«De camino a Ningyomachi vi a dos personas caídas en el suelo»

KUNIE ANZAI (53)

El señor Anzai trabaja en una imprenta muy importante. Por alguna razón, en esta serie de entrevistas encontré a muchas personas que trabajaban en imprentas.

Proviene de una familia campesina de Fukushima, el cuarto de siete hermanos, circunstancia que lo obligó a marcharse de casa para buscarse la vida después de terminar el instituto. Llegó a Tokio con sólo veinte años. Vio una oferta de trabajo en un taller de encuadernación y empezó a trabajar allí. Era una empresa pequeña. Él aspiraba a trabajar en una más grande. Dos años más tarde cambió a una de las empresas señeras en el sector de la imprenta.

Aunque se conozcan de forma genérica como imprentas, en realidad existen muchas especialidades. El señor Anzai es actualmente especialista de encuadernación, pero antes se dedicaba a las cajas, es decir, a embalajes para todo tipo de artículos, desde chocolate, por ejemplo, a una pastilla de jabón. Tras doce años cambió a encuadernación, pero más que a libros se dedica a las revistas. En la vitrina que hay en la recepción de la empresa hay expuestas muchas publicaciones conocidas. Asegura que resultan mucho más entretenidas porque todos los meses hay cambios, mientras que los embalajes son siempre lo mismo.

Es un hombre de escasa estatura, delgado y vivaz, la imagen arquetípica del padre japonés entregado. Asegura que por mucho que coma, no engorda. Ahora ya no corre gran cosa, pero durante veinte años lo hizo todos los días. Participó muchas veces en la carrera de relevos del distrito de Ekiden. El equipo de su empresa ganó muchas veces.

Como en el caso del señor Anzai, otra de las coincidencias entre ellos es la de ser corredores vocacionales. Todos los días, mañana y tarde, se embuten en trenes repletos de gente; tienen una vida ocupada y, a pesar de todo, encuentran tiempo para correr en ratos perdidos. Me resulta admirable. Me dio la impresión de ser un trabajador concienzudo con un fuerte sentido de la responsabilidad. Como escritor me gustaría que, a partir de ahora, hiciera también libros maravillosos.

La imprenta funciona las veinticuatro horas del día. La mayor parte de las secciones y departamentos tienen también turno de jornada completa. La nuestra, sin embargo, sólo lo tiene de día. Nuestra hora de entrada son las 8:30 de la mañana, pero intento llegar media hora antes.

Vivo en Soka. Para llegar a las ocho a la oficina en Gotanda tengo que salir de casa a las 6:25. Me despierto a las 5:30 de la mañana. En invierno aún es de noche, por eso mi mujer se queda en la cama. (Risas.) Desayuno un poco de pan, me arreglo, salgo de casa y tomo el autobús que va a la estación de Takenozuka, un trayecto de unos diez minutos.

Compré la casa hace veinte años. ¿Por qué allí? No es que sintiera un vínculo especial con el sitio ni que tuviera conocidos. La razón principal es que las casas eran más baratas. Lo cierto es que está muy lejos. Si me toca hacer horas extras, de regreso ya no circulan autobuses y no tengo otra opción que volver en taxi. La empresa no se hace cargo, soy yo quien tiene que pagarlo con el dinero de mi bolsillo, con mi asignación, es decir, con el dinero que me deja mi mujer para que me lo gaste como yo quiera. (Risas.) Es duro, pero no queda más remedio porque es el único lugar en el que me podía permitir comprar una casa.

La época en la que se produjo el atentado teníamos mucho trabajo. Hacía horas extras todos los días. Hablé con un compañero para organizarnos en una especie de turno: uno empezaba a las 8 y el otro a las 9:30, comenzábamos de manera escalonada. En la empresa se sigue un estricto control de la horas extras, hay un límite que no se puede rebasar. Por eso nos organizamos así. A mí me tocó el de las 9:30. Ahora me doy cuenta de que en realidad fue mala suerte. Llegaba al metro mucho más tarde de lo normal, a las 7:47, y subía al cuarto vagón. Aquel día, cuando el tren circulaba entre las estaciones de Akihabara y Kodenmacho, anunciaron por megafonía: «Un convoy se ha averiado en la estación de Kasumigaseki. Nos detendremos aquí un momento». El tren avanzaba y se detenía, así durante mucho tiempo. En total, creo que tardamos unos veinte minutos en llegar a Kodenmacho.

El tren se detuvo allí. No sabía qué hacer. Pensé que volvería a funcionar pronto y me senté. En ese momento oí los gritos de una chica joven que llegaban desde el andén. Corría en dirección a la salida sin dejar de gritar. No sólo ella; de pronto, todo el mundo se puso a correr. La salida está situada en la parte central del andén. Pensé: «¡Mira que hay gente rara! ¿Qué estará pasando? Me da igual, no tiene nada que ver conmigo». No le di mayor importancia. Permanecí sentado en mi sitio. Hasta Ningyomachi sólo quedaba una estación. El tren no funcionaba, así que no había motivo para peleas motivadas por las prisas. Me molestaba la idea de tener que caminar…

Después no sucedió nada extraño. Todo se quedó tranquilo y en silencio.

Creo que estuve allí sentado cinco o seis minutos. Al final me resigné. Salí. En la estación no había prácticamente nadie, tan sólo unas cuantas personas aquí y allá. Me sentía solo. (Risas.) Me inquieté. Todo aquello me resultaba muy extraño. Me preguntaba qué estaría pasando. Decidí salir y caminar hasta Ningyomachi.

Pasé el torniquete y subí las escaleras para salir a la calle. Junto al torniquete había un empleado del metro sentado. No parecía que sucediera nada fuera de lo común, pero en cuanto llegué a la calle, vi a mucha gente en el suelo. Había dos personas tendidas en la acera a las que otros frotaban la espalda. Tenían convulsiones. Pensé que habían sufrido una lipotimia o algo así.

De camino a Ningyomachi vi a dos personas caídas en el suelo. Estaban junto a la entrada de un edificio y, como los dos anteriores, sufrían convulsiones. Eran dos hombres. Uno de ellos robusto. Al verlo comprendí que no podía haber tanta gente en esas condiciones por una anemia.

Llegué a Ningyomachi. Tomé la línea Toei. No dejaba de preguntarme qué había sucedido, pero no lograba encontrar la respuesta. No me parecía razonable pensar que hubiera un ataque de anemia general. En cualquier caso, cada vez tenía menos tiempo para llegar al trabajo, así que no le di más importancia. Cuando llegué a la oficina, empezaron a hablar sobre un atentado con gas sarín en las noticias de la televisión. Un compañero del departamento de administración general me llamó por teléfono: «Señor Anzai, ha ocurrido algo grave. Tiene que ir al hospital». Me fui de inmediato. Serían las 11 de la mañana. En realidad no sentía nada especial, estaba algo resfriado, pero no había empeorado.

Fui al Hospital de Kanto Teishin. Me examinaron y llegaron a la conclusión de que mis ojos habían resultado afectados. Hasta ese momento no fui consciente de que me podía pasar algo. Ni siquiera me di cuenta de que mi visión se había oscurecido, aunque al parecer tenía las pupilas contraídas. Me ingresaron. Me pusieron suero. Me lavaron los ojos, me desvistieron, me bañaron, me dieron uno de esos pijamas de hospital. Como no tenía ropa interior de recambio, me entraba aire por la parte inferior del pijama y me hacía sentir incómodo. Llamé a casa para que me trajeran algo de ropa, pero mi mujer se había ido al karaoke. (Risas.) Mi hija trabajaba cerca del hospital. Vive cerca, en una casa propiedad de la empresa. La llamé, le pedí que me comprase ropa interior de hombre. Me dijo que no sabía qué comprar, pero al menos fue a verme enseguida.

Estuve una noche en el hospital. Al día siguiente me dieron el alta. Mi mujer acudió a recogerme y me trajo ropa limpia, porque la que llevaba puesta el día anterior se la había llevado la policía a la comisaría de Osaki.

Mientras estuve en el hospital no me encontré particularmente mal. Tenía apetito y descansé bien. Cuando volví a casa, sin embargo, me subió la fiebre de repente. Me sentí muy extraño desde por la tarde… No me puse el termómetro, pero creo que debía de andar por los treinta y ocho grados. Me quedé en cama. Lo pasé mal. Estuve así dos días enteros. Se me había quitado el apetito por completo. Ese día y el siguiente, el miércoles, estuve todo el tiempo tumbado. Lo atribuí al gas sarín.

A partir de la medianoche del miércoles empezó a bajarme la fiebre. Poco a poco me fui sintiendo mejor. No me pongo nunca enfermo y por eso mi familia se sorprendió. Me compraron bebidas reconstituyentes, se hicieron cargo de mí, insistieron para que volviese al hospital pero me negué. No me gustan esos sitios.

Más que las secuelas, mi principal temor era que los culpables de Aum siguiesen en libertad. Hay varios que lograron escapar y encima hay algunos que se acogen a su derecho a no testificar.