Capítulo 13

Mi primer impulso fue buscar un rincón donde esconderme para dar rienda suelta a mis sentimientos sin ningún reparo ni temor. Me arreglé lo mejor que pude antes de salir de la cabina; luego pasé a través de la recepción y salí por la puerta lateral. Caminé hasta el establo, donde la buena de Pegaso estaba rumiando. El agradable y familiar olor a caballo y a cuero gastado entró directamente en mi corazón, y mientras Bock se apoyaba en mis rodillas apoyé mi cabeza en el cuello de Peg y lloré. Creo, de verdad, que aquel viejo y obeso animal me entendió. Era tan prosaica, rechoncha y madura como yo. Y amaba al profesor.

De repente, las palabras de Andrew hicieron eco en mi mente. Apenas les había prestado atención, presa de la sensación de alivio que me produjeron. Pero entonces, su significado se hizo patente. «En la cárcel». ¡El profesor en la cárcel! Así se explicaba su misteriosa desaparición en Woodbridge. El horripilante tipo de Shirley debió de telefonear desde Redfield, y cuando el profesor llegó al banco para cobrar su cheque lo arrestaron. Por eso me habían encerrado en esa sala llena de muebles de caoba. Andrew tenía que estar detrás de todo esto. ¡Maldito chiflado! Mi rostro ardió de rabia y humillación.

Nunca antes había sentido lo que era estar realmente furiosa. Podía sentir cómo hormigueaba mi cerebro. ¡El profesor en la cárcel! El galante y caballeroso hombrecillo, que se las había visto con rufianes y ladronzuelos, sospechoso de ser un timador… ¿Acaso pensaban que yo no podía cuidar de mí misma? ¿Qué se pensaban que era? ¿Un secuestrador?

De inmediato decidí regresar a toda prisa a Port Vigor. Si Andrew había conseguido meter al profesor en la cárcel, sólo podía haberlo hecho acusándolo de timarme a mí. Desde luego, no sería por haberle roto la nariz en el camino de Shelby. Y si yo me presentaba para anular los cargos, seguramente lo dejarían salir.

Creo que debía de estar hablando en voz alta junto al cuello de Peg. En todo caso, justo en ese momento apareció el mozo de cuadra y me miró asombrado cuando vio, con el rostro sonrojado de emoción, que estaba hablando con un caballo. Le pregunté a qué hora salía el próximo tren para Port Vigor.

—No, señora —respondió—, dicen que todos los trenes locales están suspendidos hasta que no se despeje la vía después del accidente de Willdon. Y, como es domingo, no creo que consiga nada hasta mañana por la mañana.

Pensé con calma qué debía hacer.

Port Vigor no quedaba tan lejos después de todo. Un automóvil del garaje local podría llevarme hasta allí en un par de horas como mucho. Sin embargo, me pareció que sería más apropiado ir a rescatar al profesor en su propio Parnaso, aunque me tomara más tiempo.

A decir verdad, pese a que me sentía furiosa y humillada al pensar que Andrew lo había hecho encarcelar, al mismo tiempo no podía evitar sentir gratitud en lo más profundo de mi alma. ¿Qué habría pasado si hubiera tomado aquel tren? En realidad, la Saga de Redfield había hecho el papel de la Providencia. Y si salía en ese mismo instante con el Parnaso, podría llegar a Port Vigor… bueno, llegaría durante la mañana del lunes.

Las buenas gentes del Hotel Moose se llevaron una gran sorpresa al ver cómo devoraba mi almuerzo a toda velocidad. Pero no les di explicaciones. Mi cabeza estaba llena de otros pensamientos y la salsa de manzana era como el amianto de mis ideas.

Ya sabéis que una mujer sólo se enamora una vez en su vida y si la cosa no ocurre hasta entrados los cuarenta años… En fin, ¡hay que apresurarse!

Veréis, no estaba vacunada contra el amor mediante algún flirteo juvenil. Empecé a trabajar como institutriz desde muy joven, y una institutriz no tiene demasiadas oportunidades para poner a prueba su templanza. Así que el golpe, aunque tardío, había sido muy fuerte. Es ahí cuando una mujer se encuentra consigo misma: cuando se enamora. No importa si es vieja o gorda o aburrida o simplona. Siente ese cosquilleo debajo de las costillas y se cae del árbol como una fruta madura. No me importaba que Roger Mifflin y yo hiciéramos una pareja tan extraña como la del doctor Johnson y su esposa, sólo estaba segura de una cosa: que en cuanto volviera a ver a aquel diablillo me entregaría totalmente a él… si él quería, claro. Por esto, el viejo Hotel Moose es para mí un lugar sagrado. Es allí donde supe que la vida todavía me reservaba cosas frescas, cosas mejores que amasar pastelillos para Andrew.

Aquel domingo fue uno de esos días dorados y cálidos que solemos tener en octubre aquí en Nueva Inglaterra. El año empieza realmente en marzo, como saben los granjeros, y hacia finales de septiembre o comienzos de octubre la estación llega a la madurez y perfección de su clímax. Hay días en que el mundo parece mecerse en los brazos de un sueño dulce, en lo más álgido de la plenitud de la fruta, justo antes del inicio del declive. No tengo palabras como Andrew para describirlo, pero cada otoño, desde hace muchos años, puedo percibirlo. Recuerdo que, a veces, en la granja solía apoyarme sobre una pila de troncos, justo antes de la cena, a contemplar por un instante esas puestas de sol púrpura de octubre. Escuchaba el tintineo agudo de la pequeña máquina de escribir de Andrew proveniente del estudio. Y luego intentaba tragarme, bien dentro de mí, la belleza y la nostalgia de todo aquello, antes de correr a la cocina a hacer el puré de patatas.

Peg arrastró el Parnaso por aquel camino secundario con un trote alegre. Creo que sabía que regresábamos para ver al profesor.

Bock corría a toda prisa a un lado de la caravana. Y a mí me sobraba tiempo para pensar. Bien pensado, aquello no me desagradaba en absoluto, pues tenía mucho que reflexionar.

Una aventura que, habiendo comenzado como una mera broma o un capricho, había acabado por convertirse en la sustancia misma de la vida. Era algo extravagante, supongo, y tan romántico como una gallina clueca, pero, ¡por los huesos de George Eliot!, me dan pena las mujeres que nunca tuvieron la oportunidad de vivir una extravagancia.

Mifflin estaba en la cárcel. ¡Ay, pero bien podría haber estado muerto! ¡E irreconocible! Mi corazón se negaba a hundirse en la tristeza. El hombrecillo pronto estaría a salvo de tan humillante oprobio.

Parecía haberse creado un parentesco entre la estación y mi espíritu, pensé al ver los rayos dorados, que ya se tornaban de bronce lánguido sobre el camino. Allí me encontraba, en la madurez de mi feminidad, al borde mismo del declive en el otoño. Quién lo iba a decir. ¡Por la gracia de Dios, había encontrado a mi hombre, a mi maestro! Él me había tocado con su fuego y su valentía. Ya no me importaba la suerte de Andrew o de la granja o ninguna otra cosa en el mundo. Mi hogar y mi morada estaban aquí, en el Parnaso. O dondequiera que Roger Mifflin montara su tienda de campaña. Imaginé que cruzaba el puente de Brooklyn junto a él al anochecer, observando los rascacielos recortados contra el cielo en llamas. Me gustaba llamar a las cosas por su nombre. La tinta es la tinta, aunque en el tintero ponga «fluido comercial». No intentaría ocultar el hecho de que estaba enamorada. De hecho, me regocijaba por ello.

Mientras el Parnaso avanzaba por el camino y las hojas de arce escarlatas giraban gráciles en el aire azul de octubre, inventé una especie de cántico que titulé «Himno para una mujer de mediana edad (y gorda) que se ha enamorado»:

«¡Oh, Dios, te doy gracias por haber puesto en mi camino esta gran aventura! ¡Te doy gracias por haber salido de la tierra yerma de las solteronas, por ver la gloria de un amor más grande que mi propio ser! Te doy gracias por enseñarme que mezclar y amasar y hornear no era lo único que la vida tenía reservado para mí. Incluso si él no me ama, Señor, siempre seré suya».

Semejantes cosas canturreaba para mí misma cuando, cerca de Woodbridge, me topé con un lujoso y enorme automóvil a la orilla del camino.

Varias personas, a todas luces inteligentes y adineradas, estaban sentadas a la sombra de un árbol mientras el chófer luchaba por arreglar una rueda. Estaba tan absorta en mis propios pensamientos que de buena gana habría pasado de largo sin prestarles mayor atención, pero de repente recordé el credo del profesor: predicar el evangelio de los buenos libros día y noche, en todo momento. Domingo o no, pensé que la mejor forma de honrar a Mifflin sería actuando según su propio criterio. Me detuve a un lado.

Noté cómo se miraban entre sí con aire de sorpresa, murmurando. Había un hombre mayor, con el rostro enjuto y arrugado, una dama robusta, que era evidentemente su esposa, dos jovencitas y un hombre con ropa de jugar al golf. La cara del hombre mayor me resultó vagamente familiar. Me pregunté si acaso no se trataría de una de las amistades literarias de Andrew, cuya foto habría visto en algún lugar.

Bock se quedó junto a la rueda del Parnaso, su larga y curvada lengua entrando y saliendo del hocico. Dudé por un instante, pensando en la mejor manera de iniciar el ataque, pero entonces el hombre mayor gritó:

—¿Dónde está el profesor?

Empezaba a darme cuenta de que Mifflin era, en efecto, un personaje público.

—¡Cielos! —dije—. ¿Usted también lo conoce?

—Bueno, eso me temo —dijo—. La pasada primavera vino a verme para hablarme de una adquisición para las bibliotecas de las escuelas y no se marchó hasta que le prometí que haría lo que él me pedía. Pasó la noche con nosotros y estuvimos hablando de literatura hasta las cuatro de la mañana. ¿Dónde se encuentra ahora? ¿Es usted la nueva dueña del Parnaso?

—Sólo de momento —dije—. El señor Mifflin está en prisión en Port Vigor.

Las señoras soltaron chillidos de admiración e incluso el hombre no parecía menos sorprendido. (Creo que se trataba de un funcionario de educación o algo por el estilo).

—¿En prisión? —dijo—. ¿Y cómo rayos ha ocurrido algo así? ¿Acaso se ha propasado con alguien por leer a Nick Carter o a Bertha M. Clay? Ése es el único delito que se me ocurre que haya podido cometer el profesor.

—Lo acusan de haberme quitado cuatrocientos dólares valiéndose de artimañas —dije—, y mi hermano lo ha hecho encarcelar. Pero lo cierto es que el profesor no le robaría ni a una gallina que acaba de poner. Compré el Parnaso por mi propia voluntad. Voy camino de Port Vigor para sacarlo de prisión. Luego le pediré que se case conmigo. Si él quiere. Igual no es mi día de suerte.

El rostro afilado del viejo me miró con simpatía. Era un hombre bien parecido, con el pelo corto y ya gris, la frente despejada, amplia y bien bronceada. Observé su traje oscuro y fino, el cuello impecable de la camisa. Era un hombre de buena familia, sin duda.

—Bien, señorita —dijo—, cualquier amigo del profesor es amigo nuestro. —Su esposa y las chicas asintieron con la cabeza—. Si lo desea podemos llevarla en nuestro automóvil para agilizar el trámite; estoy seguro de que Bob estará encantado de llevar el Parnaso hasta Port Vigor… Pronto estará lista la rueda.

El joven asintió sinceramente, pero como dije antes, estaba decidida a llevar el Parnaso yo misma. Pensé que la imagen de su tabernáculo sería el mejor bálsamo para Mifflin, después de una experiencia tan embarazosa. Así que rechacé la oferta y les expliqué la situación con más detalle.

—Como quiera —dijo—, en todo caso, permítame que la ayude de otra forma.

Sacó una tarjeta de su cartera y escribió algo en ella.

—Cuando llegue a Port Vigor —dijo—, enseñe esto en la prisión y verá cómo no tiene ningún problema. Da la casualidad de que conozco a algunas personas allí.

Así, después de un apretón de manos con toda la familia, seguí mi camino, mucho más animada después de este pequeño y amistoso incidente. No miré la tarjeta que me había dado hasta que hube recorrido un buen trecho. Entonces comprendí por qué el rostro del viejo me había resultado familiar. La tarjeta decía simplemente: «Raleigh Stone Stafford. Sede del Gobierno, Darlington». ¡Era el gobernador del Estado!