«¿Qué hizo la policía hasta ese momento?»

MASAYUKI MIKAMI (30)

El señor Mikami trabaja en un concesionario de coches franceses, a cargo de la asistencia técnica. Empezó a trabajar en esa empresa hace un año y medio. Antes estaba empleado en un concesionario de coches alemanes. Después del atentado lo enviaron a Francia durante un mes para realizar un curso de formación. No hace falta decir que su pasión es meter mano a los coches.

A pesar de sus treinta años aún da una impresión de adolescente tardío. No parece una persona muy habladora. Charlamos delante de un café durante su descanso de mediodía, en una cafetería próxima a su trabajo. Sus respuestas eran despreocupadas. Sólo cuando criticaba a las autoridades por su imprevisión y deficiente respuesta en el atentado, se apreciaba tensión en su cara. Está casado y tiene un niño de dos años y medio. Vive en Saitama.

Sus principales aficiones son los coches y la música rock. Tiene su propia banda y los fines de semana ensayan en un estudio de alquiler. Los otros miembros de la banda son más jóvenes que él. «No hay mucha gente con más de treinta años que toque en una banda», asegura. Su grupo favorito es Rainbow. De vez en cuando tocan en vivo. No fuma, sólo bebe en ocasiones para acompañar a alguien, no apuesta dinero en nada. Reconoce que lo que le gusta es trabajar.

Salgo de casa por la mañana a las 7:15. Tomo la línea Keihin-Tohoku desde la estación de Nishi-kawaguchi hasta Ueno. Allí hago transbordo a la línea Hibiya para ir hasta Hirao. De casa al trabajo tardo aproximadamente una hora y cuarto.

Los trenes suelen ir muy llenos. Durante el desplazamiento no hago nada especial. Escucho música de vez en cuando. Llego al trabajo a las 8:30, media hora antes del inicio oficial de la jornada, que es a las 9. Voy siempre con margen de tiempo suficiente, nunca llego tarde.

Desde Ueno hasta Hirao me subo en el vagón delantero, en el primero o en el segundo, depende. Cualquiera de los dos. No recuerdo bien a cuál me subí aquel día. La policía me lo preguntó, pero no lo sé. El tren se detuvo y me vi obligado a llamar a un taxi para ir al trabajo. Tampoco recuerdo exactamente en qué estación me apeé, si fue en Kayabacho o Hatchobori.

El tren se detuvo después de que anunciaran que había ocurrido una explosión o algo así. Dijeron también que no sabían cuándo se iba a restituir el servicio. No me quedó más remedio que salir a toda prisa del metro y continuar en taxi. En la radio informaban de algún tipo de explosión.

Lo único anormal que vi fue a dos o tres personas tendidas en el andén. Pensé que se sentían mal por alguna razón y no le di más importancia. Los empleados de la estación se los llevaron en brazos. Pasé por delante, me dirigí a la salida y me subí al taxi. Tuve suerte porque al parecer después fue muy difícil encontrar uno libre. Llegué al trabajo antes de las nueve.

Físicamente no noté nada raro hasta llegar al trabajo. Empecé a verlo todo oscuro a mi alrededor, no me sentía bien, tenía náuseas. Mis compañeros encendieron la televisión. «¡Es un gas tóxico!», dijeron alarmados. Informaron de que uno de los síntomas que producía la inhalación del gas era un cuadro de pérdida de visión. En ese momento comprendí lo que me pasaba. Me recomendaron ir al médico y fui al hospital más cercano, el de Hirao.

Llegué a las 10:30. En ese momento ya había allí más de cien personas. Primero me hicieron análisis de sangre. Descubrieron que el nivel de colinesterasa era bajo y me ingresaron. No recuerdo bien en cuánto estaba, a sesenta o setenta. Al parecer, en condiciones normales debe rondar los ciento cuarenta. Me pusieron suero, pero ninguna inyección porque no tenían.

Estuve tres días ingresado en una habitación de cuatro para pacientes graves. Víctimas del sarín éramos otra persona y yo. Los otros dos tenían una enfermedad que no tenía nada que ver con el gas. Llamé a mi mujer para que viniera. No estaba especialmente preocupado. Sólo pensé que había tenido mala suerte. Aunque me explicaron que me había afectado el sarín, en realidad no sabía con exactitud a qué se referían.

El único síntoma que tuve fue el de que se me oscureció la visión. Mientras estaba tumbado me encontraba bien. Tenía apetito, comí como de costumbre. Cuando me dieron el alta, mi nivel de colinesterasa había recuperado los ciento veinte o ciento treinta, igual que antes del atentado, pero no estaba seguro de si veía bien o no porque me había acostumbrado a la oscuridad. No sufrí especialmente ni sentí dolor. Sólo cierto ahogo cuando caminaba rápido.

La semana después del atentado no fui al trabajo. Empecé a partir del siguiente lunes. Mis pupilas seguían contraídas, pero no me afectaba en mis tareas. Aparte de eso no tuve secuelas especiales, tampoco miedo a volver a viajar en metro. Lo que ocurre es que no está claro cuáles son las secuelas. Ésa es mi única inquietud.

No estaría mal que condenasen a los culpables a la pena de muerte, pero una vez muertos se acabó. En lugar de eso, me gustaría que asumieran su responsabilidad. Lo mismo les digo a las autoridades competentes. La verdad es que siento furia hacia los autores del crimen, pero por mucho que hablemos del tema no solucionaremos nada. Por supuesto que Aum es culpable y responsable, lo cual no exime de responsabilidad a todos los demás, a las autoridades, al país en general. Parece que todo el mundo se quedó de manos cruzadas sin hacer nada por evitar que creciera una organización como ésa, que planteaba muchos problemas. Quizá sea una forma equivocada de decirlo, pero hay locos en todas partes. El deber de un Estado, sin embargo, es mantener la seguridad pública ante las amenazas. Para eso pagamos impuestos. Y no solamente afecta a la policía. Parece que si no se obtiene un permiso del responsable de turno, no se puede declarar como peligrosa a una secta con personalidad jurídica. ¿No será que los amenazaron y por eso los dejaron seguir con sus cosas?

Si veo en la tele reportajes sobre el incidente de la familia Sakamoto o el de Matsumoto, me pregunto: «¿Qué hizo la policía hasta ese momento?». Más que rabia contra Aum, la siento contra todos los demás.