Capítulo 10

Nos quedamos totalmente pasmados, yo al menos, durante el tiempo que se tarda en pelar una patata. No cabía duda de la dirección en que se había movido la caravana, pues las huellas de las ruedas eran claras. La habían llevado por el camino hasta la cantera. Sobre la tierra, que todavía estaba fangosa, había muchas huellas de pies.

—¡Por los huesos de Policarpo! —exclamó el profesor—, estos vagos han robado la caravana. Creerán que pueden hacer un buen pullman para pasar las noches. Si me hubiera dado cuenta de que había más de uno por aquí me habría quedado más cerca. Tendré que darles una lección.

¡Cielos!, pensé, aquí va Don Quijote, dispuesto a meterse en otra refriega.

—¿No sería mejor volver a buscar al señor Pratt? —pregunté. Obviamente no fue lo más pertinente en aquel momento, pues el indomable hombrecillo se mostró aún más decidido. Su barba se erizó.

—¡De ningún modo! —dijo—. Esos tipos no son más que unos cobardes y unos vagabundos. No pueden haber llegado muy lejos. Usted no ha estado caminando más de una hora, ¿me equivoco? Si le han hecho daño a Bock, juro por los huesos de Chaucer que se lo haré pagar. Ya sabía que lo había oído ladrar.

Caminó a toda prisa y yo lo seguí en estado de pánico.

El sendero se prolongaba junto a una colina, entre un terreno escarpado y un bosque de abedules. Creo que la distancia no superaba el cuarto de milla. El caso es que en pocos minutos el camino dio un brusco giro a la derecha y, de pronto, nos hallamos delante de la cantera, sobre un acantilado de roca maciza de al menos cien pies de altura. Abajo, arrinconado contra la pared rocosa, se encontraba el Parnaso. Peg estaba atada por las bridas. A Bock no se le veía por ningún lado. Sentados cerca de la caravana había tres hombres de aspecto extraño. El humo de una fogata ascendía por los aires. Evidentemente estaban disfrutando a sus anchas de mis víveres.

—Quédese aquí —dijo el profesor en voz baja—. Escóndase bien.

Se arrodilló sobre el pasto y gateó hasta el borde del acantilado. Yo hice lo propio y nos quedamos allí, bien ocultos pero con una buena perspectiva de toda la cantera. Los tres vagabundos estaban tomando un estupendo desayuno.

—Este lugar es una de sus guaridas habituales —susurró Mifflin—. He visto vagabundos en esta zona todos los años. Se refugian aquí durante el invierno, desde finales de octubre, casi siempre. Hay una zona de la cantera que se ha derrumbado; allí encuentran un buen dormitorio bajo techo, y como la cantera está abandonada nadie los molesta mientras no cometan alguna travesura en los alrededores. Les daremos una…

—¡Manos arriba! —dijo una voz agresiva a nuestras espaldas.

Me di la vuelta. Un tipo gordo y con cara colorada de villano nos apuntaba con un revólver plateado. Menudo aprieto. El profesor y yo estábamos echados sobre el suelo, totalmente indefensos.

—¡Levántense! —dijo el vagabundo con voz ronca y desagradable—. ¿De verdad creíais que no nos cubriríamos las espaldas? Bueno, tendremos que ataros. Al menos mientras huimos con vuestro Palacio de Cristal.

Me puse en pie, pero sorprendentemente el profesor se quedó echado en el suelo.

—¡Levántate, hombre! —repitió el vagabundo—. Queremos ver esas bonitas piernas, si eres tan amable.

Supongo que no creía que una mujer lo atacaría. Sea como fuere, se inclinó para agarrar a Mifflin por el cuello y yo aproveché para saltar encima de él. Como ya dije, soy una mujer pesada, así que el tipo se desparramó en el suelo. Mis dudas sobre si el revólver estaría o no cargado se disiparon pronto, pues se oyó un disparo. Sin embargo, no hubo ningún herido y Mifflin se levantó como un rayo. Agarró al rufián por el cogote y le quitó el arma de una patada. Corrí a empuñarla.

—¡Hijo de Satán! —dijo el valiente Barbarroja—. ¿Creíste que podrías amedrentarnos, eh? Señorita McGill, ha sido usted más intrépida que la misma Juana de Arco. Deme la pistola, por favor.

Antes de dársela la restregué en las narices del bandido.

—Ahora —dijo—, quítese ese trapo que tiene alrededor del cuello.

El trapo era un viejo pañuelo rojo, increíblemente sucio. El vago se lo quitó, gruñendo y quejándose. Mifflin me dio el arma mientras él se encargaba de atar a nuestro prisionero. Entretanto escuchamos un grito proveniente de la cantera. Los tres vagabundos miraban exaltados lo que ocurría arriba.

—Ahora, diles a esas joyas de allí abajo —dijo Mifflin mientras acababa de apretar el nudo en las muñecas del vagabundo—, que si hacen algún aspaviento les disparo como si fueran cuervos.

Su voz era fría y salvaje y parecía tener controlada la situación, aunque debo confesar que no sabía cómo dominaríamos a los demás.

El sucio rufián les gritó a sus amigos en la cantera, pero no escuché lo que dijo porque justo entonces el profesor me pidió que vigilara a nuestro prisionero mientras él agarraba un palo. Me quedé apuntando a su cabeza con el revólver. Mifflin corrió hacia el bosque de abedules para buscar un buen garrote.

El rostro del vagabundo se puso del color de un huevo frito cuando se vio frente al hocico de su propia arma.

—Perdone, señorita —dijo con voz suplicante—, ese revólver se dispara muy fácilmente, apunte en otra dirección o acabará matándome por error.

Pensé que no le vendría mal un buen susto así que mantuve apuntada el arma fijamente.

Los granujas de abajo parecían estar discutiendo lo que harían a continuación. Yo ignoraba si estaban o no armados, pero es posible que imaginaran que éramos más de dos personas. En todo caso, para cuando Mifflin volvió con un buen tronco, los vagabundos ya intentaban escabullirse por la ladera.

El profesor maldijo en voz alta y me dio la impresión de que le habría gustado perseguirlos, pero se contuvo.

—A ver, tú —le dijo al cautivo con voz severa—, camina delante de nosotros.

El gordo rufián bajó torpemente por el camino. Tuvimos que hacer un largo desvío para poder acercarnos hasta la cantera, así que cuando llegamos los otros tres rufianes ya se habían marchado. A decir verdad no me dio ninguna lástima. Me pareció que el profesor ya había tenido suficiente jaleo en las últimas veinticuatro horas.

Peg relinchó con fuerza al vernos llegar, pero Bock no aparecía por ninguna parte.

—¿Qué habéis hecho con nuestro perro, imbécil? —dijo Mifflin—. Si le habéis hecho daño me lo pagaréis.

Nuestro prisionero estaba totalmente acobardado.

—No, jefe, no le hemos hecho nada al perro —dijo, adulador—, tan sólo lo atamos para que no ladrara, eso es todo. Está dentro de la caravana.

A esas alturas, en efecto, ya se escuchaban en sordina los jadeos y ladridos provenientes del Parnaso.

Corrí a abrir la puerta y allí estaba Bock, el hocico amarrado con una cuerda. Dio un salto e hizo toda clase de esfuerzos caninos para expresar su alegría por volver a ver al profesor. Casi no me prestó atención.

—Bien —dijo Mifflin después de desatar al perro y evitando con dificultad que éste le clavara los colmillos al rufián—, ¿qué haremos con este heroico espécimen de la humanidad? ¿Lo llevamos a la cárcel de Port Vigor o lo dejamos escapar?

El vagabundo lanzó una sarta de súplicas lastimeras que resultaban casi cómicas, de tan abyectas. El profesor lo hizo callar en seco.

—Antes debo saber algunas cosas —dijo—. ¿No serías tú el Apolo con el que me topé anoche en el camino? ¿Qué husmeabas en esta caravana?

—No, jefe, ése fue Sam Labiospartidos, lo juro por Dios. Volvió anoche, jefe, dijo que había estado peleando con un gato montés. Menuda paliza le dio, jefe. ¡Tenía uno de los ojos hecho puré! Jefe, le juro que no tuve nada que ver con eso.

—No me gusta vuestra pequeña sociedad —dijo el profesor—, pero voy a dejarte libre. Contaré hasta diez, y si para entonces no has desaparecido te pegaré un tiro. Si vuelvo a verte alguna vez te despellejo vivo. ¡Ahora, largo!

Mifflin le cortó el nudo de las muñecas.

No hubo necesidad de meterle prisa al vagabundo. Puso pies en polvorosa y salió veloz como un conejo. Lo vimos alejarse. En cuanto la figura regordeta y desgarbada se internó en la maleza, Mifflin disparó al aire para asustarlo aún más. Luego arrojó el arma a un abrevadero que había allí cerca.

—Muy bien, señorita McGill —dijo con una carcajada—, si quiere preparar el desayuno yo voy a encargarme de Peg.

Y sacó la herradura de uno de sus bolsillos.

Una breve revisión del Parnaso me permitió comprobar con alivio que los ladrones no habían tenido tiempo suficiente para hacer mayores estropicios. Habían sacado casi todos los comestibles y los habían puesto sobre una roca plana antes de preparar su festín. También habían ensuciado con sus pies embarrados el interior de la caravana. Aparte de eso no eché nada de menos. Así que mientras Mifflin estaba atareado con el casco de Peg, yo no tuve ningún problema en preparar la comida. Encontré un hilo de agua limpia que bajaba por la pared rocosa. Todavía quedaban algunos huevos, pan y queso en la pequeña alacena y una lata sin abrir de leche condensada. Le di a Peg su ración de copos de avena y alimenté a Bock, que jugueteaba alegremente a mi alrededor.

Una vez que el profesor terminó de herrar a Peg nos sentamos a comer aquel desayuno improvisado. Empezaba a sentir que la existencia gitana era el destino natural de mi vida.

—Profesor —dije mientras le pasaba una taza de café y un plato de huevos revueltos con queso—, para ser un hombre que ha pasado la noche a la intemperie se maneja usted con admirable valor.

—El viejo Parnaso me ha dado una vida ajetreada —dijo—. Antes pensaba que lo más difícil a la hora de escribir un libro era inventar las historias, pero si me sentara a escribir todas las aventuras que he vivido a bordo de mi caravana compondría una Odisea entera.

—¿Y el casco de Peg? —pregunté—. ¿Podrá continuar el viaje?

—Todo irá bien mientras no vaya muy rápido. Le he raspado la parte herida antes de herrarla. Hay una caja de herramientas debajo de la caravana, para cualquier emergencia.

Tenía frío y no nos entretuvimos demasiado con la comida. Apenas hice el amago de comer, pues ya había desayunado. Por otro lado, los acontecimientos de las últimas horas me habían llenado de cierta inquietud. Quería reemprender el viaje cuanto antes, rodar bajo el sol y pensar bien las cosas. La cantera era, por lo demás, un lugar desolado y nada acogedor.

Pero antes de irnos exploramos la cueva y descubrimos que los vagabundos se habían hecho con un refugio bastante cómodo para el invierno. No era realmente una cueva, sino un hueco en el acantilado de granito. Una pantalla de siemprevivas protegía la entrada de las inclemencias del tiempo y dentro había pilas de sacos que, evidentemente, habían sido usados como camas, además de viejas cajas de víveres utilizadas como mesas y sillas. Me divirtió ver un espejo roto en un rincón de las rocas. Ni siquiera estos granujas eran totalmente ajenos a su aspecto personal. Aproveché la ocasión, mientras el profesor le echaba un último vistazo a los cascos de Peg, para arreglarme el pelo, que estaba horroroso. Andrew no me habría reconocido esa mañana.

Condujimos a Peg colina arriba para volver al cruce donde me había extraviado y al cabo de un rato llegamos al camino principal. Fue entonces cuando le dejé las cosas claras a Barbarroja.

—Mire, profesor —dije—, no voy a permitir que regrese andando a Port Vigor. Después de la noche que ha pasado se merece un descanso. Súbase al Parnaso y duerma una buena siesta. Lo llevaré hasta Woodbridge. Desde allí podrá tomar el tren. Ahora recuéstese en ese catre, que yo conduciré.

Intentó negarse sin mucha convicción. Creo que el muy tonto estaba hecho polvo, y no me extraña. De hecho, yo misma estaba un poco adormilada. Al final se comportó muy dócilmente. Se metió en la caravana, se quitó las botas y se tumbó bajo las mantas. Bock se acostó con él y creo que ambos se quedaron dormidos al instante. Yo me subí al pescante y tomé las riendas. No permití que Peg acelerara mucho el paso porque no quería que se resintiera de su pata.

¡Dios, qué mañana la de aquel día después de la lluvia! El camino estaba cerca de la orilla del río y de vez en cuando se alcanzaba a ver el agua. El aire tenía un olor muy penetrante, no era la clase de aire banal y ordinario que respiramos en todo momento y del que apenas nos percatamos, sino un aroma fino y estimulante, tan fuerte en las fosas nasales como el alcanfor y el amoniaco. El sol parecía estar enfocado sobre el Parnaso, así que avanzábamos sobre el camino blanco bajo un baño de luz dorada. Las planas copas de los cedros se balanceaban suavemente con el viento salobre y por primera vez en diez años empecé a divertirme eligiendo palabras para describir la belleza de la mañana. Incluso me imaginé escribiendo una descripción, como cualquier Andrew o cualquier Thoreau. Creo que el alocado profesor me había inoculado su germen literario.

Entonces hice algo deshonesto.

Por azar puse mi mano en el pequeño cajón junto al pescante donde Mifflin guardaba algunos cachivaches. Quería volver a ver una de aquellas tarjetas suyas con el poema. Y entonces encontré un gracioso y abultado cuadernito que evidentemente se había dejado allí olvidado. Sobre la tapa había escrito con tinta: «Pensamientos sobre las desdichas del presente».

El título me pareció vagamente familiar. Me recordaba algo de mis días de la escuela, ¡más de veinte años atrás, válgame Dios! Por supuesto, si me hubiera comportado debidamente no lo habría mirado. Pero en una suerte de retorcida justificación me dije a mí misma que, como nueva dueña del Parnaso, todo cuanto había en él me pertenecía, «hasta el último alfiler», como decía Andrew. Y entonces…

El cuaderno estaba lleno de pequeñas anotaciones escritas a lápiz con la letra menuda y precisa del profesor. Las palabras estaban emborronadas y sucias, pero eran perfectamente legibles. Decía:

«Supongo que ni Bock ni Peg se sienten solos pero, ¡por los huesos de Ben Gunn!, yo sí. Parece una tontería decir esto cuando Herrick, Hans Andersen, Tennyson, Thoreau y una tonelada de otros buenos hombres me han precedido. Puedo escuchar sus voces a medida que viajo por el camino. Pero los libros no constituyen un universo sustancial después de todo, y de vez en cuando anhelamos relaciones más cercanas, más humanas. He estado completamente solo desde hace ocho años, excepto por Runt, que a estas horas podría estar muerto sin yo saberlo. Esto de viajar es bueno hasta cierto punto, pero algún día tendrá que llegar a su fin. Un hombre necesita echar raíces en algún lugar para ser realmente feliz.

»¡Qué absurdas víctimas de deseos contradictorios somos las personas! El hombre que se ha establecido en un sitio anhela la vida del vagabundo. El hombre que viaja anhela tener un hogar. ¡Y, aun así, cuán bestial es el conformismo! Todas las grandes cosas de la vida fueron hechas por gente que no estaba conforme.

»La buena vida tiene tres ingredientes: aprendizaje, satisfacción y deseo. Un hombre debería aprender sin cesar sobre la marcha; también debería ganarse el pan para él y los suyos; y debería desear también, desear conocer lo incognoscible.

»¡Qué buen poema es “La polea”, de George Herbert! ¡Esos señores isabelinos sí que sabían escribir! Quizás la idea de que los poemas debían ser ingeniosos los echaba a perder (¿recordáis que Bacon decía que leer poesía te hacía ingenioso? Allí dio con la clave de la literatura de su tiempo). Sus fantásticos juegos de palabras y su presunción han caído en desuso en nuestros tiempos. ¡Pero, Señor, ellos dieron con la raíz del asunto! ¡Con cuánta galantería, con cuánta reverencia afrontan los problemas de la existencia!

»Cuando Dios creó al primer hombre (escribe George Herbert) tenía delante una copa de bendiciones, así que vertió en él todas las bendiciones que tenía guardadas: fuerza, belleza, sabiduría, honor, placer; pero se abstuvo de darle la última, que es el descanso, o sea, la satisfacción. Dios entiende que si el hombre está satisfecho jamás encontrará su camino hacia Él. Dejad, pues, al hombre disconforme de modo que “si la bondad no lo guía, tal vez el cansancio lo arroje a mi pecho”[4].

»Algún día escribiré una novela sobre ese tema y se llamará La polea. En este mundo trágico y sin sosiego debe de haber un lugar donde al menos pueda recostar mi cabeza y descansar. Algunos llaman a ese lugar la muerte. Otros lo llaman Dios.

»Mi idea de hombre no es el Omar que quiere romper en pedazos este terrible mecanismo de las cosas para luego amoldarlo a los deseos de su corazón. El viejo Omar era un cobarde, con su pijama de seda y su copa de vino. El hombre de verdad es la “madera noble”, el hombre que resuelve con pericia todo lo que le sobreviene. Aunque sólo se trate de echar carbón en un horno, este hombre puede manejar bien la pala, arrojar el carbón al fuego con precisión. Si se trata sólo de manejar un tranvía, él hará de ello un trabajo artístico. Si se trata sólo de escribir un libro o de pelar patatas, él pondrá lo mejor de sí en la tarea. Incluso si se trata de un tonto calvo mayor de cuarenta años que vende libros por los caminos rurales, él hará de ese trabajo su mayor ideal. Oh, viejo Parnaso, qué gran alegría… Supongo que tendré que dejarlo pronto, empero: debo escribir mi libro. Pero el Parnaso ha sido para mí una auténtica copa llena de bendiciones».

Había muchas más cosas en el cuaderno. De hecho, estaba lleno hasta la mitad de párrafos garabateados, notas y fragmentos (creo que algunos eran fragmentos), pero ya había visto demasiado. Era como si hubiera tropezado por sorpresa con el patético, valiente y solitario corazón del hombrecillo.

Soy una criatura del común, me temo, insensible a muchas de las cosas profundas de la vida, pero de vez en cuando, como todos nosotros, me enfrento cara a cara con algo que me emociona. Había visto que este vendedor ambulante de barba roja se sentía como un puñado de levadura dentro de la enorme y pesada masa de la humanidad: viajaba intentando cumplir con su propio ideal de belleza. Me sentí casi maternal y me dieron ganas de decirle que lo comprendía. Y en cierto modo me avergoncé de haber huido de mis propias obligaciones domésticas, de mi cocina, de mi corral de gallinas y de mi viejo, temperamental y distraído Andrew. Caí en un estado de ánimo sobrio y templado. En cuanto estuviera sola, pensé, vendería el Parnaso y volvería corriendo a mi granja. Ése era mi trabajo, mi copa de bendiciones. ¿Qué me proponía en última instancia, yo, una mujer gorda de mediana edad, aventurándome por los caminos con un carro lleno de libros que no comprendía?

Volví a poner el cuaderno en su escondite. Hubiera preferido morir antes que permitir que el profesor supiera que había estado leyéndolo.