Port Vigor es un pueblecito fascinante. Está construido en un recodo del Sound. Borroso en la lejanía, se puede ver el final de Long Island, cosa que Mifflin observó con una chispa en los ojos. Lo hacía sentir más cerca de Brooklyn. Numerosas goletas se agitaban a lo largo del estuario con el viento frío y el aire tenía un toque deliciosamente salado. Fuimos directamente a la estación, donde el profesor se apeó. Cogimos su equipaje y encerramos a Bock en la caravana para evitar que lo siguiera. Luego hubo un silencio incómodo mientras él permanecía de pie junto a la rueda con la gorra puesta.
—Bueno, señorita McGill —dijo—, hay un tren expreso a las cinco en punto, así que con un poco de suerte estaré en Brooklyn esta noche. La dirección de mi hermano es el 600 de Abingdon Avenue y espero que cuando le envíe una postal a la Saga haga lo propio conmigo. Echaré mucho de menos el Parnaso, pero prefiero que se lo quede usted en vez de cualquier otra persona.
Hizo una profunda venia y antes de que yo pudiera decir una sola palabra se sopló la nariz violentamente y se alejó a toda prisa. Lo vi cargar su equipaje por la puerta de la estación. Luego desapareció. Supongo que después de tantos años viviendo con Andrew me había desacostumbrado a la excentricidad de los demás, pero ciertamente el pequeño Barbarroja era uno de los seres más extraños con los que me había tocado tratar.
Bock aulló desconsoladamente dentro de la caravana y yo perdí las ganas de vender libros en Port Vigor. Regresé con el Parnaso al pueblo y entré en una cafetería para tomar un té con tostadas. Al salir vi que una pequeña multitud se había agrupado, en parte debido al estrafalario aspecto del Parnaso y en parte por los lastimeros aullidos de Bock, que venían de dentro. La mayoría de los curiosos parecía sospechar que el carro era parte de un zoo ambulante, así que casi contra mi voluntad levanté las tapas, até a Bock a la parte posterior de la caravana y empecé a responder a las preguntas burlonas de la muchedumbre. Dos o tres compraron libros sin ninguna prisa y pasó un tiempo hasta que pude retomar el viaje. Finalmente cerré la caravana y me puse en camino, temerosa de encontrarme con quien ya sabemos. Cuando entraba a la vía que conduce a Woodbridge oí el silbato del tren de las cinco a Nueva York.
Las veinte millas de camino entre la granja Sabine y Port Vigor me resultaron muy familiares, pero por fortuna no tardé en llegar a una región en la que no había estado nunca. En mis ocasionales viajes a Boston siempre había tomado el tren en Port Vigor, así que los caminos rurales me eran por completo ajenos. Pero me dirigía a Woodbridge porque el señor Mifflin había hablado de un granjero, un tal señor Pratt, que vivía a unas cuatro millas de Port Vigor, en el camino de Woodbridge. Al parecer el señor Pratt le había comprado muchos libros al profesor, que había prometido visitarlo nuevamente. Así que me sentí en el deber de complacer a un buen cliente.
Tras las variopintas aventuras de los últimos dos días era casi un alivio estar sola para pensar bien las cosas. Allí estaba yo, Helen McGill, en una curiosa situación, sin duda. En lugar de estar en casa, en la granja, preparando la cena, recorría un camino desconocido como única propietaria de un Parnaso (quizás el único existente), un caballo, un perro y un montón de libros. Desde la mañana del día anterior mi vida se había salido de su órbita habitual. Me había gastado cuatrocientos dólares de mis ahorros. Había vendido cerca de trece dólares en libros. Había provocado una pelea y había conocido a un filósofo. Y, peor aún, empezaba tímidamente a desarrollar una nueva filosofía propia. ¡Y todo ello para evitar que Andrew comprara aquellos libros! Eso, al menos, lo había conseguido. Cuando finalmente vio la caravana a duras penas le prestó atención, salvo para mirarla con desprecio. Me vi a mí misma preguntándome si el profesor aludiría a este incidente en su libro y deseando que me enviara un ejemplar. Aunque, después de todo, ¿por qué habría de mencionar el incidente? Para él era sólo una entre miles de aventuras. Como le había dicho, enfadado, a Andrew, yo no era nada para él y él no era nada para mí. ¿Acaso tendría manera de saber que ésta era la primera auténtica aventura que yo había vivido en los últimos quince años, dedicados, como él mismo diría, a compilar mi antología? ¡Vaya con el gracioso y menudo hombrecillo!
Dejé a Bock atado a la parte trasera de la caravana, pues temía que pudiera ir en busca de su amo. A medida que avanzábamos y el sol del atardecer lanzaba una luz uniforme a lo largo del camino, me sentí un poco solitaria. Este asunto de vagabundear a solas era un poco brusco después de quince años de vida hogareña. El camino discurría cerca del agua y se veía cómo el Sound adquiría un tono azul más profundo y luego púrpura. Podía oír el rumor del oleaje y, al final de Long Island, se alzaba un remoto faro que despedía una chispa de color rubí. Pensé en el hombrecillo a bordo del expreso a Nueva York y me pregunté si viajaría en un pullman o en uno de tercera clase. No estaría mal recostarse en una silla pullman después de haber pasado tanto tiempo en el pescante del Parnaso.
Poco a poco nos acercamos a una granja que, supuse, era la del señor Pratt. La casa quedaba a pocos metros del camino y tenía un granero enorme de color rojo detrás y una veleta con forma de caballo desbocado. Curiosamente, Peg pareció reconocer el lugar, pues se desvió por sí sola, entró por la verja y relinchó vigorosamente. Debía de ser una de las paradas favoritas del profesor.
A través de una ventana iluminada vi un grupo de gente sentada a la mesa. Era evidente que los Pratt estaban cenando. Me detuve en el patio frente a la fachada. Alguien se asomó por la ventana y escuché la voz de una chica:
—¡Papá, papá, ha llegado el Parnaso!
El profesor debía de ser un visitante ilustre en aquella granja, pues en un instante toda la familia salió de la casa con gran alboroto de platos y sillas. Un hombre alto y bronceado, con una camisa blanca sin cuello, lideraba el grupo. Luego salió una mujer corpulenta, muy parecida a mí en su complexión, un jornalero y tres niños.
—¡Buenas noches! —dije—. ¿Es usted el señor Pratt?
—¡Ciertamente! —contestó—. ¿Dónde está el profesor?
—De camino a Brooklyn —dije—. Ahora yo me encargo del Parnaso. Me dijo que lo visitara sin falta. Así que, aquí estamos.
—¡Bueno, me gustaría conocer la historia! —exclamó el señor Pratt—. ¡Todo indica que el Parnaso se ha vuelto sufragista! Ben, encárgate de los animales que yo llevaré a la señora Mifflin a la mesa.
—Aguarde ahí —dije—. Me llamo McGill, señorita McGill. Mírelo, está ahí pintado en la caravana. Se lo compré todo al señor Mifflin. El negocio entero.
—Vaya, vaya —dijo el señor Pratt—. Nos complace ver por aquí a una amiga del profesor. Lástima que no haya venido él también. Pase y tome un bocado con nosotros.
Sin lugar a dudas, el señor y la señora Pratt eran gentes de buen corazón. Ben llevó a Peg y a Bock al establo y les dio de comer, mientras la señora Pratt me enseñaba el cuarto donde pasaría la noche, no sin antes ofrecerme una jarra de agua caliente. Luego todos bajaron en tromba al comedor y siguieron con la cena. Supongo que soy una experta en cocina campesina: hay que reconocer que Beulah Pratt era un ama de casa de primera. Sus panecillos calientes eran perfectos; el café era pura moka, colado y no hervido. La salsa fría y la ensalada de patatas eran tan buenas como cualquiera de las que Andrew solía comer. Hizo también una tortilla francesa especialmente para mí y abrió una de sus conservas de fresas. Los niños (dos chicos y una chica) se sentaron con la boca abierta, dándose codazos disimuladamente entre sí, y el señor Pratt sacó su pipa mientras yo terminaba de comer las peras asadas con crema y la tarta de chocolate. Fue una cena como es debido. Me pregunté qué estaría comiendo Andrew y si habría encontrado el nido detrás de la pila de troncos donde la gallina roja siempre pone sus huevos.
—Bueno —dijo el señor Pratt—, háblenos del profesor. Aguardábamos su llegada cualquier día de este otoño. Por lo general llega en la época de la sidra.
—Supongo que no hay mucho que contar —dije—. Se detuvo en nuestra granja el otro día y dijo que quería vender la caravana. Así que se la compré. Planeaba volver a Brooklyn y escribir un libro.
—¡Ah, ese libro del que tanto habla! —dijo—. Aunque no creo siquiera que haya comenzado a escribirlo.
—¿De qué parajes viene usted, señorita McGill? —dijo Pratt. Se notaba a distancia que estaba muy intrigado con la idea de que una mujer anduviera sola por el campo con una caravana llena de libros.
—Vengo de Redfield —dije.
—¿Es usted pariente del escritor que vive en esas tierras?
—¿Se refiere a Andrew McGill? —dije—. Es mi hermano.
—¡No me diga! —exclamó la señora Pratt—. El profesor lo tenía muy presente, no sabe cuánto. Una noche nos durmió a todos leyendo en voz alta uno de sus libros. Dijo que era la mejor literatura del Estado o algo así.
Sonreí para mis adentros al recordar el altercado en el camino de Shelby.
—Bueno —dijo Pratt—, si el profesor tiene mejores amigos que nosotros en estos pagos me gustaría conocerlos. Vino aquí por primera vez hace unos cuatro años. Yo estaba trabajando en el campo de heno aquella tarde cuando escuché un grito proveniente de la laguna junto al molino. Eché una mirada en esa dirección y vi a un par de chicos agitando las manos y gritando. Bajé corriendo por la colina y ahí estaba el profesor sacando a mi pequeño Dick del agua. Dick es ese de ahí.
Dick, un chico de unos trece años, se sonrojó bajo sus pecas.
—Los chicos estaban haciendo el tonto en una balsa y en el momento menos pensado Dick cayó al agua, por el dique. Tampoco sabía nadar. El profesor, que pasaba justo por ahí en ese autobús suyo, escuchó los gritos de los chicos. Bajó del vagón con la habilidad de un chimpancé, saltó sobre el vallado de alambre, se arrojó a la laguna, nadó hasta el lugar y sacó al chico del agua. Sí, señorita, le salvó la vida, así como lo oye. Ese hombre puede hacerme dormir leyéndome poemas cuantas veces quiera. Nuestro profesor es un pequeño barril de pólvora.
El granjero Pratt le dio una honda calada a su pipa. Evidentemente, su amistad con el librero ambulante era una de las verdades de su vida.
—Sí, señorita —continuó—, el profesor ha sido uno de mis buenos amigos, téngalo por seguro. Lo sacó del agua y lo trajo a la parte trasera de casa. El chico se había hundido tanto que el profesor tuvo que bucear hasta el fondo para encontrarlo. Realmente estaban muy al fondo, y le puedo asegurar que tenía mucho miedo. Pero, no sé cómo, logramos agarrar a Dick, lo metimos en un barril de azúcar, le echamos whisky encima, le movimos los brazos y lo envolvimos en sábanas calientes. Poco a poco fue volviendo en sí. Y entonces me di cuenta de que el profesor, tras saltar sobre el alambre de espino, mientras corría a toda prisa hacia la laguna, se había hecho un agujero en la pierna por el que se podía meter un dedo. Sus pantalones estaban tiesos de tanta sangre y él no decía nada. Es el mequetrefe más valiente en tres Estados, ¡por Judas! En fin, lo recostamos en una cama también. Y entonces la señora de la casa sufrió un colapso y tuvimos que llevarla a la cama. Tres personas a las que el doctor tuvo que atender. ¡Menuda tarde de verano la de aquel día! Pero ni aun así conseguimos que el profesor se quedara mucho tiempo en cama. Al día siguiente ya estaba buscando sus libros de poesía, y en un santiamén ya nos tenía a todos reunidos para predicar la buena literatura como cualquier evangelista. Supongo que todos nos quedamos dormidos con su poesía, así que empezó a leernos esa historia de La isla del tesoro, ¿no fue así, mujer? Por todos los santos, ninguno de nosotros se quedó dormido con esa historia. Asombró a los niños con su lectura, tanto que desde entonces se han aficionado a los libros y Dick es ahora el mejor de su clase. El profesor dice que nunca había conocido a un niño al que le gustaran tanto los libros. ¡Eso es lo que el profesor ha hecho por nosotros! En fin, háblenos de usted, señorita McGill. ¿Hay algún buen libro que deberíamos leer? Antes quería leer algo de ese señor Shakespeare del que tanto hablaba mi padre, pero el profesor siempre me dijo que aquello me quedaba grande.
Me sentí muy emocionada al oír todas estas historias sobre Mifflin. Podía imaginar vivamente al habilidoso hombrecillo cautivando a los nobles corazones de los Pratt con su elocuencia, con su vehemencia. Y la historia de la laguna del molino también tenía su significado. El pequeño Barbarroja no era un simple vagabundo, era un hombre de verdad, frío y con la mente en su sitio, con las cicatrices de un héroe. Sentí un repentino borboteo de calor al recordar sus cómicos ademanes.
La señora Pratt encendió el fuego en su estufa Franklin y yo me rompí la cabeza pensando cómo podría seguir cabalmente los pasos del profesor. Finalmente saqué del Parnaso un ejemplar de El libro de la selva y les leí la historia de Rikki-Tikki-Tavi. Hubo un profundo silencio cuando terminé de leer.
—Dime, papá —dijo Dick con timidez—, esa mangosta era un poco como el profesor, ¿no es así?
El profesor era sencillamente el héroe de esta familia y no tardé en empezar a sentirme como una impostora.
Supongo que no era lo más sensato, pero ya había tomado la decisión de seguir hasta Woodbridge esa noche. No debía de estar a más de cuatro millas y apenas eran las ocho pasadas. Sentía una punzada de indigna irritación, pues entendí que me estaba aprovechando de la influencia social del profesor. Los Pratt no hablaban de otra cosa, y la verdad es que quería hallarme en un lugar donde me estimaran por mi propio valor y no como una mera discípula. «¡Vaya con el pequeño Barbarroja!», pensé, «¡creo que ha embrujado a esta pobre gente!». Y a pesar de sus protestas e invitaciones a pasar la noche en su casa, insistí en que debía volver a enjaezar a Peg.
Les di el ejemplar de El libro de la selva como un pequeño pago por su hospitalidad y, finalmente, le vendí al señor Pratt una edición de Los cuentos de Shakespeare, de Lamb; en fin, algo que pudiera leer sin que le dieran fiebres. Entonces encendí mi linterna y, tras un coro de despedidas, el Parnaso echó a rodar. «Muy bien», me dije a mí misma al entrar de nuevo en el camino principal, «al diablo con el hombrecillo. Al parecer hipnotiza a todo el mundo… ¡A estas horas ya debe de estar en Brooklyn!».
El camino estaba en silencio, la oscuridad era casi total, pues el cielo se había llenado de nubes y no se veían ni la luna ni las estrellas.
El camino era directo y no tendría por qué haber sufrido dificultades, pero Peg debió de aprovechar que me quedé dormida durante un rato para tomar un desvío equivocado. Sea como fuere, hacia las nueve y media me di cuenta de que el Parnaso transitaba por un camino mucho más pedregoso de lo que podría permitirse en cualquier carretera principal. Yo sabía que los postes del teléfono se extendían a lo largo de los caminos importantes, y como no se veía ninguno en los alrededores, era evidente que había cometido un error. Por un momento me resistí a aceptar que estaba equivocada, pero entonces Peg trastabilló bruscamente y se detuvo en seco. No hizo caso a ninguna de mis exhortaciones, y cuando bajé de la caravana con la linterna en la mano para ver si algo se había atravesado en el camino, vi que le faltaba una herradura y el casco estaba sangrando. La herradura debía de haberse caído unos metros más atrás y seguramente se había clavado algo por el camino. No vi otra alternativa que quedarme allí a pasar la noche.
No era lo más agradable, pero las aventuras del día me habían puesto en un estado de ánimo más bien estoico y me pareció inútil lamentarme. Desaté a Peg, le lavé la pata y la amarré a un árbol. Hubiera hecho alguna exploración más atenta para determinar el lugar en el que me encontraba, pero justo en ese momento cayó un aguacero. Subí al Parnaso, me encerré con Bock y encendí la lámpara que colgaba del techo. Para entonces el reloj daba las diez en punto. No había nada que hacer salvo quedarse dentro, de modo que me quité las botas y me recosté en el catre. Bock se echó cómodamente en el suelo. Me proponía leer durante un rato, así que dejé la luz encendida. Sin embargo, me quedé dormida casi al instante.
Me desperté a las once y media y apagué la lámpara, que había calentado demasiado el interior de la caravana. Abrí las diminutas ventanas, y habría hecho lo mismo con la puerta pero temí que Bock pudiera escaparse. Todavía estaba lloviendo un poco. Para mi irritación me sentía totalmente despierta. Me quedé echada, oyendo el tamborileo de las gotas en el techo y la claraboya, un sonido muy acogedor cuando uno se encuentra a salvo en un sitio caliente. De vez en cuando se escuchaba a Peg pateando el suelo bajo la enramada. Estaba a punto de volver a quedarme dormida cuando Bock lanzó un grave ladrido.
Ninguna mujer fuerte como yo tiene derecho a ponerse nerviosa, o eso creo. El caso es que mi seguridad se desvaneció instantáneamente. El tamborileo de la lluvia se volvió algo amenazador y me imaginé toda clase de horrores. Estaba totalmente sola y desarmada y Bock no era precisamente un perro grande. Gruñó nuevamente y me sentí peor que nunca. Creí escuchar sonidos acechantes entre los arbustos y de pronto Peg rezongó como si estuviera asustada. Traté de calmar a Bock dándole golpecitos en el lomo y noté que su cuello estaba rígido como el de un gallo de pelea. El perro dejó escapar algo que era a medias un extraño gruñido, a medias un lloriqueo, y sentí escalofríos. Alguien debía de estar dando vueltas alrededor de la caravana, pero en medio del aguacero no podía escuchar nada.
Sentí que debía hacer algo. Tenía miedo de gritar, no fuera a hacer patente el hecho de que había una mujer sola dentro de la caravana. Mi recurso fue absurdo pero, al menos, satisfizo mi deseo de actuar: agarré una de mis botas y pateé vigorosamente el suelo a la vez que gruñía con voz profunda y masculina: «¿Qué demonios pasa ahí afuera? ¿Qué ocurre?». Podrá parecer una tontería, por supuesto, pero me proporcionó cierto alivio. Y como Bock dejó de gruñir me pareció que había surtido efecto.
Me quedé despierta durante un rato, temblando de nerviosismo. Luego empecé a calmarme, y ya empezaba a dormirme contra mi voluntad cuando escuché el inconfundible sonido de la cola de Bock topando contra el suelo, una señal evidente de alegría. Esto me intrigó tanto como sus gruñidos. No me atreví a encender la luz, pero escuché que el perro olisqueaba la puerta de la caravana y chillaba con apuro. Me pareció muy extraño, y una vez más me levanté sigilosamente del catre y pateé el suelo con energía, esta vez con la sartén, que resonó con un tintineo sobrenatural. Peg relinchó y rezongó y Bock empezó a ladrar. Estuve a punto de echarme a reír, a pesar de mi angustia. «Suena como un manicomio», pensé, y de inmediato supuse que tal vez la perturbación había sido provocada por algún animal pequeño. Un conejo quizás o una mofeta que Bock habría detectado y querría perseguir. Le di palmaditas y me arrastré hasta el catre una vez más.
Pero las emociones más fuertes estaban aún por venir. Cerca de media hora después escuché el inconfundible ruido de unos pasos junto a la caravana. Bock gruñó furioso y se echó al suelo, muerto de miedo. Algo sacudió una de las ruedas. Luego se escuchó el más extraordinario jaleo, unos pasos veloces, Peg relinchó y algo chocó pesadamente contra la parte posterior de la caravana. Hubo una brusca refriega en el suelo, ruido de golpes y una respiración agitada. Con mi corazón latiendo a toda prisa me asomé por una de las ventanas traseras. Apenas había luz, pero con esfuerzo pude ver un bulto acurrucado que chillaba y se retorcía de dolor en el suelo. Algo golpeó una de las ruedas traseras y el Parnaso tembló. Alguien maldijo en voz alta y luego todo el cuerpo, fuese lo que fuese, se alejó rodando hacia los arbustos. Hubo un tremendo ruido de ramas que se agitan y se rompen. Bock chilló, gruñó y rascó la puerta desesperadamente. Entonces se hizo un silencio total.
Esta vez mis nervios estaban destrozados. Desde mi infancia, cuando me despertaba tras una pesadilla, no me había sentido tan aterrorizada. Pequeños temblores de miedo me recorrían la espina dorsal y sentía punzadas en el cuero cabelludo. Arrastré a Bock hasta el catre y me recosté sujetándolo del collar. Él también parecía muy asustado y olisqueaba con fruición de vez en cuando. Finalmente, dio un resuello y se quedó dormido. Calculé que debían de ser las dos de la madrugada, pero no encendí la luz. Y al fin caí profundamente dormida.
Cuando desperté el sol brillaba en el cielo y el aire estaba lleno del canto de los pajarillos. Me sentí entumecida e incómoda por haber dormido con la ropa puesta y tenía la pierna dormida por el peso de Bock.
Me levanté y me asomé por la ventana. El Parnaso se hallaba en un camino estrecho cerca de un bosque de abedules. El suelo estaba embarrado y cubierto de pisadas en la parte posterior de la caravana. Abrí la puerta y miré alrededor. Lo primero que vi en suelo, junto a una de las ruedas, fue una vieja y maltrecha gorra de tweed.