«Asahara y yo pertenecemos a la misma generación. Ésa no es la única razón, pero cuanto más lo pienso más me enfado»

TAKEO KATAGIRI (40)

El señor Katagiri nació en Tokamachi, en la prefectura de Niigata, al norte de Japón, no lejos de Yusawa, donde nieva copiosamente. Parece que en los últimos tiempos ya no nieva como antes, pero tres metros de espesor siguen siendo algo normal. Su familia se dedica al campo. Él es el tercero de cinco hermanos. Nada más terminar el instituto se trasladó a Tokio para trabajar en un concesionario. Le gustan mucho los coches y desde muy joven quiso ser mecánico, un trabajo que le resultaba muy divertido. Así estuvo diez años, pero por decisión de la dirección de la empresa tuvo que entrar en la sección de ventas.

Tiene la tez morena y una mirada intensa, todo el aspecto de ser un vendedor competente y experimentado. No resulta adulador ni seductor, más bien desprende la confianza en sí mismo de alguien que cumple honradamente con su trabajo. Me da la impresión de que si le comprase un coche a alguien como él, podría estar tranquilo.

Le pregunté si le gustaban las ventas, si se sentía bien en ese campo. Después de reflexionar un poco me contestó como si hablase de otra persona: «Ya llevo mucho tiempo en ello. Se puede decir que soy apto para el trabajo».

Después de recibir el alta en el hospital empezó a sufrir fuertes jaquecas que le impedían dormir. Una semana después del atentado aún no se había recuperado, y además era una época de mucho trabajo. A pesar de su sufrimiento, no le quedó más remedio que ir a trabajar. Al recordar aquel momento en el transcurso de la conversación, su rostro se ensombreció.

Después de nuestra entrevista se marchó a casa en un coche a estrenar, de la empresa, color crema. Al volante tenía la expresión de una persona feliz. Es un dato anecdótico, pero de todas las personas que entrevisté es el único que llegó al hospital en coche.

Cuando era mecánico, me dedicaba a las máquinas, pero ahora, en ventas, tengo que dedicarme a los seres humanos. Es distinto por completo. En un principio no sabía lo que tenía que hacer. Obviamente no vendía. Nada de nada.

Para llegar a vender un coche hay que pasar por un proceso de unos tres años. En ese tiempo nos dedicamos a visitar clientes. Vamos a un lugar cualquiera, nos presentamos y ofrecemos nuestros servicios. Tres años enteros los dedicamos a eso. En ventas, si no eres capaz de pasar ese periodo, no tienes futuro. Muchos de mis compañeros de entonces lo dejaron. Por otra parte, si resistes la formación y te esfuerzas, tienes garantizados los ingresos al menos durante una década. Si uno actúa con sentido común y aguanta, el resultado no está nada mal.

Yo me encargo de la zona este de Gotanda, el distrito de Shinagawa, que queda en el recorrido de la línea de metro circular, la de Yamanote. Es una zona residencial que comprende Takawa, Shirogane, Meguro y Kamiosaki. Cuando visito a mis clientes, no les hablo mucho de coches. Si mi único fin fuera el de vender, no podría trabajar en esto. Más bien se trata de establecer una relación con ellos. Les digo, por ejemplo: «Si en algún momento necesita algo, no dude en ponerse en contacto conmigo». Hablamos de las cosas generales de la vida. Del tipo: «Últimamente el Kyojin, el equipo de béisbol, está jugando bien». También les escucho. No hace falta hablar siempre de coches. Sólo con mostrar la tarjeta de visita comprenden a qué hemos ido.

Sé más o menos qué coche tiene cada uno de mis clientes en esa zona. Voy a menudo, por lo que me resulta fácil memorizarlo. También tengo claro quién necesita cambiarlo, pero lo más importante de todo es que ellos me conocen. Camino por la calle y saben que soy Katagiri, de la empresa X. Sin embargo, tras el estallido de la burbuja, la situación cambió por completo en Gotanda. Muchas fábricas tuvieron que cerrar o se trasladaron a otros lugares. Mis clientes desaparecieron, podía contarlos con los dedos de una mano.

Vivo en Koshigaya, en la prefectura de Saitama. Mis hijos crecían y quería mudarme a un lugar más amplio. Tengo tres. El mayor está en segundo de secundaria, el mediano en primero y el tercero en cuarto de primaria. Me da pena que crezcan tan rápido. Antes vivíamos de alquiler en una casa de una cooperativa en Matsubara, pero se nos quedó demasiado pequeña.

Salgo de casa a las 7 de la mañana. Hago transbordo en Ningyomachi y llego a la estación de Togoshi, en la línea Toei, sobre las 8:30. Vuelvo a cambiar en Kita-senju. Es la estación de cabecera para algunos trenes y resulta fácil encontrar sitio libre en alguno de ellos, pero yo suelo subirme al primero que sale. Marzo es un buen mes para la venta de coches, porque es el cierre del año fiscal. A partir del 14 de febrero empieza el periodo de la declaración de la renta y, si hay beneficios, muchas empresas y particulares piensan en cómo invertirlos. En los concesionarios también hacemos balance y para cuadrar las cuentas no queda más remedio que vender. De ahí que si alguien quiere comprar un coche, ése es el momento más adecuado para hacerlo. Es una época en la que no tenemos tiempo para nada.

Los concesionarios están obligados a cerrar matriculaciones antes del 31 de marzo. No basta sólo con el contrato de compraventa. Una vez matriculado y entregado al cliente, el vehículo se fiscaliza como venta. Es cuando los periódicos suelen publicar las estadísticas de ventas comparadas con el mismo periodo del año anterior. El cálculo se hace sobre la base de coches matriculados.

Como ya sabrá usted, después de firmar el contrato de venta con el cliente no se puede matricular el vehículo de inmediato. Hace falta una certificación de garaje y muchos otros papeles. La certificación no es un papel que pueda llevarse a la policía para que te lo devuelvan en el momento. Es un trámite burocrático que lleva su tiempo. Tienen que confirmarlo todo, publicar un certificado, en suma, tres o cuatro días de demora. Los sábados y los domingos la policía no hace nada. Si echamos la cuenta en el sentido inverso, el momento álgido es el 20 de marzo, es decir, el límite para matricular un coche y llevárselo antes de que finalice el mes. Por eso el día del atentado tenía asuntos pendientes que estaban en el límite. Tenía un montón de cosas que hacer.

El fin de semana anterior fui a esquiar con unos compañeros de la empresa. Como soy del País de Nieve, es decir, de la región de los Alpes japoneses, se me da bien el esquí. Fuimos en coche. Regresé a casa cansado de tanto conducir. La mañana del 20 de marzo estaba agotado y pensé que lo mejor sería dejar el coche e ir a la oficina en metro.

¿Normalmente va a trabajar en coche?

No, pero por aquel entonces iba la mitad de los días en metro y la otra mitad en coche. En épocas de mucho trabajo recurría al coche. Después del atentado, no quise utilizar el metro durante mucho tiempo.

Recuerdo que aquel día tomé el metro en la estación de Kita-senju a las 7:52 de la mañana. Viajaba en el tercer vagón, como de costumbre. Se detuvo entre Akihabara y Kodenmacho y anunciaron por megafonía que se había producido una explosión en el recinto de la estación de Tsukiji. Al parecer había heridos. Nos quedamos allí parados. Al cabo de unos minutos anunciaron que continuábamos hasta la estación de Kodenmacho. La línea Hibiya había suspendido el servicio. Así que tuve que bajarme allí.

Hasta Ningyomachi sólo hay una parada. Lo mejor, pensé, sería caminar. Tenía tiempo. El imprevisto no me retrasaba mucho. Caminé hasta allí, llegué a la estación, pasé el torniquete y oí que llegaba el tren. Corrí escaleras abajo y llegué por los pelos al tren de Nishi-magome. Todo bien hasta ese momento. A partir de ese punto, las cosas empezaron a torcerse.

Jadeaba por la carrera que me había pegado. Me apoyé en un pasamanos. El tren no iba demasiado lleno. De pronto, me empezó a doler la cabeza por la zona de la nuca. Me costaba respirar, no lograba recuperarme, hasta el punto de que me mareé; la misma sensación de desmayo que se tiene cuando se padece una fuerte anemia. Aguanté como pude.

No era un dolor normal, era agudo, intenso, hasta el extremo de pensar que se me había cortado el riego sanguíneo en la parte posterior de la cabeza. Un conocido mío sufrió una hemorragia cerebral. Los síntomas que yo tenía eran muy parecidos a los que me había contado. Pensé: «¡Maldita sea! ¿Qué demonios me pasa? ¿Cómo es posible que me sienta así de mal de repente?». Coloqué la cartera en el portaequipajes, me sujeté con las dos manos. A duras penas lograba mantenerme en pie. Incluso llegué a pensar que no resistiría mucho más tiempo. Por suerte, la persona que estaba sentada frente a mí se levantó y ocupé su sitio. Me recuperé un poco.

Me di cuenta de que sucedía algo extraño de verdad cuando salí a la calle. Estaba completamente a oscuras, borroso. Una cosa rara porque hacía buen tiempo. Caminé como pude hasta la oficina. Trataba de ir recto, pero me tambaleaba, no lo lograba. Cada vez me dolía más la cabeza, mi respiración no mejoraba y, por si fuera poco, tenía náuseas. Era la misma sensación que produce una resaca horrible.

Llegué a la oficina y les expliqué a mis compañeros que me sentía muy mal. Nadie me hizo caso. Sólo hubo uno que bromeó: «¡Mírate! Has ido a esquiar tres días y por eso estás tan cansado». Tuvieron una actitud muy fría. Me uní a los demás para la gimnasia matutina. Después me puse a trabajar…

¿Ejercicios? ¿Pudo hacerlos a pesar de encontrarse en ese estado?

Sí, los hice. Los lunes nos reunimos para la gimnasia matutina y aquel día me resultó muy duro seguirlos. Hice lo que pude. Cumplí con el ritual por puro formalismo. Comprendí que me resultaría imposible ir de visita en semejante estado y decidí permanecer en la oficina toda la mañana. A las 10 o 10:30, sin embargo, recordé que tenía un asunto inaplazable en el notario de Shinagawa antes del mediodía. No me quedó más remedio que ir. Me marché con el coche de la empresa. A pesar de que lo veía todo oscuro, conduje sin problemas. El dolor de cabeza remitió.

Oí una información muy extraña por la radio. Decía que la estación de Tsukiji estaba sumida en el caos debido al gas sarín. No supe nada de lo ocurrido hasta ese momento. A pesar de todo, fui a entregar los documentos al notario. Llegué a mi límite. En lugar del volver a la oficina fui al Hospital de Kanto, en Gotanda. Llegué sobre las 11:30 de la mañana. Habían habilitado una ventanilla especial en recepción para las víctimas del atentado. Había policías, bomberos y encargados del metro. Los médicos decidían el orden y la prioridad en los ingresos. En mi caso, tenía el nivel de colinesterasa muy bajo. Me ingresaron de inmediato, pero debía devolver el coche por si lo necesitaba alguno de mis compañeros. Los médicos se enfadaron: «¡Esto no es una broma!», me dijeron.

Durante el tiempo que estuve ingresado no dejó de dolerme la cabeza en ningún momento, hasta el punto de ser incapaz de conciliar el sueño. Para colmo, no me explicaron nada sobre los efectos secundarios del sarín, lo cual me llevó a cometer una grave equivocación. Me dijeron que me quitara la ropa y me duchase. Me lavé el cuerpo a conciencia, pero no la cabeza. De habérmelo advertido, lo habría hecho sin falta, pero no llegaba a comprender el alcance de lo que pasaba. El gas sarín se quedaba adherido al pelo y, de no lavarlo bien, se corría un grave peligro de padecer efectos secundarios. Es probable que el personal médico no estuviera preparado para actuar de forma correcta en un caso así. Supongo que nadie pudo hacer otra cosa…

Mis ojos no se recuperaban. Tardé una semana en ver igual que antes. Lo veía todo oscuro, los tenía completamente enrojecidos. Lo cierto es que llegué a perder la vista. El doctor me aseguró que no iba a tener ningún problema en cuanto desaparecieran por completo los restos del sarín, pero no era verdad. En el mes de febrero de ese mismo año me habían certificado que mi agudeza visual era de 1,2. Ahora es tan sólo de 0,8 o 0,9 como mucho. Lo que más me preocupa es la vista.

Me canso con mucha facilidad, al menos en lo que va de año. He perdido la capacidad de concentración. Hay muchos días en los que me siento tan débil que soy incapaz de centrarme en nada. En nuestro negocio hay que prestar mucha atención durante las conversaciones con los clientes. Debemos escucharlos, fijarnos en sus gestos, en su lenguaje no verbal. En caso contrario, se nos escapan detalles importantes que nos pueden llevar a dar respuestas equivocadas. Aunque no sean más que vaguedades sobre la vida, hay que escucharlas con atención. Uno no puede relajarse. No obstante, en numerosas ocasiones me he sentido incapaz de hacerlo. Quiero decir, lo que he perdido es la voluntad de concentrarme. Lo noto perfectamente.

En el trabajo no puedo hablar de estas cosas. De hacerlo, tendría consecuencias negativas. A lo largo de todo este año he seguido adelante con el trabajo sin decir nada a nadie. No me ha resultado fácil. Pasado ese tiempo, creo que al fin he sido capaz de recuperar el ritmo normal.

Lo pienso ahora y me parece increíble. Tan sólo caminé unos metros a lo largo del andén de la estación de Kodenmacho. Lo suficiente para intoxicarme, para que mi vida entera diera un vuelco. Tengo tres hijos pequeños y hemos empezado a pagar la hipoteca de la casa nueva. Me preguntaba angustiado qué iba a ser de nosotros si no lograba recuperarme, y la preocupación me asfixiaba. Obviamente, el resto de mi familia también se preocupó.

Asahara y yo pertenecemos a la misma generación. Ésa no es la única razón, pero cuanto más lo pienso más me enfado. Me he hecho miembro de la Asociación de Víctimas. Lo hemos demandado por daños y perjuicios. No lo he hecho por la expectativa de obtener una compensación económica, sino para ir legalmente contra ellos, para mostrar de forma abierta y pública mi enorme enfado. Puedo asegurarle que estoy furioso de verdad. Nunca más debe ocurrir algo semejante.