«Siempre fue muy cariñoso. Incluso lo parecía más antes de morir»

YOSHIKO WADA (31) (viuda de Eiji Wada)

La señora Wada estaba embarazada cuando murió su marido. Su hija, Asuka, nació poco después. Estuvo bajo el foco de la prensa japonesa durante mucho tiempo, por eso su cara resulta familiar. Antes de encontrarme con ella, di un repaso a todos los artículos que se habían publicado en revistas y periódicos, lo cual me ayudó a darme cuenta de la gran diferencia que había entre la persona que imaginaba y la real. Evidentemente, al enfrentar con la realidad la imagen que yo me había hecho de ella, y no pretendo culpar a nadie por ello, me hizo reflexionar sobre el modo en que trabajan los medios, cómo maquillan a su antojo todo cuanto quieren.

La Yoshiko Wada real que conocí, en contraposición a la inventada por los medios, era una mujer luminosa que se expresaba con exactitud e inteligencia. Con inteligencia quiero decir que elegía cada una de sus palabras con sumo cuidado, como si fueran decisiones trascendentales. No puedo saber cómo era su marido, pero si ella lo eligió como compañero es porque tenía que ser una buena persona.

Perderlo debió de ser terrible para ella. Dudo que alguien pueda recuperarse por completo de algo así. A pesar de todo, durante las tres horas que se prolongó nuestra conservación no perdió en ningún momento la compostura ni una sonrisa dejó de iluminar su cara. Fue muy abierta en sus respuestas, por muy delicadas que pudieran ser mis preguntas. Sólo la vencieron las lágrimas cuando llegamos al final. Quisiera disculparme con ella por haber llevado las cosas hasta ese extremo.

Vino a mi encuentro con su hija Asuka en los brazos. De igual manera se despidió de mí en la estación. Las calles estaban prácticamente desiertas debido al calor del verano. Cuando la vi alejarse, me pareció una más de las muchas amas de casa felices que viven en las afueras de las grandes ciudades. Mis palabras de despedida no fueron las más adecuadas: «Le deseo salud y felicidad», o algo por el estilo. Fui incapaz de pensar algo más apropiado. En ocasiones, las palabras son inútiles, pero como escritor son lo único que tengo. En el tren que me llevaba de vuelta a casa, pensé en muchas cosas. La señora Wada me había parecido una mujer típica de Yokohama. Si transcribiese literalmente sus palabras, puede que muchos lectores se sorprendieran por su forma de expresarse, típica de su ciudad. En realidad los matices de sus palabras mostraban una naturalidad y una suavidad muy elocuentes. También se intuía en ellas un tímido sentido del humor. Cuando escuché las cintas en las que grabé nuestra conversación, pude compartir su profundo dolor.

Nací en Kanagawa, al sudoeste de Tokio, pero nos mudamos a Yokohama, al sur, cuando estaba en la escuela. Desde entonces he vivido allí. Fui al colegio en Yokohama, trabajé en Yokohama, soy una chica de Yokohama. Me encanta la ciudad. El año pasado, cuando tuve a la niña, pasé mucho tiempo con mis suegros en Nagano. El aire es mucho más puro, fue estupendo, un cambio total de ambiente, pero cuando regresé, me sentí tan feliz que se me saltaron las lágrimas.

La mayor parte de mis amigos están aquí; amigos del instituto, del trabajo, del esquí, Nos conocemos desde hace más de diez años… Ellos me ayudaron mucho. Ahora están todos casados, pero seguimos muy unidos y de vez en cuando organizamos una barbacoa, vamos a jugar a los bolos, cosas así.

Cuando terminé el instituto, empecé a trabajar en una entidad financiera de crédito y ahorro. Lo dejé poco después de casarme. Vivía con mis padres. Soy hija única aunque eso no evitaba discusiones frecuentes, especialmente con mi padre. Siempre era por cosas absurdas: «¡Has dicho eso! ¡No, no lo he dicho!». (Risas.) Yo me comportaba de forma muy egoísta. Ahora vivo otra vez con mi padre y ya no discutimos nunca. En aquella época, sin embargo, teníamos peleas muy serias. Si encontraba un apartamento para vivir sola, él se disculpaba conmigo porque en realidad no quería que me marchase de casa (risas), aunque debo reconocer que, por mi parte, había más amenaza que verdadera intención.

Conocí a mi marido en un viaje de esquí. Una compañera de trabajo tenía un novio que trabajaba para Tabacos de Japón y los invitó a venir en una ocasión. Fue en febrero de 1991, pero no recuerdo bien adónde fuimos. Quizás a Nagano.

A mi marido le encantaba esquiar. Yo empecé con veinte años. Nunca logré llegar a su nivel. A pesar de todo, iba a esquiar unas cinco veces por temporada. Mis padres no querían que fuera porque les parecía muy peligroso. (Risas.) Eran demasiado protectores. Viví bajo toque de queda hasta los veinticinco años, a las diez tenía que estar de vuelta. (Risas.)

¿Tenía que volver a casa a las diez?

Si volvía tarde, me encontraba con la puerta de casa cerrada a cal y canto, así que no me quedaba más remedio que ir a dormir a casa de algún amigo. Ahora soy consciente de que mi comportamiento dejaba mucho que desear. Comparados con los padres de mis amigos, los míos eran muy estrictos. Me siento mal cuando recuerdo aquello. Tengo una niña y entiendo que los enfados muchas veces están motivados por la preocupación. Mi madre quería tenerlo todo claro y por eso nos peleábamos mucho. Se enfadaba y mi padre intervenía. Siempre decía: «Estamos enfadados porque tú eres muy importante para nosotros y nos preocupamos por ti».

Por mucho que me lo explicaran, me seguían pareciendo muy pesados. Intentaré no ser igual con mi hija, pero supongo que al final me parezco a mi madre. De vez en cuando me doy cuenta de que me parezco a ella en la forma de hablar. Debo tener cuidado.

Mi madre falleció a causa de un cáncer de mama hace cuatro años. La metástasis le invadió todo el cuerpo. Mi padre dejó el trabajo para poder estar a su lado. Fue muy duro para él, lo sé, pero incluso entonces no dejamos de discutir un solo momento. Me arrepiento mucho de haberme comportado así. Lo bueno es que gracias a aquellas discusiones ahora nos llevamos bien. Él dice que he cambiado mucho, que me he suavizado. Quizá sea porque ya soy una adulta, aunque es probable que la razón principal sea Asuka. Miro a la niña y, aunque esté desesperada, tengo que sonreír.

Nos conocimos en la estación de esquí y me pidió el teléfono. No se lo di. No sé cómo lo consiguió, pero al final me llamó. Poco después empezamos a hablar todos los días y al cabo de un mes me invitó a esquiar. Fuimos seis en total, todos compañeros de mi marido. Yo era la única mujer. Esquiamos en la estación de Togari.

¿Cuál fue la primera impresión que le causó su marido?

La primera impresión no fue nada especial. No le encontré ningún encanto. Aparte de las gafas de esquiar llevaba otras graduadas. Intenté hablar con él en varias ocasiones sin demasiado éxito. «¿Qué le pasa a éste?», me preguntaba. Era tan antipático, estaba tan absorbido por el esquí que daba la impresión de que no quería que nadie le molestase. Era incapaz de relajarse si había esquí de por medio. Apenas hablaba.

Pero una tarde salimos a beber y cambió por completo. Quiero decir, se abrió e incluso se puso a gastar bromas. Descubrí a una persona completamente distinta. Estuvimos tres días en la estación y, aunque no llegamos a intimar, supongo que al final nos sentimos atraídos.

Para serle sincera, la primera vez que lo vi así pensé: «Podría llegar a salir con él, incluso casarme». Fue algo…, ¿cómo explicarlo? Intuición femenina. No pensé que hiciera falta darle mi número de teléfono. Pensé que si quería contactar conmigo, encontraría la manera. Estaba bastante segura de mí misma. (Risas.) Teníamos veintiséis años, bebíamos mucho, cerveza, whisky, sake, vino, lo que fuera. Nos gustaba pasárnoslo bien.

Después de aquel viaje nos vimos muchas veces. Como él vivía en una habitación de soltero en Kawaguchi, solíamos encontrarnos en el centro de Tokio. Íbamos al cine, paseábamos. Procurábamos vernos cada fin de semana y, cuando era posible, también entre semana. Sí. La verdad es que parecíamos hechos el uno para el otro, como si nos hubiera unido el destino. Nuestro cortejo duró un año. No me aburrí nunca.

Habló con mi padre de matrimonio antes incluso de decirme nada a mí: «Me gustaría pedirle permiso para salir con su hija con la intención de casarme con ella», le dijo. Él me gustaba mucho, pero pensar en ellos dos hablando de mí sin estar yo presente me sacó de quicio.

Nos casamos el mes de junio del año siguiente. Mi madre había muerto en febrero, estábamos de duelo, así que tuvimos que posponer la fecha hasta entonces. Supongo que quería ponerme el traje de novia y todo lo demás. Teníamos intención de vivir con mi padre en Yokohama después de la boda. No queríamos dejarle solo… Se le ocurrió a mi marido, a pesar de que eso suponía para él tener que desplazarse a diario desde Yokohama hasta Oji, dos horas por trayecto. Salía de casa a las seis de la mañana. Yo no dejaba de pelearme todo el tiempo con mi padre y era mi marido el que debía templar los ánimos entre nosotros. No lo tuvo fácil. Volvía a casa a las once o las doce de la noche muerto de cansancio.

Vivimos diez meses con mi padre antes de mudarnos a Kita-senju. Resulta que Tabacos de Japón tenía allí casas para los empleados, pero eso me dejaba a mí a una hora y media de distancia de mi trabajo en Yokohama. Después de un año de ir y venir estaba extenuada. Mi marido dijo: «¿Por qué te maltratas de esa manera? Haz lo que realmente te apetezca».

Así fue como me convertí en ama de casa. Aunque sólo duró un año, pero me alegro mucho de haber tenido la oportunidad de cuidar a mi marido. ¿Tres comidas al día y una siesta? No está nada mal, que quiere que le diga. (Risas.) Podía ver la tele todo cuanto quisiera. Hasta entonces nunca la había visto de día. Al principio estaba… ¡feliz! En el mes de julio del año siguiente me quedé embarazada. Kita-senju era un buen lugar para vivir. Había muchas tiendas cerca de la estación y la casa de la empresa era espaciosa. Además tenía amigos.

En noviembre de 1994 transfirieron a mi marido de Oji a la fábrica central en Shinagawa, cerca de Yokohama. Tenía que hacerse cargo de las obras en el nuevo edificio de las oficinas centrales que estaban construyendo en Toranomon, en el centro de Tokio, cuya finalización estaba prevista para abril de 1995. Él se ocupaba de las instalaciones de la construcción. Era especialista en montajes eléctricos, así que lo pusieron a cargo de los ascensores, de la iluminación y de los sistemas de aire acondicionado. Le aseguro que librarse del trabajo de oficina le hizo muy feliz.

Volvía a casa y me hablaba de cómo le había ido el día mientras se tomaba una cerveza. Era lo mejor de todo; escucharlo cuando hablaba de la empresa o de sus compañeros. Solía decir: «Hay un compañero que ha hecho esto o aquello. ¿Qué crees que debería hacer yo?». Le gustaba mucho bromear, pero en el trabajo se concentraba. Era una persona de fiar.

¿Tenía su marido alguna otra afición aparte del esquí?

No sé si hago bien en decírselo, pero le gustaba el pachinko. (Risas.) A pesar de que estaba muy liado, se buscaba ratos libres para ir a jugar un rato. ¿Si ganaba dinero con eso? No lo sé, la verdad. Iba para librarse del estrés. Los fines de semana dormía y luego se iba al pachinko. Nunca fuimos de viaje. No le gustaba viajar. Le gustaba el esquí; pero hacer turismo, no. En sus días libres le gustaba quedarse tranquilo en casa.

Cocinaba para él y se lo comía todo. Me gusta cocinar. No sé si lo hago bien o no, pero él estaba encantado, aunque por mucho que comiese no engordaba. Después de casarnos, incluso adelgazó. Medía un metro sesenta y cinco y apenas pesaba cincuenta kilos. Como era un buen esquiador estaba en forma. Siempre bromeaba con él: «Cuando te vean, todo el mundo pensará que no te doy más que comida basura».

Los dos queríamos niños. Tres para ser exactos, especialmente yo, quizá movida por el hecho de ser hija única. Cuando supe que estaba embarazada, fue la alegría de mi vida. Decidimos el nombre que le íbamos a poner a la niña antes de que naciera. Lo escuché en un sueño: corría y yo me precipitaba detrás de ella gritando su nombre. Yo no lo recuerdo, pero mi marido me dijo que en plena noche me puse a gritar: «¡Asuka! ¡Asuka!».

Casi nunca nos peleábamos, pero yo estuve muy irritable durante el embarazo. Me enfadaba con él por cualquier bobada y él se lo tomaba todo con calma. Solía reírse de todo. Siempre fue muy cariñoso. Incluso lo parecía más antes de morir. Si volvía a casa y no había preparado la cena, decía: «No te preocupes. Iré a comprar algo por ahí». Llegó a preguntar a sus compañeros de trabajo que ya tenían niños cómo debía tratar a una mujer embarazada. Se preocupaba mucho por mí. A veces tenía náuseas y sólo podía comer sándwiches o gelatina de pomelo. Él nunca se olvidó de traérmelos cuando volvía del trabajo.

El domingo 19 de marzo fuimos juntos de compras. Normalmente nunca lo hacíamos. Ahora que lo recuerdo, el viernes anterior al atentado no fue a trabajar. Creo que estaba agotado. Se levantó y me dijo que no quería ir. Yo deseaba que se quedase conmigo y le animé a ello. Se pasó todo el día dormido. El sábado acudió un rato a la oficina y al día siguiente por la tarde salimos juntos.

Por la mañana temprano llovía. Nos quedamos dormidos. A mediodía escampó. «Vamos de compras», le propuse. Por una vez contestó: «De acuerdo». Fuimos a comprar ropa para la niña, pañales y cosas así. Yo ya tenía la tripa muy grande y me costaba trabajo caminar, pero el médico insistía en que me moviera. Al volver a casa le di dos mil yenes para que se fuera un rato al pachinko. Normalmente siempre me quejaba si iba. Cuando regresó a casa, le pregunté si había ganado algo. Dijo que no. Creo que se fue a eso de las cinco y volvió sobre las siete y media.

Salimos a cenar. Se moría de ganas de ir a trabajar al día siguiente. Se había tomado libre el viernes, pero se acercaba el 1 de abril, la fecha en la que debía finalizar la obra y tenerlo todo preparado, y que ocupaba sus pensamientos. Aquel lunes iban a celebrar algo. Estaba impaciente.

Tomaba la línea Hibiya y se bajaba siempre en Kasumigaseki para ir a la oficina, que estaba en Toranomon. Normalmente se levantaba a las 7 y salía de casa a las 7:30. Aquel día me levanté muy pronto, a las 5:30 de la mañana. En general, no me daba tiempo de prepararle el desayuno, pero la noche anterior me había dicho: «No estaría mal que me mimases un poco y alguna vez me preparases un desayuno de verdad». «Bueno, si eso es lo que quiere, lo haré», me dije a mí misma. Hice todo lo que pude para prepararle algo rico. Parecía necesitar un poco de cariño.

Yo nunca he sido madrugadora y suelo olvidarme de desayunar. A él tampoco le gustaba levantarse pronto y al final siempre decía: «Da igual». Saltaba de la cama en el último minuto y salía de casa con un tentempié para el trayecto hasta el trabajo. Aquella mañana, sin embargo, puse dos despertadores, me levanté muy temprano llena de energía; le preparé tostadas, café, huevos fritos y salchichas. Estaba tan feliz que gritó: «¡Guau! ¡Desayuno!».

Creo que tuvo una premonición. Después de desayunar me dijo: «Si alguna vez me ocurre algo, ya sabes que tienes que resistir y luchar». Lo dijo como si nada, me pilló completamente desprevenida. Le pregunté: «¿Por qué dices eso?».

Resulta que en la nueva oficina iban a instaurar un sistema de turnos de trabajo y tendría que dormir fuera de casa dos noches. Algunos días ya no podría volver y quería estar seguro de que era capaz de arreglármelas yo sola. De todos modos, si tenía que pasar dos noches fuera, eso quería decir que tendría tres días libres que podría aprovechar para estar con el bebé. Era una perspectiva maravillosa.

Salió de casa a las 7:30. Tengo entendido que tomó el tren de la línea Hibiya procedente de Kita-senju a las 7:37. Me despedí de él, fregué las cosas del desayuno, me entretuve un rato con esto y aquello y me senté a ver un programa matutino. En la tele aparecieron unos subtítulos en los que informaban de un incidente en la estación de Tsukiji. No me preocupé, porque creía recordar que me había dicho que iba a tomar la línea Marunouchi.

A las 9:30 me llamaron de la empresa: «Al parecer se ha visto atrapado en todo ese lío», me dijeron. Al cabo de un rato llamaron de nuevo: «Le han llevado al Hospital de Nakajima. Le daremos todos los detalles para que pueda ponerse en contacto con él directamente». Llamé de inmediato, pero en el hospital reinaba una confusión total: «Ni siquiera podemos decirle quiénes están aquí ingresados», me dijeron antes de colgar. No me quedaba más remedio que ser paciente y esperar.

Justo antes de las 10 volvieron a llamar: «Su marido está grave. Venga al hospital lo antes posible». Estaba a punto de salir de casa cuando sonó de nuevo el teléfono: «Lamento comunicarle que su marido acaba de fallecer». Creo que fue su jefe el que llamó. No dejaba de repetir: «Mantenga la calma señora Wada, mantenga la calma».

Cuando salí de casa, estaba tan aturdida que no tenía ni idea de adónde ir. Ni siquiera sabía cuál era la línea de metro que debía tomar. Ni la de Hibiya ni la Marunouchi prestaban servicio. Me dirigí a la parada de taxis que hay junto a la estación. Había unas cincuenta personas haciendo cola. No me pareció buena idea esperar allí. Fui a una empresa de taxis cercana. Todos los coches estaban de servicio. Llamaron por radio; esperé y esperé pero no llegó ninguno. Por suerte, el hombre que me atendía vio un taxi libre al otro lado de la calle y lo llamó para mí.

Cuando llegué al hospital, ya habían mandado el cuerpo a la comisaría central en Nihonbashi. Tomé otro taxi hasta allí. Había un atasco enorme por culpa de un accidente en la autopista. Salimos de Kitasenju a las 10:10 y llegamos a la comisaría alrededor de las 11:30. En el taxi escuché el nombre de mi marido. El conductor escuchaba las noticias; leían el nombre de los fallecidos. «Es él», dije, «mi marido ha muerto.» El taxista me preguntó si quería que apagase la radio. «No», contesté, «quiero saber qué ha pasado.»

Aquella hora en el taxi fue una auténtica tortura. El corazón me latía tan fuerte que pensaba que se me iba a salir por la boca. Pensé: «¿Qué hago si el bebé nace ahora?». Pero también pensé: «No puedo estar segura hasta que vea su cara. No lo creeré hasta que lo vea con mis propios ojos. Es imposible que haya sucedido una cosa así. Debe de tratarse de un error. ¿Por qué tiene que ser precisamente mi marido el que ha muerto?». Todos esos pensamientos me martirizaban. «No pienso llorar hasta estar segura…» No era más que esperanza contra la desesperanza.

Le estaban haciendo la autopsia y no pude verlo hasta las 13:30. No me quedó más remedio que ponerme a dar vueltas por la comisaría. El teléfono no dejaba de sonar, todo el mundo corría presa del pánico. Reinaba una confusión total. El jefe de mi marido y un oficial de policía me explicaron lo ocurrido, aunque en ese momento aún había muchos detalles sin aclarar. Tan sólo me ofrecieron una somera explicación: «Ha inhalado algún tipo de sustancia y eso es lo que le ha matado».

Llamé a mi padre: «Ven inmediatamente», le dije. En cuanto apareció y vi su cara, no pude contener las lágrimas por más tiempo. Los padres de mi marido se dedican al campo. Si hace bueno, están siempre fuera de casa, por eso no pude contactar con ellos. El jefe de mi marido seguía tratando de comunicarse con ellos, pero nadie respondía al teléfono. Quería ver a mi suegra lo antes posible. Me quedé allí sentada, incapaz de hablar, sin dejar de preguntarme qué hacía yo allí. Los policías me preguntaban cosas y yo sólo podía asentir.

Finalmente pude verlo. Me llevaron a la morgue que estaba en el entresuelo. La comisaría se encontraba en el primer piso. Allí es donde lo vi, en una habitación de apenas dos tatamis de superficie. Lo habían tumbado en el suelo y cubierto con una sábana blanca. Estaba completamente desnudo, cubierto con una sábana blanca. «No lo toque», me advirtieron. «No se acerque.» Había algo nocivo en su cuerpo que con sólo tocarlo podía llegar a traspasar mi piel.

Pero antes de que me lo pudieran impedir yo lo toqué. Su cuerpo aún estaba caliente. Tenía manchas de sangre en los labios, parecían postillas, como si él mismo se hubiera mordido. También tenía heridas en las orejas y en la nariz. Sus ojos estaban cerrados. No tenía un gesto de sufrimiento, pero aquellas cicatrices, esos restos de sangre, parecía tan doloroso…

No me dejaron quedarme mucho tiempo porque era peligroso. Quizás un minuto como mucho… No, ni siquiera llegó al minuto. «¿Por qué ha tenido que morir?», pregunté. «¿Por qué has tenido que dejarme aquí sola?» Me derrumbé.

A las 16:30 llevaron el cuerpo al Departamento de Medicina Legal de la Universidad de Tokio. Mi padre trataba de darme ánimos, pero yo apenas escuchaba sus palabras. No podía hacer nada, no podía pensar en nada. «¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a ser de mí?» Eso era todo lo que podía pensar.

Al día siguiente tuve oportunidad de darle el último adiós en la Universidad de Tokio. Tampoco me dejaron tocarlo, ni siquiera a su madre, que había venido desde Nagano. Sólo pudimos mirarlo. No me podía creer que lo hubieran tenido toda la noche en un lugar tan solitario como aquél. Incluso la comisaría hubiera resultado más apropiada. Sus padres vinieron a Tokio a toda prisa y ni siquiera pudieron ver el cuerpo de su hijo Eiji en la comisaría. Fue muy cruel.

Mi cuñado acompañó en otro coche al que se llevó su cuerpo a Nagano. Los demás fuimos en tren. Lloré todo el trayecto. Me decía a mí misma que debía controlarme. Hice lo que pude en el funeral, pero después me dio todo igual. Mis suegros aguantaban como podían y yo debería haber hecho lo mismo. Como dicen ellos, a Buda no le gustan las lágrimas. Sin embargo, yo no podía…

El bebé se movía dentro de mí. En cuanto empezaba a llorar, se daba la vuelta. Después del funeral, mi tripa empezó a bajar. Todo el mundo se preocupaba mucho por mí. Decían que después de un gran disgusto los nacimientos se aceleraban.

Coloqué una foto de mi marido en el altar que había junto a la cama en la habitación donde di a luz. Eso me dio fuerza. El marido de la mujer con la que compartía habitación no había podido ir. Si lo hubiera hecho, me habría derrumbado. Mi suegra y la madre de un amigo de mi marido estuvieron conmigo en todo momento.

El parto duró trece horas. «Es normal», decían. «¿Esto es normal?», me preguntaba yo. (Risas.) El bebé pesó tres kilos, más de lo que esperaban. Durante el parto estaba tan preocupada que me olvidé por completo de mi marido. Fue muy doloroso. Estuve a punto de desmayarme, pero mi suegra entró en el paritorio y me dio un golpecito en las mejillas: «¡Resiste! ¡Resiste!». Me lo contó después. Yo no lo recuerdo.

Cuando todo terminó, me encontraba tan cansada que lo único que quería era dormir. Puede que la mayoría de las mujeres piensen: «¡Qué maravilla!» o «¡Qué bebé tan precioso he tenido!», pero no era mi caso.

Me costó mucho recuperarme después de dar a luz. Mi suegra se ocupó de todo. Se hizo cargo de Asuka. Yo había perdido a mi madre y mi padre no tenía la más mínima idea de qué hacer con un recién nacido. Mi suegra y mi cuñada, en cambio, eran auténticas veteranas. Mi suegra había ayudado a la mujer de mi cuñado con sus hijos. Me sentí como en un crucero de lujo. Si hubiera tenido que hacerme cargo yo sola, me habría vuelto loca. Eso es lo bueno de las familias grandes.

El hermano de Eiji tenía dos hijos (tuvo al tercero un poco después de que naciera mi hija). Cada vez que me veían sollozar se acercaban preocupados y me preguntaban: «Tía, ¿estás bien?» o «¿Es porque Eiji está muerto?». No puedo llorar si hay niños alrededor. Ellos son mi gran consuelo.

Volví a Yokohama en septiembre, después de pasar seis meses con mi familia política. Prácticamente se había convertido en mi segunda casa (risas), y aún voy muy a menudo. Lo disfruto mucho. Todo el mundo me acoge muy bien. Además allí está la tumba de mi marido.

Al cabo de un año pude superar un poco las cosas. Poco a poco voy comprendiendo que ya no está junto a mí… Mi marido solía viajar a Estados Unidos por negocios y se quedaba allí dos o tres meses. En cierto sentido puedo decir que estaba acostumbrada a su ausencia. Después de su muerte, pensaba de vez en cuando: «¡Ah, claro! Otra vez en uno de esos viajes». Era una sensación extraña que se repitió a lo largo de todo el año. Tenía la impresión de que iba a entrar por la puerta en cualquier momento y gritar: «¡Ya estoy aquí!». A veces me despertaba por la mañana y pensaba que estaba de viaje, pero entonces veía su foto en el altar. Una parte de mí era incapaz de aceptar lo que había pasado, me parecía vivir en una especie de limbo entre la realidad y la fantasía. No podía dejar de pensar que iba a volver, incluso cuando visitaba su tumba. Ahora, un año después, tengo las cosas mucho más claras: «Está muerto». Soy capaz de decírmelo a mí misma.

Al principio, lo más duro fue salir de paseo y ver a otros padres con sus hijos a hombros. Me resultaba insoportable, como cuando escuchaba por casualidad la conversación de una pareja joven… Deseaba con todas mis fuerzas no estar allí, desaparecer.

Leí todo lo que escribieron sobre mí en los periódicos, pero nunca publicaron una sola palabra sobre lo que de verdad importa. Por una u otra razón, no recuerdo, fui a la televisión en una ocasión. El productor del programa me dijo que habían recibido muchas llamadas y cartas, pero no me enviaron ninguna. ¡Qué asunto más feo! (Risas.) No quiero volver a salir nunca más en televisión. Jamás. Simplemente no dicen la verdad. Fui con la esperanza de contar un poco la verdad, pero ellos tenían su propia agenda de prioridades. No se molestaron en enseñar lo que en realidad quise decir. Por ejemplo, cuando desapareció ese abogado, Sakamoto. Si la policía de Kanagawa hubiera investigado a fondo, como se supone que debían hacer, el atentado no se habría producido nunca. Nos habríamos ahorrado un montón de vidas y sufrimientos. Eso es lo que yo quería decir, pero lo cortaron todo. Cuando les pregunté por qué, me respondieron que los anunciantes les amenazaban con retirarse si lo emitían. Lo mismo sucedió con los periódicos y las revistas.

Cuando llegamos con el ataúd a Nagano, nos encontramos con un montón de equipos de televisión con sus cámaras preparadas. ¡Unos auténticos buitres! Al regresar a Yokohama todo el mundo lo sabía todo de mí. Caminaba por la calle y la gente me señalaba: «¡Mira! Es la viuda del gas sarín». Sentía un cosquilleo por la espalda, como si me apuñalaran. No podía soportarlo. Acabé por mudarme.

La primera vez que entré en la oficina del fiscal para una audiencia previa al juicio, escuché el testimonio de una persona que había ayudado a sacar a mi marido de la estación. También testificaron los trabajadores del metro que estaban allí presentes. El fiscal me preguntó si quería saber cómo murió mi marido. «Por supuesto», le respondí. Leyeron todos los testimonios. «¿Cómo? ¿Sufrió tanto? ¿Tuvo que soportar semejante agonía?» En ese momento me hubiera gustado hacerle al asesino de mi marido lo mismo que había hecho él. ¿Por qué lo mantenían con vida? Cuanto antes lo condenasen a la pena capital, mejor para todos. Eso es lo que sentí y es lo que sigo sintiendo. Todo el procedimiento legal me irrita. ¿Qué razón podía tener alguien para matar a mi marido? ¿Qué se supone que debo hacer con este sufrimiento, con este vacío que me ha quedado, con mi futuro echado a perder?

Me gustaría matar a ese Asahara con mis propias manos. Si me dejasen, lo mataría despacio, le infligiría un dolor terrible. Hayashi, el asesino que esparció el gas en la línea Hibiya, continúa en paradero desconocido.[14]

Sólo quiero saber la verdad. La verdad lo antes posible.

Ni siquiera los medios de comunicación dijeron nada sobre las personas que agonizaron antes de morir. Ni una sola palabra. Hubo algo de información cuando el incidente Matsumoto, pero en el atentado de Tokio nada de nada. Es muy extraño. Estoy convencida de que la mayor parte de la gente piensa que simplemente se desmayaron y murieron de una forma «natural». Me enteré del enorme sufrimiento que padeció mi marido cuando el fiscal leyó los testimonios. Quiero que la gente sepa la verdad, que sepa lo horrible que fue… Si no es así, simplemente se convierte en el problema de otra persona.

Lo mejor de todo durante este tiempo ha sido cuando Asuka dijo sus primeras palabras. Algunos gestos suyos, algunas de las cosas que le gusta comer me recuerdan a él. Siempre le digo: «Tu padre era como tú». Si no lo hiciera, nunca llegaría a saberlo. Cuando le pregunto dónde está, señala la foto y dice: «Papá está ahí». Siempre le da las buenas noches antes de irse a dormir y cuando la veo me entran ganas de llorar.

Aún conservo algunos de los vídeos que hicimos en nuestras escapadas de esquí, los de la luna de miel. Se oye su voz, así que se los pondré cuando sea un poco más mayor. ¡Me alegro tanto de haber grabado esas imágenes! Yo misma empiezo a olvidar sus rasgos. Al principio conservaba la memoria táctil de cada uno de los ángulos de su cara, pero se pierde poco a poco.

Lo siento, es que… Discúlpeme, pero sin su cuerpo todo empieza a desvanecerse.

Pienso llevar a Asuka a que aprenda a esquiar. Mi marido quería enseñarle. Me pondré su ropa, sus esquíes y lo haré yo misma. Teníamos la misma talla, sabe. Creo que empezaré la próxima temporada. Es lo que él habría querido.

Cuando crezca mi hija, me gustaría trabajar. De momento nos arreglamos con los ingresos de mi padre, pero si le ocurre algo y nos quedamos solas… Dedicarme de forma tan exclusiva a mi niña no es bueno. Tengo la sensación de que empiezo a parecerme a mi madre y eso va a hacer que ella se sienta incómoda. En cuanto empiece el colegio decidiré qué voy a hacer con mi vida.