¿Qué ocurrió la mañana del 20 bajo el suelo de Tokio?
La mañana del 20 de marzo de 1995 estaba en mi casa de Ooiso, en la prefectura de Kanagawa. Por entonces residía en Massachusetts, Estados Unidos, pero disfrutaba de unos días de vacaciones que me habían dado en la universidad donde trabajaba y había regresado a Japón. Una estancia breve de apenas dos semanas. No tenía televisión ni radio. No tenía forma de enterarme del grave atentado que se había producido en Tokio. Escuchaba música y ponía en orden mis libros. Era una mañana agradable, tranquila, con un cielo completamente despejado. Lo recuerdo bien.
Sobre las diez me llamó un conocido que trabajaba en un medio de comunicación. Su tono de voz era tenso: «Ha ocurrido algo extraño en el metro. Al parecer, hay muchas víctimas. Se trata de gas venenoso. Sin duda es obra de Aum. Es mejor que no venga a Tokio de momento, son muy peligrosos».
No tenía la más mínima idea de lo que hablaba. ¿Gas venenoso en el metro? ¿Aum? Llevaba mucho tiempo fuera del país, por lo que mi conocimiento de la realidad era muy fragmentario. Ni siquiera conocía la primicia publicada por el diario Yomiuri en Año Nuevo (en la localidad de Kamikuisiki se habían localizado restos de gas sarín), tampoco la relación de la secta Aum con el llamado incidente Matsumoto, ni que varios de sus miembros habían cometido algunos crímenes y por eso estaban en primera plana informativa.
Si lo pienso ahora, resulta fácil entender que a los profesionales de los medios de comunicación les resultase natural establecer la relación de Aum con el atentado. En cualquier caso, yo no tenía previsto ir a Tokio ese día. Sin llegar a comprender bien la situación, le di las gracias y colgué el teléfono. Seguí con mis cosas como si nada. La verdadera dimensión de aquel terrible hecho no empezó a conocerse hasta más tarde.
Así es como viví el 20 de marzo.
Me invadió una extraña desorientación que duró mucho tiempo, un extrañamiento cercano a la perplejidad. Estaba como «desfasado», fuera del tiempo y del espacio que debía vivir. Probablemente debido a eso, se despertó en mí un profundo interés por todo lo relacionado con el atentado.
Durante meses, los medios de comunicación estuvieron literalmente inundados de todo tipo de información relacionada con el atentado o con los miembros de la secta. La televisión informaba sin descanso, de la mañana a la noche. Los periódicos, los semanarios, los tabloides, todos dedicaron miles de páginas al asunto. Sin embargo, no encontraba en ninguna parte lo que en verdad quería saber: ¿qué había sucedido realmente la mañana del 20 de marzo bajo el suelo de Tokio? Ésa era mi pregunta. Algo muy simple.
Puedo explicarlo de una forma más detallada: ¿qué vieron los pasajeros que estaban en el metro? ¿Cómo reaccionaron? ¿Qué sintieron? ¿Qué pensaron? Quería saberlo. A ser posible, quería conocer hasta el último detalle, preguntarles a todos y cada uno de ellos, saber cuál era su ritmo cardiaco en ese instante, cómo respiraban. Si un ciudadano normal (como yo mismo o usted) se hubiera visto envuelto en un extraño e inesperado atentado en el subsuelo de Tokio, ¿qué habría hecho?
Es posible que, después de todo, aquello no fuera tan raro. No obstante, nadie hablaba de lo que yo quería saber. ¿Por qué?
Si eliminamos lo superfluo, se puede decir que la estructura básica que siguió la prensa para informar sobre aquello fue muy simple. El atentado se enfocó desde un principio moral muy claro: lo «bueno» en contraposición a lo «malo», la «cordura» opuesta a la «locura», lo «sano» a lo «enfermo». Una serie de dicotomías, en fin, muy simplistas.
La población sufrió un enorme impacto emocional ante un terrible hecho como aquél. Todo el mundo coincidía en lo mismo: «¿Qué clase de locura es ésta? ¿Qué sucede en Japón para que esos dementes puedan andar por ahí sueltos con la cabeza bien alta? ¿A qué se dedica la policía? Pase lo que pase, ese Shoko Asahara merece que lo condenen a la pena de muerte…».
Al pensar de ese modo, todos se sumaron en mayor o menor medida a la corriente dominante de lo «bueno», de la «cordura» y lo «sano». No resultó difícil de hacer. Es decir, en esas circunstancias estaba muy claro qué era relativo y qué absoluto. Comparados con Shoko Asahara o con los adeptos de Aum, con la barbaridad que cometieron, la inmensa mayoría de la gente entraba en la categoría de lo «bueno», representaba la «cordura» más genuina y quedaba dentro de lo considerado «sano». No podía haber un consenso mayor en ese sentido. Los medios se sumaron a esa corriente dominante y, al hacerlo, se generó una espiral, una corriente de opinión que no hizo sino agigantarse, crecer y crecer cada vez a mayor velocidad.
Otras voces, sin embargo, se alzaron contra esa inmensa fuerza. El crimen debía ser condenado, por supuesto, pero había que dejar a un lado toda esa cháchara de lo bueno y lo cuerdo. En caso contrario, el único resultado sería que todo quedaría aplastado por el furor popular. (En su gran mayoría, los argumentos que exponían esas voces disidentes eran correctos, pero en algunos casos su fallo fue exponerlos con demasiada suficiencia.)
Sólo ahora, dos años después del atentado, cabe preguntarse adónde nos habría llevado esa corriente de opinión dominante, toda esa palabrería de «la razón está de nuestra parte». ¿Qué lección hemos aprendido de aquel terrible suceso?
Sólo hay una cosa clara. Se ha instaurado un incómodo malestar en la sociedad japonesa, un sabor amargo. Torcemos el gesto y nos preguntamos: ¿de dónde viene todo eso? Para sobrellevar el malestar y la amargura, la mayor parte de nosotros preferimos meter el asunto en un hipotético baúl del olvido y clasificarlo como algo del pasado. El profundo significado que entraña el suceso en sí queda circunscrito al proceso judicial y, por tanto, digerido por el sistema.
Obviamente, es esencial que salga a la luz toda la verdad en el transcurso del juicio, pero a menos que los japoneses seamos capaces de metabolizar esos hechos e integrarlos en nuestro campo de visión, nos perderemos en un marasmo de detalles insignificantes, de cotilleos sobre un crimen que pasará de esa manera a formar parte de un oscuro y olvidado rincón de nuestra historia. Será como la lluvia fina que cae despacio sobre las ciudades, se recoge en los tejados, se canaliza y desaparece a través de las cloacas para desembocar en el océano sin llegar siquiera a humedecer el suelo. El sistema legal sólo puede afrontar este hecho desde la ley, pero eso no es nada más que una parte de todo un conjunto. No tenemos ninguna garantía de que sólo con eso podamos llegar al sustrato de donde nace algo así.
En otras palabras, la profunda conmoción que supuso para la sociedad japonesa el descubrimiento de la secta Aum y el atentado en el metro con gas sarín aún no se ha analizado eficazmente, no se ha logrado poner en claro las lecciones que deberíamos haber extraído sobre lo ocurrido. Incluso después de terminar el libro, esa duda sigue inquietándome. «En suma, se trata de un crimen excepcional y sin sentido cometido por un grupo de dementes.» Con esta sentencia se pone punto final a toda la historia del atentado. Quizá sea una forma un tanto peculiar de decirlo, pero parece que la memoria colectiva hubiera transformado lo ocurrido en un osado manga, en un mito urbano, incluso en una especie de cotilleo sobre crímenes poco frecuentes, como si ésa fuera la única forma de poder vivir con ello.
Si las cosas han sucedido realmente así, mi pregunta es: ¿por dónde hemos empezado a abotonar mal la camisa?
Si de verdad queremos aprender algo de esta desafortunada tragedia, creo que es el momento de contemplar desde distintos ángulos lo que pasó, volver a analizarlo. Lo fácil es decir: «Aum es la maldad. La locura y la cordura son cosas opuestas». Por mucho que nos enfrentemos a todo esto con nuestra mejor voluntad, resulta muy complicado desactivar esa especie de hechizo que produce la corriente de opinión dominante. Sin embargo, algo me dice que, si no depuramos nuestro metabolismo, las cosas irán a peor.
Tampoco si aceptamos el hecho de que el atentado no tuvo nada que ver con la «maldad» o con la «locura» solucionamos nada. El embrujo que producen esas palabras es casi imposible de romper. Todo ese vocabulario de «nosotros» y «ellos» está tan cargado emocionalmente que impide ver con claridad.
No. Lo que necesitamos, en mi opinión, son palabras que nos lleguen de otro sitio; palabras nuevas para una narrativa nueva. Otra narrativa para purificar a la ya existente.
¿Por qué desvié mi mirada de la secta Aum?
¿Qué alternativa existe a ese «nosotros» del que hablan los medios en oposición al «ellos»? ¿Dónde se puede encontrar una nueva narrativa de lo sucedido?
Como ya he explicado anteriormente, la postura básica de los medios en todo lo relacionado con la información sobre el atentado era oponer «nuestro lado» (el de las víctimas, equivalente a algo puro, cuerdo) al de «ellos» (el de los agresores, equivalente a algo sucio, a la maldad). De ese modo, la postura de lo «nuestro» se apuntaló como premisa de partida y casi única para analizar al minuto las «sucias» distorsiones en «su» forma de pensar. Si no aceptamos cierta flexibilidad en nuestras definiciones, nos quedaremos estancados para siempre, seguiremos con los mismos gestos reumáticos de siempre, las mismas reacciones. Peor aún, nos deslizaremos hacia una completa apatía.
Poco después del atentado me vino una idea a la cabeza. Para entender en toda su complejidad la realidad de lo que había pasado en el metro de Tokio, ninguno de los estudios ni de las razones que se basaban en la premisa de cómo funcionaban «ellos», es decir, la gente que lo instigó, iban a ser suficientes para explicar lo que hicieron. Por muy necesarios y beneficiosos que fueran todos esos esfuerzos, ¿acaso no existía la necesidad de realizar un estudio paralelo, un análisis sobre «nosotros»? ¿No era más que probable que pudiéramos encontrar en algún lugar escondido de «nuestro» territorio esa clave (o al menos una parte de ella) que nos ayudaría a entender el misterioso golpe que «ellos» lanzaron sobre Japón?
Mientras repudiemos el «fenómeno Aum», mientras lo consideremos como algo completamente ajeno, como un «otro» absoluto, una presencia extraña que miramos con prismáticos en una costa lejana, no llegaremos a nada. Por muy desagradable que resulte esa perspectiva, es esencial que los incorporemos a «ellos» (hasta cierto punto) dentro de esa construcción que llamamos «nosotros» o, al menos, dentro de la sociedad japonesa. Desde luego, es así como se interpretó este hecho fuera de nuestras fronteras. Pero más importante aún, si fracasamos en esa búsqueda de la llave que se encuentra bajo nuestros pies, bien visible, y mantenemos en la distancia este fenómeno, correremos el peligro de reducir su significado y trascendencia a un nivel microscópico.
Esta idea tiene una historia detrás. Se retrotrae hasta el mes de febrero de 1990, cuando Aum se presentó a las elecciones a la Dieta de Japón. Asahara se postuló por la circunscripción de Shibuya, el distrito de Tokio donde yo vivía por aquel entonces, y su campaña fue una auténtica pieza teatral de lo más extraño que haya visto. Día tras día se oía una música inquietante a través de unos altavoces. Mientras tanto, hombres y mujeres jóvenes vestidos de blanco inmaculado, cubiertos con enormes máscaras de Asahara y cabezas de elefante, se alineaban en la acera que quedaba justo enfrente de la estación de tren, saludando a todo el mundo e interpretando una danza incomprensible.
Cuando me enfrenté por primera vez a la visión de una campaña electoral tan extravagante, mi primera reacción fue la de mirar a otra parte. Era lo último que quería ver. Mucha gente a mi alrededor tuvo la misma reacción: siguieron su camino como si no hubieran advertido la presencia de los adeptos de Aum. Me atenazó un miedo innombrable, una repugnancia que estaba más allá de mi capacidad de comprensión. No me tomé la molestia de analizar de dónde venía ese disgusto, por qué razón era «lo último que quería ver». No le di mayor importancia. Simplemente aparté esa imagen de mí. La coloqué en la categoría de cosas que no tenían nada que ver conmigo.
Enfrentados a esa escena, estoy seguro de que el 90 por ciento de la gente habría sentido lo mismo y reaccionado de igual manera. Habrían pasado de largo como si no hubieran visto nada, sin concederles un solo segundo de su pensamiento. Puro y simple olvido. Quizá durante la República de Weimar los intelectuales alemanes se comportaron de una manera muy similar cuando vieron a Hitler por primera vez.
Ahora, sin embargo, cuando vuelvo a pensar en aquello me resulta muy curioso. Hay una gran cantidad de sectas religiosas ahí fuera haciendo proselitismo, aunque todavía no logran inocularnos, al menos a mí, el miedo en el cuerpo. No. La única reacción que provocan es: «¡Vaya! Otra vez con lo mismo». Eso es todo. Si uno quiere hablar de aberraciones, esos jóvenes japoneses con las cabezas tonsuradas que van por ahí cantando y bailando el hare krishna son un punto de partida aceptado por la norma social. Sin embargo, yo no miro a otra parte cuando se trata de hare krishna. Entonces, ¿por qué sí lo hice cuando me topé con los adeptos de Aum? ¿Qué había en ellos que me inquietaba tanto?
Mi conjetura es la siguiente: el «fenómeno» Aum desasosiega precisamente porque no es asunto de «otros». Nos devuelve una imagen distorsionada de nosotros mismos que nadie supo ver. Los hare krishna y todas las otras religiones nuevas se pueden desechar de entrada (antes incluso de que lleguen a permear nuestra mente racional) como algo que no tiene nada que ver con nosotros. Sin embargo, con Aum, por alguna razón, no sucede lo mismo. Su presencia, su aspecto, sus cánticos, tienen que ser activamente rechazados mediante un acto de voluntad. Ésa es la razón de nuestra inquietud.
Si hablamos desde un punto de vista psicológico (sólo recurriré a este tipo de psicología amateur en esta ocasión, así que les ruego me permitan hacerlo), los encuentros que provocan reacciones psíquicas de fuerte disgusto o repugnancia incluso, son a menudo proyecciones de nuestras propias faltas o debilidades en las que también desempeña un papel la memoria. De acuerdo, pero ¿cómo se relaciona eso con la repugnancia que sentí al pasar frente a la estación de tren?
No, no estoy diciendo que en otras circunstancias alguien como usted o como yo nos habríamos unido a Aum para atentar con gas sarín en el metro de Tokio. Desde un punto de vista realista no tiene ningún sentido. Lo único que digo es que en ese encuentro, ante esa presencia había algo dentro de nosotros que exigía un rechazo activo y consciente. O dicho de otro modo: «ellos» son «nuestro» espejo.
Obviamente, una imagen especular es siempre más oscura y distorsionada que la de la realidad. La convexidad y concavidad se intercambian, lo falso se impone a la realidad, la luz y la sombra crean ilusiones. Pero si eliminamos esos defectos visuales, veremos que las imágenes resultan asombrosamente parecidas. Algunos detalles, incluso, parecen conspirar juntos. Ésa es la razón por la que evitamos mirar directamente a la imagen, porque, de manera consciente o no, eliminamos los elementos oscuros de la cara que no queremos ver. Esas sombras del subconsciente constituyen nuestra parte «subterránea», son la cara oculta que llevamos con nosotros. Por eso aún nos asedia mucho después de que tuviera lugar el atentado, un regusto amargo que emana de nuestras profundidades.
Puede que con esta simple explicación no llegue a convencer a mis lectores. Quizá mi tesis suscite algunas reticencias. Quisiera, por tanto, explicarme con más detalle. Hay algo en todo esto que tiene que ver con nuestro ego, con la «narrativa» que nace desde nuestro ego.
El Yo impuesto: La narrativa adjudicada
Cito el manifiesto de Unabomber[15] publicado en el New York Times en 1995:
«El sistema se reorganiza a sí mismo para presionar a quienes no encajan en él. Quienes no encajan son considerados “enfermos”; lograr que lo hagan es “curarlos”. Por tanto, el proceso de poder mediante el cual pretendemos alcanzar autonomía personal se rompe. El individuo es sometido entonces a otro proceso de poder dependiente de otro y reforzado por el sistema. Perseguir la autonomía personal se percibe como una “enfermedad”».
Es interesante comprobar que a la vez que el modus operandi de Unabomber era prácticamente igual al de Aum (enviaron, por ejemplo, una carta bomba al ayuntamiento de Tokio), el pensamiento de Theodore Kaczynski está también íntimamente relacionado con la esencia de las «enseñanzas» de la secta.
El razonamiento que propone Kaczynski es, en sí, bastante acertado. Muchos mecanismos de la sociedad en la que vivimos funcionan para reprimir de una forma efectiva la consecución de una autonomía personal o, como dice un adagio japonés, «el clavo que sobresale se lleva un mazazo».
Desde la perspectiva de los adeptos de Aum, en la medida en que luchaban por alcanzar su propia autonomía, la sociedad y el Estado cayeron sobre ellos cuando los etiquetaron de «movimiento antisocial» o «cáncer» que debía ser erradicado, lo cual, a su vez, se convirtió en una de las principales razones que alimentaba el bucle que los llevaba a ser cada vez más antisociales.
Sin embargo, Kaczynski, de manera intencionada o no, pasó por alto un detalle importante. La autonomía es sólo la imagen reflejada de un espejo que no muestra la dependencia que tenemos de otros. Si a uno lo abandonasen al nacer en una isla desierta y lograse sobrevivir, no tendría la más mínima idea de lo que significa «autonomía». Autonomía y dependencia son como la luz y la sombra, son conceptos atrapados por la fuerza gravitatoria de los contrarios. Sólo después de un considerable número de ensayos y errores, cada individuo es capaz de encontrar su lugar en el mundo.
Los que fracasan a la hora de lograr ese equilibrio, como quizás es el caso de Shoko Asahara, tienden a compensarlo mediante el establecimiento de un sistema propio, limitado pero de hecho bastante efectivo. No sé qué carisma tenía Asahara como líder religioso. Ni siquiera sé cómo se podría medir el nivel de carisma de alguien así. Sin embargo, una mirada rápida a su vida sugiere un posible escenario. Los esfuerzos que hizo por superar sus vicisitudes personales tuvieron el efecto de dejarlo atrapado en un círculo vicioso. Una especie de genio atrapado en una botella etiquetada como religión, con la que empezó a comerciar como forma de experiencia compartida.
Con toda seguridad, Asahara se metió solo en su propio infierno, en un horrible baño de sangre motivado por conflictos internos, búsqueda espiritual, hasta que finalmente logró sistematizar su visión. Sin duda, experimentó su propio satori, su iluminación, un «logro» con un valor paranormal. Sin haber sufrido el infierno en sus propias carnes, sin haber experimentado una inversión total de los valores cotidianos, Asahara no habría desarrollado nunca semejante poder ni carisma. En cierto sentido, las religiones primitivas llevan siempre asociado un aura especial que emana de algún tipo de aberración psíquica.
Con el fin de participar en esa «autodeterminación» que Asahara ofrecía, la mayor parte de los adeptos que se refugiaron en el culto de Aum depositaron sus valiosas individualidades bajo llave y cerrojo en ese «banco espiritual» llamado Shoko Asahara. Los fieles renunciaron a su libertad, a sus posesiones materiales, repudiaron a sus familias, desecharon cualquier tipo de juicio secular (el sentido común). Los japoneses «normales» estaban horrorizados: ¿cómo puede alguien cometer semejante locura? Pero en el lado contrario, a los adeptos debió de resultarles muy reconfortante. Al menos contaban con alguien que se ocupaba de ellos, que les ahorraba la ansiedad de tener que enfrentarse a situaciones nuevas por sí mismos, que los liberaba de cualquier necesidad material, incluso de tener que pensar por sí mismos.
Mediante ese proceso de sintonización, de fusión con ese «Yo más grande, más profundamente desequilibrado» que era Shoko Asahara, alcanzaban una pseudodeterminación. En lugar de lanzarse al asalto de la sociedad individualmente, cedían la responsabilidad estratégica a Asahara, como si dijeran: «Elegiremos un menú de “autopoder contra el sistema”, por favor».
La suya no era la misma batalla de Kaczynski contra «el sistema para alcanzar el poder que otorga el proceso de autodeterminación». El único luchador era Shoko Asahara. La mayoría de sus seguidores fueron simplemente engullidos, asimilados por ese inmenso ego «ansioso por luchar». No fueron sometidos unilateralmente al «control mental» de Asahara. No fueron víctimas pasivas. Ellos mismos buscaron de forma activa ser controlados. El control mental no es algo que se otorgue. Es un proceso que implica a dos partes.
El escritor estadounidense Russell Banks asegura en su novela Deriva continental: «Cuando nos dejamos arrastrar por cosas más grandes o poderosas que nuestro yo, por ejemplo, la historia, Dios, o cierta forma de inconsciencia, perdemos la coherencia de la realidad con suma facilidad. La narrativa vital pierde su curso».
Si se pierde el ego, desaparece la amenaza que pende sobre esa narrativa que llamamos «uno mismo». Los seres humanos, sin embargo, no podemos vivir mucho tiempo sin cierto sentido de continuidad histórica. Las diferentes historias van más allá de ese sistema racional limitado (o de una racionalidad sistemática) que nos rodea. Se pueden compartir elementos clave de esa continuidad con otros.
Una narrativa, por tanto, es una historia. No tiene por qué ser lógica, ni ética o filosófica. Es un sueño que se mantiene intacto, se llegue a realizar o no. Tan cierto como que respiramos, es que seguimos soñando incansablemente con nuestra historia, y en esa historia tenemos dos caras. Somos simultáneamente objeto y sujeto. Somos el todo y la parte, reales y sombras, «narradores» y al tiempo «personajes». A través de los intrincados papeles de nuestras historias es como nos curamos de la soledad que nos provoca ser individuos aislados en este mundo.
Pero sin un ego adecuado, nadie es capaz de crear su narrativa personal, al igual que no se puede conducir un coche sin motor, ni proyectar una sombra sin que exista un objeto físico real. Por tanto, una vez consignado el ego a otra persona, ¿hacia dónde nos dirigimos a partir de ese momento?
En ese preciso instante se obtiene una nueva narrativa otorgada por la persona a quien se le ha confiado el ego. Se entrega algo real y se recibe a cambio una sombra. Una vez el ego renace gracias al de otro, la propia narrativa asumirá esa otra creada por el otro ego.
Pero ¿qué clase de narrativa es ésa?
No tiene por qué ser algo especialmente extravagante, nada complicado o refinado. No hay por qué tener ambiciones literarias. De hecho, cuanto más esquemático y simple, mejor. Cualquier basura, un refrito sobrante bastará. Lo cierto es que la mayor parte de la gente está cansada de escenarios complejos o intrincados que constituyen potenciales decepciones. Precisamente, el hecho de que la mayor parte de las personas sean incapaces de encontrar puntos fijos de referencia en sus esquemas vitales superpuestos les empuja a renunciar a su identidad.
Un simple «emblema» de una historia servirá para este tipo de narrativa, de igual modo que una prestigiosa medalla de guerra concedida a un soldado no tiene por qué ser de oro puro. Es suficiente con que esté respaldada por el reconocimiento público y compartido de que se trata de una medalla, para que no nos importe que sea de hojalata.
Shoko Asahara tenía el suficiente talento para imponer su refrito narrativo a sus adeptos, que en su gran mayoría buscaban precisamente eso. Era una historia risible, chapucera. Para los no creyentes no era más que una colección de sinsentidos regurgitados sin descanso. Sin embargo, hay que reconocer con toda justicia que había cierta consistencia en todo ello: era una llamada a las armas, una narrativa agresiva con un claro objetivo.
Visto desde esa perspectiva y en un sentido limitado, Asahara era un narrador consumado que demostró ser capaz de anticipar el clima de la época. No le disuadió la certeza, ya fuera consciente o no de ello, de que sus ideas e imágenes no eran más que basura reciclada. De forma deliberada, remendó todos los trozos y piezas sueltas que encontró a su alrededor (de igual manera que ET, en la película de Spielberg, montaba un aparato rudimentario para comunicarse con su planeta con las cosas viejas que había en el garaje de la familia) y les insufló un flujo vital singular, una corriente que reflejaba de una manera misteriosa los fantasmas de su propia mente. Fueran cuales fuesen las deficiencias de esa narrativa, en realidad se trataba de Asahara, por eso no planteaba ningún obstáculo para quienes elegían unirse a él. Si acaso, esas deficiencias constituyeron un plus hasta que al final terminaron fatalmente contaminadas. Eran delirantes y paranoicas, pero desarrollaron un nuevo pretexto, grandilocuente e irracional, hasta que ya no hubo marcha atrás…
Ésa fue la narrativa que ofreció Aum: «Su» lado. Estúpida, se podría decir. Y seguramente lo fue. La mayor parte de nosotros nos mofamos de ese escenario que planteaba Asahara. Nos reímos de él por inventar esa retahíla de sinsentidos, ridiculizamos a los adeptos que se sintieron atraídos por semejante «alimento de lunáticos». Fue una risa que nos dejó un regusto amargo, pero, a pesar de todo, nos reímos en voz alta. ¿Qué otra cosa se podía esperar? Pero ¿fuimos capaces de ofrecerles a «ellos» una narrativa más viable? ¿Teníamos nosotros una narrativa lo suficientemente potente para anular el efecto del sinsentido de Asahara?
Creo que ésa debió ser nuestra principal tarea. Soy novelista y, como todo el mundo sabe, un novelista es alguien que trabaja con «narrativas», que teje historias profesionalmente. Para mí eso se traduce en que la tarea que tengo entre manos se convierte en una espada gigante que pende sobre mi cabeza. Algo con lo que voy a tener que lidiar de una manera mucho más concienzuda a partir de ahora. Soy consciente de que tengo que fabricar un «instrumento de comunicación cósmica», como el de ET, yo solo. Probablemente no me quedará más remedio que encajar hasta el último pedacito de chatarra, de debilidad, de deficiencia que haya dentro de mí. (Eso es. Ya está. Lo he dicho. La gran sorpresa para mí es que es eso, exactamente, lo que he tratado de hacer siempre en mi vida como escritor.)
Y entonces: ¿qué pasa con los demás? (Digo «demás», pero por supuesto yo también me incluyo.)
¿Acaso no hemos ofrecido una parte de nuestro «Yo» a alguien o a algo y hemos obtenido una «narrativa» a cambio? ¿No hemos confiado una parte de nuestro ser a un «sistema» o a un «orden» que juzgamos superior? Si es así, ¿no ha exigido de nosotros ese «sistema» hasta cierto punto una clase de «demencia»? ¿Es la narrativa que poseemos real y ciertamente nuestra? Los sueños que tenemos, ¿son nuestros de verdad? ¿No serán visiones de otros que antes o después podrían convertirse en pesadillas? No somos capaces de eliminar el mal sabor de boca que nos dejó el atentado, ni de eliminar a los responsables de Aum. ¿Es así porque en realidad aún no hemos resuelto todas esas dudas? Ésa, al menos, es mi opinión.
Sobre la memoria
Comencé el trabajo de investigación para este libro nueve meses después del atentado. Después, trabajé en él durante otro año más.
Hasta el momento en que empecé a recopilar historias, había transcurrido cierto «periodo de enfriamiento», pero el acontecimiento me había provocado tal impacto que conservaba los recuerdos muy frescos. Muchos de los entrevistados habían contado una y otra vez su experiencia a sus allegados. Otros nunca llegaron a contar ciertos detalles sobre el atentado, pero, a pesar de todo, estoy convencido de que revivieron en sus mentes una y otra vez lo ocurrido hasta lograr objetivarlo. En la mayor parte de los casos, me encontré con que las descripciones eran extremadamente reales y muy visuales.
Sin embargo, hablando con rigor, no eran más que recuerdos.
Ahora bien, como explica un psicoanalista: «La memoria humana no es más que una interpretación personal de los hechos». Tamizar una experiencia a través del cedazo de la memoria provoca que muchas veces se transforme en algo más fácilmente comprensible: las partes inasumibles se omiten; el «antes» y el «después» se invierten; los elementos confusos se redefinen; la memoria personal se entrecruza con la de otros, se intercambia y todo ello ocurre de una forma natural, inconsciente.
Dicho de manera sencilla, la memoria que conservamos de ciertas experiencias se traduce como una forma de narrativa. En mayor o menor grado es una función normal (es un proceso que los novelistas utilizamos a diario de manera consciente en nuestra profesión). La verdad de «lo que se dice» puede diferir, aunque sea ligeramente, de lo que en realidad ha sucedido. Eso, sin embargo, no lo convierte en mentira. Es verdad, sin duda, una verdad que llega bajo una forma distinta.
Los testimonios que componen este libro fueron contados por la propia voluntad de cada uno de los protagonistas. No son declaraciones para un juicio. Ésa es la razón por la que no he tratado de aclarar las contradicciones que existen entre algunos de ellos. Sería prácticamente imposible de hacer. No pretendo disculparme, pero no es el objeto de este trabajo.
En el transcurso de las entrevistas que componen este libro me esforcé por mantener la premisa de que la historia de cada una de las personas era cierta en el contexto de esa otra historia, la del atentado, y aún lo creo así. El resultado es que los testimonios de la gente que vivió una misma situación en un mismo momento difieren en pequeños detalles, pero aquí se presentan tal cual, sin eliminar ninguna de las contradicciones que plantean. Es así porque, en mi opinión, las discrepancias y contradicciones dicen algo por sí mismas. A veces, en este mundo poliédrico en el que vivimos, la inconsistencia puede resultar más elocuente que su contrario. No obstante, después de entrevistar a tanta gente tenía más o menos formado un juicio sobre la verdad u objetividad que había en cada uno de sus relatos. Además, al juntar varias historias y contemplarlas desde una perspectiva distinta, era relativamente fácil hacerse una idea de cuál era la atmósfera del lugar en aquel momento preciso. Cuando no estaba seguro de a qué se refería determinado pasaje, lo eliminaba, pero lo hice sólo en casos excepcionales. Lo que juzgué un error, traté de corregirlo y todo lo demás lo he publicado según me lo contaron.
Por otro lado, intenté empatizar con cada una de las personas a las que entrevisté. Si lo expreso así de simple, puede sonar a sentimentalismo barato, pero es la verdad. Traté de sentir lo que contaban en mi propia piel. Me esforcé por pensar como ellos, ver las cosas desde su punto de vista, sentir con su corazón.
No fue tan difícil después de todo. En ningún momento pensé que una sola de las historias fuera aburrida o poco importante. Me dejé fascinar por cada uno de los casos que conocí. Sentí admiración por la profunda dimensión de cada una de las vidas humanas al observarlas en detalle. Incluso llegué a emocionarme. Puede que fuera por estar tan absorbido en un asunto concreto durante un periodo de tiempo relativamente largo. Me encontré con algunas personas en dos ocasiones, pero no dejó de ser algo excepcional. En la casi totalidad de los casos, se produjo un solo encuentro. De otra manera, puede que pensara distinto a como lo hago ahora. Sin embargo, a lo largo de todo este tiempo me he dado cuenta de que fue una experiencia mucho más determinante de lo que había previsto, tanto como escritor como a título individual.
¿Qué puedo hacer yo?
Lo explicaré brevemente: decidí escribir este libro porque siempre quise entender Japón a un nivel más profundo. He vivido en el extranjero, lejos de Japón, durante un largo periodo de siete u ocho años. Primero en Europa, luego en Estados Unidos. Me marché cuando terminé El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas. Al margen de breves visitas, no regresé hasta que terminé Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Pienso en ese tiempo como en un periodo de exilio autoimpuesto.
Quería ampliar mi experiencia de otros lugares, establecerme y escribir. Al marcharme de Japón —que era una condición a priori para relacionarme de otro modo con el idioma, con el país y con mi propio ser—, me vi obligado a planificar estrategias que tuve que asumir una por una, ya se tratase de la lengua japonesa o de las cosas relacionadas con Japón.
Para mi sorpresa, los dos últimos años de mi exilio descubrí que no había nada que quisiera saber de manera urgente sobre «ese país llamado Japón». El tiempo que pasé en el extranjero, errando de un sitio a otro para tratar de llegar a un acuerdo conmigo mismo, tocaba a su fin, o al menos así empezaba a percibirlo. Notaba los cambios que se habían producido en mí, la reevaluación que había hecho de mi escala de valores. Yo ya no era, obviamente, aquel joven que había salido del país un tiempo atrás. Del mismo modo, era consciente de que empezaba a entrar en esa categoría de persona con un deber adquirido hacia la sociedad japonesa.
«Ha llegado el momento de volver a Japón», pensé. Regresar y sacar adelante un trabajo sólido, algo distinto a una novela, mediante el cual sondear en las profundidades del corazón de mi distante país. De esa manera sería capaz de redefinir mi postura, adoptar una nueva posición estratégica.
De acuerdo, entonces, ¿qué podía hacer yo para entender mejor a mi país?
Tenía una idea más o menos precisa de lo que buscaba. Después de resolver cuentas emocionales pendientes, la idea base era que necesitaba saber más de Japón como sociedad, tenía que aprender algo nuevo sobre lo que significa ser japonés como una «forma de conciencia». ¿Quiénes somos nosotros como pueblo? ¿Hacia dónde nos dirigimos? Está bien, pero para concretar: ¿qué tenía que hacer? Ni idea. Mi último año en el extranjero lo pasé inmerso en una especie de niebla después de que dos catástrofes de dimensiones colosales golpearon al país: el gran terremoto de Hanshin, o de Kobe, y el atentado con gas sarín en el metro de Tokio.
Finalmente, mi extenso trabajo de investigación sobre el atentado en el metro se transformó en ese ejercicio decisivo que me iba a ofrecer una mejor comprensión de Japón. Conocí de verdad a muchos de mis compatriotas, escuché sus historias. El resultado es que fui capaz de comprender lo que significaba ser japonés cuando uno debe enfrentarse a un golpe brutal contra el sistema como fue el atentado. Lo pienso ahora, y debo admitir que inyecté cierto grado de mi ego de autor en ello. En cierto sentido, me serví de todo ese trabajo como si fuera un «vehículo adecuado» para lograr mis objetivos. No reconocerlo sería hipócrita por mi parte.
A pesar de todo, ciertos aspectos de ese ego quedaron marginados en el transcurso de las entrevistas. Encontrarme con las víctimas cara a cara, escuchar de primera mano sus crudos relatos, me obligó a replantearme las cosas. No podía correr el riesgo de jugar a la ligera con todo eso. Lo que emanó de los encuentros con las víctimas era más profundo, estaba más cargado de significados de lo que nunca podía haber imaginado. Darme cuenta de lo ignorante que era respecto al atentado fue toda una lección de humildad.
No sólo eso. Sin duda descubrí una suerte de respuesta natural que suponía una verdadera primicia sobre lo ocurrido. Lo sentí en cada uno de los poros de mi piel y al cabo del tiempo empecé a dejarme llevar por ese flujo. Comencé a pensar con toda naturalidad que este libro no lo escribía para mí, sino para otros, y, por tanto, debía esforzarme por hacerlo lo mejor posible. Si me preguntasen si reflexioné sobre mi actitud, no me quedaría más remedio que contestar que sí. Pero, si soy honesto, más que reflexión diría que es inducción. Fue una corriente natural de mi corazón que estaba más allá de la razón, de lo bueno y de lo malo.
¿De dónde nació esta inducción natural? Obviamente, a partir de lo que brotaba de las distintas «narrativas» (ni que decir tiene que era la narrativa de «nuestro lado»). Como novelista, escuchar la «narrativa» de todas aquellas personas —contada desde «nuestra» parte, huelga decirlo— tuvo para mí cierto poder curativo.
A partir de cierto momento dejé de formular juicios, «correcto», «incorrecto», «cuerdo», «demente», «responsable», «irresponsable»… Todas esas valoraciones dejaron de tener importancia. No me correspondía a mí dictar sentencia y eso puso las cosas mucho más fáciles. Me relajé y me dediqué a escuchar las historias de la gente. Digerí todas y cada una de las palabras y me transformé en una araña que iba a tejer una «narrativa distinta». Una araña común, como las que están agazapadas en los rincones oscuros del techo.
Después de entrevistar a los familiares de Eiji Wada —que murió en la estación de Kodenmacho— y a la señorita Shizuko Akashi —que perdió la memoria y el habla y aún estaba en terapia en el hospital—, tuve que reconsiderar seriamente lo que escribía y cómo lo hacía. ¿Cuán gráficas tenían que ser las palabras dirigidas a los lectores para explicar las distintas emociones (el miedo, la desesperación, la soledad, la rabia, la apatía, la alienación, la confusión, la esperanza…) que experimentaron esas personas?
Por otra parte, estoy seguro (y eso me preocupa) de que herí los sentimientos de algunas personas durante las entrevistas, ya fuera por mi falta de sensibilidad hacia su situación, por mi ignorancia o, simplemente, por algún defecto de mi carácter. Nunca he sido un gran conversador y a veces no expreso las cosas de la forma más adecuada. Me gustaría aprovechar esta ocasión para disculparme con todas aquellas personas a las que haya podido herir o molestar.
Hasta ahora siempre he pensado de mí mismo que tenía una faceta caprichosa e incluso impertinente, pero nunca me he tenido por un arrogante. Sin embargo, ahora pienso que antes de nada debía haber admitido que, en mi situación, me guste o no, siempre hay un punto de arrogancia.
Mi acercamiento a ellos fue desde una zona de seguridad, un lugar del que podía regresar siempre que quisiera. Aunque dijeran: «No hay forma de expresar y entender lo que sentimos». Tenía que haberles dado la razón. No me quedaba más remedio que aceptarlo. Nunca llegaré a entenderlo del todo, sin embargo, si ponemos un fin a esta historia e interrumpimos la comunicación, no iremos a ninguna parte, nos daremos de bruces con un dogma.
Una abrumadora violencia desatada ante nosotros
El gran terremoto de Hanshin, en enero de 1995, y el atentado con gas sarín en el metro de Tokio, en marzo de ese mismo año, son dos de las mayores tragedias ocurridas en la historia del Japón de la posguerra. No es exagerado asegurar que esos dos acontecimientos han marcado un antes y un después en la conciencia de los japoneses. Esas catástrofes quedarán grabadas de por vida en nuestra conciencia colectiva como dos hitos fundamentales.
El hecho de que se produjeran en tan rápida sucesión fue tan extraordinario como casual. Pero que lo hicieran en el mismo momento en el que explotó la «burbuja» de la economía japonesa, poniendo un trágico punto final a los tiempos de desenfreno y excesos; y en el mismo momento en que tocaba a su fin también la guerra fría, por lo que el sistema de valores empezó a tambalearse en todo el mundo, eso nos llevó a un periodo de reflexión crítica sobre las verdaderas raíces en las que se fundamenta el estado japonés. Era como si ambos acontecimientos hubieran esperado ocultos el momento preciso de tendernos una emboscada.
El elemento común fue una violencia abrumadora. Ineludible en una catástrofe natural, evitable en un desastre provocado por el hombre. Un paralelismo indirecto, aunque para todas las víctimas el sufrimiento fue aterradoramente parecido. El origen o la naturaleza de la violencia podía diferir, pero el impacto que causó en ambos casos fue igual de devastador. Ésa es, al menos, la impresión que tuve después de hablar con las víctimas del atentado.
Muchos de ellos repetían lo mucho que odiaban a esos «matones de Aum» y no contaban con las válvulas de escape necesarias para dar salida a su intenso odio. ¿Adónde podían ir a exigir una reparación? ¿A qué clase de lugar iban a regresar? Su confusión se agravaba por el hecho de que nadie era capaz de localizar con exactitud las fuentes de las que emanaba esa violencia. En ese sentido, el atentado con gas sarín y el terremoto planteaban una asombrosa semejanza.
Los dos acontecimientos se pueden comparar con una explosión inmensa. Los dos fueron la erupción de una pesadilla nacida bajo nuestros pies, desde el subsuelo, desde el mundo subterráneo. Los dos pusieron en evidencia, con toda su crudeza, todas las contradicciones y debilidades latentes en nuestra sociedad. Demostraron que estábamos indefensos ante ese tipo de arremetidas inesperadas, que éramos incapaces de preverlas y que fracasamos a la hora de prepararnos. No supimos responder de una manera eficiente. Claramente «nuestra» parte falló.
Es decir, la narrativa que la mayor parte de los japoneses compartíamos (o que imaginábamos compartir) se derrumbó. Ninguno de nuestros valores comunes demostró la más mínima eficacia a la hora de prevenirnos contra una violencia maléfica que estalló bajo nuestros pies.
Es obvio que, en determinadas circunstancias, como en el terremoto de Hanshin o en el atentado, apareció de forma natural un flujo positivo que hasta ese momento no existía. Después del terremoto, por ejemplo, los jóvenes iniciaron un movimiento de voluntariado que demostró una gran fuerza. También en el atentado se comprobó que los pasajeros se ayudaron entre sí. Los empleados del metro hicieron todo lo posible por socorrer a la gente sin pensar en el peligro que ellos mismos corrían (me gustaría reconocer el mérito y valor de quienes entregaron su vida en cumplimiento de su deber). Existen casos excepcionales, pero, en general, el trabajo de los empleados del metro merece nuestras alabanzas por su entrega. Cuando pienso en todo ello, me siento capaz de creer en la fuerza «positiva» que existe dentro de cada uno de nosotros. Si uniésemos nuestras fuerzas, seríamos capaces de evitar las situaciones peligrosas que aún están por venir. Deberíamos crear una red social tejida de confianza en nuestra vida cotidiana.
A pesar de que existe un lado positivo, eso no puede borrar la confusión que se produjo en el sistema japonés. Si hablo del atentado, no me parece que los responsables del metro, de los bomberos o de la policía, hayan tomado las medidas oportunas para suplir sus carencias y defectos y equilibrar su respuesta a la de las víctimas. No me refiero únicamente a aquel día, sino a su situación actual.
Un empleado del metro de Tokio me dijo un tanto enojado: «Ya está bien de entrevistas, ¿no? Eso ya es agua pasada». Entiendo sus sentimientos. A lo que se refería es a que ellos también eran víctimas y ya habían sufrido lo suficiente. Sólo quería que lo dejase en paz.
En ese caso, si nos olvidamos del atentado, ¿todo vale? Es cierto que muchos empleados del metro quieren olvidar lo ocurrido, pero no son los únicos. Hay mucha gente, en cambio, que no quiere que nos olvidemos de lo ocurrido. Y están los muertos que ya no pueden hablar.
Como es natural, en una emergencia de semejantes proporciones resulta inevitable que se produzca cierto nivel de confusión. Queda claro, gracias a los testimonios aquí recogidos, que hubo gente en todos los niveles —en la Autoridad del Metro, en el Departamento de Bomberos, en la Policía, en los distintos centros sanitarios— que se vio superada por los acontecimientos, fue incapaz de valorar la verdadera dimensión de lo que ocurría y ello los llevó a cometer errores en mayor o menor medida.
No es mi intención señalar esas deficiencias, ni sermonear a nadie sobre lo que hizo a título individual. Con eso no pretendo dar a entender que no se pudo hacer otra cosa, ni que deberíamos dejar correr los errores sin analizarlos. Lo que sí espero es que nos convenzamos y reconozcamos que la gestión de las crisis en Japón es errática y profundamente inadecuada. Los errores de juicio y valoración cometidos en el terreno fueron el resultado de carencias preexistentes en el propio sistema.
Peor aún. Por poco que se aprendiera de los errores cometidos en aquel momento, de nada sirve, ya que la información se considera clasificada. Las instituciones japonesas están encerradas en círculos dentro de otros círculos, son extremadamente sensibles a lo que entienden que puede ser cualquier tipo de humillación pública, no están nada predispuestas a mostrar sus fallos a personas ajenas. Los esfuerzos por investigar y aclarar lo ocurrido se vieron frustrados por toda esa serie de razones comúnmente aceptadas. «El asunto está en los tribunales…» o «Eso es asunto del Gobierno» son excusas repetidas una y mil veces.
Curiosamente, algunos de los entrevistados también se mostraron reticentes: «Me gustaría colaborar, pero como los de arriba son unos ineptos…». Es probable que tuvieran la impresión de que, si hablaban demasiado, tendrían que pagar las consecuencias. Es típico de Japón que la orden de guardar silencio no sea algo expresado de forma directa, sino una suerte de imposición para bajar la voz que llega desde arriba: «Bien, en cualquier caso ya pasó, así que lo mejor es que no hablemos de este asunto más de lo necesario…».
Cuando preparaba mi última novela, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, me sumergí en la investigación sobre el llamado «incidente de Nomonhan», una agresiva y cruenta incursión del Ejército japonés en Mongolia en 1939. Cuanto más rebuscaba en los archivos, más horrorizado me quedaba ante aquella temeridad, ante la locura total demostrada por la cadena de mando del Ejército imperial. ¿Cómo es posible que aquella tragedia inútil haya caído en el olvido sin más? Al investigar de nuevo en este caso sobre el atentado con gas sarín en el metro de Tokio, me sorprendió descubrir que la forma cerrada y evasiva a la hora de asumir responsabilidades de la sociedad japonesa, no fue muy distinta del modus operandi del Ejército imperial en aquella época.
En esencia, lo que ocurrió entonces fue que los soldados de a pie, con sus armas en ristre, lo arriesgaron todo, fueron los que más sufrieron, se enfrentaron a horrores indescriptibles y, al final, no recibieron ninguna compensación. Mientras tanto, los oficiales y la inteligencia que se quedó tras la línea de fuego no asumieron ninguna responsabilidad. Se escondieron tras sus máscaras, se negaron a admitir la derrota, maquillaron sus fallos con jerga y retórica. Si se hubiera llegado a conocer la ignominia que provocaron ellos, como oficiales al mando, habrían recibido un severo castigo. En condiciones normales eso significaba seppuku [o hara-kiri]. La verdad sobre lo ocurrido se clasificó como secreto militar, se aisló debidamente y se alejó del escrutinio público.
El resultado fue el sacrificio de la vida de miles de soldados por culpa de una estrategia demente en una inútil batalla a muerte. (Un resultado mucho peor de lo que nadie habría imaginado jamás.) Más de cincuenta años después me sorprendió descubrir que éramos nosotros, los japoneses, los que nos habíamos embarcado en semejante estúpida y suicida maniobra.
Las razones de la derrota en Nomonhan no fueron nunca analizadas debidamente por el Alto Mando del Ejército (al margen de unos pocos y precipitados estudios), de manera que nada se aprendió de lo ocurrido. No se extrajeron las conclusiones oportunas y, con la sustitución de algunos mandos, toda la información sobre la guerra en aquel frente distante quedó convenientemente oculta bajo la alfombra. Dos años después, Japón entró en la segunda guerra mundial, y la misma locura y tragedia que había tenido lugar en Nomonhan se repitió a una escala mucho mayor.
El Gobierno japonés debería reunir a especialistas en distintos campos y llevar a cabo una profunda investigación para descubrir los hechos ocultos, averiguar los fallos del sistema. ¿Cuáles fueron los errores? ¿Qué impidió el correcto funcionamiento del sistema? Perseguir con todo el peso de la ley a los responsables del atentado es de justicia para con los muertos y una responsabilidad apremiante. Pero si llegasen a conclusiones importantes, no deberían ocultarlas a la sociedad sin compartirlas. En caso contrario repetiremos los mismos errores.
Después de ese gran atentado, ¿hacia dónde nos dirigimos? En caso de no encontrar una respuesta no podremos escapar de esa pesadilla que llega sin ninguna señal de advertencia.
Underground
Otro de los motivos personales que despertaron mi interés por el atentado con gas sarín en el metro de Tokio es que se produjo bajo tierra. Los mundos subterráneos —pozos, pasadizos, cuevas, surgencias de aguas y ríos, callejones oscuros, pasos peatonales— siempre me han fascinando y constituyen un tema importante en mis novelas. La imagen, la sola idea de un camino oculto colma de inmediato mi imaginación con todo tipo de historias…
Los emplazamientos subterráneos desempeñan un papel esencial en dos de mis novelas: El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Los personajes acuden al mundo subterráneo en busca de algo. Allí se topan con distintas aventuras que desarrollan la trama. Se dirigen a las profundidades tanto en sentido físico como espiritual, obviamente.
En El fin del mundo, una raza de seres imaginarios, los tinieblos, han vivido debajo de nosotros desde tiempos inmemoriales. Son criaturas horribles: no tienen ojos y se alimentan de carnes putrefactas. Han excavado una amplia red de túneles debajo del suelo de Tokio para conectar sus nidos. La gente corriente, sin embargo, jamás ha sospechado de su existencia. Los protagonistas descienden por una u otra razón a ese mítico paisaje inferior y allí encuentran escalofriantes trazas de una plaga de tinieblos. De un modo u otro, consiguen encontrar el camino de vuelta a través de las oscuras profundidades hasta emerger indemnes en la estación de Aoyama Itchome, en la línea Ginza.
Después de terminar la novela, hubo ocasiones en las que viajaba en el metro de Tokio y fantaseaba con la idea de que había entrevisto algún tinieblo allí fuera, protegido por la oscuridad. Imaginaba que empujaban una roca hasta la vía del tren, que cortaban el suministro eléctrico, rompían las ventanas e invadían los vagones para despedazarnos con sus dientes afilados como cuchillas…
Una fantasía infantil, tengo que reconocerlo. Pero cuando tuve noticia del atentado en el metro, admito que pensé en los tinieblos, en esas figuras sombrías agazapadas tras las ventanas de los vagones. Si pudiera dar rienda suelta a una paranoia mía muy personal, habría logrado ver la relación entre esas criaturas malvadas y los oscuros adeptos que acechaban a los viajeros del metro. Imaginaria o no, esa semejanza fue otra de las razones que me motivó a escribir este libro.
Al decir esto, no pretendo otorgarle a los adeptos de Aum un papel similar al que tienen algunos de los protagonistas de las obras de H. P. Lovecraft. El hecho de que inventase a los tinieblos en El fin del mundo seguramente habla de miedos esenciales que habitan dentro de nosotros. Ya fueran producto exclusivo de nuestra mente o de cierto tipo de subconsciente colectivo, eran una presencia simbólica y representaban un puro y simple peligro, una amenaza de la oscuridad, de ese lugar que queda justo fuera de nuestro campo de visión. No deberían andar sueltos en ninguna circunstancia y nunca deberíamos ver sus horrendas figuras. Debíamos evitarlos a cualquier precio y no abandonar nunca la luz como el lugar donde tenemos que vivir. A pesar de todo, hay ocasiones en las que nosotros, hijos de esa luz, encontramos cierta comodidad al abrigo de la oscuridad. Es como si necesitáramos la protección de la noche, aunque en ninguna circunstancia nos aventuramos hasta el extremo de abrir una puerta cerrada que da paso a lugares más profundos. Más allá comienza la impenetrable y oscura narrativa del mundo de los tinieblos.
Por tanto, en el contexto de mi propia narrativa, los cinco «agentes» de Aum que agujerearon los paquetes que contenían el gas sarín con la punta afilada de sus paraguas, liberaron enjambres de tinieblos bajo las calles de Tokio. Es un pensamiento que me produce pánico, no importa lo simple que pueda ser. A pesar del miedo, tengo que alzar mi voz para decirlo alto y claro: a nadie en ninguna circunstancia, bajo ningún pretexto, le asiste ni una sola razón para justificar lo que hicieron esos criminales en el atentado.
A modo de conclusión
En primer lugar me gustaría agradecer el apoyo incondicional de Setsuo Oshikawa e Hidemi Takahashi a mi trabajo de investigación de un año. Ya en el prólogo he hablado de su valiosa ayuda, pero no se trató sólo de eso: me sostuvieron psicológicamente. Al ser un trabajo tan dilatado en el tiempo, se produjeron muchos momentos álgidos y muchas caídas. Me deprimía cada cierto tiempo al tener que enfrentarme con la realidad del atentado. En esos momentos difíciles, sus buenos consejos y ánimos para continuar con un trabajo que consideraban muy importante me sirvieron para seguir adelante.
La redactora Yoko Konosita no tenía experiencia previa en trabajo de no ficción, pero ha manejado con suma rapidez y cuidado cada uno de los imprevistos que tenían lugar, lo cual me ha permitido seguir avanzando en la composición del libro. Se lo agradezco profundamente. Asimismo a Takayoshi Tokushima, Keiko Amano y Akihiro Miyata, de la editorial Kodansha. Su ayuda se remonta al momento de la planificación. De no haber contado con ellos, no habría sido capaz de realizar este trabajo como se presenta ante ustedes.
A los trabajadores de la empresa Miyata Sokki, encargados de las transcripciones de las cintas, un trabajo lento, concienzudo y pesado, quisiera agradecerles también su ayuda durante todo el proceso de redacción. Sin su esencial colaboración, el trabajo habría resultado casi inabordable.
Debería mostrar también agradecimiento al Macintosh 6310 que está sobre mi mesa. De no ser por este ordenador, habría sido imposible organizar todos los textos y documentos que fui recopilando.
Creo que debo aclarar que me inspiré en los libros de Studs Terkel y Bob Greene para escribir el mío.
Dedico este libro con mi más profundo agradecimiento y respeto a las sesenta y dos personas cuyos testimonios aparecen en él. Les deseo a todos salud y una vida próspera.
Lo cierto es que no sé hasta qué punto puede servir un simple deseo, ni tampoco confío mucho en su eficacia. Al final, no soy más que un escritor incompleto con muchos defectos personales. Pero si en algún rincón de este mundo existe un lugar donde se pueda atender, rogaré con todas mis fuerzas para que se haga realidad.
«Todo lo que me han dado ustedes, que tanto ha significado para mí como persona, quisiera compensárselo con creces.»
5 de enero de 1997