de tela.
Los actores no se atrevían a abrirlos. Fonseca se arrodilló junto al cadáver y desató uno de ellos. Contenía un polvo blanco. Lo olió y probó al tacto, dejándolo escurrir entre los dedos. Parecía cal. Y en cuanto al otro, ofreció muchas menos dudas: dentro había un puñado de habas. Los presentes lo miraron, sorprendidos.
En ese momento apareció la guardia, rodeándolos y apartando a los comediantes, para dejar paso a Onofre.
Al ver al ingeniero agachado junto al muerto, el recién llegado lo interrogó con la mirada. Pero al bajarla hasta el nudo y comprobar el contenido de los dos saquitos, se quedó lívido. Le entraron sudores fríos.
—Sebastián, no puedes estar aquí —dijo Abascal en un tono que intentaba ser amistoso y sólo conseguía delatar su nerviosismo.
Asintió Fonseca mientras se enderezaba y salía del escenario.
Camino del vestíbulo se preguntó si aquella forma de ahorcamiento tenía algo que ver con la escritura de cuerdas y nudos de los incas a la que se había referido Cañizares en su último parlamento, a propósito de los fabulosos tesoros del Perú. En ese caso, ¿qué relación guardaban éstos con aquella muerte? ¿A quién podía interesar la ejecución del actor y director de un modo tan público?
Recordó que en el bolsillo guardaba el pliego de su padre para el cómico. Buscó un rincón solitario y rasgó el lacre. El mensaje decía, escuetamente: «Cañizares, ten mucho cuidado si a la obra asiste una mestiza que ha venido del Perú».
Se estremeció. ¿Qué implicación tenía Juan de Fonseca con todo aquello? Era de dominio público que se trataba de un gran erudito muy aficionado al teatro. Pero casi nadie conocía la ayuda prestada a Cañizares en la refundición de la obra de Tirso. ¿Disponía Onofre de aquel dato? Pocas cosas escapaban a su escrutinio.
Su progenitor se lo diría. No había podido acudir por estar impedido en casa, en una silla de ruedas. Debía informarle de inmediato.
En el vestíbulo el revuelo era considerable. El conde de Floridablanca y la mestiza que lo acompañaba habían desaparecido. Allí le esperaba Frasquita para preguntarle por lo sucedido. Le ahorró los detalles más macabros.
—Te ha impresionado mucho, ¿verdad? —se anticipó ella, adivinando el espanto en sus ojos—. No deberías haber venido.
Se entendían con medias palabras. Los dos sabían bien de lo que hablaban. De aquella otra muerte en escena. De María Ignacia, La Chispa, la cómica que le había sorbido el seso con su sal, garabato, donaire, aquel modo de templar las tonadillas. Su primer amor, impedido por el rancio linaje de los Fonseca, por las advertencias de su padre y superiores militares, que le previnieron sobre los devastadores efectos de un matrimonio así para su carrera militar. Y María Ignacia, mientras interpretaba el papel de un suicidio fingido, se había matado en escena, en aquel mismo teatro, delante de él.
Ése fue el trance, no tan lejano, en el que acudió Frasquita al quite, impidiendo que se hundiera en la desesperación. Sacándolo por Madrid con el pretexto de ser él quien la acompañaba a ella. Intentando parecer más liviana de lo que era. Obligándolo a frecuentar a otras mujeres, poniéndole cebos tan deseables que hubieran hecho feliz a cualquiera de su edad y posición. Pero no al ingeniero. Un encenagado y confuso bloqueo de emociones lo atrapaba como un blindaje. Primero pudo parecer que le protegía. Luego se vio que lo estaba agostando por dentro, propulsándolo hacia el trabajo con destructivo perfeccionismo. Secuelas, quizá, de su educación jesuítica, aquel arraigado sentimiento de responsabilidad y culpa inculcado por la Compañía.
—Debo ver a mi padre de inmediato —se excusó Sebastián—. ¿Podrás regresar a casa por tus propios medios?
—Tengo el coche a la puerta, no te preocupes.
Como las desgracias nunca vienen solas, en ese momento apareció el marqués de Montilla. El indeseable vecino de sus posesiones andaluzas, rival en los negocios de la familia y enemigo acérrimo de los Fonseca. Se conocían desde niños. Habían sido amigos, compartiendo juegos hasta tener un encontronazo cuando el marquesito trató de arrojarlo contra una chumbera y, en el forcejeo, fue Montilla quien cayó de bruces sobre sus espinas. El rostro llagado se infectó, quedando con aquellas cicatrices indelebles, más propias de los enfermos de viruela.
De allí surgió en él un odio a muerte. Desde entonces, solían evitarse. Pero ahora el marqués no parecía tener tal intención, ostentando sus opiniones en voz tan alta y de modo tan estridente como el pañuelo que llevaba al cuello.
Sebastián le oyó despotricar contra las inútiles obras hidráulicas y otras ocupaciones viles, en clara referencia a lo que venían siendo sus últimos encargos como ingeniero. Montilla parecía conocerlos al detalle, pues acababa de hacer una alusión hiriente a sus trabajos en el Canal Imperial de Aragón. Se había dejado los ojos en aquel proyecto que debería prolongarse hasta el Mediterráneo y que quizá algún día lograra comunicar ese mar con el Cantábrico. De modo que cuando el marqués se volvió hacia él, estaba más que furioso.
—¿No lo ve usted así, señor de Fonseca? —le preguntó en tono despectivo.
—En mi opinión ese canal es de las pocas cosas que permiten pensar en España como país europeo.
Soltó Montilla una risita hiriente. Y sabedor de que todos estaban pendientes de ambos, apostilló:
—¿De veras? ¿Cree que si así fuera permitirían participar en ese proyecto a alguien con sus antecedentes?
Frasquita había tomado la mano de Sebastián en la suya para apretársela e indicarle que no cediera a la provocación tan patente que trataba de tenderle aquel botarate. Sus palabras tajaban con doble filo. Podía referirse a los antecedentes de los Fonseca, que habían tomado el partido de los vencidos en la Guerra de Sucesión que a principios del siglo había enfrentado a los partidarios del candidato austríaco contra los Borbones. Pero también a su doloroso asunto con María Ignacia.
Por desgracia, Montilla se dio cuenta del gesto de familiaridad de Frasquita y fue todavía más lejos al decir, embadurnando cada palabra con veneno:
—Claro que lo de usted más parece afición a rondar corrales ajenos. No tuvo bastante con la caza menor y la farándula y ahora parece andar a la caza mayor. Tenga cuidado, que ahí ya entran astas y cuernos.
Aquella grosera alusión a su cortejo no le atañía sólo a él, afectaba de lleno al honor de su dama. Y antes de que ésta pudiera evitarlo, Sebastián ya había largado a Montilla un sonoro bofetón de cuello vuelto.
El marqués no se inmutó demasiado. Parecía esperarlo. Se limitó a decirle, acariciándose la maltratada mejilla:
—Espero que sepa mantener ese ímpetu fuera de aquí, lo va a necesitar. —Y bajando la voz de modo que sólo lo oyera él, le preguntó—: ¿Conoce las caballerizas? —Ante el gesto de asentimiento del ingeniero, prosiguió—: Allí le espero.
Fonseca iba a intentar posponer el duelo. Debía advertir antes a su padre de lo sucedido en el teatro. Pero se dio cuenta de que su negativa sería malinterpretada. Sólo quedaba cruzar los hierros.
—Estaré a su disposición —le dijo.
Frasquita se lo llevó aparte para rogarle:
—No vayas, por Dios. Ese hombre tiene un duelo cada semana. Ya conoces su fama con la espada.
—Sabes que odio estas cosas tanto como tú. Pero si no voy, nadie volverá a mirarme a la cara. Tendría que pasarme los días rehuyendo a ese malnacido. Y tú también.