Capítulo 14

No pude evitar reírme mientras el Parnaso llegaba a lo alto de una colina, desde la cual se divisaba a lo lejos el río. Qué distinto era todo esto de los sueños románticos que tenía en mi juventud. Y esto ha sido algo característico a lo largo de toda mi vida, una vida llena de acontecimientos cotidianos, sencillos y a menudo algo cómicos, a pesar de mis arduos esfuerzos por parecer seria y solemne. No obstante, estuve al borde de las lágrimas al pensar en el accidente de Willdon y en el dolor de los corazones por el luto. Me pregunté si el gobernador regresaba precisamente de Willdon, tras ordenar una investigación.

En su tarjeta había escrito: «Por favor, liberen al señor R. Mifflin de inmediato y muéstrense corteses con esta dama». Así que imaginé que no habría ningún problema. Esto aumentó mi ansiedad por llegar cuanto antes, y después de cruzar el río a bordo del ferry nos detuvimos en Woodbridge sólo para comer algo. Pasé delante del banco donde me habían hecho esperar por la tarde y de buena gana le habría dado unos azotes a aquel entrometido cajero. Me pregunté cómo habrían llevado al profesor hasta Port Vigor y pensé irónicamente que la mañana anterior Mifflin había pensado en la posibilidad de llevar a los rufianes a aquella misma cárcel. Sin embargo, no tuve dudas de que su espíritu filosófico sacaría el mejor provecho de la situación.

Woodbridge estaba tan muerto como cualquier pueblo de la comarca en una noche de domingo. En el pequeño hotel donde cené no se hablaba de otra cosa que del accidente de tren. Pero cuando pagué la cuenta, el propietario notó la presencia del Parnaso en el establo.

—¿Ése es el autobús que le vendió el delincuente, no es así? —preguntó con una mirada satírica.

—Sí —contesté secamente.

—Supongo que vuelve para llevarlo a juicio —dijo—. Ese tipo es el demonio, créame. Cuando el sheriff intentó ponerle las esposas le dio un puñetazo en el ojo y estuvo a punto de romperle la mandíbula. ¡Muy bravucón para ser un enano!

Mi pequeño pendenciero, pensé, hinchada de orgullo.

El camino de regreso a Port Vigor me pareció interminable. Me puse un poco nerviosa al recordar a los bandidos de la cantera de Pratt, pero pensé que bastaría con tener a Bock sentado a mi lado en el pescante para amedrentarlos. Avanzamos a buen paso por la oscuridad, entre los entintados pasillos que formaban los pinos, allí donde la luz de las estrellas se estiraba sobre nosotros como un ribete. Y, más allá, sobre las suaves dunas que se alzan frente al río. Estaba terriblemente cansada, me sentía sola y deseaba fervientemente encontrarme con mi pequeño Barbarroja. Peg estaba exhausta también y ahora caminaba lentamente. Era quizás medianoche cuando vimos las luces rojas y verdes de las señales ferroviarias, y entonces supe que Port Vigor estaba muy cerca.

Decidí acampar allí mismo. Llevé a Peg hasta un prado junto al camino, la amarré a una valla y llevé al perro a la caravana. Estaba demasiado cansada como para quitarme la ropa. Me desplomé sobre el catre y me tapé con las sábanas. Al mismo tiempo algo cayó al suelo con un golpe seco. Era una de las pipas mugrosas y llenas de hollín que el profesor se había dejado olvidada. La puse bajo mi almohada y me quedé dormida.

Lunes, 7 de octubre. Si ésta fuera una novela sobre una chica encantadora, esbelta y de mirada coqueta, cuán diferente habría sido mi descripción de los sentimientos que me embargaban a la mañana siguiente. Pero tratándose de unas pocas páginas acerca de la vida de un ama de casa gorda de Nueva Inglaterra, me veo obligada a ser sincera. Me desperté sintiéndome una mujer sosa y amargada. El día estaba gris, helado: suaves retazos de niebla se cernían sobre el Sound y flotaba en el aire un desolador chirrido de gaviotas. Me sentía molesta, infeliz y, por supuesto, avergonzada. Guiada por mi pasión deseaba correr a encontrarme con el profesor, apretarlo entre mis brazos, estar a solas con él en el Parnaso, viajando por algún camino soleado. Pero entonces recordé sus palabras: yo no era nada para él. ¿Qué ocurriría si después de todo él no me amaba?

Crucé andando un extenso campo hasta llegar a la playa donde las pequeñas olas azotaban los guijarros. Me lavé el rostro y las manos con el agua salada. Luego regresé al Parnaso y preparé algo de café con leche condensada. Les di su desayuno a los animales. Luego le puse los arneses a Peg y me sentí mejor. Cuando entrábamos en el pueblo tuve que esperar en el paso a nivel mientras el tren accidentado, que volvía de Willdon, pasaba por las vías. Eso quería decir que todo estaba despejado ya. Observé a los hombres llenos de hollín que viajaban en los vagones y me estremecí al pensar en lo que habían estado haciendo.

La cárcel del condado de Vigor queda a una milla del pueblo y es un conjunto de feas barracas grises rodeado por un elevado muro con pinchos de metal en lo más alto. Di gracias a Dios porque aún fuera tan temprano, y así pude transitar por las calles vacías sin encontrarme con ningún conocido. Finalmente llegué a la entrada de la prisión. Un guardia me salió al paso.

—No puede entrar, señora —dijo—. Ayer fue el día de visitas. Nada de visitas hasta el mes que viene.

—Debo entrar —dije—. Han encerrado a un hombre aquí con falsos cargos.

—Eso dicen todos —respondió con calma y lanzó un escupitajo hasta el otro lado del camino—. Usted no pensaría que ninguno de nuestros inquilinos debería estar aquí si oyera hablar a cualquiera de sus amigos.

Le enseñé la tarjeta del gobernador. El hombre quedó muy impresionado y corrió a una garita junto al muro. Para telefonear, supongo.

Volvió al instante.

—El sheriff dice que la recibirá, señora. Pero tendrá que dejar este furgón de dinamita aquí mismo.

Abrió una portezuela en medio del inmenso portón de hierro y me condujo hasta donde se hallaba otro hombre.

—Lleva a esta dama hasta el despacho del sheriff —dijo.

Algunos de los prisioneros del condado de Vigor debían de haber aprendido bien el oficio de jardineros, pues el terreno, allí dentro, tenía muy buen aspecto. El césped era verde y estaba finamente podado, y había arriates con flores.

A lo lejos, un grupo de hombres con uniforme a rayas arreglaba un caminillo. El guía me dejó frente a una cabaña que se hallaba junto al edificio principal. Había dos niños jugando fuera. Recuerdo haber pensado que, sin duda, aquél era un lugar extraño para criarlos.

Sin embargo, tenía otras cosas en que pensar. Levanté la vista hacia el lúgubre y gris edificio. Detrás de una de aquellas pequeñas ventanas con barrotes se hallaba el profesor. Sabía que debía enfadarme con Andrew, pero todo aquello parecía parte de un sueño.

Después de recorrer un pasillo, dentro de la cabaña del sheriff, me hallé delante de un hombre muy alto con cuello de toro y un gran bigote.

—¿Se encuentra aquí un preso llamado Roger Mifflin? —dije.

—Querida señorita, no tengo una lista de todos los internos en mi cabeza. Si me acompaña a mi oficina podemos comprobarlo en los registros.

Le enseñé la tarjeta del gobernador. La cogió y se quedó mirándola durante un rato, como esperando a que el mensaje escrito en ella se borrara o cambiara por sí solo. Cruzamos una franja de césped hasta el edificio de la prisión. Allí, en una sobria oficina, revisó sus archivos el sheriff.

—Aquí está —dijo—. Roger Mifflin. Edad: 41. Rostro: ovalado. Complexión: rubicundo. Cabello: rojo, pero no demasiado. Altura: 64 pulgadas. Peso: 120 libras, sin ropa. Marcas de nacimiento…

—No siga —dije—. Es él. ¿De qué se le acusa?

—Está detenido por no pagar la fianza, puesto que está pendiente de juicio. Se le acusa de intento de fraude a la señora Helen McGill, soltera, cuya edad…

—¡Sandeces! —dije—. Yo soy Helen McGill y ese hombre no me ha hecho nada.

—Las acusaciones y la orden judicial fueron hechas por su hermano, Andrew McGill, que actuó en su nombre.

—Nunca he autorizado a Andrew a actuar en mi nombre.

—¿Entonces retira los cargos?

—A todos los efectos —dije—. Estoy pensando seriamente en demandar a Andrew y hacer que lo arresten.

—Esto es muy irregular —dijo el sheriff—, pero si el prisionero es conocido del gobernador, supongo que no hay alternativa. No puedo anular la orden judicial sin algún tipo de reconocimiento. Según las leyes del Estado el pariente más cercano debe hacerse responsable del buen comportamiento del prisionero tras su liberación. No hay parientes cercanos…

—¡Claro que los hay! —dije—. Yo soy el pariente más cercano.

—¿Qué quiere decir? —preguntó—. ¿Qué relación tiene usted con Roger Mifflin?

—Planeo casarme con él tan pronto como salga de aquí.

El sheriff soltó una sonora carcajada.

—Supongo que nadie se lo impedirá —dijo.

Puso la tarjeta del gobernador encima de un papel azul sobre el escritorio y empezó a llenar unos impresos.

—Bien, señorita McGill —continuó—, procure llevarse sólo a este prisionero, de lo contrario perderé mi trabajo. El guardia la llevará hasta la celda. Lamento mucho lo que ha ocurrido: ya ve que no hemos tenido la culpa de este error. Dígaselo al gobernador, por favor, en cuanto lo vea.

Seguí al guardia y subimos por dos tramos de escaleras de piedra; luego llegamos al fondo de un largo corredor pintado de blanco. Era un lugar sórdido. Filas y filas de pesadas puertas y diminutas ventanas con barrotes. Noté que cada puerta tenía un pomo con combinación, como las cajas fuertes. Me temblaban las rodillas.

Sin embargo, la situación no era tan dramática como me había imaginado.

El carcelero se detuvo al final de un pasadizo. Marcó la combinación en el pomo mientras yo esperaba, paralizada de horror. Creo que esperaba ver al profesor con la cabeza afeitada (¡tampoco habrían podido quitarle mucho pelo al pobre corderito!), con su uniforme a rayas y una bola atada al tobillo con una cadena.

La pesada puerta se abrió lentamente. Era un cuarto estrecho y limpio con una camita de campamento. Y bajo la ventana con los barrotes había una mesa llena de hojas de papel. Allí estaba el profesor, vestido con su propia ropa, escribiendo febrilmente, de espaldas a mí. Quizás pensó que le traían la comida, o quizás ni siquiera se percató de la interrupción. Escuché el rasguño apresurado de la pluma sobre el papel. Tendría que haberlo sospechado: ¡nadie podía quitarle una gota de heroísmo a aquel hombre! ¡Siempre se las arreglaba para sacar lo mejor de sí mismo!

—Un lenguado y una copa de jerez, por favor, James —dijo el profesor por encima del hombro. Y el guardia, que evidentemente había bromeado con él antes, se rió con socarronería.

—Ha venido una dama a visitarlo, alteza —dijo el guardia.

El profesor se dio la vuelta. Su rostro palideció. Por primera vez desde que había empezado a tratarlo, se quedó sin palabras.

—Señorita… señorita McGill —tartamudeó—. Es usted una buena samaritana. Estoy haciendo las veces de John Bunyan aquí, ¿se da cuenta? Escribiendo en prisión. Por fin he empezado a escribir mi libro. Y he descubierto que los compañeros aquí no saben absolutamente nada de literatura. Ni siquiera hay una biblioteca en este sitio.

Por todos los cielos, no podía expresar toda la ternura de mi corazón con aquel gorila de guardia delante de nosotros.

No sé cómo logramos llegar a la planta baja, después de que el profesor recogiera los papeles de su manuscrito. Para entonces ya había alcanzado proporciones formidables, pues había escrito cincuenta páginas en sus treinta y seis horas de cárcel. Tuvimos que pasar por el despacho para firmar unos documentos. El sheriff se disculpó varias veces con Mifflin y se ofreció a llevarlo en su coche hasta el pueblo, pero le expliqué que el Parnaso nos aguardaba en la entrada. Los ojos del profesor brillaron cuando escuchó mis palabras. Al final tuve que disuadirlo de soltar una perorata sobre la necesidad de llevar buenos libros a las prisiones. El sheriff nos acompañó hasta la salida y allí nos estrechó la mano.

Peg relinchó cuando nos vio llegar y el profesor acarició su blando morro. Bock tiró de su cadena con frenética alegría. Por fin estábamos solos.