«El hombre que se encontraba a mi lado vomitaba sangre. Creo recordar haber visto sangre»

SHINKO HIRAYAMA (25)

La señorita Hirayama nació y se crió en el centro de Tokio, pero sus padres compraron una casa construida por la Corporación de la Vivienda en la prefectura de Saitama, adonde se mudaron cuando ella iba a secundaria y tenía catorce años. Una de las razones para mudarse fue que su abuela vivía cerca de allí. Tiene una hermana pequeña.

Al terminar la carrera entró a trabajar en una importante empresa que lamentablemente quebró tres años después por dificultades financieras. Un día llegó a la oficina y les dijeron a todos: «La verdad es que hemos quebrado». Ocurrió cuando menos se lo esperaba.

Estuvo tres meses sin trabajo. Como desde hacía algún tiempo le interesaban los problemas ambientales, al final consiguió un puesto en una empresa de reciclaje a través de un anuncio publicado en una revista llamada Torabayu. Es secretaria del director general, un puesto bien considerado con mucha más carga de trabajo de la que imaginamos.

Antes de cumplir un año en la empresa, se vio envuelta en el atentado. Sufrió una gran conmoción y físicamente quedó muy tocada, por lo que no pudo seguir con el trabajo. Tuvo que someterse a un tratamiento durante medio año, luchar contra las secuelas que le quedaron después de aquello.

A fecha de hoy casi se ha recuperado por completo. Trabaja por horas en una oficina gubernamental, participa en una organización ciudadana y en diversas actividades voluntarias. No es una mujer a la que le dé igual trabajar en cualquier cosa. Parece más feliz cuando se trata de algo en lo que puede desarrollar su propia iniciativa.

Me dio la impresión de ser una persona correcta, responsable e inteligente. Es fuerte, por lo que oculta el dolor que lleva en su interior. Dice que sólo desde hace poco tiempo se siente capaz de hablar de lo doloroso que le resultó estar así, aunque se impacienta cuando se da cuenta de que no es capaz de transmitirlo con exactitud.

En aquella época tomaba el metro en la estación X de la línea Tobu Isezaki hasta Kita-senju. Allí hacía transbordo a la línea Hibiya. Siempre iba tan lleno que me ahogaba, hasta el extremo de que me preocupaba la posibilidad de que alguien pudiera morir. He oído que alguien se fracturó una costilla en una ocasión. Lo he pensado muchas veces: «Me mudaré de aquí como sea». Creo que todo el mundo aguanta por pura resignación, pero en mi caso, si pudiera elegir, nunca viviría a lo largo de esta línea.

Por si fuera poco, a veces hay sobones. Últimamente las mujeres se han hecho más fuertes y ya no se callan. De repente se oye: «¡Ya basta!». Si me pasara a mí, haría lo mismo. Aunque no llegase a gritar, me quitaría la mano de encima, le pellizcaría. En cualquier caso, cuando está tan lleno todo el mundo va tan apurado que ni siquiera existe la posibilidad de meter mano a nadie. Lo único que queda es protegerse a uno mismo.

¿Va tan lleno que ni siquiera pueden actuar los sobones…?

Eso es. El mero hecho de desplazarte al trabajo ya es agotador. De Kita-senju a Akihabara, unos quince minutos de trayecto, es horroroso. En Akihabara se baja la mayoría de la gente y por fin se puede recuperar el aliento.

Desde aquel día no tengo muy claro el orden de mi memoria. Es como si mi cabeza estuviera perdida entre la niebla…

Me subí a un tren que pasó después del que llevaba el gas sarín. Sin embargo, uno de los pasajeros le había dado una patada al paquete que contenía el gas y lo había sacado al andén de la estación de Kodenmacho. La bolsa quedó cerca del lugar donde se detuvo el vagón en el que viajaba. Parece que por desgracia lo inhalé. Empecé a sentirme mal poco a poco.

Se produjo una persecución. Rodearon a un tipo y le preguntaron por qué había dado una patada a la bolsa: «¿La has dejado tú?». Hubo un amago de pelea, aunque debo reconocer que los detalles los leí en el periódico. Observé la escena. Un hombre corría. Lo perseguían otros dos. Me acordé tres meses después del atentado. Hasta entonces no fui capaz de recordar nada. En las entrevistas que tuvo la policía con los testigos fui incapaz de acordarme de nada. Fue la segunda vez cuando se lo conté: «Por cierto, he recordado una cosa…». Mi memoria de lo que pasó aquel día no tiene un orden cronológico, está muy fragmentada. Al menos ahora he logrado recuperarla.

En esa época estaba muy ocupada. Además de mi trabajo de secretaria tenía que hacerme cargo de mucho papeleo sobre asuntos privados del presidente. Era un verdadero lío, una situación realmente difícil en la que casi no era posible descansar un solo día. Sin embargo, aquella mañana pensé en no ir al trabajo. Cuando me levanté presentí algo malo, como si alguien me tirase de la manga. Quería moverme pero no lo conseguía. Mientras me lavaba la cara sentí mi cuerpo distinto.

No se lo había contado a nadie hasta ahora porque pensé que no me iban a creer. Se lo digo de verdad: se me apareció mi abuelo, que había muerto hacía tiempo. Merodeaba por la habitación a mi alrededor como si quisiera decirme: «No te vayas. No deberías ir». No podía moverme. Mi abuelo me quería mucho.

A pesar de todo, salí de casa como si desoyera su consejo. No podía faltar al trabajo, la responsabilidad me pesaba demasiado, tenía que ir. En aquel momento albergaba ciertas dudas sobre lo que hacía y creo que también un fuerte sentimiento de rechazo. Pero la experiencia de esa mañana fue algo diferente. Era una premonición muy mala.

Tardé en prepararme y llegué al metro más tarde de lo normal. Al final, resultó que aquello me salvó. Si hubiera llegado a la hora habitual, me habría subido al tren que llevaba el sarín. Siempre me monto en el tercer vagón y fue ahí exactamente donde liberaron el gas. Cuando me enteré más tarde, se me encogió el corazón.

Me acuerdo bien de la ropa que llevaba ese día: un abrigo y unas botas de ante. Debajo un jersey escocés y una falda gris. En la empresa no nos obligaban a vestir formalmente excepto los días que teníamos reunión.

Como ya le he explicado antes, inhalé el gas en la estación de Kodenmacho. Después de dejar la estación empecé a sentirme cada vez peor. Me apoyé en el pasamanos y cerré los ojos. Tenía náuseas. No quería vomitar pero no podía evitar las arcadas.

Empecé a sentir una especie de entumecimiento dentro de la cabeza. La palabra «brumosa» explica bien la sensación que tenía. Por mucho que quisiera pensar en algo, no lograba centrarme. En un principio lo atribuí a una anemia grave, a una hipoglucemia, algo así. A partir de ese punto la memoria me falla.

El tren fue directo hasta Hatchobori. Entre Kodenmacho y Hatchobori hay dos estaciones: Ningyomachi y Kayabacho. Cuando llegamos, sonó la alarma. De repente, el tren se detuvo. Yo iba apoyada en el pasamanos. Estaba abstraída en mi malestar. Quizás hubiera sido mejor bajarme antes, pero la verdad es que no se me ocurrió. Para colmo llegaba tarde. A pesar de que me sentía mal, no tenía más remedio que continuar.

Todos los asientos estaban ocupados. Me daba la sensación de que iba a quedarme sin fuerza en los músculos, pero no hasta el extremo de no poder estar de pie. Sentí como si un gran vacío me inundara la cabeza. El tren seguía parado en Hatchobori. Ya había pasado mucho tiempo. Salí al andén. Había un hombre tirado boca arriba en el suelo, con los brazos y las piernas extendidos en cruz. Parecía que hubiera sufrido un ataque al corazón. El personal sanitario le hacía un masaje cardiaco para tratar de reanimarlo. La gente se apiñaba alrededor.

Había una persona desmayada en el suelo, pero otras muchas estaban agachadas. Se oyó un anuncio: «Un pasajero ha derramado una sustancia. El tren queda detenido en esta estación hasta que finalicen los trabajos de limpieza». Poco después dijeron: «Rogamos a todos los pasajeros que evacuen de inmediato la estación. Las personas que no se encuentren mal, abandonen de inmediato el recinto de la estación».

En el tren aún había mucha gente sentada. En realidad pensábamos que se iba a poner en marcha enseguida. Llamé a la oficina desde la cabina que había en el andén. Tuve que hacer una larga cola. «El tren se ha parado. Por alguna razón me encuentro mal. Llegaré tarde.» Cuando colgué el teléfono, sentí como si inhalara un aire pesado. Tosí. La gente que estaba detrás de mí también tosía. Pensé: «¿Será por ese mal olor?». A partir de ese momento no pude moverme bien. Me dirigí a uno de los bancos del andén y me senté.

Los encargados de la estación decían: «Los que se sientan mal reúnanse, por favor, en el centro del andén». Como había mucha gente que parecía en estado grave, me daba vergüenza acercarme sólo por mi ligero malestar. No fui. Decidí moverme mientras fuera capaz. En el rato que descansé en el banco mi estado había empeorado. Me costaba mucho trabajo respirar con normalidad.

Al final cambié de idea y fui a donde estaban los encargados de la estación. A partir de ese momento me quedé paralizada. Uno de ellos me dijo que me sentara en una especie de plataforma que utilizan ellos para observar el andén. Casi no podía ni estar sentada. Me hundía poco a poco, hasta que no tuve más opción que tumbarme.

No llegué a perder el conocimiento en ningún momento, por eso la policía me llamó más adelante para preguntarme sobre lo ocurrido. No recuerdo nada de lo que les dije. Probablemente sólo me hicieron preguntas sencillas, mi nombre, mi dirección, cosas así.

La gente que se encontraba bien salió a la calle y en el andén nos quedamos trece personas. Todos tenían aspecto de asalariados excepto una mujer. Era la misma mujer que estaba justo detrás de mí, tosiendo, en la cola del teléfono. El hombre que se encontraba a mi lado vomitaba sangre. Creo recordar haber visto sangre…

Al principio nos tumbaron a todos en el suelo del andén. Poco después, los encargados sacaron varios asientos del tren y nos acostaron encima. Más tarde nos llevaron afuera. Creo que se dieron cuenta de que no podían dejarnos allí. Usaron los asientos a modo de camilla. Me parece que lo hicieron todo entre tres. Debíamos de pesar mucho sentados en los asientos. A pesar de todo cargaron con nosotros por la escalera y nos subieron. Cuando llegamos a la calle, extendieron un plástico en el suelo y nos dejaron allí con los asientos del tren incluidos. Sacaron mantas de una ambulancia y nos cubrieron con ellas. Yo tenía mucho frío, un frío fuera de lo normal. Los escalofríos me recorrían todo el cuerpo. Grité: «¡Tengo frío!». Gracias a eso me cubrieron con más mantas.

En la zona había un montón de ambulancias. Como es lógico, primero se llevaron a las víctimas más graves. Yo fui una de las últimas. De la estación de Hatchobori, en total llevaron a veinticinco personas al hospital.

No sabía lo que pasaba. Oí que un hombre que llevaba voluntariamente a las víctimas al hospital decía que era sarín. En la estación Tsukiji había tantas víctimas que las ambulancias no daban abasto. La gente que circulaba por la zona con sus coches particulares ayudó a llevarlas a los hospitales más próximos. Oí la conversación entre una víctima leve y el hombre al que me he referido antes: «Es por culpa del sarín». Pensé: «¿Qué? ¿Sarín?». Enseguida me vino a la mente el atentado de Matsumoto. Si se trataba de sarín, tenía que haber muerto mucha gente. «A lo mejor han sido los de Aum.» Había leído un reportaje en el periódico Yomiuri el día de Año Nuevo.

Perdí la noción del tiempo. Ni siquiera era capaz de levantar el brazo para mirar la hora. Cuando llegamos al Hospital de Medicina y Odontología de la Universidad de Tokio, vi un reloj y pensé: «¡Vaya! Ya son las once».

Más que dolor sentía mucho frío. No llegué a perder el conocimiento. Pensé que si lo perdía, no sería capaz de recuperarme. Si le digo que no sentí miedo o preocupación por lo que iba a pasar le mentiría, pero me había invadido la confusión. No llegué a pensar que mi vida corriese verdadero peligro. Tenía la cabeza tan embotada que gracias a eso no se me ocurrió.

Aquella noche en el hospital no pude dormir. Soñé que alguien venía a matarme. Era una habitación individual, pero me desperté en plena noche y me dio la sensación de que había una figura humana. Tenía mucho miedo. Si me quedaba adormilada, me despertaba enseguida. Me ocurría una y otra vez.

Mientras estuve ingresada me pusieron suero. No me sentía especialmente mal. Más bien al contrario. El entumecimiento de pies y manos había desaparecido. Al día siguiente me encontraba algo indispuesta, pero nada más. Estuve tres noches. Al cuarto día me dije a mí misma: «Ya estoy bien. No tengo secuelas». Me marché. El médico me dijo que mi nivel de colinesterasa se había recuperado. No tenía nada de que preocuparme. Sin embargo, en cuanto llegué a casa empeoré. Respiraba a duras penas. Me sentía fatal, hasta un extremo indescriptible. Duró una semana. Tenía náuseas, nada de apetito. La parte izquierda del cuerpo se me había dormido. No podía mover bien la mano, como si los nervios se me hubieran paralizado. No quiero decir que no pudiera moverla del todo, pero al principio era incapaz de sujetar algo. Tenía una fuerza de agarre de cuatro. Con el tiempo la recuperé hasta diez. De ahí ya no soy capaz de subir. Y no sólo es la mano, sino que va desde la cara hasta el pie. No puedo moverlos bien.

Volví varias veces al hospital donde estuve ingresada. Lo único que me decían era: «El valor numérico se ha recuperado. Está usted bien. Si se encuentra mal, será por el estómago». Me recetaron un medicamento gastrointestinal. Les pregunté por qué me sentía entumecida, pero no supieron qué contestar. Sólo abrían la boca para insistir en los valores numéricos.

No me hallaba en condiciones de trabajar. Lo dejé y durante medio año me quedé en casa. Los compañeros de trabajo me dijeron: «¿Por qué no esperas un tiempo a ver cómo evoluciona la situación? Además, tienes que hablar con el seguro porque es un accidente laboral». Yo sabía que si continuaba en el trabajo no haría más que molestarles. Lo dejé y me sometí al tratamiento en casa.

Durante medio año mi estado fue tal que si salía un día de casa, al siguiente estaba tan agotada que no podía moverme. En el mes de mayo una gripe insignificante se me complicó hasta el extremo de dejarme un mes postrada en cama. Tuve que acudir a diario durante una semana a una clínica cercana para que me pusieran suero.

Me hubiera gustado ir al hospital donde me atendieron y quejarme por la falta de atención teniendo en cuenta el estado en el que me encontraba, pero no tuve fuerzas para llegar hasta allí. Ahora, transcurrido un año y medio he mejorado bastante. Cuando estoy cansada aún se me entumecen los dedos del pie.

Sigo sin tener recuerdos claros de lo ocurrido antes y después del atentado. Es como si todo estuviera oculto por la niebla. A veces ni siquiera me acuerdo de lo que hacía en aquel momento. Tenía buena memoria, pero últimamente se me olvidan las cosas. Unos meses después fui a la oficina para recoger mis objetos personales y ni siquiera me acordé de lo que había ido a buscar.

Como ya le he dicho antes, sólo recuerdo cosas de manera fragmentada. En un momento dado me viene a la mente algo que pasó, como si las piezas del rompecabezas encajasen de repente. Tardé unos cuatro meses en recordar el esquema general. A partir de ese momento pude tener la cabeza más despejada.

Aún me duele la cabeza si estoy cansada. Se me nota inmediatamente. Trabajo por horas, pero si tengo una reunión, enseguida me duele. Me dura una o dos horas. Aguanto de pie si tengo que hacer algo, pero no para pensar. Cuando me encuentro mal no puedo hacer nada, no me queda más remedio que sentarme donde esté. Me pasa una o dos veces por semana. Al menos últimamente duermo bien. Antes tenía muchas pesadillas. Veía a gente a mi alrededor que vomitaba; otros estaban tumbados, algunos pedían auxilio a gritos. Se me reproducía el atentado una y otra vez. No era siempre igual, pero el esquema se repetía. Después del atentado mi cabeza estaba siempre embotada, no era capaz de pensar con claridad. Cuando al fin pude, me venció el miedo. Las pesadillas se repetían. No lograba dormir profundamente.

Perdí mucha vista. No quiero saber cuánta, por eso no he ido al oftalmólogo. No utilizo gafas ni lentillas pero me doy cuenta de que veo peor. Durante los tres meses siguientes al atentado si entraba en un lugar oscuro, no veía nada con el ojo izquierdo. En realidad, los problemas venían todos por ese ojo, aunque ya ha mejorado.

Sufrí muchas secuelas, pero nunca se lo conté a mi familia. Creo que nadie supo en realidad en qué estado me encontraba.

¿No le contó nada a su familia? ¿Por qué?

En realidad no podía hacerlo. Mi madre también estaba enferma. Aunque hubiera querido contarlo no habría podido. Tenía que soportar yo sola el peso de muchas cosas dolorosas. No tenía con quién hablar.

Por carácter, no soy capaz de hablar de todo lo que me ocurre con cualquiera. Eso no quiere decir que no sea una persona sociable. De hecho, tengo muchos amigos íntimos. Escucho sus preocupaciones, pero no me siento capaz de contarles mis cosas. Es mi forma de ser. Después del atentado fui consciente de que mis sentimientos son muy volubles. Si ocurre algo triste, no puedo contener las lágrimas. También me invade a veces una alegría inexplicable y, cuando me deprimo, me deprimo de verdad… Trato de descubrir la causa, pero en realidad no son más que cosas insignificantes y eso no me pasaba antes.

Desde octubre del año pasado trabajo por horas en una oficina gubernamental. En este momento, cuatro días por semana. De esa manera me queda libre un día laborable, lo que me da la oportunidad de descansar bien. Ya no tengo estrés como cuando trabajaba en la otra empresa.

Aparte del trabajo, me gustaría dedicar más tiempo a las actividades voluntarias. Participo en un movimiento civil contra la experimentación con seres vivos (ALIVE). Si las investigaciones se realizan bien, hay muchas que resultan innecesarias. En cualquier parte del mundo se hacen cosas sin sentido, se sacrifica animales por nada. Por ejemplo, cosen los parpados de los bebés de los monos para investigar cómo buscan el contacto con sus padres, cómo responden los ratones a las enfermedades mentales. Los fabricantes de cosméticos echan los productos en los ojos de los conejos para comprobar su irritabilidad… Si ve esas fotografías, se dará cuenta del horror que representa. Hace poco, el 22 de abril, el día de la Tierra, fui a repartir folletos.

Después del atentado le doy mucha más importancia a la vida, a los seres vivos.