Prólogo

El Buque Negro

Costa de Andalucía, 1573

El pescador hizo girar el timón de la barca y previno a sus dos hijos, que faenaban a proa. La red hervía, repleta. La luna llena, alzada en lo alto de la noche, restallando en las escamas de los peces, hacía innecesaria la luz del farol.

Al doblar la roca advirtió el enorme navío, enteramente negro, de las velas al casco. Se sobrecogió al verlo surgir fantasmal entre la calima. Fondeaba en un lugar sosegado de olas, meciéndose sigiloso y sombrío, apagados los fanales de posición.

Había oído hablar del Buque Negro. Se le veía aquí y allá, cómplice de opacas misiones secretas. Sin dejar rastro. «Los jesuitas y sus manejos», se murmuraba. Una araña negra recorriendo incansable su tela bien tejida. Otros sostenían que frecuentaba las costas al servicio del mejor postor, embarcando y desembarcando lo que nunca debería ser declarado en puertos o aduanas.

Cuando el pescador apagó la luz ya era demasiado tarde. Les acometió aquel bote con los remos silenciados, las palas envueltas en trapos. Salió de entre un peñón, abordándolos por la proa, con un crujido de astillas.

Trató de avisar a sus hijos. Pero no pudieron reaccionar. Rodaron contra el fondo, donde fueron pasados a cuchillo.

Los asaltantes se dirigieron entonces hacia él. Poco pudo su bichero contra la espada que le atravesó el costado. En los estertores de la conciencia creyó oír las protestas de un hombre y la voz de una mujer gritando en un extraño idioma. No el de moros o berberiscos, sino otro no usado en aquellas costas. Y la réplica de un marinero:

—¡Que se callen la india y el jesuita!

El pescador se desplomó sobre la caña del timón. Luego, contra el estribo. Las olas lamieron su rostro, la sangre goteó hasta oscurecer los reflejos metálicos de los peces mientras aleteaban para escapar de la red que se hundía. Cuando sus cordajes desaparecieron bajo el agua, las presas se dispersaron despavoridas. Y con ellas cesó toda señal de vida.