KEIICHI ISHIKURA (65)
A los cincuenta y cinco años el señor Ishikura se jubiló de la empresa de toallas donde trabajaba y empezó en una de caucho situada en Ningyo-cho, al nordeste de Tokio.
Lo entrevisté en su casa, cerca de la estación de Tanizuka en la línea Tobu Isezaki, al noroeste de Tokio. Estaba extremadamente limpia, es decir, inmaculada. Se levanta a las tres y media de la madrugada, la limpia de arriba abajo, se da un baño y se va a trabajar. ¡Increíble!
No es que tenga un gusto especial por la limpieza, es que siempre ha querido hacer algo mejor que los demás y resulta que precisamente eso es lo que mejor se le da. Asegura que es impulsivo por naturaleza, que no piensa mucho las cosas antes de actuar, pero más bien aparenta ser un hombre constante con una fuerza de voluntad de acero.
No estaba en el andén ni en ninguno de los trenes en los que liberaron el gas sarín. Casualmente pasaba cerca de la estación de Kodenmacho cuando vio derrumbarse a una de las víctimas. Preocupado, entró en la estación para ver qué ocurría y fue en ese momento cuando se intoxicó. Un caso peculiar entre todas las demás víctimas. Aún hoy padece las secuelas de aquello.
El tren en el que viajaba se detuvo en Akihabara. No fui capaz de localizar el número de servicio que tenía asignado aquel día.
Nací un 20 de marzo, así que el día del atentado cumplía sesenta y cinco años. Nací en Ono, en la provincia de Fukui, en la costa norte de Japón, muy cerca del monasterio zen de Eiheiji. Mi familia tenía una granja, con seis o siete vacas lecheras. Las ordeñábamos todas las mañanas, procesábamos la leche y la embotellábamos. Luego la distribuíamos entre unas ochocientas casas de la ciudad y de los alrededores.
Yo era el tercero de siete hermanos. Mi hermano mayor entró con dieciséis años en una escuela militar del Ejército de Tierra. Fue entonces cuando empecé a ayudar con la leche. Mi responsabilidad fundamental era el reparto. Así estuve hasta acabar la escuela. Ordeñar era cosa de mis padres, porque era un trabajo duro. Había que levantarse a las cuatro de la madrugada y luego pasteurizar. A mí me despertaban a las cinco para que empezase con el reparto.
Hay que ordeñar a las vacas dos veces al día. En caso contrario, pueden sufrir una especie de mastitis. Eso nos impedía ir a ningún sitio en cualquier época del año; lloviera, nevara, cayeran chuzos, daba igual. Había que hacerse cargo de todo. Ni siquiera en Año Nuevo podíamos disfrutar de un día libre. Al menos, la leche era extraordinariamente buena. Ya no soy capaz de beber la leche que venden por ahí. Está muy aguada y me sienta mal. La que está recién ordeñada no sienta mal por mucho que bebas.
Que una familia sola se haga cargo de todo eso sin contar con la ayuda de nadie resulta muy duro. A mediodía nos echábamos la siesta hasta las dos. Luego íbamos a recoger el forraje para las vacas. Volvíamos sobre las siete y mi madre ya había ordeñado las vacas.
Para un niño como yo, trabajar e ir a la escuela era muy duro. A pesar de todo, no falté a clase un solo día. Mis padres no tenían tiempo de hacerse cargo de nosotros y nos decían que fuéramos a la escuela a jugar. Eran muy exigentes. Cuando comíamos, me regañaban por cualquier menudencia, por ejemplo, por cómo levantaba o dejaba los palillos sobre la mesa. Mi padre había estado en un regimiento de caballería y había sufrido en carne propia una buena ración de disciplina y castigos. Nunca me llevé bien con él. La razón principal por la que me marché de casa para instalarme en Tokio fue que nunca escuchaba mis razones. Para él yo no era más que un advenedizo. Mi hermano mayor estaba en el Ejército y, cuando lo destinaron a Manchuria, quise marcharme, pero no me dejaron. «Tu hermano ahora no está aquí, y si tú desapareces, ¿quién se hará cargo del negocio? Te quedarás aquí hasta que sepamos si está vivo o muerto.»
Al terminar la guerra lo enviaron a Tashkent, en Uzbekistán, como preso de guerra condenado a trabajos forzados. Tenía formación técnica y lo valoraban mucho como conductor de coches y tractores. Tardaron años en liberarlo y mandarlo de vuelta a casa, aunque parece ser que allí lo trataron mucho mejor que en Siberia. Ocho años después de que acabara la guerra, en 1953, finalmente regresó a Japón. No supimos si estaba vivo hasta que recibimos una carta suya en 1950.
Durante todo ese tiempo no pude marcharme de casa. Repartir leche. ¡Cómo lo odiaba! Crecía y lo único que podía hacer era romperme la espalda. Hacía mis rondas de reparto y me escondía de pura vergüenza cada vez que me cruzaba con una chica.
En cuanto nos enteramos de que mi hermano mayor estaba sano y salvo, mi padre me dijo: «Ahora ya puedes ir a donde quieras». Ya no me necesitaban más. Me marché directo a Tokio. Fue en 1951. Tenía veintiún años.
En realidad no había pensado qué iba a hacer en la capital. Grave error. Siempre igual: «Si no hubiera hecho esto, si no hubiera dicho lo de más allá», los reproches de siempre, pero tan pronto como se me ocurría algo, ¡bam!, tenía que hacerlo. Así que, ¡bam!, me marché a Tokio y, por pura casualidad, me encontré con un paisano que trabajaba para una empresa de toallas. Me propuso trabajar con él.
Me da vergüenza admitirlo, pero cuando me marché de casa, me llevé tres mil yenes de la leche. (Risas.) Tres mil yenes en aquella época eran una cantidad considerable. El billete de tren de Fukui a Ueno sólo costaba ochocientos. Era el dinero de una docena de familias. Simplemente me lo metí en el bolsillo y me largué.
Trabajé durante mucho tiempo en la empresa de toallas. Estaba en Nihonbashi. Me jubilé en 1984, lo cual suma treinta y tres años. Estaba en ventas. Salía a la calle a la búsqueda de pedidos.
¿Matrimonio? Sí, me casé el año en que prohibieron los barrios del placer, es decir, en… 1958, ¿no? Bueno, en realidad no sé exactamente cuándo fue. (Risas.) (El borrador del acta contra la prostitución data de abril de 1957 y la ley fue aprobada el 10 de marzo de 1958.) El día de las Fuerzas Armadas. Me casé ese día. Había vuelto a casa para pasar unos días y un vecino me dijo: «Tienes a esta chica. ¿Qué te parece?». «De acuerdo», le contesté yo. Sencillo y rápido. Me parecía que ya era momento de formar una familia, como el resto de la gente. Nos vimos por primera vez al día siguiente.
Mi padre estaba furioso. Conocía a la perfección mi naturaleza impulsiva. «De entre todas las cosas estúpidas que has hecho a lo largo de tu vida, ésta es sin duda la peor. ¡Casarte con alguien a quien no has visto nunca! Ni siquiera has tenido en cuenta el buen nombre de tu familia.» Nos enzarzamos en una buena bronca. Ahora lo pienso en retrospectiva y me doy cuenta de que tenía razón. Yo, como padre, cuando mi hija se casó, pensé exactamente lo mismo.
Así que al día siguiente nos encontramos. Apareció de repente. La verdad es que no pude ver bien su cara. Apenas hablamos. Sus padres se encargaron de todo y por mi parte lo hice todo yo. Sólo se dejó ver un momento. Intercambiamos saludos y se acabó. Me sirvieron sake. No vi nada que me gustara o me disgustara especialmente en ella. En aquella época era muy delgada. Supongo que me pareció guapa. Sólo pensé: «No está mal», pero a causa de la pelea con mi padre, aún tardamos seis meses en casarnos.
Compré la parcela donde construí mi casa en 1962. Me acuerdo bien porque fue el año en que murió mi padre. Después de casarnos vivíamos cerca del hipódromo de Chiba, en una casa de alquiler que era una caja de cerillas. Un cliente me ofreció la oportunidad de comprar una tierra barata y acepté. Mi primer hijo estaba a punto de entrar en el colegio y el segundo estaba en camino. Tenía ganas de vivir más holgado, por eso me decidí. En aquella época esta zona era barata. A nuestro alrededor sólo había casas de campesinos y campos de labor. Delante de la estación de Tanizuka no había ni una sola tienda, un panorama desolador. Lo bueno, sin embargo, es que la gente era encantadora y todo el mundo nos acogió muy bien.
Era una parcela de unos doscientos cincuenta metros cuadrados. La compré y el dinero que me faltaba para construir la casa se lo pedí a mis padres. Un millón de yenes. Mi sueldo entonces era de cuarenta y ocho mil yenes al mes. Tardé cinco años en devolverlo. Acabar la casa me salió en total por cuatro millones. Al cabo de unos años la reconstruimos por completo.
En fin, en cuanto al atentado. Aquel día me llevó más tiempo de lo normal llegar de Tanizuka hasta Kita-senju. El tren fue muy despacio durante todo el trayecto. Miraba a mi alrededor y no dejaba de preguntarme qué diablos estaba pasando. Cuando por fin llegamos a Kitasenju, anunciaron por megafonía que había tenido lugar una explosión de gas en Tsukiji y que todos los trenes sufrían retrasos. Más tarde anunciaron que había transportes alternativos. Quienes tuvieran prisa podían hacer uso de ellos. Yo no tenía, así que me quedé en el tren. Cambiar hubiera sido un verdadero problema. Disponía de tiempo de sobra antes de que abriera la oficina.
El tren estuvo parado en Kita-senju durante veinte minutos. Cuando se puso en marcha de nuevo, no dejaba de arrancar y parar todo el tiempo, como si se arrastrase a paso de tortuga. Se paró en Minamisenju y en Minowa, y las puertas se quedaron abiertas. De camino habían dicho algo sobre gente herida en Kasumigaseki. Obviamente aún no sabíamos nada sobre ningún gas venenoso, así que el hecho de que hablasen de heridos no significaba gran cosa.
Nos detuvimos en Ueno durante una eternidad. Hubo otro anuncio: «Este tren queda detenido por tiempo indefinido. Rogamos a los pasajeros que tengan prisa que tomen otro tren o alguno de los transportes alternativos a su disposición». En ese momento el tren ya estaba prácticamente vacío. Continuó hasta Akihabara y allí se detuvo de forma definitiva. «El servicio termina aquí», dijeron. Eran alrededor de las 8:30.
Decidí seguir a pie. Sólo hay dos estaciones desde Akihabara hasta Ningyo-cho. Sin embargo, cuando llegué a la zona de Kodenmacho, vi ambulancias y gente tirada por todas partes, incluso sobre el asfalto. «¿Qué pasa aquí?», me pregunté. Eché un vistazo desde la boca del metro, apenas bajé dos o tres escalones. Había gente tumbada. Parecían sufrir. Vi a un encargado de la estación que se había quitado la gorra de servicio y se agarraba la garganta con las dos manos. Gemía como si agonizara. También había un hombre de negocios que gritaba sin parar: «¡Mis ojos, mis ojos! ¡Hagan algo, por favor!». Nada de lo que veía tenía sentido.
De vuelta en la calle, junto al Banco Sanwa, en una especie de nicho del edificio, había una chica que ayudaba a un chico a incorporarse. Había dos o tres ambulancias (a todas luces insuficientes), cuerpos tendidos en el suelo por todas partes. Nadie estaba sentado, todos boca arriba, retorciéndose de dolor, tratando de desabrocharse las camisas o aflojarse las corbatas. También había gente que vomitaba. Me fijé en una chica que acababa de hacerlo; trataba de sacar un pañuelo del bolso para limpiarse la boca, pero ni siquiera era capaz de algo tan sencillo. Parecía avergonzada, trataba de esconder su rostro.
Todo el mundo sufría, se retorcía de dolor. No había forma de preguntar a nadie qué estaba pasando. Los bomberos se afanaban de aquí para allá con las camillas. No tenían tiempo de pararse a hablar con nadie.
Había una chica tirada sobre el asfalto que no dejaba de pedir ayuda. Me acerqué a ella y le pregunté qué le pasaba, pero no supo qué responderme. Sólo pudo decir que por favor llamase a alguien.
No vi a un solo policía, sólo bomberos con camillas de aquí para allá. Me hubiera gustado ayudar, pero no comprendía bien la situación. Decidí seguir mi camino. Fui por la avenida Ningyo-cho. Hacía bueno, aunque me parecía que todo se oscurecía, como si se estuviera nublando. Tenía calor. Empecé a sudar. Cuando llegué a la oficina, me dio la impresión de que el sol se había ocultado.
El interior del edificio estaba en penumbra. Encendí la televisión. Me sentía enfermo. Fui corriendo al baño y vomité hasta vaciarme por completo. En la tele empezaron a ofrecer las primeras noticias sobre el atentado. Mis compañeros de oficina sugirieron que, si me sentía tan mal, lo mejor sería acudir al médico. Fui al hospital más cercano. El médico dijo que se trataba de un simple resfriado. «Pero ha salido en la tele», repliqué yo. Por desgracia, las noticias de la NHK, la televisión pública japonesa, aún no habían dicho nada sobre el atentado. Me dio un par de aspirinas y me dijo que no me preocupase por la televisión. «Es sólo un resfriado. Si le sigue doliendo la cabeza, tómese otra pastilla a mediodía.»
¿También le dolía la cabeza?
La cabeza me dolía, es cierto, pero siempre tengo jaquecas, así que no presté demasiada atención. Volví a la oficina, me tomé las pastillas y lo vomité todo. Las arcadas no paraban, pero ya no me quedaba nada que echar.
En la tele pronto dieron más detalles sobre lo ocurrido. Dos personas habían muerto en Kodenmacho, habían llevado a unas ochenta víctimas al Hospital San Lucas. Llamé a la policía para preguntarles a qué hospital debía dirigirme. Me dijeron que al de Tajima, en Ryogoku.
Mi visión no se recuperó. Con el ojo izquierdo veía el sol completamente nublado, borroso, como si hubiera un eclipse. El día antes veía perfectamente y, desde entonces, tengo que llevar siempre gafas con protección ultravioleta. No puedo salir a la calle sin ellas y apenas puedo ver la televisión.
También me canso con mucha más facilidad. Carezco de energía en las piernas y en las articulaciones. Si tengo que estar de pie un rato, ya no me recupero. Los médicos aseguran que no es culpa del sarín, sino de la edad, pero ¿acaso envejece uno de un día para otro? A mí me parece muy extraño, qué quiere que le diga. Lo que pasa es que no tengo forma de demostrar que se debe al atentado.
¿Qué tal su memoria?
Mi mujer dice que he perdido mucha. Empiezo a hacer algo y al momento ya no me acuerdo de qué se trata; tampoco recuerdo dónde dejo las cosas. Mucha gente dice que desde el atentado me voy por las ramas. Empiezo a decir algo y en casa todo el mundo se escaquea. Antes ya me sucedía, lo reconozco, pero desde el atentado ha empeorado mucho. Por si fuera poco, bebo más. Antes tenía la costumbre de beber sake, pero últimamente me he aficionado al whisky. Bebo solo. No puedo dormir, así que bebo.
Me acuesto sobre las ocho y me levanto a las dos de la madrugada para ir al baño. Dormito más o menos hasta las tres y media y en ese intervalo sueño a menudo con lo mismo. Voy caminando y de repente choco con alguien. Pienso: «¡Pobre chico!», pero resulta que soy yo el que se ha caído. Me llevan al hospital, me encuentro con la persona que me ha hecho caer y se disculpa. El sueño se repite una y otra vez. Cuando me despierto, estoy empapado en sudor frío.
No lo diría en público, pero deseo que condenen a muerte a ese Asahara. A cualquiera que hiciera algo así lo condenaría a la pena de muerte sin más. Dicen que el juicio se va a alargar. Espero que lo ejecuten antes de que me muera. Sería absurdo que yo muriese antes que él.