KOICHIRO MAKITA (34)
El señor Makita trabaja en la industria del cine. Cuando era estudiante tenía su propia banda y su intención era dedicarse a la música, aunque finalmente terminó en el mundo audiovisual. De 1988 a 1994 tuvo su propia productora y produjo películas independientes, pero cuando llegó la crisis, se vio obligado a abandonar su proyecto y empezó a trabajar para la empresa en la que está actualmente. Es responsable del desarrollo visual para software de videojuegos.
Al escribir este libro me impuse a mí mismo una regla: no entrevistar a nadie en más de una ocasión. Sin embargo, con el señor Makita hice una excepción. La grabadora dio problemas y no pude escuchar bien la conversación. Tuve que molestarle de nuevo para pedirle una nueva entrevista con el fin de aclarar algunos detalles. Ese contratiempo debió de ser una especie de señal, ya que en la segunda ocasión nuestra charla fue notablemente más extensa y profunda.
No se mostraba reacio a hablar, pero tampoco es el tipo de persona que habla de sí mismo motu proprio. Sus respuestas se encuadraban por lo general en los límites de las preguntas formuladas. No me gusta husmear en la vida de los demás, por lo que no me resultó fácil preguntarle por las consecuencias que tuvo el atentado para su familia. Más tarde llegaría a arrepentirme de mis reticencias. La mayor parte de lo que me contó no puedo publicarlo dadas sus circunstancias personales. En cualquier caso, creo que fue una suerte poder encontrarme con él una segunda vez.
Para ir al trabajo tomo la línea Hibiya. Va siempre hasta arriba de gente, sobre todo en la estación de Kita-senju, donde hay muchas conexiones y transbordos. Debido a unas obras de reparación han limitado el espacio disponible del andén y es realmente peligroso. Un empujón de nada y puedes caer a las vías con suma facilidad.
Cuando digo que la estación está atestada, me refiero, por ejemplo, a que en una ocasión subí a un tren y el torrente de gente me engulló. Mi maletín quedó atrapado entre la multitud y tuve que sujetarlo con todas mis fuerzas. Al final no me quedó más remedio que decidir entre perderlo o romperme el brazo. Simplemente desapareció entre la masa. Pensé que nunca volvería a verlo. (Risas.) Tuve que esperar a que se despejara un poco para recuperarlo. Al menos han puesto aire acondicionado. Antes los veranos eran insoportables.
En Akihabara se baja mucha gente. A partir de ahí la cosa se despeja, se puede respirar y queda algo de espacio libre. En Kodenmacho la gente ya no te aplasta y en Kayabacho puedes incluso encontrar un asiento libre. Después de Ginza queda espacio suficiente para leer una revista.
Mi mujer y yo tenemos una hija de cuatro años. Llevamos cinco años casados. Vivimos en un apartamento alquilado en la misma zona donde viví con mi familia de pequeño. Cuando aún estaba en la universidad murieron mis padres; después mi hermano. Uno detrás de otro. Ahora tengo mi propia familia y somos como los sucesores en este lugar. Es en una zona residencial, un apartamento pequeño en la parte más modesta, pero al menos tiene todas las comodidades.
Al ser una zona residencial no plantea inconvenientes para vivir. La única pega es que nos resulta demasiado pequeño. Esos apartamentos se construyeron hace casi treinta años. Tiene dos habitaciones de seis tatamis y una cocina de cuatro y medio. El alquiler sigue siendo barato, aunque antes el precio era mucho más razonable. Durante la burbuja subió cada dos años.
De joven quería ser músico. Tocaba con un grupo en la universidad y seguimos juntos tres años después de acabar. Éramos amateurs y nos dedicábamos a la música tecno. Me gustaría retomarlo, la verdad. Mi principal problema es que no tengo sitio donde guardar los instrumentos.
Nada más acabar la universidad me convertí en el típico asalariado, pero eso no era para mí. No podía soportar el ambiente de la oficina. Trabajaba para una empresa de ordenadores. Lo odiaba. Estaba siempre ocupado, nunca tenía un minuto libre. Soy de letras, aunque en el instituto hice un curso de programación. Gracias a eso entré a trabajar como ingeniero de sistemas. En aquella época los ordenadores no estaban tan extendidos y la gente normal no los usaba a diario. No paraba y casi nunca podía disfrutar de un día libre. Hacía horas extras, me pasaba noches en vela y trabajaba incluso sábados y domingos. Para colmo no podía hacer lo que me hubiera gustado. Con ese tipo de vida no iba a ninguna parte, así que al año y medio lo dejé.
Al poco tiempo encontré un trabajo en una empresa audiovisual que quebró unos años más tarde. Fue entonces cuando me decidí a montar mi propio negocio. En realidad nunca quise ser autónomo, pero no me quedó más remedio por una cuestión de impuestos. En la mejor época fuimos tres, luego, cuando la economía empeoró y bajó el volumen de trabajo, me quedé yo solo.
El 20 de marzo era lunes. Si le digo la verdad, duermo mucho los sábados y los domingos. Por culpa de eso tengo los horarios muy desorganizados. Es decir, que me acuesto muy tarde el viernes por la noche y me levanto el sábado a las cuatro o cinco de la tarde. El domingo es parecido. Suelo ir a la oficina por la tarde y muchas veces empalmo con el lunes sin volver a casa a dormir. Últimamente no lo hago tanto, unas dos veces al mes.
A diario no duermo más de cinco horas y aprovecho los fines de semana para recuperarme. Tenemos mucho trabajo. Hasta las seis y media de la tarde se considera jornada normal; y, a partir de ahí, horas extras. Si sumo las horas que trabajo en mis días libres, me salen más de cien al mes. Los compañeros que más trabajan superan las trescientas. Todos los empleados son jóvenes y trabajan mucho, pero para rendir hay que descansar bien el fin de semana.
Fui temprano a trabajar porque tenía una cita con mi jefe. Si hubiera dejado pasar varios trenes en la estación de Kita-senju podría haber encontrado un sitio libre, pero ya iba con quince minutos de retraso, así que me subí al primero que pasó. Vayas de pie o sentado, estás apretado como una sardina. En realidad, encontrar asiento no resuelve nada. Aquel día el tren iba lleno. Los lunes son los peores días.
Me subo siempre por la puerta trasera del cuarto vagón. Los horarios no cambian, así que suelo ver las mismas caras. Aquel día, sin embargo, tomé un tren distinto y no reconocí a nadie. Me acuerdo bien de la impresión que me produjo, de cómo las cosas me parecieron ligeramente distintas. No hubo forma de encontrar un sitio hasta Tsukiji, lo cual era muy raro. En general siempre se queda algo libre nada más pasar Kayabacho… Cuando al fin logré sentarme, escuché un anuncio por megafonía: «Un pasajero se ha desmayado. El tren hará una breve parada en la próxima estación para prestarle primeros auxilios». Esperé sentado. Poco después hubo otro anuncio: «Tres pasajeros se han desmayado».
En el andén se había formado una muralla de gente. El suceso tuvo lugar en el vagón delantero, donde estaba el paquete con el gas sarín, aunque en ese momento no lo sabía. Me preguntaba qué estaría pasando. Asomé la cabeza, pero no vi nada. Un hombre de mediana edad vino en nuestra dirección. Gritaba: «¡Sarín! ¡Sarín!».
¿Había una persona que ya hablaba de sarín en ese momento?
Sí. Lo recuerdo perfectamente, pero entonces me lo tomé como la bobada de un borracho. Cuando lo oyeron, varias personas que había cerca de mí se levantaron sin darse especial prisa. No corrían para tratar de escapar, nada de eso.
Hubo un nuevo anuncio: «Se ha detectado gas venenoso. Es peligroso permanecer en los túneles del metro. Por su seguridad, les rogamos que se dirijan a la calle». Todo el mundo se puso en pie y salió del tren. Aún no había cundido el pánico. Caminábamos más rápido de lo normal, eso sí, pero nadie empujaba a nadie. Había quien se tapaba la boca con un pañuelo, otros tosían. Nada más.
El viento circulaba desde la parte trasera de la estación hasta la delantera, por eso pensé que me hallaba fuera de peligro, que el problema estaba en el primer vagón, donde la gente se veía expuesta al viento. La salida quedaba protegida al estar situada en la cola del tren. Sentí un cosquilleo en la garganta, como cuando te anestesia el dentista y se te duerme la parte de atrás de la boca. Algo así. Para ser sincero, estaba asustado. Me di cuenta de que podía haber inhalado una dosis mortal de gas. Era sarín, algo serio. Sabía lo que había pasado en Matsumoto: lo inhalas y te mueres.
Me dirigí hacia las escaleras. Quería fumar un cigarro nada más salir a la calle, pero apenas podía llenar de aire los pulmones. Empecé a toser sin control. Fui consciente de que había respirado gas. «Lo mejor es que llame a la oficina», pensé. Había dos cabinas fuera de la estación, pero en ambas se habían formado dos largas colas de gente que esperaban su turno para llamar. Aún no era la hora, pero le dije a la chica que me respondió al teléfono: «Ha habido un ataque terrorista. Llegaré tarde».
En cuanto colgué vi a un montón de gente agachada en el suelo. Docenas de personas. Algunos parecían inconscientes, a otros los sacaban a rastras por las escaleras. Un momento antes sólo había unos cuantos, pero apenas quince o veinte minutos después se había formado un gran tumulto, aunque todavía no parecía el escenario de guerra que más tarde mostraría la televisión.
Había un policía que preguntaba a todo el mundo: «¿Ha visto alguien a la persona que ha colocado el paquete?». Llegó una ambulancia. Aún no habían clausurado la entrada a la estación y seguía entrando gente para curiosear. Recuerdo que pensé: «¿Qué hacen? Es muy peligroso». Finalmente apareció un encargado de la estación y clausuró la entrada.
Sabía que había inhalado gas venenoso, estaba muy preocupado, pero dudaba si marcharme o quedarme. Decidí que lo mejor sería esperar a que me examinasen. Si me empeñaba en llegar puntual al trabajo, podría tener serios problemas. No quería desmayarme a mitad de camino. Al menos aún podía caminar, no como mucha gente a la que ya se habían llevado. No debía de estar tan mal. El equipo de primeros auxilios dijo que todos los que se sentían mal subieran a las ambulancias. Yo no lo hice. Pensaba que estaba bien.
Caminé hasta la estación de Shintomicho. Allí tomé la línea Yurakucho para ir a la oficina. Nada más llegar me llamó el director ejecutivo. Me preguntó si todo iba bien. Le expliqué la situación y él me respondió: «Dicen que ha sido gas sarín. Lo mejor es que vaya al hospital cuanto antes para hacerse pruebas».
El hospital estaba cerca. Lo cierto es que había empezado a verlo todo oscuro cuando entré en la estación de Shintomicho, pero en un principio lo atribuí al resplandor del sol. Más tarde me enteré de que era un efecto del sarín. El cosquilleo de la garganta había desaparecido. Ya podía fumar, pero antes quería que me examinaran. Me dijeron que allí no podían realizar las pruebas específicas del gas sarín. Los médicos no habían visto las noticias, no tenían la más mínima idea de lo que pasaba. Eso fue sobre las 10:30. Nunca habían hecho pruebas para detectar envenenamiento por gas sarín y no sabían cómo manejar la situación. Me hicieron esperar durante una hora para decirme al final: «Es algo parecido a un pesticida, así que lo mejor es que beba mucha agua para tratar de eliminarlo de su sistema. De momento está usted bien». «De momento estoy bien», pensé. Me fui a la recepción a pagar la factura. Una enfermera que había visto las noticias por televisión se acercó a mí: «Aquí no podemos tratarle. En la tele han dicho que tienen que dirigirse al Hospital San Lucas, donde disponen del tratamiento adecuado y pueden examinarle como es debido. Lo mejor es que le pregunte a la policía».
Seguía indeciso. Fui al puesto de policía que había justo enfrente del hospital. Le pregunté al oficial de guardia a qué hospital debía dirigirme. Al verme, debió de pensar que estaba grave y llamó de inmediato a una ambulancia. Me llevaron a un hospital que se encontraba a unos veinte minutos.
Como les habían avisado de que el mío era un caso grave, me esperaban tres médicos en la entrada de urgencias. Me dio vergüenza, porque en realidad sólo padecía ligeros síntomas. «Está usted bien. Si no se presentan más complicaciones, no hay problema», concluyeron. No me pusieron ninguna vía, no me dieron medicinas. Volví a la normalidad. Mis pupilas no estaban muy contraídas.
Por alguna razón la policía sospechó que yo era uno de los autores materiales del atentado. Vinieron dos agentes a casa para interrogarme. Uno de ellos me miró a los ojos y me preguntó: «¿Ha tenido usted el pelo siempre así?». Cuando se calmó el tumulto de las primeras horas, comenzaron las investigaciones. Habían hecho dos retratos robot y yo me parecía bastante a uno de ellos. «¿Ha visto a alguien parecido en el vagón?» Respondí que no. No lo había visto. A pesar de todo, tenía la impresión de que sospechaban de mí. Según me explicaron, era más que probable que los autores del crimen también se hubieran envenenado y no les hubiera quedado más remedio que acudir a un hospital para recibir tratamiento.
Dos o tres semanas después sonó el teléfono: «¿El señor Makita?», preguntó una voz. «Es la policía. Pasaremos a buscarle si ya está en casa.» Querían llevarme a la comisaría para tomarme declaración. Se me ocurrió que había estado todo el tiempo bajo vigilancia. Era probable incluso que me hubieran seguido. Aún no habían encontrado la conexión con Aum y todo el mundo estaba bajo sospecha.
Más que odio hacia los miembros de Aum siento repugnancia. Desprecio a la gente que se niega a ver los peligros que representan esa clase de cultos y me provocan un especial rechazo los que se ocupan de captar nuevos adeptos.
Cuando estaba en la universidad, perdí a mis padres y a mi hermano menor en el transcurso de tres años. Mi padre había pasado mucho tiempo en distintos hospitales. Su muerte no fue una sorpresa, pero mi madre tan sólo tenía un soplo de corazón; la ingresaron para dejarla en observación y murió dos días después. Ni siquiera llegaron a operarla. Me quedé atónito. En ningún momento pensé que pudiera morir, porque creía que sólo se trataba de asma. Mi hermano falleció después en un accidente. A partir de ese momento no pude dejar de pensar en lo cerca que estamos siempre de la muerte. Mi turno era el siguiente. No hacía más que dormir, doce horas seguidas. Cuando duermes tantas horas, el sueño es poco profundo. Soñaba mucho. Al menos así lograba recuperar el ánimo. Desde entonces duermo muchas horas. A la gente cercana les digo que soy hijo único. No es que quiera ocultar mi historia personal, pero me resulta muy doloroso recordarla y, además, cuando lo cuento se crea una atmósfera muy sombría.
En aquella época se me acercó un tipo de una de esas religiones. Era una especie de reclutador. «Esas desgracias se repiten sin cesar. Ahora tienes la oportunidad de cambiar tu destino. ¿No aceptarías esta clase de fe…?» Fue de muy mal gusto por su parte. Quizá por eso me siento tan lejos de ese tipo de creencias.