TOSHIO MATSUMOTO (44)
Al realizar las entrevistas que componen este libro, tuve que ver y escuchar a mucha gente. Inevitablemente llegó un momento en el que clasificaba a las personas por tipologías. Sin embargo, el señor Matsumoto no encajaba bien en ninguna de ellas. Eso no significa en absoluto que sea una persona rara, sino más bien que vive a su ritmo, como si de algún modo fuera ajeno al mundo. Sus respuestas y sus maneras le convierten en una persona inclasificable. En lugar de vivir o pensar acorde con los valores imperantes en la sociedad, se aprecia en él un carácter distinto, una filosofía de vida más personal y hasta cierto punto natural. No sé si será por eso, pero a pesar de haber sobrepasado ya los cuarenta y cinco años, aún se observan en él trazas del joven despreocupado que debió de ser.
Si no se hubiera visto implicado en el atentado, tal vez habría continuado con su vida de soltero sin más, con el mismo ritmo de siempre, confiado, tranquilo. Jugaría al golf con los amigos, bebería sake. Sin embargo, las graves secuelas que sufre han cambiado su vida considerablemente. «Lo más duro es que no tengo ánimo para nada», confiesa. Quizá lo más apropiado para comprender su estado sea decir que está más perdido por lo que le ha pasado que enfadado o triste…
Es comercial en una empresa de componentes para máquinas de control automático. En la universidad estudió electrotecnia y en realidad quería ser profesor de matemáticas. Por varias razones, sin embargo, entró a trabajar en la empresa donde continúa actualmente. A lo largo de nuestra charla pensé que cuadraba mejor con su carácter ser profesor que comercial. Es un hombre alto y corpulento.
Trabajé durante mucho tiempo en la oficina de Niigata y hace diez años me trasladaron de nuevo a la central de Tokio. Alquilé un apartamento de dos piezas en una urbanización de Matsubara. Un apartamiento corriente. Fui a una inmobiliaria y les pregunté: «¿No tendrían algo para este presupuesto?». Me hablaron de ése y lo elegí sin más. En realidad no me importaba dónde estuviera. Lo malo es que la oficina se encuentra en Gotanda y a la hora de la verdad es una distancia considerable. En total tardo una hora y media. Ya que tenía que hacer transbordo, podía haber elegido un lugar más cómodo, pero ya no hay remedio. Me decidí sin pensar en nada.
Estoy en el departamento de ventas y casi nunca hago horas extras. Antes sí, pero ya no. Eso se lo dejo a mis compañeros jóvenes. Normalmente, a las 18:30 me voy de la oficina. Aunque esté en ventas, en nuestro sector no hay muchas ocasiones de tomar algo después del trabajo. Vendemos piezas industriales bastante especiales, no tiene mucho que ver con gente corriente, nuestros clientes son fijos.
Mi principal afición es el golf. Suelo jugar una o dos veces al mes con los amigos del barrio. Nos conocemos de los bares de la urbanización. Me gusta el alcohol, sinceramente. Más que bastante, diría que bebo mucho. No suelo hacerlo en el centro de Tokio, sino después de volver a casa. Todos mis amigos son de mi generación, diez o quince años mayores como mucho. Desde que me mudé, amplié considerablemente mi círculo de amistades. Todos los veranos organizamos un viaje para jugar al golf y vamos casi veinte personas. No se me da muy bien. Tengo un par bajo cien a duras penas. El golf es un deporte muy caro y yo no me gasto gran cosa en los palos. Cada fin de semana que voy a jugar me puedo gastar unos cincuenta mil yenes. En eso lo incluyo todo, las copas que tomo con los amigos después de jugar, por ejemplo. Por eso no suelo jugar más de una vez al mes.
Nací en Yokohama y viví allí hasta que terminé la universidad. Matsubara no está nada mal, aunque es un lugar humilde. En verano, cuando llueve un poco más de lo normal, se inunda enseguida. Vine a vivir aquí sin conocer la zona. En caso contrario, probablemente no lo hubiera hecho. (Risas.) A estas alturas ya no me molesto en la posibilidad de mudarme. Si lo hiciera, tendría que encontrar nuevos amigos. Sé valorar esas cosas y me doy cuenta de que aquí estoy bien.
Salgo de casa aproximadamente a las 7:15. Camino hasta la estación de Matsubara, siete u ocho minutos. En Kita-senju cambio a la línea Hibiya y voy hasta Ningyomachi. Allí hago transbordo a la línea Toei hasta Gotanda. No desayuno en casa. Espero a llegar a Gotanda para comer udon o algo por el estilo. Me levanto, me lavo, me pongo el traje, cojo la cartera y salgo enseguida… ¿Le gustaría ver la cartera? Es la misma cartera que llevaba aquel día.
Sí, por favor. Parece que pesa mucho. ¿Siempre lleva este peso?
Sí, llevo muchas cosas. Un libro sobre electrónica para el trabajo, uno de lectura, etcétera. Cuando puedo, aprovecho para leer en el metro, aunque por la mañana es imposible porque va lleno. Últimamente estoy con El Tamuli de David Eddings, que más que ciencia ficción es una fantasía. Leo mucha novela policiaca, por ejemplo la serie Akakabu de Shunzo Waku. También tengo un billete falso de diez mil yenes. (Risas.) No, en realidad es una agenda y calculadora, ¿lo ve? Cuando voy a tomar algo, se lo enseño a las chicas. Se sorprenden y luego se ríen. Una forma tonta de romper el hielo. Llevo un paraguas, lotería para el próximo sorteo, medicinas y más medicinas. Después del atentado, mis amigos empezaron a preocuparse por mí y me recomendaron muchas medicinas. Fíjese en estas pastillas: «Recomendado por la asociación de ancianos». ¿Si tienen algún efecto? La verdad es que no lo sé.
También llevo el walkman con su libro de instrucciones. ¿Por qué? Porque en el caso de que algo no funcione no sé qué hacer. Me siento más tranquilo si lo llevo conmigo. Tengo una cinta con los valses de Johann Strauss. Me relaja escucharlos mientras regreso de la oficina. Pero por las mañanas no lo escucho. Si lo hago desde por la mañana, mi cabeza deja de funcionar y no me concentro en el trabajo. Qué más… Ah, sí. Tengo bolígrafos, la agenda, el abono del metro, pañuelos, cosas así.
El día del atentado estaba junto a la puerta del tercer vagón, como siempre. Cuando llegamos a Akihabara, noté un olor extraño. Bajaron muchos pasajeros. Miré al suelo y vi una bolsa. Estaba envuelta en un periódico y tenía más o menos un tamaño así (lo muestra con las manos). Pensé que era la causa del olor. Quería darle una patada para sacarlo de allí. Pero antes de poder hacerlo subieron muchos pasajeros y no fui capaz. No quedó más remedio que seguir con aquella cosa hasta la estación de Kodenmacho. Me pareció algo peligroso porque olía a disolvente. El líquido rezumaba a través del periódico, parecía parafina, como la que se usa en los mecheros Zippo. Me imaginé algo explosivo. Pensé que había peligro de que se quemara algo.
Todo el mundo se quejaba: «Huele mal». Después de Akihabara el líquido se desparramó aún más. Tenía intención de dar una patada al paquete para sacarlo de allí, pero lo hizo una persona que estaba a mi lado. Comenté con aquella persona: «Huele muy mal. Cuando lleguemos a Kodenmacho le damos una patada para sacarlo de aquí». Tenía más o menos la misma edad que yo. Era un poco más bajo. No recuerdo bien su cara.
Cuando salimos de Kodenmacho, empezamos a toser sin parar. Todo el mundo dijo al unísono: «Abran la ventana, por favor». En el suelo del tren se había formado un charco. Lo pisé sin querer. El tren iba tan lleno que cada vez que se movía lo pisaba sin remedio. No. No pisé el paquete, sólo el líquido. Me hubiera gustado cambiarme de vagón en Kodenmacho, pero no tuve tiempo y sólo pude moverme hasta una puerta trasera. Es decir, salí al andén y volví a salir al mismo tren por la puerta de atrás. No tuve posibilidad de entrar en otro vagón.
Cuando hice transbordo a la línea Toei en Ningyo-cho, estaba muy oscuro. Pensé que era cosa del tren, pero me di cuenta de que había gente leyendo el periódico. Debían ser mis ojos. En la línea Toei, entre la estación Ningyo-cho y Gotanda, hay nueve estaciones. En todo ese tiempo no me sentí nada raro. Sólo estaba ligeramente oscuro.
Llegué a la oficina y noté algo en la garganta. Fui al baño, me lavé los ojos e hice gárgaras. Tenía la garganta irritada. No tosía, no notaba nada especial. Había varios compañeros que cada vez se sentían peor. Habían inhalado el sarín adherido a mi ropa. Los síntomas se manifestaron en ellos antes que en mí. Su vista también se había oscurecido.
Fui al hospital después de escuchar las noticias en la radio del coche. Iba a ver a un cliente y de camino paré en Toranomon para comprar unos daifuku. Me acordé de que le gustaban mucho esos dulces y allí hacían unos muy buenos. En la radio se había armado un buen lío a causa del sarín. Pensé que tenía un problema considerable. Volví a la oficina y de allí me dirigí al Hospital Kanto Teishin. Si hubiera salido a la autopista, seguramente habría sufrido un accidente. Unos compañeros vinieron al hospital conmigo. Estuve una noche ingresado. Algunos de mis compañeros estuvieron dos. Sin duda se me había impregnado en los zapatos una buena cantidad de gas sarín.
Cuando salí del hospital, no me encontraba especialmente mal, aunque no había recuperado del todo la vista. Volví al trabajo después del puente a pesar de sentirme débil. No podía conducir. La oscuridad que veía a mi alrededor duró unas dos semanas.
Una semana después del atentado aparecieron otros síntomas. No era capaz de dormir por la noche. En cuanto cerraba los ojos me despertaba enseguida. Tenía un sueño muy poco profundo. Me daban las cuatro de la mañana y, cuando ya estaba rendido, al fin podía conciliar el sueño. Amanecía y no podía despertarme. Poco a poco fui acumulando sueño atrasado. Fue terrible porque duró varios meses.
Por la mañana me despertaba derrotado, sin ganas de nada. Se suele decir que a las personas hipotensas les cuesta despertarse. Creo que fue algo parecido. Abría los ojos, pero no podía levantarme. No era capaz de pensar algo tan simple como: «Tengo que esforzarme y ponerme en marcha». Simplemente no podía. Me quedaba tumbado, inmóvil. Al cabo de un rato, al fin era capaz de levantarme a duras penas. Por esa razón llegué muchas veces tarde al trabajo, en ocasiones pasado el mediodía.
No me sirvió de nada ir al hospital. Lo único que hacían era darme unas pastillas. Si me dolía la cabeza, pastilla para el dolor de cabeza. Si me dolía el estómago, pastilla para el estómago. En resumen, sólo tratamientos paliativos. Para eso hubiera hecho mejor en ir a la farmacia y comprar un analgésico cualquiera. Estoy convencido de que los médicos no sabían qué hacer y por eso se me quitaron las ganas de acudir al hospital.
Una semana después del atentado fui a jugar al golf, pero me encontraba tan mal que no sabía lo que hacía. A mitad de partida lo dejé y les dije a mis amigos: «Lo dejo, no me encuentro bien». Es una especie de desfallecimiento que aún me afecta a pesar de que ya ha pasado un año y cuatro meses. Me canso con suma facilidad. Hago cualquier cosa y me quedo exhausto. Pero al menos cuando me levanto por la mañana me encuentro mucho mejor que antes, lo cual no quiere decir que esté bien o libre de momentos delicados como me pasó entre los meses de mayo y julio pasados. Es muy duro y doloroso.
Los fines de semana dejé de hacer cosas por puro cansancio. No quería salir de casa. Mis amigos me llamaban para que fuera a jugar al golf, pero me sentía incapaz. Prefería quedarme sin hacer nada. Dejé el alcohol durante una temporada. Empecé a sentirme raro cuando bebía. Me tomaba una cerveza, por ejemplo, y el corazón se me aceleraba. No me sabía bien. Empecé a beber otra vez a partir del verano, aunque no como antes.
Se me olvidan las cosas con mucha facilidad. Me siento como un anciano que chochea. He mejorado un poco, pero de pronto se me olvida lo que estoy diciendo. Es como si hubiera envejecido quince años de golpe. Puede que mejore un poco con el tiempo, pero no creo que llegue a recuperarme como antes. No me voy a recuperar por completo. Intuyo que va a ser así.
Lo que más me preocupa es que no sé calibrar los síntomas ni su alcance. Durante el cambio de estaciones estoy extremadamente débil. Llega un punto en el que no sé discernir si se trata de un resfriado o no. Tampoco puedo explicarlo en detalle cuando voy al hospital. Es como si mi cuerpo fuera el de una persona diez años mayor que yo. Cuando juego al golf, por ejemplo, me entiendo mejor con jugadores diez o quince años mayores que yo. El cansancio nos afecta de la misma manera. Me acuerdo de que cuando antes se quejaban y decían: «¡Ay, qué cansado estoy!», yo les decía que no se preocupasen, que yo conduciría de vuelta a casa. Ahora, sin embargo, estoy tan cansado que ni siquiera soy capaz de conducir. De joven podía jugar tres o cuatro días seguidos; ahora, dos como mucho. Otra cosa extraña es que ya no puedo comer caballa. Me gustaba mucho, pero, por alguna razón, después del incidente me produce alergia. También noto que he perdido mucha vista, aunque quizá sea por culpa de la edad. Parece ser que tengo presbicia.
Si me pongo a pensar uno por uno en todos los síntomas, me enfurezco. Prefiero no darle demasiadas vueltas. Me ha llegado a afectar en el trabajo y eso es grave… Durante todo el año pasado, por ejemplo, no pude hacer gran cosa. Soy comercial, así que tengo que pensar en plazos de medio año, un año, o incluso más. Honestamente le digo que no soy capaz de pensar en un futuro tan lejano. No tengo la energía suficiente para ese tipo de previsiones. No tengo la agilidad mental. El año pasado, al menos, fue especialmente grave. No sólo me ocurrió en el trabajo, también en mi tiempo libre. No tenía ánimo para nada. Mis compañeros parecieron comprenderlo y durante todo ese tiempo me trataron con paciencia. Sin embargo, soy un empleado como cualquier otro. Me exigen lo mismo que a los demás y no me queda más remedio que responder. Todo el rato pienso: «Debo animarme».
Respecto a ese Asahara, lo mejor es que lo juzguen rápido y lo condenen a la pena de muerte. Me parece inútil que se alarguen los procesos judiciales con este tipo de cosas.