AKIO NAMIMURA (nacido en 1960)
Namimura nació en la prefectura de Fukui. Quería estudiar literatura y religión, que siempre le habían interesado, pero su padre, que era un hombre obstinado, se opuso, así que dejó la universidad y se puso a trabajar en una fábrica de componentes de automóviles en la ciudad de Fukui. En el instituto no le gustaba estudiar y leía libros por su cuenta, sintiéndose siempre ajeno a su entorno. La mayoría de los libros que leía eran de religión y filosofía.
Ha tenido muchos libros y sigue leyendo, reflexionando, escribiendo e interesándose por las religiones. A lo largo de su vida siempre ha tenido la sensación de no estar en armonía con el mundo, y por eso ha buscado siempre el trato con gente marginal. En su búsqueda, sin embargo, siempre persiste la duda de si lo que encuentra es la respuesta que busca. No se ve capaz de entregarse en cuerpo y alma a ningún grupo, ni lo hizo cuando era adepto de Aum.
En la actualidad ha vuelto a su ciudad natal, donde trabaja para una compañía de transportes. Siempre le ha gustado el mar y va muy a menudo a nadar. Le encanta Okinawa. Llora con las películas de Hayao Miyazaki. «Eso demuestra que siento como una persona normal», dice.
Cuando acabé el instituto, quería renunciar al mundo o morir, una de las dos cosas. La idea de ponerme a trabajar me horrorizaba. Deseaba llevar una vida religiosa. Como vivir significa pecar, pensaba que morir era lo mejor para el mundo.
Eso era lo que pensaba cuando empecé a trabajar vendiendo neumáticos para una fábrica de componentes de automóvil. Al principio era un mal vendedor. Iba a una gasolinera o a un taller mecánico, decía «Hola» y me quedaba paralizado, incapaz de decir nada más. Lo pasaba mal y no hacía clientes. Al principio, mis ventas se reducían a cero.
Luego me volví más sociable y conseguí vender algo. Era una buena preparación para la vida. Trabajé en eso durante unos dos años. Lo dejé porque perdí el carnet de conducir.
Un pariente mío dirigía una escuela preuniversitaria en Tokio y me preguntó si quería trabajar allí. Yo estaba pensando en hacerme novelista y, cuando se lo dije, me respondió: «Puedes estudiar para novelista mientras corriges los trabajos de los estudiantes».
Me pareció bien. Me trasladé a Tokio a principio de 1981 y empecé a trabajar en la escuela. Pero las cosas no fueron como me esperaba. Mi pariente me trataba de pronto con gran frialdad y me decía: «¿Quieres ser novelista? Deja de soñar. El mundo no es un cuento de hadas». Ni siquiera me permitía corregir redacciones. «Eres un incompetente», me decía, y me asignaba trabajos de poca monta, como vigilar a los estudiantes, limpiar las aulas y demás. Aguanté así un año y medio y luego lo dejé.
Tenía ahorrado algo de dinero de cuando trabajé en Fukui y decidí que viviría de los ahorros y estudiaría para escritor. Así que estuve sin empleo tres años. Gastaba lo mínimo, sólo compraba comida y, además, soy una persona muy frugal. Me dedicaba a leer y a escribir. Me gustaba la zona en la que vivía porque había tres bibliotecas cerca. Llevaba una vida solitaria, pero la soledad no me molesta. Imagino que la mayoría de la gente no lo habría soportado.
Leía sobre todo ficción surrealista: Kafka, Nadja de Breton y cosas por el estilo. Asistía a los festivales universitarios, leía todas las revistillas que publicaban e hice amigos con los que podía hablar de literatura. Uno de ellos trabajaba en el departamento de filosofía de la Universidad de Waseda y me dio a conocer a muchos escritores: Wittgenstein, Husserl, Shu Kishida, Shoichi Honda. Mi amigo escribía ficción, unas historias que me impresionaban, aunque, pensándolo ahora, veo que no eran tan originales.
Mi amigo tenía a su vez un amigo llamado Tsuda que era miembro de la asociación laica budista Soka Gakkai. Tsuda quería convencerme de que me uniera a la asociación y no parábamos de debatir sobre religión. Al final me dijo: «Mira, hablar no lleva a ninguna parte. Si no lo pruebas, tu vida no cambiará, así que hazme caso e inténtalo». Así que me uní a ese grupo y viví con ellos un mes, pero vi que aquello no era para mí. Es una de esas religiones que ayudan a la gente a tener éxito en el mundo. Yo buscaba una doctrina más pura, como Aum. Aum era más afín a las enseñanzas originales del budismo.
Cuando se me acabó el dinero, empecé a trabajar en el almacén de una compañía de transportes. Estuve dos años. Era un trabajo duro, pero yo siempre he practicado artes marciales y me gustaba hacer ejercicio, así que el esfuerzo físico no me asustaba. Trabajaba a tiempo parcial y me pagaban poco, pero yo me esforzaba el triple que los demás. Iba a clases nocturnas a la escuela de periodismo. Mi idea era escribir reportajes.
Por entonces, sin embargo, la vida en Tokio empezaba a cansarme. Estaba hecho un lío. Me había vuelto más violento e irascible. Como me gustaba la naturaleza, pensé que sería una buena idea volverme a mi ciudad natal. Cuando me da por algo, me entrego por completo. Por entonces era la ecología. La jungla de cemento me había quemado y estaba deseando ver el mar de mi ciudad.
Así que volví a casa de mis padres y empecé a trabajar en las obras del reactor nuclear de Monju. Montaba andamios. Yo lo consideraba también un ejercicio, pero era un trabajo muy peligroso. Uno se acostumbra enseguida a las alturas. Me caí varias veces y estuve a punto de matarme. Debí de trabajar allí como un año. Desde el reactor se tenía una vista fantástica del océano. Por eso elegí ese trabajo. Podía ver el océano mientras trabajaba. La parte de la costa en la que se construía la planta era de las más bonitas.
Pero si te interesaba la ecología, ¿cómo es que trabajabas en una planta nuclear?
Mi plan era escribir un reportaje. Pensaba que, si lo escribía, anularía mi participación en la construcción de la planta. Iluso que era uno, quizá. ¿Conoces la película El puente sobre el río Kwai? Mi idea era hacer algo parecido. Trabajar duro en construir algo para, al final, destruirlo. Naturalmente, no iba a poner una bomba ni nada parecido. ¿Cómo lo diría? Ya que el mar al que tanto amaba iba a contaminarse de todas maneras, ¿por qué no ser yo el que lo hiciera? Tenía sentimientos encontrados, como ves. Mi mente apuntaba en varias direcciones.
Al año terminé el trabajo en Monju y me dirigí a Okinawa. Con el dinero que había ahorrado me compré un coche de segunda mano, cogí el ferry a Okinawa y viví en el coche por un tiempo. Viajaba de una playa a otra. Estuve unos dos meses. Me enamoré de la vida al aire libre. Lo bueno de Okinawa es que cada lugar tiene su propio carácter. Todos los veranos me entraba la «fiebre Okinawa» y no podía estarme quieto. Me resultaba imposible conservar ningún trabajo. Llegaba el verano y me iba para Okinawa sin decirle nada a nadie.
A todo esto, mi padre murió antes de cumplir yo los treinta. No nos llevábamos bien. En mi familia no lo quería nadie. La gente pensaba que era una buena persona, pero en casa era un déspota. Cuando bebía se ponía violento. De niño me pegaba. Luego yo me hice más fuerte que él y le pegaba yo primero. No me enorgullezco. Tendría que haber sido mejor hijo.
A mí me atraía mucho la religión, pero mi padre era un materialista, un racionalista. Eso causaba problemas entre nosotros. Cuando yo expresaba alguna opinión religiosa, él se reía y me decía: «¡Tonterías!». Y montaba en cólera. A mí sus exabruptos me apenaban mucho: «¿Por qué dice esas cosas terribles? ¿Por qué no apruebas nada de lo que hago?».
Estaba en Okinawa cuando la salud de mi padre empeoró. Regresé deprisa a Fukui, pero falleció poco después. Murió de cirrosis hepática, una muerte horrible. Al final no comía nada, sólo bebía y se consumía. En el lecho de muerte me dijo: «Hablemos como buenas personas», pero yo le contesté: «Déjame en paz y muérete». Creo que, en cierto sentido, yo lo maté.
Después del entierro volví a Okinawa. Allí trabajaba en la construcción. Pero estaba lejos de Fukui y de mi familia y me deprimí. Y eso que después de morir mi padre me sentí muy bien, mi familia se unió más y pareció que revivíamos tiempos mejores. Pero al poco de volver a Okinawa caí en picado. Me sentía como si me arrastraran al infierno, pataleando y gritando. «Soy hombre muerto», pensaba. «Acabaré en el infierno, no hay remedio.» Sentía estas cosas. Era un caso severo de depresión clínica. Me estaba volviendo loco. Los días de lluvia en que no podíamos trabajar me quedaba hecho un ovillo en la cama. Mis compañeros salían a jugar al pachinko, pero yo me quedaba en mi cuarto, solo, postrado.
Una noche, a eso de las tres de la mañana, me desperté sintiéndome tan mal que pensé: «Ya está, me muero». Desfallecía. Llamé a mi madre y me dijo que volviera a casa. Lo hice, pero en Fukui mis problemas mentales persistieron. Nada me alegraba. Pasé el primer mes en casa sin hacer absolutamente nada.
La que me salvó fue una mujer yuta (una especie de chamán), de Okinawa.
De hecho, había leído el libro de Lyall Watson El pájaro del rayo: la incursión de un hombre en el pasado de África y me impresionó mucho.
Un libro interesante, ¿no?
El protagonista, Boshier, es epiléptico y esquizofrénico. Pero él y otros como él conocen a un maestro, siguen un aprendizaje y se hacen hechiceros. Adquieren la facultad de convertir las cosas negativas en positivas y la gente los consulta. Leí esto y pensé: «¡Eh! Esto es para mí». Hice mis averiguaciones y descubrí que lo mismo se dice de los yuta de Okinawa. En Okinawa sigue existiendo esta vía de salvación. Así que me dije: «A lo mejor puedo hacerme yuta. Soy el tipo de persona adecuado, ¿no?». Era una solución.
Conque me fui para Okinawa y conocí a una famosa yuta. La frecuentábamos muchas personas, pero ella se fijó en mí y me dijo que algo me perturbaba. Era como si pudiera verme el alma. «Lo que te perturba es tu padre, ¿verdad?», me dijo. «Sigues ligado a tu padre y tienes que liberarte de ese apego. Deja a tu padre atrás y da un paso en una nueva dirección. Si tu madre vive, tienes que cuidar de ella. Llevar una vida normal es lo más importante.»
Al oír esto, me sentí liberado de un gran peso. «¡Estoy salvado!» Desde entonces empecé a trabajar para una sola empresa y dejé de ir los veranos a Okinawa. Decidí cuidar de mi madre y trabajar duro en una sola cosa.
En el caso de Adrian Boshier, tenía que entrar en ese otro mundo, pero en el tuyo pudiste volver a éste. De hecho, te dijeron que volvieras.
En efecto. Y es lo que ocurrió. Llevar una vida normal, casarse, tener hijos, es todo un aprendizaje, me dijo. Y es verdad: es el aprendizaje más difícil.
Había estado un tiempo profesando varias religiones. Practicaba bastante el cristianismo, el Soka Gakkai, como he dicho. Aún hoy sigo yendo a una iglesia cristiana. O sea, que Aum era una pequeña parte de mi vida. Aunque es verdad que me parecía y sigue pareciéndome especial. Debido al mucho poder que tenía.
En 1987, cuando se fundó Aum, les escribí pidiéndoles información y me enviaron un montón de folletos. Me sorprendió lo profesionales que eran; parecía mentira que una religión recién creada publicara cosas tan impecables.
Por entonces no había sede de Aum en Fukui, pero en la vecina Sabae había un hombre llamado Omori que cedía su apartamento a adeptos de Aum para que se reunieran una vez a la semana. Me invitaron y empecé a ir de vez en cuando. Me enseñaron un vídeo de Aum que había aparecido en un programa de televisión y quedé impresionado. Joyu[16] era un gran orador.
Explicaba que los adeptos de Aum usaban el budismo primitivo para desarrollar la kundalini gracias a la práctica ascética. Respondía a las preguntas de una manera clara y sencilla. «¡Qué bueno!», pensé. «¡Qué tío más impresionante y qué gente más estupenda!»
Allí todos eran adeptos de Aum menos yo, que iba de simple observador. Había una razón de carácter práctico que me frenaba y por la cual no seguí adelante, y era que Aum costaba dinero. Ofrecían un curso que consistía en diez casetes por trescientos mil yenes. Eran sermones del maestro Asahara, o sea, que eran muy efectivos. Todo el mundo decía que era muy poco dinero por conseguir poder y soltaban los trescientos mil yenes. Sólo a mí me aterraba la idea. Además de pobre, yo era tacaño, cosa que seguramente me hacía más sensible a la cuestión.
Fuimos todos a Nagoya en autobús. Era la primera vez que yo veía a Shoko Asahara. Como no era adepto, no me estaba permitido preguntarle nada. En Aum, uno tiene que escalar una serie de rangos para realizar cualquier cosa, y eso costaba dinero. Hasta llegar a cierto nivel no se podía hacer preguntas a Asahara. Cuando alguien subía otro escalón, se le daba una guirnalda. Esto lo vi en Nagoya y me pareció más bien tonto. También veía cómo Asahara iba siendo divinizado más y más y no me gustaba.
Me suscribí a Mahayana, la revista de Aum, desde el primer número. Al principio me gustaba. Contaba con gran rigor experiencias de creyentes e incluía historias del tipo «Cómo me hice adepto de Aum», usando nombres reales. Me impresionaba la sinceridad de esos testimonios. Pero luego la revista dejó de tratar de los adeptos y empezó a centrarse únicamente en Asahara, y todo era enaltecerlo y adorarlo. Por ejemplo, cuando Asahara iba a algún sitio, los adeptos tendían su ropa en el suelo para que caminara sobre ella. Esto es demasiado. Da miedo. Adorar a una persona es perder la libertad. Para colmo, Asahara estaba casado y tenía un montón de hijos, algo que no se aviene muy bien con los fundamentos del budismo. Decía que era el «último liberado» y que esas cosas no se acumulaban como karma. Por supuesto, nadie sabía si lo era o no.
No tengo reparos en expresar públicamente mis dudas. Una cosa que me parecía muy rara era que muchos adeptos de Aum murieran en accidentes de tráfico. Le pregunté a Takahashi, una mujer a la que conocía: «¿No te parece extraño que mueran tantos adeptos?». «No, porque dentro de cuatro mil millones de años el maestro regresará como Buda Maitreya y revivirá las almas de los muertos.» «¡Necedades!», pensé.
Otro detalle: Aum atacaba a Taro Maki, el editor de la revista Sunday Mainichi, porque criticaba a Aum. Cuando les pregunté por qué lo atacaban, me contestaron: «No importa que nos critiquen ni lo que nos pase, porque quienes tienen relación con el maestro están bendecidos. Aunque vayamos al infierno, él nos salvará».
Durante mucho tiempo, mi relación con Aum Shinrikyo fue intermitente. Pero un día, en 1993, un hombre de Aum llamado Kitamura vino a verme. Dijo que quería hablar conmigo. Yo llevaba un tiempo desconectado de Aum y quería ponerme al día, así que lo escuché. Pero cuanto más hablaba, más absurdo me parecía lo que decía. Me habló de lo que pasaría si estallaba la tercera guerra mundial, de armas de rayos láser y de plasma, en fin, de cosas que parecían ciencia ficción. Era interesante, lo reconozco, pero me dio la impresión de que Aum estaba metiéndose en cosas muy fuertes.
Por entonces, Aum me presionaba mucho para que me hiciera miembro. Al final me uní a ellos por la mujer que he mencionado antes, Takahashi. Mi abuela acababa de morir y yo me sentía muy triste. Takahashi me llamó y me dijo que quería hablarme de una cosa. «Acabo de unirme a Aum y quiero hablar contigo del tema.» Así que nos vimos. Ella tenía veintisiete años, seis años más joven que yo. Parecía que nos había unido el destino. Nos sinceramos el uno con el otro y en abril de 1994 me adherí a Aum.
Estoy seguro de que la muerte de mi abuela me influyó. Además, la empresa para la que trabajaba empezaba a despedir a gente. Y, para remate, seguía aquejado de la enfermedad de la que he hablado antes, y esperaba que pertenecer a Aum me ayudara a curarme de una vez para siempre.
Reconozco que Takahashi me interesaba. No en sentido romántico, pero lo cierto es que no podía dejar de pensar en ella. Veía que Aum la tenía totalmente absorbida y me preguntaba: ¿es eso bueno para ella? Yo era escéptico con respecto a Aum y pensaba que lo mejor era comunicarle mis dudas. Lo más fácil para llevarlo a cabo, me dije, era hacerme adepto también, así la vería y tendría ocasión de hablarle. Sé que esto suena un poco altruista.
Por suerte habían rebajado la tarifa de ingreso a diez mil yenes. Medio año costaba seis mil. Y nos daban diez casetes. Una vez admitido, y antes del rito iniciático, había que ver 97 vídeos de Aum y leer 77 libros. Una cantidad enorme, pero no sé cómo lo hice. Lo último que había que hacer era entonar un mantra. Nos dieron un papel impreso y teníamos que leerlo en voz alta una y otra vez, con un contador que todos los adeptos poseen. Teníamos que repetirlo siete mil veces. Yo lo intenté un rato, pero me parecía estúpido y lo dejé. Para mí, no había ninguna diferencia con lo que ofrecía Soka Gakkai.
Hacían todo lo posible para convencerme de que ingresara como monje. Por entonces, la secta quería aumentar sus filas. Yo aún no había pasado por los ritos iniciáticos, pero me dijeron que no era necesario. Con todo, yo me resistía. Takahashi se hizo monja a finales de año. El 20 de diciembre me llamó al trabajo y me dijo: «Estoy decidida». Ésa fue la última vez que hablamos. Se hizo monja y desapareció.
Cuando lo del atentado con gas del metro, yo ya me había distanciado de Aum. Había una persona a la que Takahashi había convencido para que se uniera a Aum y yo estaba tratando de disuadirla. Todos sabían que yo era crítico con los métodos de Aum. Pero un adepto es un adepto y, en mayo de 1995, la policía me detuvo para interrogarme. Ya sabían quiénes habían sido adeptos, probablemente disponían de una lista. Los métodos policiales eran bastante arcaicos. Nos pedían que pisoteáramos una foto de Shoko Asahara. Me recordaba lo que hacían en el periodo Edo para que los cristianos japoneses renunciaran a su fe: obligarles a pisotear un dibujo de Jesús. Sabía por experiencia propia lo intimidatoria que puede ser la policía.
Vinieron a interrogarme de nuevo cuando, ese mismo año, secuestraron en Hokkaido un avión de la compañía aérea All Nippon Airways. «Seguro que sabes algo, ¿a que sí?», insistían. Venían constantemente. Me sentía acosado. Hiciera lo que hiciera, siempre había alguien vigilándome. Es una sensación horrible. La policía debe proteger a los ciudadanos, no asustarlos, como hacían conmigo. Yo no había hecho nada malo, pero daba igual: temía que me detuvieran en cualquier momento. Estaban arrestando a miembros de Aum por cualquier cosa. Se inventaban cargos, como falsificación u otros, y yo estaba seguro de que harían lo mismo conmigo.
Me telefoneaban todo el tiempo para preguntarme si me había llamado alguien de Aum. Tendría que haber resistido, pero fui lo bastante estúpido para dejar que la curiosidad me venciera y me presenté en un satyam de Osaka a ver a otra monja que conocía. Quería saber qué pensaba de aquella persecución policial.
Compré unos cuantos números de la revista de Aum Anuttara Sacca. Las librerías ya no vendían revistas ni libros de la organización y quería saber lo que decían. Nada más salir del satyam, dos agentes de policía me dieron el alto y me preguntaron a qué había ido allí. Tenía miedo, pero, no sé cómo, me los quité de encima y me alejé de allí. No me extraña que desde entonces me vigilaran más.
¿Creías entonces que el atentado del metro era obra de Aum?
Sí, estaba seguro, pero no podía evitar sentir curiosidad por aquella gente. Me interesaba la esencia de la secta que la sociedad atacaba, cuyos libros no se vendían en las librerías, pero que seguía publicando sus revistas; me interesaba esa extraña fuerza vital que surgía una y otra vez por mucho que se la intentaba sofocar. ¿Qué ocurría en Aum? ¿Qué pensaban realmente los adeptos? Eso es lo que quería saber. Era un punto de vista periodístico, digamos. Nada de eso se había visto en la televisión.
¿Qué piensas del atentado?
Pienso que es un error y que no puede tolerarse, sin duda. Pero hay que distinguir entre Shoko Asahara y el común de sus adeptos. No todos son criminales y algunos tienen un corazón muy puro. Conozco a mucha gente así y lo siento por ellos. No encajan en el sistema porque no se sienten cómodos en él o porque se sienten excluidos. Ésta es la clase de personas que se unen a Aum. A mí me gustan. Me resulta fácil comunicarme con ellas. Me siento más afín a ellas que a la gente cabal. El verdadero culpable es Asahara. Era poderosísimo.
Curiosamente, de tanto estar con policías, empecé a hacerme amigo de ellos. Al principio me asustaban, pero luego comenzamos a llevarnos bien. Me preguntaban si recibía correo de Aum y yo se lo enseñaba. Cuando cooperas, la policía se vuelve mucho más amable y accesible. «Bueno», me decía; «¡si resulta que hasta la policía puede ser pura y honesta! Hacen su trabajo lo mejor que pueden. Así que, si me piden algo razonable, cooperaré.»
Llegó Año Nuevo y recibí una postal de la madre de Takahashi. Decía: «Estábamos equivocados». Ella también había sido adepta de Aum. Había pasado la iniciación. Yo quería verla como fuera, porque deseaba hablar con ella de muchas cosas. Se lo dije a la policía y les enseñé la postal.
Seguramente eso les dio la idea de utilizarme como espía. Me llamaron y me sondearon. No recuerdo si usaron la palabra «espía», pero de eso se trataba. O sea: ¿debía infiltrarme en la organización de Aum para obtener información y pasársela a la policía? La idea de ser un espía no me hacía gracia, claro. Yo sólo quería estar con adeptos de Aum. Pero ahora era amigo de los policías, así que me dije: ¿por qué no?
Yo soy de esos que se dejan llevar. Un solitario que no tiene amigos. La clase de persona que no sube de escalafón y a la que siempre echan la bronca. Nadie me tomaba en serio. Por eso, cuando la policía me dijo, en confianza: «Haz lo que puedas y tráenos información», me sentí muy contento. Aunque fuera la policía, me alegraba poder comunicarme con alguien. En mi trabajo nunca hice amigos. Mis amigos de Aum se habían marchado, y Takahashi se había hecho monja y estaba desaparecida. Así que pensé que, si era sólo por un tiempo, probaría. Acepté. Y no tendría que haberlo hecho.
¿Fue una buena experiencia trabajar de espía para la policía?
Yo lo que quería era ponerme en contacto con Takahashi, rescatarla. No ser un espía ni nada de eso. Sólo quería relacionarme con miembros de Aum. Si lo hubiera intentado por mi cuenta, sin cooperar con la policía, me habrían considerado uno de Aum y eso era lo que yo temía. Me habrían tratado como a un criminal. Con el respaldo de la policía, sería mucho más fácil. Además, pensaba que así podría convencer a los adeptos para que dejaran el grupo. Pero no era honesto, ¿no crees?
Honesto o no, es una historia complicada.
Ya lo creo. Yo lo sentía por Takahashi y pensaba que debía hacer algo por ella. Es lo único que pensaba. Si la cosa seguía como estaba, acabaría siendo tratada como una criminal. Yo tenía que intentar convencerla, pero no sabía dónde estaba. Si cooperaba con la policía, podría obtener información. Pero no di con su paradero. Preguntaba a todo el mundo, pero la policía no pudo encontrarla. Lo único que sabían es que seguía siendo monja. O a lo mejor lo sabían y no me lo decían.
En cualquier caso, cuando clausuraron las sedes de Fukui y de Kanazawa, abandonaron la idea de infiltrarme.
O sea, que al final tuviste suerte, ¿no? Por cierto, ¿crees en las profecías de Nostradamus?
Mucho. Nostradamus ha tenido una gran influencia en mi generación. Yo planeo mi vida de acuerdo con sus profecías. Deseo suicidarme. Quiero morir. No me importa morir pronto. Pero como el fin del mundo será dentro de dos años, puedo esperar. Quiero ver con mis propios ojos lo que pasará al final. Me interesan las religiones que hablan del juicio final. Además de Aum, tengo conocidos que son testigos de Jehová, aunque no dicen más que tonterías.
Cuando dices «el fin», ¿te refieres al fin del sistema de ahora?
Más que el final, pienso que es como resetearlo; me lo imagino como una catarsis pacífica.