TAKAHASHI ISHIHARA (58)
Gracias a las entrevistas realizadas para este libro me di cuenta de que la mayoría de las víctimas procedían del norte del país o del este de la región de Kanto. De la zona sur u oeste había muy pocas. Quizá tenga alguna relación con las líneas del metro. En concreto, las personas procedentes de la región de Kansai eran pocas, por eso, cuando hablé con el señor Ishihara, originario de Osaka, sentí cierta nostalgia porque yo también soy oriundo de aquella región. No se trata del dialecto, sino del tono de la conversación que es muy propio de allí. Como es natural, el señor Ishihara hablaba muy en serio, pero la cadencia y la suavidad de la conversación le imprimían a todo lo que decía otro aire. Es posible que se deba también a su personalidad.
Por alguna razón, dejó una viva impresión entre los pacientes con los que compartió habitación en el hospital donde lo ingresaron. La verdad es que roncaba como un león. Él mismo lo reconoce con su amplia sonrisa: «Ronco mucho. Creo que me convertí en una auténtica pesadilla para los demás».
Tiene cerca de sesenta años, pero su aspecto es joven y enérgico. Se empeña a fondo en cualquier cosa que emprende y quizá sea ésa la razón de que tenga una buena cantidad de aficiones. Su mejor resultado en golf hasta ahora ha sido de setenta y siete golpes. Respecto al trabajo, asegura que ha puesto más ahínco que nadie. En realidad no lo dice con palabras, sino que su actitud lo da a entender. Es un hombre que desprende confianza en sí mismo. Después del atentado se vio obligado a tomarse un descanso gracias al cual reconsideró muchas cosas.
Se confiesa un verdadero admirador de Corea y se dedica con entusiasmo al estudio de su lengua. Una sonrisa involuntaria ilumina su cara cuando habla de ello. Sin duda, su corazón mantiene la vitalidad de cuando era joven.
Me gradué en una de las universidades de Kioto y empecé a trabajar en la empresa en la que continúo actualmente. (Se trata de una importante empresa textil.) Soy de formación técnica, así que no tengo demasiada relación con la oficina central. Tras el primer año me destinaron enseguida a la fábrica situada en la prefectura de Tokushima, en la isla de Shikoku. Me licencié en 1959. En aquella época, la sección textil producía y vendía su máximo histórico, al contrario de lo que pasó a partir del estallido de la burbuja. Ciertamente, por aquel entonces era una de las industrias claves de Japón. En la universidad estudié químicas. Mi campo específico de investigación eran los tejidos sintéticos. Por entonces aparecieron el nailon, el poliéster, etcétera. Anhelaba participar en el desarrollo de todos aquellos productos y empecé a trabajar para esta empresa. En Tokushima me dediqué siempre a la investigación y el desarrollo. Era muy interesante. Al tratarse de trabajo, no puedo mencionar detalles concretos, pero gracias a nuestro esfuerzo se comercializaron una gran cantidad de artículos.
He pasado casi la mitad de mi vida en Tokushima. A mi mujer también la recluté de entre el personal nativo. (Risas.) Somos una familia de cuatro. Aparte de mí, todos nacieron allí. Soy el único forastero. Nos mudamos todos juntos a Tokio, aunque una hija se ha casado con un hombre de allí y ha vuelto. Tokushima es un lugar maravilloso. La gente es muy cariñosa, y si tuviera que ponerles una pega, sólo les reprocharía que son demasiado tranquilos. Un carácter muy distinto al de la gente de las grandes ciudades. Cuando vivía allí, había una carretera, la Nacional 11, por la que pasaba un coche cada diez minutos. Se lo digo para que se haga una idea de la tranquilidad que se llega a respirar allí. Era joven, pero nunca me sentí solo por vivir en el campo. Venía de una gran ciudad y al principio sí me extrañó, pero me adapto bien a los cambios. Enseguida me acostumbré al ambiente. No soy nervioso. Me casé con veinticinco años. En 1964, el año de los Juegos Olímpicos de Tokio, nació mi primera hija. Ya tengo dos nietos.
¿En serio? No da usted la impresión de tener nietos.
Es verdad. Aparento cinco años menos de los que tengo en realidad. Lo cierto es que me queda mucha hipoteca por pagar, así que no me puedo permitir el lujo de envejecer. (Risas.) Hace poco compré un piso en Misato, en la prefectura de Saitama, una verdadera carga financiera.
Me trasladaron a la oficina central de Tokio en 1985. Tres años después de mudarnos murió el emperador Showa. En total viví veintiséis años en Tokushima. Mi hijo vive ahora en Ichikawa, en la prefectura de Chiba. Es ingeniero informático especializado en sistemas. Tiene un hijo. Su trabajo es muy absorbente. No vuelve a casa ningún día antes de las diez o las once de la noche. Es muy joven, es lo que le toca…
No me dio pena marcharme de Tokushima. Ya había pasado mucho tiempo en el mismo sitio y la investigación que había desarrollado ya estaba en fase de comercialización. Fue un buen momento para cambiar. Además, mis dos hijos estaban en Tokio. Mi hija trabajaba de azafata y mi hijo estudiaba en la universidad. Vivían juntos en un piso que les había alquilado. No nos hicimos mucho de rogar cuando me propusieron ir allí. Compré el piso hace seis años, poco después del estallido de la burbuja. Los precios habían bajado un poco y se podían encontrar casas por treinta millones de yenes, accesibles para un empleado medio.
La estación más cercana a mi casa es la de Kanamachi, en la línea Chiyoda. En Kita-senju tengo que hacer transbordo a la línea Hibiya. Salgo de casa a las 7:20 de la mañana y llegó a la oficina, en Ningyomachi, a las 8:20. El trabajo empieza diez minutos más tarde. Me subo al primer tren que pasa, por lo que me resulta imposible encontrar un sitio libre. Con mucha suerte me siento una vez al año. Cuando ocurre, es un verdadero milagro. No me importa demasiado, la verdad, pero… Sí, últimamente me gustaría poder hacerlo de vez en cuando. Claro, usted acaba de preguntarme mi edad y me doy cuenta de que ya no soy tan joven; no me queda más remedio que admitir que envejezco… En cualquier caso, hasta después del atentado nunca me preocupó sentarme.
Cuando residía en Tokushima, la casa de la empresa en la que vivía estaba a diez minutos a pie del trabajo. En Tokio, de pronto me vi inmerso en un infierno de desplazamientos y apreturas, aunque me acostumbré enseguida. Como ya le he dicho antes, me adapto con facilidad a los cambios. Cuando era estudiante e iba a la universidad, tenía que subir al tren en plena hora punta. Para mí las aglomeraciones no eran algo nuevo. No me molestan especialmente. Me viene igual de bien el campo como la ciudad…
Recuerdo bien un detalle concreto del día del atentado: mi mujer siempre me lleva en coche desde casa a la estación. Es un camino estrecho con una curva muy cerrada al final. Está prohibido el paso a vehículos grandes, pero, por alguna razón, aquella mañana un camión había cerrado el paso. Estaba atascado en medio, intentaba salir de allí sin éxito. Nos impacientamos: «¿Qué hace? ¡Qué demonios! ¿Por qué no se quita de en medio?». Habría entre diez y veinte coches atascados. Debido al imprevisto, llegué a la estación cinco minutos más tarde de lo normal. De no haber sido por eso, es probable que hubiera tomado el tren de siempre, donde ese tal Hayashi había depositado las bolsas con el gas sarín. Se me escaparon dos o tres trenes, lo cual fue una verdadera suerte. Soy una víctima, sin duda, pero al haber tomado un tren distinto no llegué a estar en contacto directo con el gas. Podría decirse que es una suerte dentro de la tragedia…
El tren se detuvo entre las estaciones de Akihabara y Kodenmacho. Un anuncio por megafonía informó a los pasajeros de una explosión en Tsukiji. Algo más tarde, al entrar en Kodenmacho, nos hicieron bajar. No me quedó más remedio que obedecer. Iba en el segundo vagón. Caminé hacia los torniquetes de salida situados al final del andén. Vi a dos personas tendidas en el suelo separadas unos cuatro metros una de la otra. Eran un hombre y una mujer. No puedo pasar de largo si me encuentro con una situación como ésa. Fui a atender a la mujer. Ya había otros pasajeros que se hacían cargo de ella. Ningún empleado del metro. Alguien dijo que era un ataque epiléptico y le puso un pañuelo en la boca. Los dos estaban en estado crítico, prácticamente inmóviles.
Mucha gente me preguntó después si había llegado a ver el paquete que contenía el gas sarín, porque al parecer estaba por allí cerca. No vi nada. Recuerdo vagamente que había un líquido derramado por el suelo, algo pegajoso. Fue sólo una impresión fugaz… No, no aprecié ningún olor especial.
Allí estuve tres o cuatro minutos. Pensé que debía alertar al personal del metro. Me dirigí hacia la salida, donde me crucé con un encargado. Le expliqué la situación y se encaminó hacia allí. Continué hasta la salida. Empezaba a sentirme mal. Subí la escalera y, al salir a la calle, me encontré con un montón de gente desplomada en mitad de la acera y en las zonas verdes que rodeaban la estación. Fui a la cabina de teléfono. No podía dejar de contemplar aquella escena. Llamé al trabajo para decirles que me iba a retrasar. De todos modos, iría más tarde a pesar de que cada vez me encontraba peor. Por momentos, sentía más y más frío.
Era el primer día que había dejado el abrigo en casa. Supongo que soy impaciente por naturaleza. Me adelanté. Quería hacerme la ilusión de que había llegado la primavera. Me arrepentí: «¡Maldita sea!». Obviamente, me había equivocado justo el día que más frío hacía. Salí de la cabina de teléfono. Veía las líneas blancas de la calle de color marrón claro o ladrillo. Me moría de frío.
Ahora lo pienso y me doy cuenta de lo extraño de la situación, pero en aquel momento no fui capaz de relacionar a los dos pasajeros del andén con las personas que había en la calle desplomadas por todas partes, y con los que no paraban de toser mientras subían la escalera. Si lo hubiera pensado con más tranquilidad, habría sido capaz de encontrar la relación entre todos aquellos detalles. En ese momento, sin embargo, no tenía conciencia de haber sufrido un ataque. Sólo llegué a la conclusión de que lo que me pasaba no era más que la consecuencia de haber dejado el abrigo en casa un día tan frío.
Languidecía. Estaba muy distraído. No recuerdo bien los detalles concretos, sí el sonido de las ambulancias. Eché a andar hacia la oficina en dirección a Ningyomachi. De camino vi una furgoneta de policía. Les expliqué que me sentía mal y me dejaron subir. No quedaban ambulancias libres, por lo que los coches de policía hacían las veces de vehículos de emergencia.
Apenas había caminado doscientos metros, cuando me topé con la furgoneta. En realidad no me quedaba mucho para llegar a la oficina, pero me tambaleaba al andar, todo lo veía de color marrón. Era consciente de que me sucedía algo extraño a pesar de no haber comprendido del todo la gravedad de la situación. Caminé con todas mis fuerzas. Me admiro de haber sido capaz.
Cuando vi a la policía, sentí que había llegado a mi límite, no podía más. Sólo quería que alguien me ayudase. Tuve la tentación de sentarme, de dejarme caer en cualquier sitio, rendirme. Aun así, no dejaba de pensar que todo lo que me pasaba era por no llevar el abrigo. No podía dejarme vencer por el frío. Un detalle tan tonto como ése me hacía sentir muy desgraciado. El ser humano es extraño. Me encontraba en una situación completamente anormal y tan sólo era capaz de pensar en el dichoso abrigo.
Confiaba en mi buena salud. Tengo una constitución fuerte y nunca he caído enfermo. No he faltado un solo día al trabajo. Sin embargo, estaba en estado de shock. ¿Cómo era posible que me encontrase así de mal por un simple abrigo?
En un caso así la gente que no confía tanto en su salud quizá se comporte de una manera más precavida. Si uno es demasiado confiado, hace lo imposible por seguir adelante.
Tiene razón. No podía dejar de preguntarme por qué estaba así. Todo lo achacaba al abrigo, no me lo podía quitar de la cabeza. Subí a la furgoneta y vi que dentro había siete u ocho personas con muy mal aspecto. Uno sacaba la cabeza por la ventanilla para vomitar. Había una pareja joven, la chica respiraba con dificultad, el chico trataba de ayudarla, parecía muy grave. En cuanto a mí, aún podía estar sentado. Al fin tomé conciencia de que sucedía algo extraordinario que no sólo me afectaba a mí.
Le cuento lo que recuerdo, pero es posible que las cosas no sucedieran así, que sólo se trate de mi memoria fragmentada. Alguien me contó más tarde lo que había sucedido en realidad y, a partir de su relato, he reconstruido otra secuencia distinta. Hablé de ello en el hospital y ya no soy capaz de distinguir con claridad entre la experiencia real y el recuerdo construido después. Sinceramente, no confío en mi memoria. Es muy confusa. Lo único que recuerdo con precisión es que miré por la ventanilla cuando el tren entró en la estación de Kodenmacho y vi a un chico joven muy alborotado dando gritos. Eran unas voces horribles, no dejaba de saltar de un lado a otro. Es mi único recuerdo claro. Se lo conté a la policía cuando estaba en el hospital. Me explicaron que era una de las víctimas. Hasta ese momento había pensado que era el autor material del atentado.
Me examinaron en el hospital de las Fuerzas de Autodefensa, en Setagaya. Era el caso más grave de todos los que habían visto hasta ese momento. Tenía las pupilas contraídas por debajo del milímetro, un punto diminuto a través del cual fui incapaz de ver durante los tres días que permanecí ingresado. No veía ni siquiera los titulares de la prensa. Leía y al instante me atacaba tal jaqueca, que no me quedaba más remedio que apartar la vista y cerrar los ojos. Pasado ese tiempo me retiraron el suero. Por fin podía comer por mí mismo, aunque, para hacerlo, obviamente, tenía que fijarme en lo que comía. Pues bien, ese simple detalle me provocaba un terrible dolor de ojos. Me veía obligado a alimentarme sin mirar. Una semana después de dejar el hospital volví al trabajo. No era capaz de leer nada más de diez segundos seguidos. Me resultó muy duro. Durante un mes, mi única responsabilidad fue estampar sellos aquí y allá. Tardé todo ese tiempo en recuperar el nivel normal de colinesterasa. Salía pronto del trabajo, a las tres o cuatro de la tarde como mucho. Algunos días ni siquiera iba.
Ahora ya vuelvo a hacer la jornada completa, pero me canso con facilidad. Antes solía ir a Kobe, Shikoku o Kyushu por motivos de trabajo, pero ya no puedo. Siempre me ofrecía de buen grado, pero ahora me veo obligado a pedirle a alguien que me sustituya. Como ya le he dicho antes, mi principal virtud no es la paciencia. El tiempo que tardo en llegar al trabajo me irrita, me agota, me resulta muy duro. Es algo nuevo.
Por lo menos estoy cerca de la jubilación. Yo creo que por eso mis compañeros se muestran tolerantes conmigo. La verdad es que abuso de su tolerancia. Se lo agradezco profundamente. Alguien que esté en una situación más complicada que la mía, que padezca síntomas más graves, seguro que se enfrenta a un problema considerable. El Gobierno debería considerar todos esos casos. La atención a los enfermos de VIH es fundamental, sin duda, pero de igual manera me gustaría que se prestase atención a las víctimas del gas sarín. En mi caso concreto no me importa. Lo digo bien alto y claro en beneficio de otras personas.
Prácticamente he perdido la vista del ojo derecho. Antes tenía 0,8 de agudeza visual; ahora 0,4. No quiero atribuirlo al sarín, es como si no quisiera reconocerlo. Si lo hiciera significaría que me han vencido. Intento no pensar así. Lo achaco a la edad.
Como en el hospital mis ronquidos representaban un auténtico problema y molestaba a los demás si me dormía pronto, a menudo salía al pasillo para matar el tiempo mientras escuchaba mis cintas de coreano. Cuando pensaba que los demás se habían dormido, volvía en silencio a la cama. A la mañana siguiente me decían admirados: «Señor Ishihara, duerme usted muy bien». Todos mis esfuerzos habían sido en vano.
El único beneficio que tuvo para mí el atentado es que me dejó tiempo libre para estudiar coreano. Mis ojos no andaban bien, pero la cabeza sí. De ahí que me centrase en la parte oral. Aprendí un refrán en ese idioma: «Quien recibe el golpe, duerme a pierna suelta. Quien golpea, duerme encogido». Es decir, la verdadera víctima no soy yo sino quien me dio el golpe. Seguramente una víctima en estado grave se enfadaría si le dijera algo así. Cada cual tiene su realidad y su forma de pensar, pero al margen de posibles malos entendidos, ese dicho expresa mi opinión más sincera. En un principio pensaba: «¡Cabrones!». Ahora lo veo con algo más de objetividad.
Hasta el día de hoy me he matado a trabajar y no he sido más que un simple empleado. Me gustaría replantearme el ritmo de mi vida. Durante este año he pensado mucho en qué será de mí a partir de ahora. De una forma involuntaria me dieron la oportunidad de contemplarme a mí mismo desde un ángulo distinto. Eso ha sido uno de los efectos secundarios inesperados y positivos del atentado.