«El empleado gritó varias veces: “Da igual lo que pase. ¡Salga de aquí como sea! ¡Salga!”»

ETSUKO SUGIMOTO (61)

La señora Sugimoto fue el último testimonio que recogí en esta larga serie de entrevistas. Nuestro encuentro se produjo la tarde de un 25 de diciembre en la cafetería de un hotel cercano a la estación de Hatchobori. En la cinta magnetofónica, se oye constantemente una música de fondo navideña.

Tiene una piel tersa y resplandeciente. Da la impresión de ser una mujer que rebosa salud y, desde luego, no aparenta su edad. Quizás influye su trabajo y la necesidad, que le exigen sus obligaciones, de estar activa. «No es que sea una mujer especialmente fuerte, pero nunca caigo enferma», asegura. Más que una mujer con un carácter optimista, me dio la impresión de ser directa y enemiga de los rodeos.

Trabaja en el metro como vendedora en una de las numerosas tiendas que hay repartidas por las distintas estaciones. Tiene un turno de mañana y uno de tarde que cambia cada semana. El de mañana empieza a las 6:30 y termina a las 15:30 de la tarde.

Desde su casa en Mushashino, tiene que ir hasta la estación de Naka-okachimachi (cuando se produjo el atentado trabajaba en la estación de Kodenmacho). Se despierta poco después de las 4 de la madrugada para llegar al primer tren, el de las 5:18. Obviamente, no dispone de margen para desayunar como es debido. En el trabajo tiene que estar de pie casi todo el día.

Sus tres hijos ya se han independizado. En total tiene cinco nietos y vive con la familia de su primogénito, que es profesor de secundaria. Hasta la muerte de su marido, propietario de una empresa, nunca tuvo necesidad de trabajar. A partir de entonces, su vida cambió y empezó a hacerlo por su cuenta. Ya lleva nueve años en su actual trabajo. «Si no trabajas, no comes», afirma con una sonrisa. Me dio la impresión de que, más que para ganarse la vida, lo hace porque se siente capaz y le resulta algo natural.

La tienda de la que era encargada en la estación de Kodenmacho está en el vestíbulo que hay que atravesar para dirigirse a Kita-senju, nada más pasar los torniquetes a la derecha, es decir, justo enfrente de donde se detuvo el tren que llevaba en su interior el sarín. A pesar de la distancia, los efluvios del gas llegaron hasta su tienda.

Lo primero que hago a las 6:30 de la mañana es abrir la persiana de la tienda. Lo siguiente es ordenar la prensa y el resto de los productos. Viene un hombre a ayudarme. Las revistas y los periódicos pesan tanto que no puedo manejarlos yo sola. A la hora de la comida viene otra persona para sustituirme. Aparte de eso, lo tengo que hacer todo yo. En las tiendas que se encuentran en estaciones más grandes a veces trabajan dos personas, pero en la de Kodenmacho sólo una.

Al principio hay poca gente. Entre las 8 y las 9 de la mañana es la hora punta, y el trabajo resulta demasiado para una sola persona. En la línea Hibiya hay mucho movimiento de pasajeros que suben y bajan. A menudo se producen peleas por cosas tontas, un pisotón, un empujón… No es raro que haya chicas víctimas de tocamientos.

El día 20 de marzo sonó la alarma de la estación sobre las 8:10, justo cuando estaba a punto de empezar la hora punta. Hizo un ruido estridente.

Me pregunté qué ocurría. Al momento llegó un empleado del metro que se puso a escribir algo en el tablón de anuncios de la estación: una explosión en la estación de Tsukiji. El servicio de la línea Hibiya quedaba suspendido. «Justo ahora que iban a empezar a venir clientes», pensé algo frustrada. Lo tenía todo preparado para el momento álgido de la jornada.

Lo único que podía hacer era sentarme a descansar un rato. Miré hacia el otro lado del andén. Había un tren detenido. Permaneció mucho tiempo allí con las puertas abiertas. Poco después se acercó un hombre a la tienda. Se tambaleaba como si estuviera borracho. Se apoyó contra una de las máquinas expendedoras de billetes. Un empleado del metro se acercó a él. Le preguntó: «Señor, ¿qué le ocurre? ¿Se encuentra usted bien?». El hombre no le dio una respuesta clara. Me extrañó. No es muy frecuente ver borrachos a esas horas de la mañana. Vestía un abrigo fino de color marrón. Llamaron a la policía para que se hiciera cargo de él. Nunca he sabido quién era. He llegado a pensar que era uno de los miembros de Aum.

A mi alrededor todo se fue oscureciendo poco a poco. Pregunté a un empleado del metro que pasaba en ese momento delante de la tienda: «Oiga, ¿están bajando la intensidad de la luz?». Nunca lo habían hecho, pero como soy una ingenua por naturaleza le pregunté por si acaso. El hombre reflexionó unos instantes antes de contestar. «Ahora que lo dice, sí, parece que está más oscuro de lo normal.» Mis pupilas ya habían empezado a contraerse.

Eché un vistazo al vestíbulo de la estación. En el andén de enfrente había pasajeros tumbados en el suelo. No dejaba de preguntarme qué estaba pasando. Era la primera vez en mi vida que veía algo así y no era capaz de encontrar una respuesta lógica. Sobrepasaba mi capacidad de comprensión.

De pronto, se acercó a toda prisa otro empleado del metro. Me gritó: «Señora, ¡salga de aquí!». «¿Por qué? ¿Qué sucede?», le pregunté yo. No entendía nada. El empleado gritó varias veces: «Da igual lo que pase. ¡Salga de aquí como sea! ¡Salga!».

Comprendí que se trataba de algo grave. Me levanté de un salto y mis piernas desfallecieron. Quizá fue de puro miedo, pero, más que eso, creo que fue uno de los síntomas del sarín. Lo había inhalado sin darme cuenta.

La tienda, sin embargo, no se puede cerrar así como así. Está todo colocado, hay muchos expositores que se encuentran fuera… Lo empujé todo hacia dentro, periódicos, revistas, todo. Cerré la persiana y subí por las escaleras tan rápido como pude para salir a la calle. Mis piernas casi no respondían, no dejaban de temblar. Empecé a toser. A mi lado había un encargado de la estación al que conocía. Tenía los ojos muy rojos, como yo.

Desde abajo no dejaban de subir a los pasajeros que se habían desmayado. Es una de las obligaciones del personal del metro. Por muy mal que se sientan, están obligados a socorrer a quien lo necesite. Por eso muchos de ellos resultaron gravemente afectados y tuvieron que ser ingresados. Hubo incluso un caso de parada cardiaca, pero lograron reanimarlo y salvar su vida.

Llamé desde una cabina de teléfono a la oficina de Hatchobori. Tenía que informarles lo antes posible de que me habían obligado a evacuar y de que no me había quedado más remedio que cerrar la tienda. Saltó el contestador. Por mucho que insistí, nadie me respondió. Lo único que pude hacer fue dejar un mensaje: «Soy Sugimoto de Kodenmacho. Debido a las circunstancias…».

Los pasajeros que habían salido a la calle estaban sentados y tumbados por todas partes. Yo me tambaleaba al andar. Apenas lograba mantenerme erguida. Llegaron dos hombres de mi empresa, me vieron y se acercaron a mí. Me explicaron que en la oficina de Hatchobori no se podía entrar. «Diríjase enseguida a la cafetería X, la que está encima de la estación. Es donde se está reuniendo todo el personal», me dijeron. Iban de estación en estación para asegurarse de que todos los empleados se encontraban a salvo y para darles instrucciones de cómo actuar.

Tomé un taxi y fui hasta Hatchobori. Entré en la cafetería y, nada más verme, un compañero dijo que tenía mal aspecto. «Te noto rara. ¿Te pasa algo en los ojos? Deberías buscar una ambulancia para ir al hospital», sugirió. Muy cerca de allí había varias. En ningún momento se me había ocurrido ir a un hospital. Seguía sin comprender lo que pasaba. Al final, subí a la ambulancia.

El Hospital San Lucas ya no daba abasto, por eso me llevaron al de Nagura, en Ochanomizu. Es un hospital especializado en tratamientos ortopédicos. Habían llamado a un especialista oftalmológico desde una clínica cercana para que se hiciera cargo de los pacientes. Me dijo que el diafragma de mis pupilas era de un milímetro. Las piernas no dejaban de temblarme, me dolía la cabeza, tosía sin parar. Me hicieron análisis de sangre, me explicaron que el valor de no sé qué (el valor de la colinesterasa) había descendido considerablemente.

Me pusieron varios tipos de suero, inyecciones. Me recomendaron que me quedase ingresada esa noche. Al menos me preguntaron mi opinión. Si no me quedaba más remedio que ingresar, prefería hacerlo en un hospital que estuviera cerca de casa. Se lo dije a los médicos y me marché. Tenía intención de volver a casa directamente, pero me di cuenta de que tenía que hacer transbordo a la línea Seibu en la estación de Takadanobaba, la que tiene tantas escaleras. No me sentí capaz. Cambié de idea y me decidí por la línea Chuo, la central. Iría a la cercana estación de Ochanomizu y desde allí a Fuchu, donde vive mi hija.

Cuando subí al metro ya eran las cinco de la tarde pasadas. Plena hora punta. Evidentemente, no encontré un sitio libre donde sentarme. Fue durísimo. Nunca había deseado tanto poder descansar un poco. Temblaba, tenía la impresión de que estaba a punto de caerme. Me sentía muy débil, con un gran cansancio en todo el cuerpo. Me sujetaba como podía al pasamanos y pensaba que me iba a morir. Estuve a punto de rogarle a una persona que viajaba sentada que tuviera la amabilidad de cederme el sitio, pero al final no le dije nada. Aguanté hasta Musashi-sakai.

En cuanto mi hija me vio dijo que me notaba muy rara. Enseguida me llevó al hospital de Anrin. De nuevo me hicieron análisis de sangre y descubrieron que el valor de esa cosa (colinesterasa) aún no se había recuperado. Me ingresaron.

Estuve tres días en el hospital. Cuando me dieron el alta, me quedé en casa otros cuatro o cinco días. Después, las cosas volvieron a la normalidad, aunque desde el atentado me canso con suma facilidad y se me olvidan las cosas. Mi hijo lo atribuye a la edad, pero yo no creo que sea por eso. Se trata de algo diferente. Hace poco hablé con un empleado del metro que también estaba en Kodenmacho el día del atentado y que estuvo ingresado durante un mes. Me contó que, desde entonces, no es capaz de memorizar nada. Le dije que a mí me sucedía lo mismo.

Se me olvida lo que tengo que hacer. Se me va todo de la cabeza. Nunca me había ocurrido. Alguien que no ha pasado por esa experiencia no es capaz de comprenderlo y lo atribuye a la edad.

Muchas víctimas del gas sarín me han contado lo mismo. Se quejan de que desde entonces han perdido memoria. En mi opinión, no creo que se deba exclusivamente a un problema a causa de la edad.

Por fortuna no es un impedimento para el trabajo. Recuerdo el precio de los productos y, cuando me piden varias cosas a la vez, soy capaz de calcular el total mentalmente. Mientras pueda seguir así, todo irá bien. Es lo único que me salva.

Por desgracia, no puedo leer como antes. Me gustaba mucho, pero desde aquel día no soy capaz de entender el orden lógico de los ideogramas. Por mucho que siga con los ojos los trazos, enseguida pierdo la concentración. Me agota. También dicen que es por la edad, pero yo lo dudo.

En el metro suena de vez en cuando la alarma de emergencia por alguna avería o un accidente que se ha producido en otra estación. Antes del atentado la escuchaba y pensaba: «¡Vaya! Una avería». No quiero decir que me dejase indiferente, pero no me preocupaba. Sin embargo, desde aquel día, cada vez que salta se me ponen los pelos de punta. Pensar que se puede repetir algo como lo del sarín me aterroriza. Es un cambio que he notado en mí desde entonces: suena la alarma y siento algo que no soy capaz de expresar.