«A menudo sueño que caigo desde una gran altura»

YASUHARU HASHINAKA (51)

El señor Hashinaka es originario de Kagoshima, al sur de la isla de Kyushu, y en la actualidad vive en Urawa, en la prefectura de Saitama, cerca de Tokio. Trabaja en el área de Kayabacho en una imprenta especializada en impresos generales, es decir, boletines internos, calendarios, folletos y cuadernos de gastos. Es una empresa mediana, con unos ciento treinta empleados.

Después de graduarse trabajó tres años en una siderúrgica de Osaka. Se encargaba de templar el acero y tuvo un accidente en una mano mientras manejaba una muela. Fue en ese momento cuando tomó conciencia del peligro que entrañaba ese trabajo. Un paisano suyo le recomendó que se fuera a trabajar con él a la empresa donde continúa hoy en día. Ya han pasado treinta años desde entonces y reconoce que aquélla fue una decisión que aún le alegra a pesar del tiempo transcurrido.

No tiene hijos. Vive sólo con su mujer. Antes solía beber casi dos litros de sake al día, pero desde que empezaron sus problemas con la tensión arterial se ha vuelto abstemio. Hace tiempo practicó el sumo, de ahí su cuerpo robusto. Sigue siendo un gran aficionado y no se pierde las transmisiones de la NHK, la televisión pública japonesa.

Cuando vivía en un distrito del norte, tardaba unos cuarenta y cinco minutos en ir al trabajo, pero actualmente tardo una hora y cuarto. La verdad es que ahora estoy un poco lejos. De casa a la estación de Urawa voy en autobús. Desde allí tomo el tren de cercanías hasta Ueno, y allí la línea Hibiya del metro hasta Kayabacho. De Urawa a Ueno, el tren va hasta los topes, hasta el extremo de que físicamente resulta doloroso subirse. Es imposible leer el periódico. En el metro sucede lo mismo. No hay forma de encontrar un sitio libre desde que salgo de casa hasta que llego a la oficina. Lo malo es que no sólo pasa por la mañana, sino que, de vuelta, raro es el día en el que puedo sentarme. ¿Si es duro el desplazamiento? Sí, pero lo cierto es que ya estoy acostumbrado.

Suelo tomar el tren de las 7:27 de la mañana en Urawa. Llego a tiempo porque me pongo dos despertadores. (Risas.) No, en serio, no me resulta tan duro madrugar. Aprovecho los días libres para dormir hasta tarde. Me quedo en casa tumbado, leo el periódico o veo la tele. Mi mujer se queja y dice que soy como un mueble viejo e inútil.

El 20 de marzo, el día del atentado, salí de casa algo más tarde que de costumbre. Perdí el autobús, lo que en tiempo se traduce en diez minutos de retraso. Aquel día cayó entre un domingo y la fiesta del equinoccio de primavera. Me imaginé que el tren iría más vacío de lo normal. Suelo salir de casa a las 7:03, pero lo hice a las 7:13. Unos minutos de nada que supusieron que me viera envuelto en el asunto del sarín.

De Ueno hasta Kodenmacho no hubo ningún problema. Sin embargo, cuando el tren se detuvo en esa estación, hicieron un comunicado por megafonía. No recuerdo bien lo que dijeron, creo que oí la palabra «Tsukiji» y «accidente por explosión». No lo tengo muy claro. Lo que sí recuerdo es que mencionaron que había heridos, por lo que el tren tenía que detenerse un rato en Koden macho.

El tren permaneció allí parado con las puertas abiertas. Un poco más tarde anunciaron que el tren quedaba fuera de servicio. Hasta ese momento había esperado dentro sin moverme. Calculo que fueron unos diez minutos. Todos los pasajeros que esperábamos dentro nos resignamos y salimos del tren. Aún no ocurría nada fuera de lo normal. Todo el mundo actuaba con normalidad.

Creo que fue un pasajero del tren anterior el que le dio una patada a la bolsa que contenía el gas sarín para sacarla al andén. Se quedó allí tirada junto a uno de los pilares. Yo viajaba en el tercer vagón, por lo que estaba cerca de la bolsa, a no más de cuatro metros de distancia. Obviamente, en ese momento no sabía nada de eso.

De Kodenmacho a Kayabacho sólo hay dos estaciones. Decidí caminar. Me dirigí a la salida. Una persona caminaba delante de mí sin dejar de temblar y tambalearse. Estaba junto a la pared donde se encuentran las máquinas expendedoras de billetes. Era un hombre y sujetaba una bolsa entre los brazos. Se desplomó hacia la izquierda.

En el lado contrario había otro hombre que gritó de una manera muy extraña. Era Eiji Wada. Me enteré más tarde de que había muerto. Su mujer estaba embarazada de nueve meses. Cerca de allí había alguien que no dejaba de gritar: «¡Una ambulancia! ¡Una ambulancia!». Pensé que la pedía para el hombre que se había desplomado, pero en realidad sujetaba al señor Wada y no dejaba de preguntarle: «¿Se encuentra usted bien?». El señor Wada daba la impresión de sufrir mucho, forcejeaba. La persona que lo atendía no era capaz de dominarlo. En el forcejeo chocó contra algo y perdió las gafas y la bolsa. Cerca de ellos había una mujer con el pelo largo agachada.

Al contemplar la escena me pregunté: «¿Qué está pasando aquí?». Caminé por el andén de la estación mientras observaba. Un tren entró en la estación.

¿Ocurrían cosas extrañas delante de usted y a pesar de todo no llegó a pensar que fuera algo extraordinario? ¿No le pareció que ocurría algo grave?

Había pasado poco tiempo desde el gran terremoto de Hanshin, de Kobe. Pensé que la gente estaba muy susceptible y se asustaba por cualquier cosa. Al haber anunciado un accidente causado por una explosión, me imaginé que se había desatado el pánico. El tren que acababa de entrar en la estación había estado detenido en el túnel entre Akihabara y Kodenmacho. Cuando el tren en el que yo viajaba se vació y salió de la estación, finalmente pudo entrar. En lugar de ir a pie a la oficina, lo mejor sería continuar en metro. Me subí al tren y anunciaron que también ése quedaba fuera de servicio. «¡Que fastidio! Otro que no funciona», me dije. Todo se oscurecía lentamente delante de mis ojos.

Suelo tener la tensión alta, así que voy periódicamente al médico para que me recete algo que me la baje. Siempre me repite: «Modera el alcohol, disminuye la cantidad de sal». También insiste en que haga todo lo posible por adelgazar, aunque por mucho que lo intente no lo consigo. (Risas.) Teniendo en cuenta mis antecedentes, me imaginé que era una repentina subida de tensión. «¡Maldición! La cosa se complica», me dije. Pasé el torniquete y salí de la estación agarrándome a los pasamanos. Caminé hacia la oficina, pero me dolía mucho la cabeza, moqueaba, tosía. Me encontraba en un estado lamentable. Me tambaleaba. Caminé doblado hacia delante hasta llegar a Ningyo-cho.

De camino vi a varias personas sentadas. Se cubrían la boca con pañuelos. Había ambulancias por todas partes. «¿Qué demonios pasa? ¿Qué ha ocurrido?», me pregunté inquieto. Como sabía lo de la explosión en Tsukiji, pensé que el humo había llegado hasta allí a pesar de que está bastante lejos.

Afortunadamente, en el cruce de Ningyo-cho apareció un taxi. Lo paré y me llevó a la oficina. Nada más llegar, una compañera me preguntó qué me ocurría. Estaba lívido. Le expliqué que no me sentía bien. Subí al segundo piso. Colgué el abrigo en el perchero. «Lo siento, pero no me encuentro nada bien. Me voy al hospital», le dije a mi jefe. Fui al de Kyobashi, a unos cinco minutos a pie desde la estación. Estaba hecho polvo. Me registré en la recepción y aguardé en la sala de espera. No dejaban de llegar personas que, como yo, habían empezado a sentirse mal en la estación de Kodenmacho.

Aún no habían dado ninguna noticia sobre el atentado. Nadie comprendía la verdadera dimensión de lo que pasaba. Yo mismo había dicho en la recepción que tenía la tensión alta, no pensaba que fuera ninguna otra cosa. Cada vez me sentía peor. Fui al baño y vomité. Por fin me examinó el médico. Me dieron una pastilla de esas que se disuelven en la boca. Dejaron que me tumbase un rato en una habitación vacía. Uno de los efectos que tuvo el sarín en mi caso fue el de dispararme la tensión, aunque no sé si les sucedió también a otras personas.

Después de saber que era una intoxicación por gas sarín, me dieron un medicamento para la contracción de las pupilas que me ayudaría también a recuperar el nivel de colinesterasa. La tensión me bajó de forma drástica en tan sólo dos horas. El dolor de cabeza continuó; aún moqueaba y los ojos me lloraban sin parar. Todo seguía oscuro.

Estuve tres días ingresado en el hospital. No lograba conciliar el sueño. Vi las noticias en la tele. Pensé: «¡Vaya! Ha sido un atentado realmente grave. Estoy vivo de puro milagro». Si uno deja que le asalten semejantes pensamientos, ya no es capaz de dormir. Mi sufrimiento fue más psicológico que físico.

El día después de recibir el alta en el hospital volví al trabajo. Sin embargo, el malestar en los ojos me duró mucho tiempo. De vez en cuando todo se me nublaba, como si me hubieran puesto un velo delante, como si entrara en una habitación llena de humo. Otra cosa que me sucede desde entonces es que se me cae la saliva con suma facilidad. Tengo que estar siempre atento.

A menudo sueño que caigo desde una gran altura. Nunca había soñado algo parecido. Me despierto de golpe. No llego a sentir miedo, pero al recuperar la conciencia me digo aliviado: «¡Ah! No ha sido más que un sueño». Mientras permanecí ingresado en el hospital tuve sueños en los que había mucha tensión. Fueron dos noches en las que soñé mucho: me veía a mí mismo caminando por un sendero que de repente desaparecía. Tenía que atravesar entonces un charco insignificante que un instante después se transformaba en un río enorme. No sé nadar. Me quedaba paralizado de miedo ante aquella imagen. Últimamente tengo la impresión de que sólo consigo soñar cosas incoherentes, aunque no sé si atribuirlo al gas sarín.

En mi empresa nos jubilamos a los sesenta años. Tengo pensado regresar a mi Kagoshima natal y vivir allí una vida tranquila. Mi mujer también es de allí, así que volveremos juntos a nuestro hogar. Nací en Ibusuki, un lugar maravilloso. No siento ningún apego por Tokio.