La Mestiza
Madrid, 1780
Hacía mucho tiempo que Sebastián de Fonseca no entraba en ningún teatro. Menos aún en aquél. Y jamás lo habría hecho de no pedírselo su padre de un modo tan apremiante.
Esa tarde no las tenía todas consigo, llevaba años rehuyendo el lugar y el momento. Trató de sobreponerse. Irguió la cabeza, asentando en el aire sus rotundos rasgos, el inconfundible perfil de acusadas facciones, impetuoso el mentón, los pómulos prominentes, la piel atezada, el pelo muy negro, la nariz bien armada y abierta de faldones.
Como buen cortejo, atravesó la puerta prestando el brazo a Frasquita, atento a sus indicaciones. Se la veía orgullosa de él. No todas las mujeres podían contar con un bizarro y apuesto militar como Sebastián, al que sacaba la edad en más de diez años. Estaba doblemente contenta al no tener que asistir a la función con su esposo, que le espantaba amigas y chismes.
Se hablaba, claro, de los chichisbeos o cortejos que cada una tenía. De cómo un marido ilustrado y moderno había de mirar para otro lado cuando su mujer adoptaba uno de aquellos pisaverdes de guardia. Pues las casadas desatendidas bien necesitaban un perrillo de aguas, un mono o galán que las distrajera. Era como si en Madrid se hubiera aposentado un nuevo duende o diablo cojuelo que iba y venía, bullendo, brincando, zarandeando los deseos, sin saberse al final si aquello era vicio, virtud, moda o, simplemente, España. Como era de temer.
Se acercó Águeda, quien tras estampar dos besos en el aire cerca de las mejillas de Frasquita se dirigió a Sebastián:
—Hace tiempo que no te veía, y menos en un teatro… —Al advertir aquí el gesto de contrariedad de su amiga, cambió el rumbo y le preguntó—: ¿De dónde sales?
—De los montes de Torrero.
—Pertenecen al término de Zaragoza —le aclaró Frasquita.
—No sé si pertenecen es la palabra adecuada —matizó Sebastián—. Torrero está por encima de la ciudad. Es como su acrópolis.
—¿Y qué hacías allí?
—Trazar los planos y perfiles para el Canal Imperial de Aragón.
—Es lo bueno que tenéis los ingenieros militares, que viajáis mucho y se os ve oreados, con buen color. Claro que tú siempre has sido atezado de piel… Por cierto, ¿a qué viene tanto revuelo con este estreno?
—Sólo sé que presentan la refundición de una comedia de Tirso de Molina, y que la han titulado El nudo gordiano —replicó Frasquita.
Despidió a Águeda, que se fue camino de otro corrillo. Sacó un pomo de opalina y lo agitó antes de esparcir el perfume por el cuello y reprochar a su cortejo:
—Te veo un poco ausente.
—Preocupado, más bien.
—Por volver aquí, ¿verdad?
—Bastaría con eso. Además, tengo que hablar con Cañizares, el director de la compañía de comedias. Mi padre me dio un recado para entregárselo en mano.
—Ve, pues. Te espero.
La aprensión de Sebastián aumentó al ver entre la concurrencia al marqués de Montilla, acechando entre displicente y desafiante. Resultaba inconfundible, con aquellas cicatrices que surcaban su rostro, vinculándolos de forma inseparable y de por vida. En realidad, su presencia no debería extrañarle. Era un hombre muy bien relacionado en la corte, nunca desaprovechaba una ocasión así para hacer sociedad. Pero contribuía, y mucho, a ensombrecer su regreso a aquel teatro, tras tantos años en que ni siquiera se atrevió a pasar ante su fachada, tratando de ahuyentar en vano los tristes sucesos cuyo recuerdo le asaltaba ahora.
Cuando intentó entrar en los camerinos, se tropezó con un inusitado despliegue de la guardia ante el que se estrelló cualquier razonamiento. Y al dar un rodeo, para esquivarlo, advirtió que todos los accesos y salidas del edificio estaban vigilados, a la espera de una llegada inminente.
Al verlo regresar antes de lo previsto, Frasquita lo interrogó con la mirada, separándose del corrillo para preguntarle:
—¿Qué sucede?
—La guardia ha tomado el teatro. Algo raro está pasando.
En ese momento un ujier anunció la presencia del secretario de Estado, el conde de Floridablanca. Un murmullo de sorpresa recorrió el salón, agitado de extremo a extremo por el nervioso reacomodo de los grupos para agolparse, escoltando la alfombra central.
—¿Estabas al tanto de que venía el primer ministro? —le preguntó Sebastián.
—No. Tampoco entiendo este secretismo, a no ser que lo hagan por seguridad. Y si asiste Floridablanca, también lo hará mi marido.
Apareció en ese momento el conde, con no poca prosopopeya.
—¿Has visto? —le cuchicheó Frasquita al oído, tras saludar al ministro con una inclinación de cabeza—. Cada día está más amojamado. No me extraña que se lleve tan bien con Onofre.
Se refería a su esposo, Onofre Abascal, hombre de confianza de Floridablanca para las cuestiones más reservadas y que ahora lo flanqueaba por la izquierda.
Pero Fonseca no miraba al secretario de Estado, sino a quien éste honraba cediéndole la derecha. Una joven morena y esbelta, negrísimos los cabellos, los ojos levemente oblicuos, de mirar espacioso, la boca fresca, de arrasadora sensualidad, la piel entre cobre y canela, como sólo podían tenerla las mestizas. Una belleza que cortaba el aliento, haciendo que el ánimo quedara suspendido y el tiempo dejara de correr. Por primera vez en años se removían en su interior sentimientos que había supuesto muertos para siempre.
—¿Quién es? —preguntó a Frasquita.
—Se sabe muy poco de ella, llevan su visita con gran cautela. Sólo conozco su nombre, Umina, y que es una princesa inca. Muy rica, por cierto.
—¿Qué hace aquí, tan lejos de su país?
—Al parecer ha venido a España para apoyar sus reclamaciones, buscar papelotes y probanzas. Documentos de ésos.
—Ya. Y Floridablanca va y aparece con ella en público en el estreno de una comedia que trata de los hermanos Pizarro y la conquista del Perú.
—Algo así.
La mestiza iba seguida de un indio fornido, de gran estatura, uniformado de lacayo para la ocasión, la librea a juego con su ama. Ésta llevaba una capa de armiño abierta, dejando entrever un espléndido vestido de terciopelo rojo. Se ajustaba la tela al talle mediante dos filas de disciplinadas esmeraldas que ascendían a modo de botones, deteniendo sus rigores ante la inminencia del generoso escote, un alarde de piel morena prolongado por los hombros casi desnudos, hasta rematar en la gracilidad del cuello.
A Sebastián le fascinaba su forma de moverse, proyectando el pecho y la figura. En otro momento anterior de su vida, pocas cosas le decían más de una mujer. No se había cansado, entonces, de admirar el brío que desprendían a su paso las modistillas y majas madrileñas. Era como si esa energía desplegada al caminar moviera la Tierra, haciéndola girar sobre su eje. Parecían ser ellas, al echarse cada día a la calle, quienes proporcionaban al mundo un propósito.
Eso había sido antes de que sucediera aquella desgracia. Ahora, tras tanto tiempo, regresaba a él esa misma sensación. Se preguntó si sus ojos, fijos en Umina, no dejaban traslucir en exceso tales ansias. Estaba en primera fila, y al pasar junto a él, casi rozándolo, la joven le sostuvo la mirada, como si hubiese visto un fantasma o un viejo conocido.
—¡Será descarada! —saltó Frasquita cuando hubo desfilado todo el séquito de Floridablanca.
Camino de su reservado, se volvió hacia Sebastián y le previno:
—Ten cuidado. Aún no estás preparado para una mujer así.
—¿A qué te refieres?
—Demasiado peligrosa. Aunque ahora la veas tan peripuesta, creo que es una estupenda amazona cuando se echa al monte. El otro día la llevaron de cacería y a punto estuvo de dejar a Floridablanca sin piezas que cobrarse. Al parecer, donde pone el ojo, pone la bala.
El palco de Frasquita caía directamente sobre el escenario. Tras ayudarla a acomodarse, el ingeniero trató de localizar a la mestiza. Estaba en la galería central, junto al secretario de Estado, que se disponía a presidir la función. Al otro lado, Onofre. Y detrás, el gigantesco lacayo indio, que acababa de retirarle de los hombros la capa de armiño.
En ese momento sonó una estrepitosa obertura de timbales y clarines mientras se descorría el telón. A Frasquita sólo le dio tiempo a preguntarle:
—¿Tu padre te ha dado a leer la obra, El nudo gordiano?
—No, ya había entregado la última copia. Llegué ayer a Madrid. He venido a matacaballo, porque me preocupó su mensaje. No las tiene todas consigo. Quiere que esté a su lado y le ponga al tanto de esta representación.
—Por lo que me ha contado Onofre, la comedia se basa en la trilogía de Tirso de Molina sobre los Pizarro.
—Creo que mi padre ha ayudado al director de la compañía para resumirla en una sola pieza.
—El burlador de Sevilla es la que deberían refundir. La de don Juan Tenorio. Ésa sí que daría dinero.
—Yo me conformo con que los indios no sean tan de opereta como en Los Incas de Marmontel.
—Hicieron bien en prohibirla el año pasado. No sólo ofendía a España, sino a la humanidad entera y al sentido común.
Callaron para escuchar a los personajes. Los diálogos iniciales informaban sobre los antecedentes del caso, a mediados del siglo XVI. Se hablaba del estado en que quedaba el Perú tras la muerte de Francisco Pizarro y las conspiraciones de su hermano Gonzalo. Llevaba la voz cantante éste, interpretado por Cañizares, el director de la compañía de teatro. Se dirigía a su sobrina Francisca, la primera mestiza, hija de la unión de su difunto hermano con una noble de la casa real inca.
Invocaba Gonzalo la voluntad de sus partidarios, incitándolo a desposarla para coronarse ambos reyes del Perú e independizar el país del emperador Carlos V. Para ello, le mentaba a Alejandro Magno, trazando el paralelismo que justificaba el título de El nudo gordiano. Sin embargo, él se proponía ser fiel a la Corona de España.
Pensó Sebastián que ése era el mensaje que convenía ahora, dos siglos después, cuando Perú andaba de nuevo revuelto y los pretendientes revoloteaban por la corte, como aquella mestiza.
«Ahora entiendo por qué Floridablanca ha encargado esta refundición a través de Onofre —se dijo—. Pero ¿cómo se ha prestado mi padre a ayudar a Cañizares, aunque sea de tapadillo? ¿A qué se mete en estos pleitos?».
Apartando la mirada del escenario, dirigió su catalejo de bolsillo hacia Umina y pudo observar el interés con que la joven seguía aquella representación.
Volvió de nuevo a la comedia cuando se percató del absoluto silencio que recababa en el público.
No era para menos. Cañizares, en el papel de Gonzalo Pizarro, hablaba del tesoro de los incas. Recordaba que éstos lo habían escondido en 1533, tras la entrada de su hermano en el Perú. Y su sobrina Francisca le daba la réplica en su papel de diablo tentador. Le instaba a unir sus fuerzas, casarse con ella e instaurar su propia dinastía, recuperando las fabulosas riquezas. Se había quedado en suspenso todo el concurso de espectadores al escuchar tan atrevidas palabras. Y aún más al proclamar aquella primera mestiza, desafiante:
«España intente
quitarme la corona de la frente».
Hubo cuchicheos en la sala. Un tangible malestar. Al ingeniero le interesaba la reacción de Umina, cuyo rostro ocupaba todo el ocular de su catalejo. Nadie en todo el teatro parecía más inquieto que ella.
«Me pregunto —se dijo Fonseca— si alguien tan astuto como Floridablanca no expone ahora a esta otra mestiza en público para tantear la situación».
Quizá la joven pensara lo mismo, especialmente cuando Gonzalo Pizarro alzó la voz y propuso a su sobrina:
Si te ven entronizada,
te traerán con mano grata
los tesoros de oro y plata
que conservan escondidos.
Apartó Fonseca el catalejo para mirar con el ojo desnudo hacia abajo, donde se extendía el escenario. Y vio que el actor y director se había adelantado hasta el proscenio para dar mayor énfasis a sus palabras. Lo tenía a escasa distancia, y desde arriba pudo observar cómo abría los brazos para subrayar los versos. Un silencio absoluto se produjo en la sala cuando declaró, a modo de confidencia, que el secreto de esos tesoros lo había traído a España una mujer. Alguien que había venido desde el Perú en un barco pintado todo él de negro, desde el casco hasta las velas.
Notó Sebastián que algo no encajaba allí. Se preguntó en qué había consistido exactamente la refundición de Tirso llevada a cabo por su padre. Los versos que ahora recitaba Cañizares no mantenían la misma prosodia. Eran un añadido improvisado.
Frasquita, que había tomado su catalejo, se lo devolvió recomendándole:
—Mira la cara de Floridablanca.
El ingeniero comprobó que el secretario de Estado se había demudado, acentuando el ceño entre sus ojos opacos y estancados. Ahora mismo comentaba el asunto con Onofre, tan alarmado como él. Y tras ambos apareció el viejo enemigo de su familia, el marqués de Montilla. Su rostro, como recomido de viruelas, aún resultaba más inquietante a través de la lente.
«¿Qué hace ahí ese intrigante? Algo está pasando», se dijo.
Fonseca estaba encima del escenario, y a tan corta distancia era imposible ignorarlo. Sobre todo al observar el comportamiento de la actriz que interpretaba a Francisca Pizarro. No conseguía dar la réplica a su interlocutor y miraba hacia el apuntador, igual de perplejo e incapaz de ayudarla.
Pero Cañizares parecía haberlo previsto. Se hacía las objeciones a sí mismo, supliendo el diálogo de ella, con versos que distaban de estar a la altura de los originales. En su papel de Gonzalo Pizarro, el director de la obra se preguntaba cómo podían los incas haber transmitido ese secreto de sus tesoros si no conocieron la escritura. Y se respondía a renglón seguido que ellos llevaban sus registros mediante cuerdas y nudos. Si no se le prestaba crédito, se disponía a mostrarlo tan pronto mudaran el decorado, que pintaba muy a lo vivo el lugar del Perú donde habían sido escondidos, el llamado Ojo del Inca.
Cañizares pronunció estas tres últimas palabras con gran intención, cerrando su parlamento, y acompañándolas de un enérgico gesto para que el tramoyista bajase el telón.
Mientras se procedía al cambio de escenario, Sebastián volvió de nuevo su catalejo hacia Umina. Estaba muy inquieta. Atendía distraídamente a la conversación que le procuraban el conde de Floridablanca y Onofre Abascal. Pero en cuanto ellos la dejaron libre un solo segundo, llamó con un gesto al fornido indio que la custodiaba. Éste se inclinó hacia ella y la mestiza pareció darle instrucciones al oído.
Rebulló el guardaespaldas en la sombra, alejándose hacia el fondo del palco. Abrió la puerta para salir al corredor. Una raya de luz tajó su rotundo perfil indígena y desapareció de la vista.
Se volvió el ingeniero hacia Frasquita, que no había cesado en sus comentarios. Como el resto del público, aguardaba expectante a que se reanudase la función.
—Necesito mi rapé —le solicitó ella.
Estaba Fonseca buscando la cajita de porcelana cuando sintió que se apagaban los murmullos en la sala. Habían subido el telón. Y oyó el grito de su dama, pronto multiplicado en otros lugares del teatro. Señalaban hacia el escenario. Miró hacia abajo, en aquella dirección.
«¡Oh, no, otra vez no!», pensó al ver el macabro espectáculo que se ofrecía a sus pies.