SEITO HATSUSHIMA (59)
El señor Hatsuhima nació en la ciudad de Utshunomiya, en la prefectura de Tochigi. Nada más terminar el instituto empezó a trabajar en una aseguradora perteneciente a un antiguo daibatsu, uno de esos conglomerados empresariales que se crearon en la era Meiji para potenciar la industrialización del país. Además de escuchar sus circunstancias personales en el momento del atentado, también presté especial atención a los detalles de su trabajo en seguros. Resultó muy interesante. Hablamos largo y tendido. Si tuviera que transcribir toda nuestra charla, no tendría fin. No me queda más remedio, por tanto, que hacer una síntesis.
Admite que de joven era muy callado, que le costaba expresarse de una forma espontánea y que era incapaz de hablar en público. Sufrió mucho por ello. Gracias a las exigencias del trabajo logró superar sus dificultades hasta transformarse en un hombre que se expresa con facilidad. La entrevista resultó de lo más fluida. Escuché su historia con mucho interés y el tiempo pasó volando.
Después de despedirnos pensé: «Su forma de hablar me recuerda a alguien. ¿A quién?». Al cabo de un rato caí: «A Michiyo Watanabe», el político también oriundo de Tochigi. De hecho, el señor Hatsushima me contó que cuando toma un taxi suelen preguntarle: «¿Es usted cantante de naniwabushi?».
En el mes de marzo se prejubiló con sesenta años. En la actualidad colabora como consejero en una empresa auxiliar que pertenece a un gran conglomerado de seguros. Por su forma de hablar, por su actitud, se aprecia claramente su convicción del deber cumplido. Como la mayor parte de la gente que vivió la época del crecimiento acelerado de la economía japonesa, ésta le pilló pletórico de fuerza y capacidad de trabajo.
Tardo una hora y veinticinco minutos en llegar al trabajo. Voy desde Hasuda a Ueno y allí hago transbordo a la línea Hibiya, que va siempre llena, aunque decir eso no expresa bien la realidad del tren. Es horroroso, está tan atestado que ni siquiera queda un mínimo espacio donde agarrarse. Por si eso no fuera bastante, tengo que viajar de pie cuarenta y tres minutos. Es muy duro. A lo largo del trayecto, el tren se llena cada vez más. En Omiya, Urawa y Akabane es frecuente que mucha gente ni siquiera pueda subir. El transbordo en Ueno también es una pesadilla. Lo peor de todo es la escalera de subida al vestíbulo. La gente se abalanza hasta allí, se amontona, se golpea sin ningún miramiento. Tardo unos siete minutos en llegar al pasillo que lleva a la línea Hibiya.
(El tren de la línea Hibiya que tomó el señor Hatsushima se detuvo unos minutos entre las estaciones de Akihabara y Kodenmacho. Finalmente pudo entrar en la estación de Kodenmacho.)
Tenía tiempo de sobra para llegar al trabajo, pero como nos habíamos quedado parados en mitad del túnel, me daba la impresión de que me retrasaría. A la empresa no le importa si me retraso, la verdad. De hecho, estoy seguro de que prefieren que no vaya tan temprano. (Risas.) En cualquier caso, no me gusta llegar tarde. Cerca de la estación de Kodenmacho hay una filial de la empresa. Decidí que iría allí para llamar a la oficina y explicarles la situación.
Yo iba en el primer vagón. Nada más llegar a la estación, me pareció ver a dos hombres que se peleaban en el andén más o menos a la altura del segundo vagón. Me fijé mejor. Más que pelear parecía como si uno de ellos tratase de detener al otro. A día de hoy sigo sin entender lo que pasó realmente porque apenas lo vi un instante antes de que el tren se detuviera.
La salida de la estación de Kodenmacho se encuentra a la altura del tercer vagón. No me quedó más remedio que caminar hasta allí. En el trayecto vi a una mujer en el suelo. Estaba tumbada con las piernas ligeramente encogidas. No tendría más de veintinueve o treinta años. Pensé que le había dado un ataque epiléptico. Alguien le había metido un pañuelo en la boca. Sentí lástima por ella. A su alrededor había varias personas en pie que la observaban. Más que ayudarla o hacerse cargo de ella, daba la impresión de que estaban allí porque no tenían nada mejor que hacer. Se limitaban a curiosear mientras la mujer sufría espasmos.
Seguí adelante. Cerca del tercer vagón había otra persona tirada en el suelo. En esta ocasión se trataba de un hombre. No estaría a más de cuatro o cinco metros de distancia de la mujer. Tendría unos treinta y cinco años como mucho y estaba tumbado de costado. Sin duda era un día muy extraño. Es lo único que se me ocurrió en ese momento. Avancé unos metros más y vi a otro hombre de unos cincuenta años también en el suelo. La tercera persona en tan pocos metros. Tenía el pelo canoso, su cara me resultaba conocida. Se parecía al director de la sucursal bancaria que queda enfrente de la estación. Me fijé atentamente para comprobar si era él de verdad. A su lado había un paquete cubierto con papeles de periódico que estaban completamente empapados. Tenían un aspecto pegajoso, como untados con pegamento blanco.
Continué hacia la salida. Noté un olor extraño. Quizás el viento arrastró el gas hasta concentrarlo en esa zona. Todos los que estaban a mi alrededor tosían. Era un olor a aceite quemado. En aquel momento no podía saber de qué se trataba. Salí de allí.
¿Había tres personas en el suelo? ¿No pensó que ocurría algo grave? Son demasiados para tratarse de una casualidad, ¿no cree?
La verdad es que no entendí bien lo que pasaba. Era la primera vez que veía algo así. Creo que los seres humanos no somos capaces de entender la causa de algo si no lo vemos con nuestros propios ojos. Tan sólo pensé: «¡Vaya! Esto está lleno hoy de epilépticos». Lo único que se me ocurrió fue atribuirlo a esa enfermedad. Mi imaginación no dio para más. Por muchos indicios que hubiera de que sucedía algo raro, lo cierto es que no supe interpretarlos.
Me picaba la garganta. No llegaba al extremo de dolerme, pero me provocaba una tos continua. La gente que me rodeaba también tosía. Todo el mundo se tapaba la boca con un pañuelo. Cuando salí a la calle, el cielo estaba de color rojo oscuro, la misma tonalidad del atardecer. Un ocaso en pleno amanecer. Me sorprendió mucho. «¿Qué pasa aquí?», me pregunté. Miré a mi alrededor y me asusté aún más. Había mucha gente tirada de cualquier manera en el suelo. Calculo que unas cien personas. Unos vomitaban, otros simplemente estaban quietos sin hacer nada.
Era incapaz de pensar con claridad. No entendía nada. Tenía la cabeza bloqueada. «Me da igual. Llegaré como sea a la oficina. No puedo quedarme aquí sentado. Aún puedo moverme, iré mientras aún pueda caminar. Si llego, todo irá bien», me dije para tratar de superar el miedo. Total, la oficina no se hallaba a más de dos o tres minutos a pie. Muy cerca.
Cuando llegué, todos mis compañeros estaban allí. Les expliqué que había ocurrido algo grave en el metro y que también me había afectado a mí. Les rogué que me dejasen descansar un poco. Me dolía la cabeza, los ojos, me sentía mal. El dolor era insoportable. Me tumbé en un sofá con una toalla fría en la frente. Media hora más tarde me enteré por la tele de que había sido un atentado con gas venenoso. Regresé a la estación de Kodenmacho acompañado por uno de mis compañeros. Pensé que lo mejor sería pedir a los equipos de emergencia que estaban allí desplegados que me llevasen al hospital en una ambulancia. Estaba convencido de que habría alguien que podría hacerse cargo de mí, pero al llegar comprobamos que ya se habían llevado a casi todas las víctimas. Me subieron a una ambulancia junto a unos empleados del metro. Eran los últimos que quedaban.
Cada vez me sentía peor. Tenía síntomas parecidos a los de la anemia, me sentía muy débil. Me costaba trabajo permanecer sentado. Pedí que me dejasen tumbarme y, a partir de ese momento, ya no pude levantarme.
Pasé dos noches en el hospital. Los ojos no dejaron de dolerme en todo el tiempo, y cuando los abría, era aún peor. Tumbado boca arriba estaba más o menos bien, pero al quedarme dormido y girarme hacia un lado, me dolían otra vez. Llamé a la enfermera y me los lavó con agua. Fue muy duro no poder estar tumbado con los ojos cerrados. Me ponía de pie y el dolor de cabeza era tan insoportable que ni siquiera podía dar cuatro pasos para ir al baño. El primer día me vi obligado a utilizar una cuña.
Me dieron el alta al tercero, a pesar de que seguía muy débil. Los valores de colinesterasa, sin embargo, se habían recuperado. Me pareció que lo mejor sería quedarme en casa tranquilo. En el hospital no me prescribieron ningún tratamiento especial.
Al fin y al cabo no me encontraba tan mal. Tomé un taxi. Estaba decidido a ir a trabajar al día siguiente. Soy muy estricto en ese sentido. Por la noche dormí a pierna suelta. Me levanté, me duché y, justo antes de salir por la puerta, me dio de nuevo jaqueca. Notaba un peso enorme sobre los hombros, empeoraba por momentos. No sé cómo explicárselo: tenía náuseas pero eso no era todo.
No tuve más remedio que volver a tumbarme. De esa manera me sentía algo aliviado. Me pasé todo el día así, y me vi obligado a permanecer en casa y faltar al trabajo. Cerré los ojos y tomé verdadera conciencia del terrible dolor que me atenazaba. Cuando podía, me entretenía un rato viendo los combates de sumo que daban por la tele. Es curioso, pero con la tele no me dolían tanto ni la cabeza ni los ojos. Los mantenía entreabiertos, la veía sin concentrarme demasiado. Sin embargo, me levantaba y en tan sólo diez segundos volvía a encontrarme muy mal, fatal para ser más preciso. Estuve así cuatro días enteros. Fue espantoso. De haber sido una guerra, hubiera preferido que me matasen. Con toda seguridad se me habrían quitado las ganas de luchar y me habría dejado morir. Hubiera preferido un disparo limpio. Está mal decirlo, pero el sarín es un gas con un poder terrible. (Risas amargas.)
El lunes siguiente volví al trabajo a pesar de que aún no me encontraba bien del todo. Regresé a casa antes de tiempo. Estuve así cinco o seis días. Me costaba un enorme esfuerzo desplazarme a la oficina.
Hoy en día el dolor se ha desvanecido y no tengo síntomas especialmente graves. Sólo de vez en cuando me pica un poco la garganta, aunque no sé si atribuirlo al sarín. Otras veces me siento débil, como si tuviera anemia. Son síntomas leves que no desaparecen del todo. Como ya tengo una edad, no sé si achacarlo al sarín o a los años.
Deberían condenar a Asahara a la pena capital. ¿En qué demonios estaba pensando ese tipo? No se puede perdonar a alguien así. No tengo ningunas ganas de ver el juicio que se sigue contra él. Si lo hago, me pongo furioso. Hay mucha gente que está en contra de la pena de muerte, pero a mí me gustaría que sintiera lo mismo que las víctimas. No están de acuerdo en condenar a los miembros de Aum, pero la ley es igual para todos. A mí me parece que esa gente no son humanos, no tienen sentimientos humanos. Honestamente le digo que me gustaría que acabasen enseguida con ellos.