TADASHI ITO (52)
El señor Ito nació en Irifune, en el distrito centro de Tokio, aunque creció en Minato. Al igual que el señor Nakata, entrevistado anteriormente, es otro prototipo de los barrios populares tokiotas. Su padre se dedicaba al comercio del hierro y el acero. También les expropiaron su casa natal y los obligaron a mudarse contra su voluntad. Antes de eso, Minato era un barrio donde se concentraban muchas imprentas. En la actualidad no es más que un terreno desolado y yermo. No hay más que aparcamientos sin coches. Con el tiempo se ha convertido en un «desierto» en pleno centro de la ciudad.
A pesar del cambio, conserva a muchos de sus amigos y conocidos de su antiguo barrio. El día de fiesta en el santuario de Teppozu, el señor Ito acude sin falta para participar como costalero en la procesión. Todos los que se han marchado de Tokio vuelven ese día para rememorar viejos tiempos. El vínculo con la tierra se mantiene. El señor Ito trabaja en una imprenta en Monzennakacho. Es una empresa pequeña de tan sólo siete empleados. Él ocupa el cargo de director de ventas.
Desde la estación de Matsubara va a Takenozuka. Allí cambia para dirigirse hasta Kayabacho y desde allí toma la línea Tozai. En una parada llega a su destino. Un trayecto largo que aprovecha para leer. En los veinte años que lleva haciendo ese recorrido, se ha convertido en un ávido lector. En su cartera siempre hay dos o tres libros.
Escuché su historia un domingo por la tarde en una cafetería cerca de la estación de Soka. Había carreras de caballos. Compró su boleto y le pregunté si tenía opciones reales de ganar. Me contestó con una amplia sonrisa: «No creo». Parece que lleva años apostando, si bien niega ser un experto en caballos.
Le gusta beber, pero después del atentado no probó ni una gota de alcohol durante un mes. Algo le preocupaba.
Vivo en la prefectura de Saitama desde hace veinte años. Sinceramente, no siento demasiado apego por el lugar, tengo más cariño por el barrio donde nací. Sólo soy un hombre del centro de Tokio que vive en Saitama.
Antes de eso viví en Tsukijima, donde estuve hasta después de casarme. Cuando nació mi primer hijo nos mudamos a una casa más amplia. Habíamos solicitado una vivienda en régimen de cooperativa y al final nos la concedieron. No era una casa individual. Mi salario no es tan alto, así que no podíamos permitirnos un alquiler muy caro. Cuando me marché de Tsukijima, me dio mucha tristeza. Nunca había tenido que ir en metro al trabajo. Fue muy duro. Tardé casi medio año en acostumbrarme.
Tengo un hijo en la universidad, cursando segundo de carrera, y una hija en tercero de instituto. Somos cuatro en total. Se necesita mucho dinero para mantener a la familia, y precisamente ahora es cuando más falta me hace. Mi hijo va a una universidad privada y el próximo año mi hija empezará una carrera técnica de dos años, es decir, que los próximos tres o cuatro serán muy duros para mí. No podré tomarme ni un momento de descanso. Por fortuna, la empresa en la que trabajo es pequeña y no hay jubilaciones anticipadas. Puedo trabajar hasta que yo decida. Eso es lo bueno de las empresas pequeñas.
El 20 de marzo subí al tren de las 7:39 procedente de Takenozuka con destino a Naka-meguro. Lo hice por la última puerta del tercer vagón. Me agarré al pasamanos y me puse a leer. Como siempre. Los libros en tapa dura pesan demasiado, prefiero los de bolsillo. Me gustan las novelas históricas. Leo algo de ese género a diario, por ejemplo las obras de Toyoda Yuzuru, que murió recientemente, o las de Tsutomu Mizu kami…
El día del atentado, el 20 de marzo, no recuerdo con claridad qué libro tenía entre manos. Quizá Taikoki, la vida del famoso sogún Hideyoshi Toyotomi, de Eiji Yoshikawa. Lo había leído antes, pero como habían pasado por televisión una serie basada en el libro, volví a leerlo. A menudo releo los mismos libros. Será un defecto profesional, pero las erratas me llaman mucho la atención, no puedo evitar fijarme en ellas. (Risas.)
El tren se detuvo entre las estaciones de Akihabara y Kodenmacho. Anunciaron por megafonía una explosión en Tsukiji. Debimos de permanecer en mitad del túnel sin movernos unos diez minutos.
Nada más entrar en la estación de Kodenmacho vi a la izquierda de la puerta por la que bajé a una mujer tumbada en el suelo. Miré hacia la derecha. Había un hombre tirado en el suelo. Me acerqué a él. Más tarde me enteré de que en ese lado era precisamente donde habían depositado el paquete con el gas sarín.
Vi un bulto cubierto de papeles de periódico empapados. Estaba junto a un pilar. Lo vi con toda claridad. Era el doble que una de esas cajitas de obento, ya sabe, esa comida preparada que viene con servicio de plástico. Estaba muy bien envuelto, no de cualquier manera. Me dije: «¿Qué será eso? Es extraño».
En lugar de atenderlo, le pregunté si se encontraba bien. Tenía convulsiones, parecía sufrir un ataque de epilepsia. Junto a él había dos empleados del metro y otros cuatro o cinco pasajeros. Todos repetían que había que ponerle la cabeza en alto. El hombre estaba boca arriba con los ojos entornados. Tenía la cara lívida, todo su cuerpo temblaba.
Si hubiera seguido mi camino sin detenerme, tal vez no me habría ocurrido nada, pero como soy de barrio, soy sociable por naturaleza. Si me encuentro con una situación así, no puedo dejarlo y pasar sin más.
Lo levantamos del suelo y entre todos lo llevamos en brazos hasta el torniquete de la salida. En el camino vi a dos o tres personas que parecían a punto de derrumbarse. Se agachaban, parecía como si sufrieran enormemente. Me extrañé. «¡Qué demonios pasa aquí!» Veía a demasiada gente en malas condiciones. Yo también empecé a sentirme mal. Uno de los empleados del metro que nos acompañaba se tambaleó. Creo que había pasado mucho tiempo en el andén y había inhalado demasiado gas. Se agachó cerca del torniquete, se sujetó la cabeza… Parecía que se hubiera quedado ciego. «Esto no es normal», pensé. Yo me atragantaba todo el rato, como si se me hubiera quedado algo atascado. Tosía sin parar. No, no noté ningún olor, no olía a nada.
Me pareció que lo más urgente era salir a la calle. Fuera, sin embargo, la situación era peor de lo que imaginaba. En realidad era una escena terrible: todo el mundo sentado de cualquier manera; vi a un chico joven que sangraba por la nariz.
Llegó una ambulancia. Se llevaron en camilla al hombre que habíamos sacado. Creo que para entonces ya estaba muerto. Oí que alguien decía: «Se le ha parado el corazón».
El personal de emergencia se hizo cargo de él. Tarde, por desgracia. En lo más hondo de mi corazón, supe en todo momento que no iba a lograrlo. Me temblaban las piernas, me ocurría algo en la vista. Lo veía todo oscuro a mi alrededor, como si estuviera anocheciendo, pero era un día espléndido sin una sola nube en el cielo. No sabía lo que estaba pasando.
Tuve que buscar un sitio para sentarme cerca de la salida, donde había un pequeño jardín. El corazón me palpitaba cada vez más rápido. Me sentía muy inquieto. Quería que me llevasen al hospital lo antes posible, pero no había suficientes ambulancias. Había policías, pero estaban tan confundidos que no eran capaces de hacerse cargo de la situación. Los empleados del metro, que en teoría debían dar las órdenes e indicaciones oportunas para organizarlo todo, se encontraban en un pésimo estado. La confusión era total. La gente estaba tirada de cualquier manera. Muchos gritaban: «¡Una ambulancia, por favor! ¡Rápido!».
Había obras en los alrededores. Los trabajadores empezaron a parar a todos los coches que pasaban por allí sin importar si eran de particulares o furgonetas de reparto. Consiguieron subir a mucha gente en los coches para que los llevaran al hospital. Si era una furgoneta, intentaban subir a tanta gente como fuera posible. Estoy convencido de que mucha gente se salvó en Kodenmacho gracias a la colaboración de muchas personas anónimas.
Me metieron en el asiento delantero de un taxi. Detrás subieron a otras tres personas. Alguien lo había detenido y nos había empujado a todos adentro. Monté delante porque era el que mejor me encontraba de los cuatro.
El taxista parecía preocupado. No sabía ni por dónde, ni adónde ir. Tampoco, obviamente, quién le iba a pagar la carrera. Le preguntó a un policía que a su vez preguntó por radio. Le dijo que se dirigiera al Hospital San Lucas. Me di cuenta de que estaba más cerca el Memorial de Mitsui. Desde Kodenmacho, de hecho, se llega en un santiamén, pero como la policía le había dicho San Lucas, allí nos fuimos. Al fin tenía claro adónde ir, pero no quién le iba a pagar. El taxista estaba cada vez más nervioso. Los de atrás se encontraban en un estado lamentable, no paraban de vomitar. Me saqué dos mil yenes del bolsillo y le dije: «No se preocupe por nada. Quédese con el dinero. Se trata de una emergencia».
El Hospital San Lucas está en Akashicho, justo al lado del colegio donde estudié. Resultó que conocía mejor el camino que el propio taxista. Había un atasco considerable y le indiqué la ruta más conveniente: «No salga a la calle Shinohashi. Vaya mejor por Shinkawa, es mejor evitar las calles principales».
El taxista fue consciente enseguida de que se trataba de una situación anormal. Perdió la calma por completo. No se quejó de los vómitos, pero no podía hacer nada por evitar el atasco. No habíamos recorrido ni dos kilómetros y el contador ya marcaba dos mil yenes. Estaba dispuesto a pagarle la diferencia, lo que hiciera falta. Él se negó. Apagó el taxímetro.
Estaba muy preocupado por los que iban en el asiento trasero. Tenían mal aspecto, especialmente dos de ellos. Al principio gemían, pero poco después se dieron por vencidos. De camino nos detuvimos en la comisaría de Takahashi, en el barrio de Arakawa. Les pedimos por favor que nos abrieran paso hasta el hospital. Teníamos mucha prisa, la situación no permitía demoras. Resultó que también la policía estaba desbordada por el pánico general. No sabían cómo reaccionar. Tan sólo nos dijeron que continuásemos, que tratáramos de llegar como fuera al hospital. Llegamos después de muchos quebraderos de cabeza. Los dos más graves eran incapaces de andar por sí mismos. Una enfermera se acercó con dos sillas de ruedas. Ayudé al tercero cargándomelo al hombro. Yo también me tambaleaba, pero, en cualquier caso, estaba mejor que él.
Estuve una noche ingresado. El día siguiente era festivo. Volví al trabajo un día más tarde. No me dolía especialmente la cabeza, tampoco padecía otros síntomas. A oscuras no veía nada, eso sí. No podía conducir de noche. En el trabajo me pusieron a atender el teléfono. Como la empresa se halla cerca del hospital, allí estaba más tranquilo que en casa. En caso de necesidad, llegaría en un abrir y cerrar de ojos. La primera semana hubo momentos en los que me sentía mal de repente, aunque no fuera nada importante en realidad. Nuestros clientes se enteraron de que era víctima del sarín y llamaron para interesarse por mi estado. Al atenderles yo mismo se quedaban atónitos. (Risas.)
Lo que peor me sentó fue que la policía me investigó. Creyeron que había sido yo el que había colocado el paquete con el sarín en el vagón. Fueron a hablar con el jefe de la empresa, le preguntaron todo tipo de detalles sobre mí, por ejemplo, mis creencias religiosas, qué ropa y qué zapatos llevaba puestos aquel día. Cosas así. Para colmo, le pidieron que no me dijera nada. El jefe se enfadó tanto que les gritó: «Ito se hizo cargo de otras víctimas y encima pagó el taxi. ¿Cómo iba a hacer él semejante cosa?». Yo también me enfadé mucho. Era una víctima. ¿Por qué tuvieron que molestarme y hacer todas esas preguntas sobre mí?
No sé qué fue de las personas que fueron conmigo en el taxi. ¿Qué habrá sido de ellos? Muchas veces me pregunto por su destino.