Capítulo 6

Cuando desperté, a la mañana siguiente, tenía una curiosa sensación de perplejidad. El cuarto vacío, con la raída alfombra de color azul y rojo y el excusado de porcelana verde, me resultaba definitivamente extraño. Escuché la campana de un reloj en el vestíbulo. «¡Rayos!», pensé, «he dormido casi dos horas de más. ¿Qué querrá tomar Andrew para el desayuno?». Entonces, al acercarme a la ventana para cerrarla, vi el Parnaso, con sus llamativas letras rojas, estacionado en el patio. Instantáneamente recordé lo que ocurría. Y asomándome con discreción desde detrás de las cortinas vi al profesor, armado con un bote de pintura y borrando su nombre del costado de la caravana, con la evidente intención de poner el mío en su lugar. No había pensado en eso hasta aquel momento. Sin embargo, me dije, bien podía sacarle provecho a mi apellido.

Me vestí con prontitud, volví a meter mis cosas en la maleta y bajé a desayunar a la planta baja. La larga mesa estaba casi vacía, pero los dos hombres que estaban sentados en el extremo opuesto me miraban con curiosidad. A través de la ventana vi mi nombre escrito en grandes letras rojas, creciendo en el costado de la caravana a medida que el profesor aplicaba la pintura diligentemente con la brocha. Y una vez que hube terminado mi café y mis alubias con beicon noté con cierta sorna que el profesor había quitado la frase sobre Shakespeare, Charles Lamb y todo lo demás y había puesto un nuevo mensaje. Ahora el letrero decía:

PARNASO AMBULANTE

H. McGILL’S

LOS MEJORES LIBROS

ESPECIALIDAD EN LIBROS DE COCINA

INFÓRMESE AQUÍ

Evidentemente, no confiaba en mi familiaridad con los clásicos.

Pagué la cuenta en la recepción y tuve la precaución de pagar por el alojamiento del caballo y la caravana en el patio. Luego entré en el establo, donde encontré al señor Mifflin, que observaba su trabajo con satisfacción. Había retocado todas las letras rojas y ahora brillaban a la luz del sol de la mañana.

—Buenos días —dije. Él me devolvió el saludo.

—¡Vaya! —gritó—, ¡ahora el Parnaso es todo suyo! ¡Tiene el mundo a sus pies! Y he ganado más dinero para usted. Vendí algunos libros anoche. Convencí al administrador del hotel para que comprara varios volúmenes de O. Henry para su sala de fumadores y le vendí también el libro de cocina de Waldorf al cocinero. ¡Cielos, qué café más terrible prepara! Espero que consiga mejorarlo con ayuda del libro.

Me entregó dos desvaídos billetes y un puñado de monedas. Lo recibí todo con expresión seria y lo puse en mi monedero. La verdad es que la cosa no iba mal. Más de diez dólares en menos de veinticuatro horas.

—El Parnaso parecer ser una mina de oro —dije.

—¿En qué dirección piensa ir? —preguntó.

—Bueno, como sé que intenta llegar a Port Vigor podría llevarlo hasta allí, desde luego —respondí.

—¡Bien! Esperaba que dijera eso. Me han dicho que el camión para Port Vigor no sale hasta el mediodía, y creo que me moriría de aburrimiento si tuviera que quedarme aquí toda la mañana sin libros que vender. En cuanto me suba al tren, todo irá bien.

Bock estaba atado en una esquina del patio, bajo la puerta lateral del hotel. Fui a desatarlo mientras el profesor le ponía el arnés a Peg. Al inclinarme para quitar la cadena del collar oí que alguien hablaba por teléfono. La recepción del hotel quedaba justo sobre mi cabeza y la ventana estaba abierta.

—¿Qué dijo?

—…

—¿McGill? Sí, señor, se hospedó aquí anoche. Se encuentra aquí ahora mismo.

No quise esperar a escuchar nada más. Al desatar a Bock corrí a contarle a Mifflin lo que había oído. Sus ojos soltaron chispas.

—Es evidente que la Saga está al acecho —dijo burlonamente.

—En fin, vámonos. No veo qué podría hacer, incluso si llegara a alcanzarnos…

El empleado del hotel me llamó desde la ventana:

—Señorita McGill, su hermano está al teléfono y quiere hablar con usted.

—Dígale que estoy ocupada —respondí y me subí al pescante. No fue una respuesta muy diplomática, me temo, pero estaba demasiado entusiasmada por el júbilo de la mañana y el espíritu de aventura como para detenerme a pensar en una réplica mejor. Mifflin espoleó a Peg y nos marchamos.

El camino de Shelby a Port Vigor discurre entre las suaves y amplias colinas que definen el curso del Sound. Y debajo, a nuestra izquierda, el río corría reluciente al fondo del valle. Era un paisaje perfecto: los bosques eran todo bronce y oro; las nubes eran blancas y espesas y parecían espuma celestial suspendida en el aire. El sol era tibio y flotaba glorioso en un arco formidablemente azul. Mi corazón estaba lleno de fervor. Creo que por primera vez sabía lo que Andrew sentía en sus viajes de vagabundo. No entendía cómo todo aquello había permanecido oculto para mí hasta entonces. No entendía cómo el trascendental misterio de hacer pan me había impedido ver durante tanto tiempo los misterios del sol y el cielo y el viento en los árboles. Pasamos junto a una casa campestre blanca que había al lado del camino. En la reja de entrada estaba el granjero, sentado en un tronco, puliendo un trozo de madera y fumando su pipa. A través de la ventana de la cocina vi a una mujer que limpiaba la estufa. Me dieron ganas de gritarle: «¡Oh, estúpida mujer! ¡Deja la estufa, las ollas, sartenes y labores, aunque sea por un día! ¡Sal de ahí y mira el sol y el cielo y el río a lo lejos!». El granjero miró con indiferencia el Parnaso y entonces recordé mi misión como distribuidora de literatura. Mifflin estaba sentado con un pie apoyado en su valija, observando las copas de los árboles que se mecían con el viento frío. Parecía perdido en alguna lejanía, cautivado por la musa de la mañana. Solté las riendas y me acerqué al granjero.

—Buenos días, amigo.

—Buenos días, señora —dijo con firmeza.

—Vendo libros —dije—. Me preguntaba si no necesitaría alguno.

—Gracias, señorita —dijo—, pero el año pasado compré una pila entera y no creo que vaya a necesitar ninguno más en lo que me queda de vida. Una colección completa de oraciones fúnebres que un agente me vendió por un dólar al mes. A estas alturas podría pasar por un doliente afligido delante de cualquier lecho de muerte.

—Pero usted necesita libros que le enseñen cómo vivir, no cómo morir —dije—. ¿Qué hay de su esposa? ¿No le vendría bien disfrutar de algún libro? ¿Y sus hijos? ¿No querrán leer unos cuentos de hadas?

—Dios me bendiga —dijo—. No tengo esposa. Nunca fui un hombre arriesgado, así que mucho me temo que los placeres de mi melancolía seguirán limitándose a las oraciones fúnebres por un buen tiempo.

—¡Bueno, aguarde un momento! —exclamé—. Tengo justo lo que usted necesita.

Había estado examinando con atención las estanterías y recordaba haber visto un ejemplar de Anhelos de un hombre soltero. Me bajé del pescante, abrí la caravana (me produjo una gran emoción hacerlo yo misma por primera vez) y encontré el libro. Miré dentro de las tapas y vi las letras n m escritas con la limpia caligrafía de Mifflin.

—Aquí tiene —dije—. Se lo vendo por treinta centavos.

—Es usted muy amable, señorita —dijo cortésmente—, pero para serle franco no sabría qué hacer con él. Estoy trabajando en un informe del gobierno sobre gusanos y hongos y, entre medias, leo algunas oraciones fúnebres. La verdad es que ésa es toda la lectura que me puedo permitir. Eso y el Bugle de Port Vigor.

Me di cuenta de que era sincero, así que volví a trepar al pescante. Me hubiera gustado hablar con la mujer de la cocina, que ahora se asomaba perpleja por la ventana, pero decidí que sería mejor continuar el camino y no perder más tiempo. El granjero y yo intercambiamos un saludo amistoso y el Parnaso se puso en marcha.

La mañana era tan hermosa que no sentía la necesidad de hablar, y como el profesor parecía muy pensativo preferí guardar silencio. Pero cuando Peg empezó a ascender una cuesta empinada Mifflin sacó de repente un libro de su bolsillo y se puso a leer en voz alta. Yo observaba el río y no me volví para mirarlo, aunque lo escuché atentamente:

—«Espiral de nubes, ráfaga de viento, el disco solar, el tabernáculo azul del cielo, el ciclo de las estaciones, la titilante multitud de las estrellas, partes todas de una unidad rítmica y mística. Allí donde nos lleven nuestros pequeños asuntos debemos distinguir por doquier las huellas digitales del majestuoso plan, la rutina metódica e inexorable que no tiene comienzo ni fin, allí donde la muerte no es más que un prefacio al siguiente nacimiento y el nacimiento es el ineludible antecedente de otra muerte. Nosotros, seres humanos, somos tan incapaces de concebir el motivo o la causa moral de todo aquello como el perro es incapaz de comprender el razonamiento en la mente de su amo. El perro ve los actos del amo, benévolos o malignos, y menea la cola. Lo mismo ocurre con nosotros.

»Por lo tanto, hermanos, es preciso andar por este camino con el corazón liviano. Alabemos el bronce de las hojas y el estallido de la ola mientras tengamos ojos para ver y oídos para escuchar. Una sincera perplejidad ante las bellezas inefables del mundo es la postura adecuada para el aprendiz. Seamos todos aprendices bajo la atenta mirada de la Madre Naturaleza».

»—¿Qué le parece? —preguntó.

—Un poco denso, pero muy bueno —respondí—. ¡No hay nada en él acerca del trascendental misterio de hacer pan!

Se puso lívido.

—¿Sabe quién lo ha escrito? —preguntó.

Hice un gran esfuerzo por recordar las lecciones de literatura de mis tiempos de institutriz.

—Me rindo —dije tímidamente—. ¿Carlyle?

—Es de Andrew McGill —dijo—. Uno de sus pasajes cósmicos que ahora empiezan a reproducirse en los libros escolares. El tipo escribe bastante bien.

Empecé a sentirme incómoda, como si me estuvieran sometiendo a un catecismo literario, así que no dije nada e hice que Peg acelerara un poco el paso. A decir verdad tenía más curiosidad por oír al profesor hablar de su propio libro que de la obra de Andrew. Siempre me había abstenido prudentemente de leer las cosas de mi hermano, pues imaginaba que serían más bien sosas.

—En cuanto a mí —dijo el profesor—, no tengo facilidad para el estilo grandilocuente. Siempre he tenido la impresión de que es mejor leer un buen libro que escribir uno malo y pobre. Y he mezclado tantas lecturas a lo largo de mi vida que mi mente está llena de ecos y voces de hombres mejores que yo. Pero este libro que planeo escribir realmente merece ser escrito, creo yo, porque tiene su propio mensaje.

Miró de un modo casi nostálgico el valle soleado. A lo lejos se escuchaba el rumor del Sound. La descolorida gorra de tweed del profesor estaba inclinada sobre una oreja y su tupida y pequeña barba roja brillaba con la luz del sol. Guardé un silencio cómplice. Parecía contento de tener alguien con quien hablar sobre su preciado libro.

—El mundo está lleno de grandes escritores que hablan de literatura —dijo—, pero todos ellos son egoístas y aristocráticos. Addison, Lamb, Hazlitt, Emerson, Lowell, escoja al que quiera, conciben el amor por los libros como un escaso y perfecto misterio al alcance de unos pocos, algo reservado al silencioso estudio donde se refugian en las noches con una vela, un cigarro, una copa de oporto sobre la mesa y un perrito de aguas junto a la chimenea. Lo que quiero decir es: ¿quién se ha aventurado alguna vez en las montañas y los campos para llevarles la literatura a las gentes más simples?, ¿quién ha llevado la literatura hasta sus mismos hogares, hasta sus razones y corazones, como dicen por ahí? Cuanto más se adentra uno en el campo, menos y peores libros se ven. He pasado muchos años recorriendo mundo a bordo de esta ciudadela del delito y, por los huesos de Ben Ezra, no creo haber visto un solo libro realmente bueno que no fuera la Biblia en ninguna granja, excepto los que yo mismo llevaba, claro. Los mandarines de la cultura, ¿qué tienen para enseñarle a la gente corriente? No vale con escribir listas de libros para los granjeros y llenar con ellos estanterías de dos metros. Es preciso ir a visitar a la gente personalmente, llevarles los libros, hablar con los profesores y presionar a los editores de periódicos locales y revistas agrícolas y contarles cuentos a los niños. Y entonces, poco a poco, uno empieza a lograr que los buenos libros circulen por las venas de la nación. ¡Es una gran labor, imagínese! Es como llevar el Santo Grial a algunas de estas remotas granjas. Y ya me gustaría que hubiera mil Parnasos en lugar de uno solo. No lo habría dejado de no haber sido por mi libro: quiero escribir sobre mis ideas con la esperanza de animar a otros. ¡Aunque no creo que haya ningún editor en todo el país que quiera publicarlo!

—Pruebe con el señor Decameron —dije—. Siempre ha sido muy amable con Andrew.

—Imagínese lo que significaría —gritó describiendo un elocuente arco con su mano—, si algún hombre rico creara un fondo para equipar cien o más caravanas como ésta para llevar la literatura a todos los distritos rurales… Además, sería rentable; una vez que estuviera en marcha, claro. ¡Por los huesos de Webster! Una vez fui a una convención de libreros en un hotel de Nueva York y les conté mi gran plan. Se rieron de mí. Pero me he divertido más llevando y trayendo libros en este Parnaso de lo que me habría divertido sentado en una librería o como maestro de escuela o como predicador. La vida se llena de un sabor especial cuando uno anda rodando por los caminos. Fíjese en el día de hoy, con el sol y el aire y las nubes plateadas. Pero mis días preferidos son los lluviosos. Solía parar a la orilla del camino, cubría a Peg y a Bock con un mantel de hule y me acurrucaba en el catre, fumando y leyendo en voz alta para Bock. Leímos entero Midshipman Easy y muchas obras de Shakespeare. Es un perro muy erudito. Hemos vivido juntos muchas experiencias asombrosas en este Parnaso.

El ondulado camino desde Shelby hasta Port Vigor es bastante solitario, pues casi todas las casas de las granjas quedan en el valle. De haberlo sabido, habríamos tomado el camino más largo y populoso, aunque, a decir verdad, estaba disfrutando del paisaje y del solitario camino, que brillaba bajo el sol resplandeciente. Trotamos plácidamente unos kilómetros. Una vez más nos detuvimos en una casa donde Mifflin se ofreció a ejercitar su talento. Me divirtió sobremanera ver cómo consiguió venderle un ejemplar de los Cuentos de los hermanos Grimm a una solterona refunfuñona, con el argumento de que disfrutaría mucho leyéndole esas historias a sus sobrinos, que vendrían a visitarla pronto.

—¡Vamos! —se burló mientras me daba los veinticinco centavos que había ganado—, no hay nada en ese libro que sea tan grimoso como ella.

Un poco más adelante paramos junto a un manantial a la orilla del camino para darle de beber a Peg y yo sugerí que almorzáramos. Había comprado algo de pan y queso en Shelby. Con eso y algo de jamón hicimos unos excelentes sándwiches. Mientras estábamos allí sentados el camión que iba a Port Vigor pasó con gran estrépito. Unos metros más adelante se detuvo, al poco continuó su camino. Una figura familiar empezó a acercarse a nosotros.

—Tenía que ocurrir —le dije al profesor—. ¡Ha llegado Andrew!