SHINICHI HOSOI (nacido en 1965)
Hosoi nació en Sapporo. Se trasladó a Tokio a estudiar bellas artes con la idea de ser dibujante de animación, pero lo dejó a los seis meses. Tuvo varios trabajos hasta que conoció Aum Shinrikyo y se hizo miembro. Trabajó en la imprenta de la organización y luego lo trasladaron al departamento de animación, donde pudo emplear sus aptitudes como dibujante. Al final acabó trabajando de soldador en el departamento de ciencia y tecnología. En 1994 lo nombraron maestro y colaboró en la construcción del Satyam número 7, que albergó una planta química. Trabajaba mucho y tenía pocas ocasiones de dedicarse al aprendizaje. Aun así, pudo acumular mucha experiencia práctica.
Después de las redadas, supo que había una orden de detención contra él y se entregó. Estuvo veintitrés días detenido y al final fue puesto en libertad sin cargos. En esos días presentó su dimisión a Aum por correo. Volvió a Sapporo por un tiempo y actualmente vive de nuevo en Tokio. Durante la entrevista me enseñó varias ilustraciones de la vida en el satyam.
Ahora es miembro de la Asociación Canaria, un grupo formado por gente que dejó Aum y es muy crítico con la secta y con Shoko Asahara.
La escuela no me gustaba. La razón es que mi hermano mayor era autista e iba a un centro especial, y mis compañeros de escuela se burlaban de mí. Lo pasé muy mal por eso.
Hasta donde me alcanza la memoria, mi madre siempre estaba cuidando de mi hermano y a mí no me hacía ningún caso, por lo que casi siempre jugaba solo. Tengo vívidos recuerdos de las muchas veces que buscaba su atención y no la conseguía. «Piensa en tu pobre hermano», es lo único que me decía. Quizá por eso acabé odiando a mi hermano.
Debí de ser un niño triste. La causa principal, creo, fue la muerte de mi hermano por hepatitis B. Me afectó muchísimo. Yo tenía catorce años. En el fondo siempre había creído que algún día mi hermano sería feliz, que al final se salvaría. Era una especie de idea religiosa. Pero la realidad no fue ni mucho menos como me la había imaginado, y el débil no se salvó.
Por entonces estaban muy de moda las profecías de Nostradamus y la idea de que el género humano se acabaría el año 1999. Para mí era una buena noticia, porque yo odiaba el mundo. El mundo era injusto y los débiles nunca se salvarían. Cuando pensaba en los límites de la sociedad, en los límites de la gente, aún me deprimía más.
Buscaba a alguien con quien poder hablar de mis sentimientos, pero todos estaban muy ocupados estudiando o sólo sabían hablar de coches y de béisbol. Me aficioné mucho a los mangas de Katsuhiro Otomo, quien entonces no era tan conocido. Me parecían muy reales, llenos de vida; las historias mismas eran oscuras, pero me hacían pensar que a lo mejor aquellas cosas podían ser verdad. Copiaba sus trabajos: Sayonara Nippon, Paz breve, El vals del bugui-bugui…
Quería marcharme de casa e irme a Tokio, así que cuando terminé secundaria, me matriculé en un centro de estudios llamado Escuela de Artes Industriales Chiyoda, donde se impartía un curso de animación. Pero lo dejé a los seis meses. Siempre me parecía que había un muro que me separaba del resto del mundo, y con mi traslado a Tokio ese muro no hizo sino crecer. La gente me trataba bien y salí con unas cuantas chicas. Cuando pensaba que la relación prosperaría con una, resulta que acababa erigiendo un muro entre nosotros. Las clases iban bien; mi problema era más con la gente. No acababa de comunicarme con nadie. Salía de fiesta, pero beber y demás no iba conmigo. Mi repugnancia por el mundo aumentaba.
Ahora vuelvo la vista atrás y me pregunto qué me pasaba. Cuando por fin tenía oportunidad de conocer a mucha gente, ¿qué hacía? Ahuyentarla. No podía evitarlo. Así que dejé el centro y me ganaba la vida con trabajos de media jornada, a la vez que seguía estudiando animación. Mis padres me enviaban dinero todos los meses, pero vivir solo cuando se tienen dieciocho o diecinueve años es duro. Uno vive encerrado y eso lo afecta emocionalmente. Empecé a concebir una fobia por el prójimo.
La gente me daba miedo. Estaba convencido de que quería burlarse de mí o hacerme daño. Cuando veía a una pareja paseando o a una familia divirtiéndose, pensaba, a la vez que me avergonzaba de ello: «¡Ojalá los parta un rayo!».
Había dejado mi casa para escapar de la atmósfera depresiva que había creado la muerte de mi hermano, pero no encontraba la paz. Allí adonde iba me pasaba lo mismo y acabé abominando del mundo exterior. Salir de mi piso era como entrar en el infierno. Acabé desarrollando una obsesión higiénica. En cuanto llegaba a casa necesitaba lavarme las manos. Me iba al lavabo y me pasaba media hora, incluso una hora, lavándomelas. Sabía que era enfermizo, pero no podía evitarlo. Así estuve dos o tres años.
Me sorprende que pudieras vivir así tanto tiempo. No debió de ser fácil.
No. Durante ese tiempo apenas hablaba con nadie. De vez en cuando conversaba con mi familia o con los colegas del trabajo, pero con nadie más. Dormía mucho, como quince horas al día. Si no, me sentía fatal. Además, tenía trastornos del estómago. Empezaba a dolerme de pronto. Me ponía pálido, rompía a sudar y me costaba respirar. Creía que si seguía así, me moría.
Pensé en seguir una cura dietética y hacer yoga a ver si mejoraba y lograba hacerme otra vez dueño de mi vida. Fui a una librería y encontré el libro de Shoko Asahara Más allá de la vida y de la muerte, que estuve leyendo durante un tiempo. Decía que despertar la kundalini puede conseguirse en tres meses. «¿Será posible?», me preguntaba con asombro. Había leído Introducción a la teosofía y tenía algún conocimiento de yoga, así que me fui a casa y lo intenté. Además de la cura dietética, realicé los ejercicios del libro durante tres meses. Soy de los que se toman muy en serio las cosas y no fallé ni un día. Cuatro horas diarias más o menos.
Despertar la kundalini me interesaba menos que mejorar mi salud. A los dos meses noté que la base de mi columna vertebral empezaba a vibrar, que es lo que se siente cuando la kundalini va a despertar. Pero seguía albergando mis dudas. Sentía un fuerte calor en mi interior, como si me subiera agua hirviendo por la espalda hacia el cerebro. Parecía que tuviera algo vivo rebulléndome dentro del cráneo. Me quedaba mudo. Era algo que no controlaba, algo increíble que ocurría en mi cuerpo. A veces me desmayaba.
En tres meses había llegado a despertar la kundalini, como decía el manual de Shoko Asahara. O sea, que tenía razón. A partir de ese momento empecé a interesarme por Aum. Acababa de salir el quinto número de la revista Mahayana, así que lo compré junto con todos los anteriores y los devoré. Traían fotos y testimonios de gente muy interesante. Si aquellas personas notables veneraban al «maestro», éste debía de ser un gran personaje.
Lo que me gustaba de los libros de Aum era que todos decían claramente que el mundo era malo. Me alegraba mucho leer eso. Siempre había pensado que el mundo era injusto y merecía ser destruido, y allí lo veía escrito bien claro. Sólo que en lugar de destruirlo, Shoko Asahara decía: «Si nos ejercitamos y nos liberamos, podemos cambiar el mundo». Aquello me enardeció. «Quiero ser discípulo de este hombre y entregarme a él», decidí. Si podía hacerlo, no me importaría renunciar a todos los sueños, deseos y esperanzas de este mundo.
Dices que el mundo es injusto, pero ¿en qué sentido?
Pues cosas como el talento innato, la herencia familiar. Sea cual sea la situación, la gente brillante siempre es brillante, los que pueden correr rápido pueden correr rápido. Los débiles están condenados. Hay un elemento fatal que me parecía demasiado injusto. Pero los libros de Shoko Asahara explican que esto es obra del karma. Sufrimos porque en una vida anterior hicimos cosas malas y, por lo mismo, si vivimos en un entorno agradable y somos capaces de desarrollar todas nuestras aptitudes, es porque en una vida anterior hicimos cosas buenas. Leí esto y me convencí. Era hora de evitar lo malo y empezar a acumular méritos.
Mi idea original era hacer la cura dietética y practicar yoga para recobrar la salud, y cuando me hubiera recuperado, volver a la vida normal; pero con Aum empecé a desarrollar una mentalidad completamente nueva. Lo que puedo decir es que los libros de Aum me ayudaron a recuperarme cuando me hallaba en un estado horrible.
Fui al dojo de Setagaya creo que en diciembre de 1988, me hice miembro y pude hablar con uno de los practicantes iluminados. Me dio todo tipo de consejos. Me dijo que debía apuntarme a un seminario llamado «aprendizaje ultraintensivo» que se celebraba todos los años en la sede del monte Fuji. El nombre lo dice todo, ¿no? (Risas.) Duraba unos diez días, me dijeron, y uno avanzaba muchísimo en su aprendizaje, o sea, que tenía que ir. El problema era que costaba cien mil yenes y yo no tenía ese dinero. Además, me preguntaba si hacer aquellos ejercicios tan rigurosos nada más entrar no sería contraproducente. El responsable del seminario, Tomomitsu Niimi, insistió y al final me decidí.
Aum era entonces un grupo pequeño de unos doscientos monjes como mucho y uno podía conocer a Shoko Asahara al poco de entrar. El líder no era como ahora, sino fuerte y enjuto. Caminaba con pasos ágiles y vigorosos. Su presencia imponía. Uno sentía aquella intimidadora capacidad que tenía para calar a las personas con sólo mirarlas. La gente decía que era muy amable, pero a mí me asustó la primera vez que lo vi.
Tuve ocasión de hacer yoga secreto con él, a solas, y me dijo: «Estás en un serio estado de makyo». El makyo es el estado al que llega uno cuando en su aprendizaje empiezan a surgir obstáculos espirituales. Le dije: «Para poder avanzar en mi aprendizaje, me gustaría hacerme monje cuanto antes». «Esperemos un poco», me contestó. «No puedes eludir el makyo. Tienes que seguir ejercitándote para poder superarlo.»
La siguiente vez que lo vi fue en el sojo, adonde había ido a presenciar el bhakti [una ceremonia oficiada por adeptos]. Estaba muy sonriente y pensé: «Vaya, he ahí un hombre con mil caras». Aquel día no daba miedo, sino que estaba radiante. Sentirlo cerca y contemplarlo me produjo una sensación casi de arrobo.
A los tres meses de mi ingreso en la organización me permitieron hacerme monje. En otra sesión de yoga secreto, Asahara me dijo: «Puedes hacerte monje, pero con una condición: dejar tu trabajo actual y buscar uno en una imprenta». Me quedé bastante sorprendido. ¿Por qué en una imprenta? «Aum está pensando en montar una imprenta y quiero que aprendas las técnicas.» «Ya entiendo», le dije, y al poco encontré trabajo en una imprenta que incluía cama y comida.
Descubrí que había un montón de máquinas en una imprenta: plegadoras, encuadernadoras, cortadoras… No sabía por dónde empezar ni qué debía aprender. Simplemente me habían dicho: «Estudia impresión». Pero hice lo que pude por aprender. Los domingos, cuando no había nadie en la imprenta, observaba las máquinas. No tengo gran formación técnica, pero pronto supe qué botones había que apretar y cómo funcionaban las distintas partes. No me dejaban manejarlas, pero aprendí mucho con sólo observar. A los tres meses me ordenaron que me metiera a monje. Hice las maletas y me despedí de la imprenta.
Cuando uno hace los votos, ya no puede comer lo que quiera, como helados y otras cosas. Eso fue bastante duro. Lo de la comida me costó más superarlo que lo del sexo. La noche antes de hacerme monje comí y bebí de todo lo que pillé, porque sería la última vez.
Mis padres se opusieron, pero yo pensaba que mi condición de monje acabaría beneficiándolos y no me preocupé mucho de lo que dijeron. En principio, el certificado de samana costaba un millón doscientos mil yenes y había que completar seiscientas horas de oración de pie, pero como les corría prisa montar la imprenta, conmigo hicieron una excepción.
Aproximadamente a una hora de coche de la sede del monte Fuji había un lugar llamado Kariyado. Se trataba de una imprenta en una pequeña nave prefabricada. Cuando supe que el único que sabía algo de impresión era yo me quedé de piedra. Yo creía que iba a ser un miembro más del equipo, pero resulta que era directamente el encargado. No me lo creía. Había de diez a veinte personas asignadas a la encuadernación, diez a la impresión y unas veinte al fotograbado. Era una imprenta a lo grande.
Las máquinas, sin embargo, eran trastos que debían de haber estado décadas en un almacén. Todo el mundo se quejaba de ellas. Eran antiguallas destartaladas. Ya sólo ponerlas en marcha fue una tarea ímproba. Para empezar, yo no conocía mucho aquellas máquinas, y tardamos tres meses en dejarlas a punto. Aun así, algunas no funcionaban bien, pero, dadas las circunstancias, no hicimos un mal trabajo.
Lo primero que imprimimos y encuadernamos fue el número veintitrés de la revista Mahayana. Hasta entonces se habían imprimido fuera, pero ahora podíamos hacerlo nosotros.
Una cosa que me sorprendía mucho es que no nos dejaban tiempo para dedicarnos a nuestro aprendizaje ascético. Le pregunté a uno de mis superiores y me dijo que no se puede avanzar hasta que acumulamos méritos, y que yo estaba en la etapa en la que había que trabajar para eso. Así que trabajé un año entero en la imprenta. Todas las jornadas eran duras. Sólo dormíamos cuatro horas, sobre todo durante las elecciones, y era agotador. Yo me encargaba de la plegadora. No apagábamos las máquinas ni cuando íbamos al baño. Todos los segundos contaban.
Después de las elecciones tuvimos menos trabajo. Disponíamos de más tiempo libre. En Naminomura había mucho alboroto, pero para los que estábamos en la imprenta eran días tranquilos.
Cuando no teníamos trabajo, podíamos ejercitarnos. En aquel momento nuestro líder estaba fuera y todos nos lo tomábamos con mucha parsimonia.
Al principio tenía que quedarme en la imprenta porque era el único que sabía manejar las máquinas, pero luego, cuando los demás aprendieron, pedí el traslado. Era algo que no se pedía, pero yo lo hice de la siguiente manera: como dibujante que era, dibujé, en papel sobrante, tres tebeos de unas veinte páginas sobre el sutra Jataka, se los enseñé a mis superiores y les entregué una carta en la que decía: «He estudiado animación y si con eso puedo ayudar en la búsqueda de la liberación, quisiera ser trasladado».
No esperaba nada. Nadie se comportaba tan egocéntricamente y estaba seguro de que no me harían caso, pero cuál no sería mi sorpresa cuando me llamaron de la oficina de asuntos generales para decirme que me presentara al día siguiente en el departamento de diseño. Había una sección de animación, aunque con un único empleado; pero tenían pensado producir en breve una opereta que incluiría partes animadas y estaban reuniendo personal. Nos juntamos veinte o treinta personas y luego me nombraron jefe del departamento de animación.
Había gente con mucho talento, pero lo que más nos ayudó fue que uno de los samana había trabajado como ayudante de cámara en un estudio de animación. Formamos equipos y produjimos muchas películas de dibujos animados. Trabajé allí unos tres años. Volviendo la vista atrás, para mí fueron años muy apacibles.
Digo que las cosas estaban tranquilas, pero en realidad los ánimos dentro del grupo estaban divididos. Normalmente, el jefe de un departamento tiene rango de maestro, pero yo sólo era swami, un rango inferior. Me presionaban desde arriba y al mismo tiempo mis subordinados intentaban ganarme para su causa, y para mí esto era difícil de sobrellevar. Por ejemplo, para estudiar las técnicas teníamos que ver los dibujos animados normales, pero nuestros líderes nos lo prohibían. Pese a ello, yo los veía. Los otros me decían: «El maestro nos lo tiene prohibido, ¿por qué los ves?». Así que el departamento estaba dividido en dos facciones: la que daba prioridad a la calidad de nuestros trabajos y la que se la daba al aprendizaje. Cada vez era más difícil hacer algo.
Las relaciones entre sexos tampoco eran fáciles. Había muchos casos de hombres y mujeres que se conocían y escapaban juntos, y Asahara nos avisaba en los sermones: «Las mujeres samana no deben acercarse a los hombres. No sólo han de guardar las distancias, sino aborrecerlos». Yo era muy criticado.
Desde luego no parece que eso te ayudara a liberarte, ¿no?
No aguantaba más. Estuve un tiempo pensando en dejarlo. Pese a todo, hacía lo que podía, porque me tomaba en serio lo de la liberación, pero al final me harté.
Escribí dos cartas de dimisión a mis superiores: «No puedo seguir en Aum». Esto fue en 1992, creo. Mi superior pasó las cartas a Murai y a otros. Al final me convencieron para que no me fuera y lo dejé correr.
Si hubieras dejado Aum, ¿crees que habrías podido reintegrarte con éxito en la vida secular?
No lo sé. Desde luego, mi actitud hacia el mundo cambió cuando me hice monje. El mundo en el que entré como monje era de lo más variopinto. Había gente de todas las clases y condiciones, miembros de la élite, atletas, artistas. En aquella compañía tan heterogénea descubrí que todos tenían las mismas debilidades que yo. Mis prejuicios desaparecieron. «Todos somos iguales», me dije. Personas de mucha categoría sufrían como yo. Fue una lección muy importante.
Los samana sentían también el mismo aborrecimiento por el mundo exterior. Llamaban «los no iluminados» a la gente que hacía una vida normal, entre otras cosas. Como esa gente iba derecha al infierno, les importaba un bledo lo que les pasara. Por ejemplo, si chocaban contra el coche de alguien del mundo exterior, les daba igual. Era como si sólo ellos estuvieran en posesión de la verdad y despreciaban a los demás. Estaban demasiado ocupados en buscar la salvación y no les importaba abollar el coche de un «no iluminado». Creo que esto era pasarse. Que cada cual pensara lo que quisiera de los de fuera, pero ¿qué necesidad había de reírse de ellos o de odiarlos? Seguro que yo también tenía mi propia lista de cosas del exterior que odiaba, pero cuando vi aquello, me dije: «¡Basta!». Y dejé de odiar las cosas que odiaba.
Curioso. Lo más normal en las personas que se unen a una secta es que esas tendencias se agraven. Tú, en cambio, lograste controlarlas.
Seguramente me ayudó el haber sido un jefecillo. (Risas.) El departamento de animación se cerró en 1994. La mayoría de los trabajadores fueron convocados en una sala y les dijeron que se presentaran en el departamento de ciencias, que luego se llamaría ministerio de ciencia y tecnología. Necesitaban algunos soldadores y al parecer creían que los del departamento de animación debíamos de ser muy mañosos. Me quedé boquiabierto. ¿Qué tienen que ver los dibujos animados con soldar?
Antes de incorporarnos al departamento de ciencias nos investigaron por si éramos espías. Recuerdo que pensé: «Si Shoko Asahara tiene tantos poderes sobrenaturales, ¿por qué no los usa para descubrir a los espías?».
La mayoría de los miembros del departamento de animación fueron enrolados como soldadores y enviados a Kamikuishiki. En el Satyam número 9 fabricaban depósitos y agitadores. Nosotros no teníamos ni idea de soldar, así que nos pusieron de ayudantes. La orden era acelerar la producción e hicimos lo que pudimos, pero la verdad es que la producción disminuyó. Asahara mandó que todo estuviera acabado para marzo de 1994. Eran depósitos enormes, de dos toneladas de peso. Curvábamos las planchas de metal, les dábamos forma cilíndrica, las soldábamos, poníamos paneles en las juntas y las soldábamos.
El trabajo era durísimo, unas dieciséis horas al día. Acabábamos rendidos y a veces no nos daban bastantes ofrendas [comida]. Una vez estuvimos sin comer dos días. Todo el mundo se quejaba. Algunos se declaraban en huelga. Yo no estaba acostumbrado a aquel tipo de trabajo y me hacía heridas, quemaduras, la cara se me puso negra, las gafas se me rompían. Pero nadie se iba. «Todo esto es para la iluminación», me repetía.
Con el tiempo me nombraron maestro. Con ello seguramente reconocían mi liderazgo en el departamento de animación y lo duro que había trabajado soldando. Cuando a uno lo nombran maestro, le dan una pulsera y le dicen: «¡Cumple lo mejor que puedas!». Y ya está. Admito que ser maestro no cambió mi actitud ante el mundo. Amigos míos empezaron a dirigirse a mí en términos de lo más formales, lo cual me hizo patente una vez más la gran diferencia que hay entre los maestros y los que están por debajo.
En mi calidad de maestro, se me permitió el libre acceso al Satyam número 7. El grupo de seguridad lo mantenía estrictamente custodiado. Allí estaban todos los depósitos que habíamos fabricado en el Satyam número 9. Parecía una planta química y se respiraba una atmósfera extraña y opresiva que no sabría explicar. Desconocía lo que tenían pensado fabricar allí. El recinto era tan alto como un edificio de tres plantas, y aquellos enormes depósitos estaban en fila. Olía a algo indescriptible, como a una mezcla de mil detergentes industriales. Y había una luz extraña. El metal estaba oxidado y el suelo húmedo, y flotaba una niebla blanquecina. Todos los que trabajaban allí enfermaban. Se paseaban tambaleándose. Al principio pensé que era por sueño, pero no: era aquel trabajo lo que afectaba a sus cuerpos.
No sabía lo que estaba pasando allí, pero veía que Aum dedicaba un dineral a aquello y, fuera lo que fuese, era el proyecto señero. Me preguntaba si aquello representaría un paso de gigante hacia la iluminación. Sólo podían entrar allí un número limitado de personas, y me sentía un privilegiado por ser uno de los elegidos, aunque no sabía lo que se fabricaba allí; armas no parecían.
En otoño de 1994, si la memoria no me engaña, hubo un accidente. Yo estaba en la tercera planta del Satyam número 7 descansando un rato cuando notamos que ese humo blanco que parecía nieve carbónica venía detrás de nosotros. El compañero que tenía al lado me dijo que echáramos a correr. Llegué a respirar un poco de aquello, se me cegó la vista y sentí un dolor punzante en la garganta. Olía muy acre. «Si sigo aquí», me dije, «me muero.» El Satyam número 7 era un lugar peligroso.
El 1 de enero de 1995 nos ordenaron que tapáramos las partes secretas del Satyam número 7. «Disimuladlas con la cara del dios Shiva», nos dijeron. A mí me encargaron la labor artística. Nos trajeron enormes placas de poliestireno en medio de la noche y las pegamos a las partes de la planta que no queríamos que se vieran.
Pero ¿pudisteis tapar todos aquellos depósitos enormes?
Lo primero que hicimos fue levantar con tableros una pared en la fachada de la fábrica y luego colocamos imágenes de Shiva de poliestireno en lo alto. Las demás partes que queríamos tapar las disimulamos con altares falsos. En la segunda planta hicimos una especie de laberinto con tableros medianeros, como en las exposiciones fotográficas. El caso era engañar a la gente, como nos habían dicho nuestros superiores. El departamento de construcción dirigido por Kiyohide Hayakawa realizó casi todo el trabajo. Yo diseñé las caras. El resultado era espantoso, una chapuza.
«Esto no va a engañar a nadie», pensé. Hiromi Shimada vino a verlo y declaró el recinto dependencia religiosa, aunque el aspecto dejaba mucho que desear. «No funcionará», pensé, pero como todos tenían miedo de Hayakawa, se callaron.
El día del ataque con gas yo no estaba soldando. Había ido a acompañar al número dos del ministerio de ciencia y tecnología, Kazumi Watanabe, a Seiryu Shoja. Cuando oí lo del atentado con gas sarín en el metro de Tokio, no imaginé ni por un momento que pudiera ser obra de Aum. Por lo que había deducido hasta ese momento pensaba, sí, que Aum estaba armándose por si se producía un ataque por parte de los masones, de Estados Unidos o de quien fuera, pero no creí que pudiera cometer un atentado indiscriminado. Eso sería pura y simplemente terrorismo.
Dos días después, sin embargo, la policía hizo una redada en Kamikuishiki. Cuando me dijeron que había más de dos mil policías, me di cuenta de que la cosa era seria. Por alguna razón, la policía no entró en Seiryu en la primera redada. En Seiryu tomamos los planos que podían ser incriminatorios y los quemamos. Quemamos también todos los libros sobre armamento que encontramos en la habitación de Murai. Hallamos chalecos antibalas y los hicimos pedazos. El asalto policial de Seiryu se produjo, estoy seguro, después del atentado contra el ministro Kunimatsu, asesinado por un pistolero que huyó en bicicleta, once días después del ataque con gas.
Empecé a pensar que Aum había cometido el ataque cuando vi con mis propios ojos lo que parecía un vehículo para pulverizar sarín. Eso fue en abril, creo. No estoy seguro de si fue antes o después de la redada policial.
¿Dónde fue?
En Seiryu. Te aseguro que me quedé pasmado al ver aquel enorme camión pulverizador con chimenea. «Mal iremos como descubran esto», pensé. Enseguida recibimos órdenes de hacerlo desaparecer y lo desmantelamos entre diez.
Después de la redada, los que trabajaban en Seiryu no pudieron seguir con su actividad y volvieron a Tokio a repartir octavillas. Yo fui al Satyam número 5, donde colaboré en la imprenta y dibujé tebeos bajo la supervisión de Michiko Muraoka. En los tebeos parodiábamos a la policía, que detenía a miembros de Aum acusándolos de delitos peregrinos. En esos días fue apuñalado Murai.
Como es natural, cuando lo supe, me quedé consternado, pero al mismo tiempo experimenté una sensación de paz. No resulta fácil describir mis sentimientos de entonces. ¿Cómo lo diría? Pensé que era el fin de Aum. Me sentí paralizado, incapaz de actuar. Aunque entonces no me diera cuenta, en el fondo quería salir de allí. Pero como no tenía fuerzas suficientes para hacerlo, simplemente procuraba ser uno más. Además, había que tener en cuenta mi posición. A los maestros nos costaba irnos por orgullo. Ya no le tenía tanto respeto a Shoko Asahara. Se había equivocado una y otra vez. No se verificó ninguna de sus predicciones. Las que hizo sobre Ishigakijima y sobre Comet Austin resultaron falsas, y algunos samana decían abiertamente: «Parece que el líder no acierta una».
Incluso Murai cumplía con lo que le decían que hiciera desde arriba, por absurdo que fuera. A todo decía que sí. Empecé a dudar seriamente de muchas cosas. Mis subordinados se quejaban. Tanto egoísmo me hartaba. Pero me faltaba fuerza de voluntad para irme. No me sentí capaz de dejarlo y volver al mundo real hasta que mataron a Murai.
Para mí, Murai había sido una persona importante. Después de Asahara, era quien más simbolizaba Aum. Allí adonde yo iba, e hiciera lo que hiciera, Murai siempre estaba presente: en la imprenta, en el departamento de animación. Sin embargo, su muerte no me entristeció. Mi sentimiento más fuerte fue: «¡Ajá! ¡Por fin puedo irme!». Sé que no está bien decirlo.
Pero antes de irme me detuvieron. Alguien me había dicho que Ikuo Hayashi y Masami Tsuchiya y otros habían confesado y que iban a arrestar a mucha gente del ministerio de ciencia y tecnología. «¿Te imaginas que vienen por ti?», me dije yo, sin pensar seriamente en esa posibilidad. Pero, de hecho, ya se había dictado una orden de arresto contra mi persona. Mi nombre aparecía en la prensa: «Se busca por homicidio e intento de homicidio». Creo que era el 20 de mayo de 1995. Por supuesto, no he matado a nadie, pero cualquier sentencia puede llevar a la pena de muerte o a la cadena perpetua. Estaba asustado.
No podía esconderme, así que seguí el consejo de mis superiores y me entregué en la comisaría de Yamanashi. Al principio mantuve silencio. «Me niego a contestar», decía, y así estuve tres días. Pero no podía callar para siempre. Aum me amenazaba diciendo que si hablaba me condenaría para la eternidad, pero yo ya no creía en esas cosas. Además, si voy al infierno, pues allá que voy, me dije. Y le conté todo lo que sabía a la policía.
Los investigadores no se andaban con chiquitas. Querían hacerme firmar una declaración en la que reconocía que sabía que en el Satyam número 7 estaban produciendo sarín. «Si digo que no lo sabía, es que no lo sabía», contestaba. Tanto me hostigaron que al final redacté una falsa declaración en la que reconocía que sabía lo del gas. Luego se lo expliqué todo al fiscal.
Al final me dejaron en libertad sin cargos. La decisión de acusarme o no dependía, al parecer, de si asistí o no a una reunión que tuvo lugar en el Satyam número 2 en la que se trató de la producción de sarín. Gracias a Dios no estuve. Al principio la policía me trató muy mal y me acusaba de ser uno de los autores materiales del atentado. Fue terrible. Me acosaban. Aquello se repetía día tras día y mi corazón se resintió. Me interrogaban tres veces al día y cada sesión era larguísima. Estaba exhausto. Me tuvieron así veintitrés días.
Cuando me soltaron, volví a Sapporo. Empecé a padecer trastornos mentales y estuve ingresado en el hospital un mes. Me costaba respirar y mis sentidos se embotaban. Me sentía como si estuviera flotando. Algo muy grave me pasaba. Me hicieron un montón de pruebas y al final dijeron que seguramente era psicológico.
Si Murai te hubiera ordenado soltar el gas, ¿qué hubieras hecho?
Estoy seguro de que habría dudado. Yo no pensaba exactamente igual que la gente como Toru Toyoda y demás. Si Asahara mismo me lo hubiera ordenado pero yo no estuviera convencido de que era lo correcto, no habría cooperado. Yo no hacía todo lo que me decían. Claro que el ambiente influye mucho. Pero creo que incluso la gente que lo hizo no lo tenía claro. Si nos hubiera atacado la policía o las Fuerzas de Autodefensa o lo que fuera, quizá lo habría hecho, pero aquello era diferente: era matar indiscriminadamente.
De todas maneras, era poco probable que me eligieran a mí para cometer el crimen. Yo no formaba parte de la élite. El ministerio de ciencia y tecnología se dividía en el grupo de expertos y los subcontratistas, que éramos las personas que nos dedicábamos a labores como soldar. En cambio, Toyoda y los demás formaban parte del grupo de confianza de Asahara. En el ministerio había unos treinta maestros y yo estaba en el grupo inferior.
Con todo, algunos de los nombres de la gente implicada me sorprendieron. Asahara debió de elegir a aquellos que pensaba que colaborarían sin hacer preguntas. Aquella élite hacía todo lo que le decían. Así era Murai: incapaz de criticar, de escapar. Cuando uno piensa en esa gente, no se explica cómo pudieron comportarse así durante tanto tiempo, tres o cuatro años.
Yasuo Hayashi era diferente. Pertenecía al grupo de los subcontratistas. No era de la élite, aunque lo ascendieron desde el departamento de construcción. Los otros eran la flor y nata de la élite, gente que investigaba superconductores, partículas subatómicas y demás, y él era, más que nada, un electricista.
Hayashi era una buena persona, pero poco a poco su personalidad cambió. Coincidimos en la misma etapa y hablábamos como amigos, pero cuando lo nombraron maestro, empezó a volverse autoritario y arrogante. Al principio tenía muy buen carácter, pero luego empezó a tratar mal a la gente. Era la clase de persona que no vacilaría en pisotear a sus subordinaros si fuera menester. Sólo sabía echar broncas.
Asahara dio prioridad al ministerio de ciencia y tecnología desde el principio. Le destinaba mucho dinero. Incluso dentro del ministerio había una gran diferencia entre los expertos y los subcontratistas. Como dijo uno: «Para medrar en Aum hay que ser o un licenciado en la universidad de Tokio o una mujer guapa». (Risas.)
Has estado unos seis años en la organización. ¿Piensas que has perdido el tiempo?
No, no lo pienso. Conocí a mucha gente y compartí momentos duros. Guardo buenos recuerdos. Pude enfrentarme a la debilidad humana y creo que maduré. Puede parecer extraño que hable de realización personal, pero había una sensación de aventura: no sabíamos lo que nos depararía el día siguiente. Cuando me encomendaban una tarea grande, me entregaba a ella en cuerpo y alma y me resultaba edificante.
Y psicológicamente me encontraba mejor. Por supuesto, tenía la clase de problemas que tiene la gente, por ejemplo, desengaños amorosos. O sea, que no todo era fácil, pero, bueno, la vida es así. Ahora siento que vivo como la gente normal y corriente.
Tardé mucho en alcanzar este equilibrio emocional: dos años. Cuando dejé Aum, estaba completamente apático. Allí tenía la fuerza que me daba saber que era un practicante de la verdad, una fuerza que me permitía enfrentarme a cualquier desafío. Ahora tengo que valerme por mí mismo si quiero hacer algo. Esto me afectó mucho y me llevó a la depresión. No fue una transición fácil.
Pero la diferencia es que ahora confío en mí mismo. En Aum adquirí mucha experiencia práctica y llegué al convencimiento de que, si las cosas se torcían, sería capaz de desenvolverme en la vida. Fue un gran paso.
Ahora vivo en Tokio. Lo que me da fuerzas todos los días son los amigos que hice en Aum. Pensamos lo mismo y me ayuda mucho saber que no estoy solo en este duro mundo.