Miré con asombro a aquel pequeño bellaco. ¡Ésa era sin duda una nueva faceta del amigable idealista! Al parecer tenía una veta maliciosa y temeraria junto a su tierno amor por los libros. Debo decir que entonces, por primera vez, lo encontré admirable. Había quemado las naves de mi respetabilidad y ahora disfrutaba lo suyo al saber que él también podía actuar impulsivamente en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Vaya! —dije—, ¡tiene sangre fría! Menos mal que no se quedó trabajando como maestro de escuela. ¡De lo contrario sus pupilos habrían aprendido algunas de sus mañas! ¡Con lo mayor que es usted!
A veces, quizás, me dejo llevar un poco por mi carácter impulsivo. Se sonrojó un poco ante mi referencia a su edad y le dio una calada profunda a su pipa.
—Y ya que lo menciona —dijo—, ¿cuántos años cree que tengo? Sólo cuarenta y uno. ¡Por los huesos de Byron! Enrique VIII solamente tenía cuarenta y uno cuando se casó con Ana Bolena. ¡Existen muchos consuelos en la historia para la gente mayor de cuarenta! Recuérdelo cuando llegue a esa edad. —Enseguida, de mejor humor, añadió—: Shakespeare escribió El Rey Lear a los cuarenta y uno. —Luego prorrumpió en una carcajada—. Me gustaría editar una serie de los «Clásicos del Cloroformo» que incluyera libros escritos después de los cuarenta. ¿Quién era ese doctor que recomendaba anestésicos para los mayores de cuarenta? ¡Menudo médico! ¡Nos atiende durante los padecimientos de la infancia y en cuanto nos asentamos en la buena salud y la sabiduría, libres de los honorarios de los doctores, pierde todo interés en nosotros! ¡Por Júpiter! Debo tomar nota de lo anterior para incluirlo en mi libro.
Sacó una libreta de notas y escribió: «Clásicos del Cloroformo» con una letra pequeña y pulcra.
—Bien —dije, ligeramente contrita por haberlo ofendido—, yo también he pasado ya los cuarenta en cierta medida, así que estoy libre de cualquier temor juvenil.
Me miró con aire vagamente divertido.
—Mi querida señorita —dijo—, usted tiene exactamente dieciocho años… Dado que acabamos de escapar de las garras de la Saga de Redfield bien podemos decir que apenas empieza a vivir.
—Oh, Andrew no es un mal hombre —dije—. Es un poco distraído y temperamental, quizás algo egoísta. Los editores han hecho todo lo posible para echarlo a perder, pero supongo que para ser un hombre de letras es bastante humano. Me salvó de convertirme en una institutriz; eso se lo debo a él. Si no se tomara lo de sus comidas como un asunto de…
—Lo más descabellado es que realmente se trata de un buen escritor —dijo Mifflin—. Lo envidio por eso. Nunca se lo diga, pero el caso es que su prosa es casi tan buena como la de Thoreau. Se acerca a los hechos con la delicadeza de un gato al pasar por un camino mojado.
—Debería verlo cuando come —pensé, o más bien traté de pensar, pero las palabras se me escaparon. Cuando me di cuenta, estaba pensando en voz alta de un modo más bien desconcertante junto a aquel extraño hombrecillo.
Éste me miró. Por primera vez noté que sus ojos eran de un color azul pizarra y que tenía unas cómicas patas de gallo.
—No me diga —soltó—. No se me había ocurrido. Un buen estilo en la prosa ciertamente presupone una alimentación adecuada. Es un excelente punto… Thoreau preparaba su propia comida. Era una especie de boy scout, supongo, con una insignia de maestro de cocina. Quizás se llevó algo de beicon de Beech-Nut al bosque. Me pregunto quién le cocinaba a Stevenson… ¿Cummy? El Jardín de versos para niños era en realidad una especie de jardín culinario, ¿no cree? Me temo que todo el peso de la alimentación de su casa recaía sobre usted. En fin, me alegra que se haya librado.
Todo aquello empezaba a resultarme algo intrincado. Intenté poner mis pensamientos en orden, con poca exactitud quizás. Mis días como institutriz habían quedado muy atrás, así que solía decantarme por el sentido común antes que por las alusiones literarias. Algo así le dije al señor Mifflin.
—¿Sentido común? —repitió—. Por todos los santos, señorita, el sentido común es la cosa menos común que hay en el mundo. Yo no lo tengo. Por lo que usted cuenta, no creo que su hermano lo tenga. Bock sí lo tiene. Mire cómo va trotando por el camino, con un ojo en el paisaje y preocupado por sus asuntos al mismo tiempo. No lo he visto meterse en una refriega ni una sola vez. Ojalá pudiera decirse lo mismo de mí. Se llama Bock por Boccaccio. De ese modo recuerdo que algún día tendré que leer el Decamerón.
—A juzgar por su manera de hablar —dije—, usted también debe de ser un buen escritor.
—Los charlatanes nunca escriben. Sólo hablan y hablan.
Se hizo un silencio considerable. Mifflin encendió de nuevo su pipa y observó el paisaje con ojos sagaces. Aflojé las riendas y Peg trotó a paso lento y acompasado. El Parnaso chirriaba musicalmente y el sol de media tarde se abría generoso por todo el camino. Pasamos por otra granja pero no sugerí que nos detuviéramos, pues sentí que debíamos darnos prisa. Mifflin parecía haberse perdido en sus meditaciones y yo empecé a preguntarme, con cierta inquietud, cómo acabaría nuestra aventura. Este hombrecillo, imperioso de un modo inusual, era también un poco desconcertante. Al otro lado de una colina se alzaba, blanca y resplandeciente, la aguja de la iglesia de Greenbriar.
—¿Conoce esta parte de la región? —le pregunté por fin.
—No esta parte exactamente. He estado varias veces en Port Vigor, pero siempre por el camino junto al río Sound. Supongo que este pueblo de aquí delante es Greenbriar.
—Sí —dije—, sólo hay treinta millas de aquí a Port Vigor… ¿Cómo espera regresar a Brooklyn?
—Oh, Brooklyn —dijo vagamente—. Sí, me había olvidado de Brooklyn por un momento. Estaba pensando en mi libro. Bueno, creo que tomaré el tren desde Port Vigor. El problema es que no se puede llegar a Brooklyn sin pasar antes por Nueva York. Es algo simbólico, supongo.
De nuevo hubo un silencio. Finalmente dijo:
—¿Hay algún otro pueblo entre Greenbriar y Port Vigor?
—Sí, Shelby —dije—. A unas cinco millas de Greenbriar.
—Eso es todo lo lejos que usted llegará esta noche —dijo—. La acompañaré hasta Shelby y luego tomaré el camino de Port Vigor. Espero que haya una posada decente en Shelby donde pueda usted pasar la noche.
Yo también lo esperaba, pero por nada del mundo le haría saber que, con la caída de la tarde, mi entusiasmo era cada vez menos firme. Me preguntaba lo que estaría pensando Andrew y si la señora McNally había dejado las cosas en orden. Como casi todos los suecos, había que vigilarla o de lo contrario dejaba el trabajo a medias. Y no me fiaba demasiado de que su hija Rosie hiciera las labores de la casa con eficiencia. Pensé en la clase de comida que le darían a Andrew. Y quizás Andrew seguiría usando su ropa interior de verano, a pesar de que le había recordado que debía cambiársela.
Y luego estaban las gallinas…
En fin, ya había cruzado el Rubicón, de modo que no se podía hacer nada.
Para mi sorpresa, el pequeño Barbarroja percibió mi ansiedad.
—Venga, mujer, no se preocupe por la Saga —dijo amablemente—. Un hombre que cobra sus honorarios no se va a morir de hambre. ¡Por los huesos de John Murray, sus editores le enviarán una cocinera si hace falta! Éstas son sus vacaciones, no lo olvide.
Y con este sentimiento de alegría en el alma, descendimos serenamente por la pendiente hacia Greenbriar.
Me considero tan decidida como cualquier hombre, pero confieso que vacilé ante la idea de aparecer delante de toda la gente que conozco en Greenbriar como propietaria de una librería ambulante y en compañía de un charlatán literario. También caí en la cuenta de que si Andrew intentaba seguirnos lo mejor sería que no me vieran. Así que después de contarle al señor Mifflin lo que pensaba de todo el asunto, me escondí dentro del Parnaso y me recosté en el confortable camastro. El perro, Bock, me hizo compañía y permanecí allí echada, para solaz del alma y el cuerpo, mientras bajábamos por el camino. Un rayo de sol penetraba a través de la claraboya y hacía brillar una sartén colgada sobre la estufa.
Entre los muchos retratos de autores que había por aquí y por allá descubrí un recorte de prensa amarillento pegado a la pared. El titular decía: «Literato Ambulante da Lecciones de Poesía». Leí la nota entera.
Al parecer, el profesor (así lo había empezado a llamar, pues el apelativo me resultaba el más adecuado) había dado una conferencia en Camden, Nueva Jersey, donde había afirmado que Tennyson era mejor poeta que Walt Whitman. Los admiradores del poeta de Camden habían alegrado la velada lanzando fuegos artificiales. Resulta que el principal discípulo de Whitman en Camden era un tal señor Träubel y el señor Mifflin había comenzado a montar el escándalo al asegurar que Tennyson también tenía «sus propios Träubels». Qué criatura más absurda era el profesor, pensé, arrullada por el chirrido de las ruedas.
Greenbriar es un pueblecito construido alrededor de un gran pastizal baldío. En los pueblos, el plan general de Mifflin (así me lo contó) consistía en estacionar el Parnaso frente a la tienda principal o el hotel, y cuando conseguía atraer a una pequeña multitud levantaba las tapas de la caravana, distribuía sus tarjetas de visita y soltaba una arenga sobre el valor de los buenos libros.
Yo seguía escondida allí dentro, pero por los sonidos que me llegaban deduje que esto era justamente lo que estaba ocurriendo. Nos detuvimos. Se oyó un creciente murmullo de voces y risas en el exterior, luego el clic de las tapas laterales. Oí la voz chillona, ligeramente nasal, de Mifflin lanzando frases jocosas mientras repartía las tarjetas. Era evidente que Bock estaba muy acostumbrado a aquella rutina, pues a pesar de que meneaba la cola con simpatía cuando el profesor hablaba, permanecía dormitando apaciblemente a mis pies.
—Amigos míos —dijo el señor Mifflin—, ¿recordáis el chiste de Abe Lincoln sobre un perro? Si llamáis pata a la cola, dijo Abe, ¿cuántas patas tiene un perro? Cinco, me diréis. No, diría Abe, porque llamar pata a una cola no hace que la cola se convierta en pata. Pues bien, muchos de nosotros estamos en la situación de la cola de aquel perro. Que nos llamen hombres no nos convierte en hombres. Ninguna criatura sobre la faz de la Tierra tiene derecho a creerse un ser humano a menos que esté en posesión de un buen libro. El hombre que pasa las tardes saboreando una copa de Piper-Heidsieck en la tienda no es digno de intimar con el benevolente Creador. El hombre que tiene unos cuantos buenos libros en su biblioteca hace feliz a su esposa, les proporciona a sus hijos un negocio redondo y se da la oportunidad de ser un mejor ciudadano. ¿Qué opina al respecto, padre?
Escuché la voz profunda del reverendo Kane, el ministro metodista:
—Está usted en lo cierto, profesor —gritó—. Cuéntenos algo más sobre los libros. Queremos escucharlo.
Por supuesto, el señor Kane se había sentido atraído por la visión del Parnaso. Incluso pude oírlo mascullar para sí mismo mientras sacaba algún libro de las estanterías. ¡Menuda sorpresa se habría llevado si hubiera sabido que me hallaba dentro de la caravana! Tomé la precaución de poner el pestillo en la puerta trasera y cerrar las cortinas. Luego volví a recostarme en el catre. Empecé a imaginarme lo absurdo que sería si Andrew apareciera en escena.
—Entiendo que estáis acostumbrados a esos charlatanes y vagabundos que venden toda clase de chatarra, desde escobas hasta plátanos —dijo la voz del profesor—, ¿pero cuán a menudo veis a alguien que os venda libros? Supongo que habrá una librería en el pueblo… pero hay aquí algunos libros que la buena gente debería conocer. Tengo de todo, desde biblias hasta libros de cocina. Todos hablan por sí solos. Subid, amigos, subid y elegid el vuestro.
Oí que alguien le preguntaba el precio de algo que había encontrado en las estanterías. Creo que lo compró. Sin embargo, el murmullo de las voces que rodeaban el Parnaso era muy relajante y, a pesar de mi interés en lo que estaba ocurriendo, me quedé dormida. Debía de estar muy cansada. Sea como fuere, no me di cuenta de en qué momento la caravana volvió a ponerse en marcha. El profesor dice que se asomó por la ventanita del pescante y me vio profundamente dormida. Cuando desperté me encontré rodando ociosamente en la oscuridad. Bock seguía echado a mis pies y se escuchaba un tintineo leve y musical proveniente del balde que colgaba bajo la caravana y que debía de golpear contra algo de vez en cuando. El profesor estaba sentado en el pescante. Una linterna encendida colgaba de la cornisa sobre su cabeza. Canturreaba una estrafalaria canción que tenía un raro y monótono estribillo:
Naufragué una vez en un puerto
y no bien llegué a la costa
resolví que vagaría
y el país exploraría.
Tommy rataplán balam,
Tommy rataplín balim.
Y no bien llegué a la costa
resolví que vagaría
y el país exploraría.
Me levanté del catre, me golpeé las espinillas contra algo y saludé con un entusiasta «hola». El Parnaso se detuvo y el profesor abrió la ventana corrediza detrás del pescante.
—¡Por todos los cielos! —dije—. Padre Cronos, ¿qué hora es?
—Es casi la hora de cenar, creo. Debió de quedarse dormida mientras yo recaudaba el dinero de los filisteos. He ganado para usted casi tres dólares. Vayamos a la orilla del camino y cenemos alguna cosa.
El profesor condujo a Pegaso hacia un lado del camino y luego me enseñó cómo se encendía la lámpara que colgaba del techo.
—No vale la pena encender la estufa en una noche tan agradable como ésta —dijo—. Recogeré algo de leña y cocinaremos al aire libre. Usted coja su canasta de víveres y yo haré el fuego.
Le quitó las bridas a Pegaso, la ató a un árbol y le dio un puñado de avena. Luego se puso a recoger ramitas y en un santiamén montó el fuego. No tardé ni cinco minutos en preparar unos huevos revueltos con beicon en una sartén y Mifflin trajo una jarra de agua del refrigerador que había debajo del catre, con lo cual pude hacer té.
¡Nunca había disfrutado tanto de un picnic! Era una perfecta noche otoñal de helada, sin viento, el cielo negro azabache y un minúsculo arco de luna nueva como una uña bien cortada. Comimos los huevos con beicon, tomamos el té con leche condensada y luego algo de pan y jamón. El fuego ardía con acogedoras llamas azules y nosotros permanecíamos sentados alrededor mientras Bock rasguñaba la sartén y se comía los mendrugos.
—¿Ha hecho usted este pan, señorita McGill? —preguntó.
—Sí —dije—. El otro día calculé que en los últimos quince años he horneado más de cuatrocientas hogazas al año. Eso hacen más de seis mil hogazas. Podrían grabar eso en mi lápida.
—El arte de hacer pan es un misterio tan trascendental como el arte de hacer sonetos —dijo Barbarroja—. Y en cuanto a sus bizcochos calientes, deberían considerarse a la altura de los versos de arte menor, digo yo, como los triolets. Con eso se puede hacer una buena antología. O una doxología, si lo prefiere.
—La levadura es la levadura y el Oeste es el Oeste[3] —dije y me quedé sorprendida de mi propio ingenio. No había hecho una observación así delante de Andrew en cinco años.
—Veo que conoce bien a Kipling —dijo.
—Oh, sí, como toda institutriz.
—¿Dónde y con quién trabajó usted como institutriz?
—En Nueva York, con la familia de un acaudalado corredor de bolsa. Tenía tres hijos. Solía llevarlos a pasear a Central Park.
—¿Alguna vez ha estado en Brooklyn? —preguntó repentinamente.
—Nunca —respondí.
—¡Ah! —dijo—. He ahí el problema. Nueva York es Babilonia. Brooklyn es la verdadera Ciudad Santa. Nueva York es la ciudad de la envidia, del trabajo de oficina y el jaleo; Brooklyn es la región de los hogares y la felicidad. Es extraordinaria: los pobres y ajetreados neoyorquinos miran con desdén a la hogareña Brooklyn, cuando ésta es la joya que sus almas anhelan sin saberlo. Broadway: piense en lo simbólico del nombre. ¡Ancho es el sendero que conduce a la destrucción! Pero en Brooklyn las calles son estrechas y todas conducen a la Ciudad Celestial de la felicidad. Central Park. Ahí lo tiene. El centro de todo, surcado por muros de arrogancia. En cambio, cuánto mejor es Prospect Park, ¡desde donde se divisan las limpias colinas de la humildad! No hay esperanza para los neoyorquinos, que se vanaglorian de sus pecados monumentales. En Brooklyn, en cambio, prospera la sabiduría de la modestia.
—¿Entonces cree que si hubiera sido institutriz en Brooklyn me habría sentido tan satisfecha que no me habría mudado con Andrew ni habría horneado mis seis mil hogazas de pan y mis versos menores?
Pero el huidizo profesor ya estaba vagando por otros derroteros y no parecía dispuesto a entrar en ninguna discusión.
—Desde luego, Brooklyn es un lugar un poco sucio —admitió—. Pero para mí simboliza un estado mental, mientras que Nueva York es sólo un estado financiero. Verá usted, crecí en Brooklyn: aún evoca tiempos gloriosos para mí. Cuando regrese allí para trabajar en mi libro me sentiré tan feliz como Nabucodonosor cuando dejó de comer hierba y volvió al té con bollos. Lo llamaré Literatura entre los granjeros, aunque no es un buen título. Me gustaría enseñarle algunas de las notas que he tomado para escribirlo.
Me costó ocultar un bostezo. Lo cierto es que tenía sueño y empezaba a sentir algo de frío.
—Pero, antes, dígame —lo interrumpí—, ¿en qué lugar de la Tierra estamos y qué hora es?
Sacó una vieja leontina del bolsillo.
—Son la nueve en punto —dijo—, y estamos a dos millas de Shelby, me atrevo a decir. Lo mejor es que continuemos. En Greenbriar me dijeron que el Hotel Grand Central de Shelby es un buen lugar para pasar la noche. Por eso tenía tantas ganas de llegar allí. ¡Rayos, eso ya suena a Nueva York!
Metió los utensilios de cocina dentro del Parnaso, volvió a embridar a Peg y ató a Bock a la parte trasera de la caravana. Luego insistió en darme los dos dólares con ochenta centavos que había ganado en Greenbriar. La verdad es que tenía demasiado sueño como para ponerme a discutir y, a fin de cuentas, aquel dinero me pertenecía. La caravana avanzó entre chirridos por el oscuro y silencioso camino que discurría entre los pinares. Creo que habló sin parar sobre sus peregrinaciones entre los granjeros de una docena de Estados, pero, para ser honesta, me quedé dormida en la esquina del asiento. Me desperté cuando nos detuvimos frente al único hotel de Shelby, una sencilla y nada pretenciosa posada campestre, a pesar de su absurdo nombre. Dejé que Mifflin se encargara de llevar el Parnaso y a los animales a pasar la noche fuera mientras yo pedía la habitación. Justo cuando recibía la llave de manos del encargado, Mifflin entró en la lóbrega recepción.
—Bueno, señor Mifflin —dije—. ¿Lo veré por la mañana?
—Tenía intención de continuar hasta Port Vigor esta misma noche —respondió—, pero me dicen que me quedan ocho largas millas, así que supongo que acamparé aquí esta noche. Creo que iré a la sala de fumadores a recomendar algunos buenos libros. Hasta mañana no nos despediremos.
Mi habitación era agradable y limpia, dentro de lo posible. Llevé mi maleta y me di un baño caliente. Mientras me quedaba dormida oí una voz chillona que subía de la planta baja, acompañada por carcajadas masculinas. ¡El Peregrino estaba ganando más adeptos!