KENICHI YAMAZAKI (25)
El señor Yamazaki no es otro que el joven al que el señor Ichiba encontró casi inconsciente frente a la estación de Shibuya. No resultó sencillo dar con él, pero gracias a varias pistas que surgieron en el transcurso de estas entrevistas, al final pudimos localizarlo.
Casualmente estudió en el mismo instituto de Kioto que uno de los máximos responsables de Aum, Yosihiro Inoue. Cuando vio en televisión la cara de su antiguo compañero de clase, lo reconoció de inmediato: «¡Eh! ¡Ése es Inoue!». Nunca fueron amigos y después de hablar con él queda claro por qué. Al señor Yamazaki le gustan el snowboard, el baloncesto, los coches rápidos (aunque asegura que se ha tranquilizado mucho últimamente), es un hombre con aspecto de deportista. Nada que ver con el oscuro e introspectivo Yosihiro Inoue. Desde la primera vez que se topó con él en el autobús del colegio pensó: «Éste no va a ser amigo mío. Ni siquiera me voy a molestar en hablar con él». Diez años después de aquel primer encuentro iba a tener en el lejano metro de Tokio la desagradable y terrible confirmación de su primera y negativa impresión. Son extraños los reencuentros que se producen en la vida.
El señor Yamazaki se confiesa un esquiador entregado. No importa lo ocupado que esté, siempre encuentra un hueco en invierno para ir con su novia a esquiar como mínimo una vez por semana. Asegura que lo único bueno que tuvo el atentado fue unirlos aún más. Ya no discute con ella por insignificancias y ha dejado de conducir rápido. Fue una experiencia que le obligó a madurar.
Siente curiosidad por saber qué ha sido de Yosihiro Inoue. Vive con sus padres y su hermana pequeña en Shin Urayasu, al este de la bahía de Tokio.
Tuve muchas dificultades para encontrar trabajo después de terminar la universidad. En todas las empresas que visité me dijeron lo mismo: no. La única opción era tacharlas de la lista. Quería trabajar en diseño de moda, pero los grandes fabricantes no contrataban a nadie, así que decidí probar en otros campos, en arquitectura, telecomunicaciones, cualquier cosa siempre y cuando no tuviera nada que ver con alimentación. Al final, me encontré con las manos vacías. Fue el año en el que estalló la burbuja.
Por casualidad conseguí trabajo en una industria textil donde estuve hasta el mes de marzo. Lo dejé porque en ningún momento tuve la impresión de estar dando lo mejor de mí. Quería trabajar en un lugar donde me sintiera más apreciado.
Se lo expliqué a mi novia y ella también decidió dejar su empleo. Fue así como empezamos a trabajar juntos en la empresa de su padre. La empresa es pequeña, apenas quince empleados. Fabricamos corbatas bajo licencia de una marca italiana y las vendemos en tres tiendas de nuestra propiedad en Tokio. Ahora estoy en ventas. Me gusta, la verdad. Merece la pena trabajar en un negocio así, es algo totalmente familiar. Cuando empecé, tuve que ir a cenar con el presidente. Me preguntó: «¿Tienes pensado casarte con mi hija?». Tenía previsto pedir su mano tan pronto como me hubiera hecho un hueco en la empresa. Reconozco que no me esperaba aquel ataque por sorpresa. «Por supuesto, señor», le contesté, «me casaré con ella mañana mismo.» Y así fue más o menos. «Bueno, bueno. No tengas tanta prisa. No dudo que eres la persona oportuna para nuestra empresa.»
Cuando trabajaba en la empresa anterior, tomaba la línea Keiyo desde Shin-urayasu hasta Hatchobori y desde allí la línea Hibiya hasta Hirao. Salía de casa a las ocho de la mañana para llegar a la oficina a las nueve. No había forma de sentarse, pero los trenes, al menos, no iban tan llenos para convertir el desplazamiento en un sufrimiento. Siempre me ha gustado leer libros que me resultan útiles para el trabajo, aunque sea de pie. Ahora, por ejemplo, estoy leyendo uno que se titula Una gran revolución en el mundo del cerebro, de Shigeo Haruyama. Por la noche, de vuelta en casa, estoy tan agotado que no me apetece leer nada. Aprovecho los ratos que tengo que ir a visitar a los clientes. De esa manera, los desplazamientos en metro no son una simple pérdida de tiempo.
Alrededor del 20 de marzo, el día del atentado… Bueno, déjeme que lo piense. ¿Si estábamos muy liados en ese momento? Un segundo, por favor. Aún conservo la agenda. (Se va a su habitación para buscarla.) Sí. Parece que estábamos muy liados. Íbamos a abrir varias tiendas y volvía muy tarde a casa, entre las once y las doce de la noche. ¡Ah, sí! También iba a la autoescuela.
¿No tenía carnet?
Me lo habían quitado y trataba de sacarme uno nuevo. Me multaron en tres ocasiones por exceso de velocidad, dos de ellas en Hokkaido. Cuando te quitan el carnet no tienes otra opción que volver a la autoescuela y empezar de nuevo.
La mañana del 20 de marzo salí de casa media hora antes de lo normal. Los lunes hay que actualizar las ventas del fin de semana. También nos reunimos, así que tengo que llegar al trabajo a las 8:30 como muy tarde. Por eso me pilló de lleno el asunto del gas sarín. De no haber sido lunes me habría librado.
Aquella mañana estaba algo desorientado. Siempre me pasa lo mismo después del fin de semana. Había trabajado el domingo por la tarde. Fui a un centro comercial de Machida para hablar con el personal de ventas y decidir la estrategia comercial para los próximos días. También teníamos que cambiar los escaparates. Son cosas que sólo se pueden hacer cuando la tienda está cerrada. En los grandes almacenes la competencia es feroz. Si las ventas no van bien, los gerentes del centro te dicen: «Últimamente no vendéis mucho y la marca X quiere ocupar vuestro local». Una temporada floja y te pueden obligar a cerrar la tienda. No queda más remedio que trabajar lo máximo que se pueda.
El martes era la fiesta del equinoccio de primavera, pero a mí me tocaba trabajar. Tenía que ir a una tienda que acabábamos de reformar en Ginza. Puede que el negocio de la moda parezca todo espectáculo y glamour, pero por dentro es muy duro y tampoco se paga gran cosa.
No es un trabajo para vestirte bien y ponerte de figurín en la tienda. Aunque sea verano y no haya aire acondicionado, hay que esforzarse, organizar el género, enviar cajas, etcétera. Ahora que miro la agenda, parece que en aquella época estábamos muy liados, pero ése no era el recuerdo que tenía.
En el metro siempre me subo al primer o segundo vagón. Tomo la línea Hibiya. En el transbordo de la estación de Hatchobori oí un anuncio por megafonía: «Algunos pasajeros se encuentran mal. Nos detendremos en la siguiente estación, Tsukiji. Gracias por su colaboración». En cuanto el tren se detuvo se abrieron las puertas y, ¡zas!, cuatro personas que salieron del tercer vagón se derrumbaron nada más pisar el andén. Un empleado del metro vino a toda prisa para hacerse cargo. Debió de pensar que se trataba de simples desmayos, como sucede en muchas ocasiones, pero al levantarlos puso cara de extrañeza. En ese momento cundió el pánico. Había otro empleado que no dejaba de dar órdenes con el micrófono en mano. Primero pidió una ambulancia, después dijo: «¡Gas venenoso! ¡Salgan todos del tren! Diríjanse a la salida y salgan a la calle».
¿Dijo claramente que se trataba de gas venenoso? ¿De verdad?
Sí, lo dijo. Yo no me eché a correr. Aún me pregunto por qué no lo hice. Estaba confundido. Me puse en movimiento y en lo único que pensaba es que tenía que sentarme. No prestaba demasiada atención a lo que sucedía a mi alrededor. Había otras personas que continuaban sentadas. No dijeron si el tren iba a prestar servicio o no. Todo el mundo salió del tren. Comprendí que también yo tenía que salir. Me levanté. Debí de ser el último.
En realidad, nadie parecía tener demasiada prisa. La gente caminaba despreocupadamente. Los únicos que se impacientaban y levantaban la voz eran los empleados del metro: «¡Por favor, caminen más rápido! ¡Salgan afuera!». Yo era incapaz de percibir el peligro. No había explosiones ni nada por el estilo. Sin embargo, los trabajadores del metro parecían aterrorizados, al contrario que los pasajeros. Quedaba mucha gente en la estación que no sabía qué hacer.
Los que se habían desplomado en el andén ni siquiera se movían. ¿Estaban muertos? Uno de ellos tenía los pies dentro el tren y el resto del cuerpo en el andén. Tuvieron que arrastrarle para sacarlo del todo. Sin embargo, no tenía una sensación real de peligro, no sé muy bien por qué. Visto en retrospectiva me resulta muy extraño. ¿Por qué ni siquiera estaba asustado? Nadie lo parecía en ese momento.
No me dirigí a donde llevaban a los heridos. Caminé en dirección al templo de Hongan. De pronto me llegó el tufillo de un olor dulce, como de coco. Pensé: «¿Qué será eso?». Cada vez respiraba con más dificultad. Tenía que llamar a la oficina para avisar de que iba a llegar tarde. Había una tienda de las que abren las veinticuatro horas junto a la salida. Llamé desde el teléfono que se encontraba fuera de la tienda. Era demasiado temprano. Llamé a casa. Respondió mi madre. «El tren se ha parado en Tsukiji por alguna razón y no llego al trabajo a las ocho y media», le dije.
En el breve intervalo que duró la conversación telefónica, mi respiración empeoró. No es como cuando te atragantas, podía inspirar sin problemas. Parecía más bien que no me llegaba el suficiente oxígeno a los pulmones. Inspiraba una y otra vez y no querían funcionar. Era una sensación extraña, algo parecido a cuando te quedas sin aliento. Empecé a darme cuenta de que lo que me pasaba era muy raro, que podía tener alguna relación con lo que les había sucedido a esas personas que se habían desmayado en el andén. Colgué y regresé a la boca del metro. Me costaba mucho respirar, tenía que saber qué pasaba. Vi a unos soldados de las Fuerzas de Autodefensa vestidos con uniformes especiales y máscaras de gas que se dirigían al interior. Sacaban en camilla a algunos empleados del metro. Tenían muy mal aspecto, como si padecieran la rabia: babeaban, sus ojos estaban en blanco. Había uno que no respondía a ningún estímulo; otro parecía sufrir un ataque, no podía caminar derecho, no paraba de quejarse de dolor. Habían cortado las calles al tráfico y toda la zona estaba llena de coches de policía y camiones de bomberos.
Decidí caminar hasta la estación de Yurakucho para tomar allí la línea Yamanote hasta Shibuya. Después continuaría en autobús hasta Hiro-o, sin embargo, cuanto más caminaba, peor me sentía. Cuando finalmente logré subirme al tren, estaba acabado. Cualquier movimiento, por mínimo que fuera, representaba un enorme esfuerzo. Creo que mi ropa estaba impregnada de aquel olor. En cualquier caso, tenía que llegar como fuera a la parada de autobús de Shibuya. Estaba seguro de que allí encontraría a algún compañero de trabajo. Muchos cogían allí el autobús. Sabía que si me desmayaba en el tren, nadie me ayudaría. Lo mejor hubiera sido subir a una ambulancia en Tsukiji, pero en aquel momento no le di demasiada importancia. Cuando al final tomé conciencia de lo mal que estaba, ya no tenía fuerzas para nada. No me quedaba más remedio que llegar, aunque fuera a rastras.
Me bajé en Shibuya. No sé cómo, crucé varios semáforos hasta llegar a la parada. Allí mis piernas dijeron basta. Me senté en el suelo, apoyé la espalda contra la pared y estiré las piernas. No hay nadie que se comporte así por las mañanas excepto los borrachos. Eso explica por qué nadie me dirigió la palabra. Me veían y daban por hecho que me había pasado toda la noche de juerga.
Al final se acercó una compañera de trabajo. Me habló, pero fui incapaz de responder. Apenas podía respirar. Mi voz sonaba como la de un alcohólico: arrastraba la lengua como si estuviera paralizada. No fui capaz de traducir en palabras mis pensamientos. Quería hablar, pero no lo lograba. Sólo quería ayuda y nadie parecía comprender el estado en el que me encontraba. Tenía más frío, era insoportable. Llegó otro compañero (Takanori Ichiba). El destino quiso que también él viajase en la línea Hibiya. Me preguntó si venía de Tsukiji. De alguna manera fue capaz de relacionarlo todo.
Tuve mucha suerte. De no haber sido por él, nadie sabe lo graves que hubieran sido las consecuencias. Se fue de inmediato a llamar por teléfono para pedir una ambulancia, pero todas estaban ocupadas. Paró un taxi, me metió dentro con la ayuda de la otra compañera y fuimos al Hospital de la Cruz Roja de Hiro-o. En el taxi, uno de ellos preguntó: «¿Qué es ese olor dulzón?». Tenía la ropa impregnada de gas sarín.
Lo más duro era respirar. Notaba todo el cuerpo completamente entumecido. No podía mantener los ojos abiertos. No me quedaba fuerza para nada. Sentía como si me deslizase hacia un profundo sueño. Pensé que iba a morir. A pesar de todo, no tenía miedo. No me dolía nada. Quizás era así como se sentía uno al morir de viejo. «Si voy a morir, quiero ver la cara de mi novia al menos una última vez.» Era ella quien ocupaba mis pensamientos, más que mis padres. Sólo quería ver su cara.
¿Pasó mucho tiempo desde que llegó a la parada del autobús hasta que le encontró su compañero?
No recuerdo cuánto tiempo pasó hasta que me encontró tirado en la calle, pero sí lo furioso que estaba con toda aquella gente que simulaba no verme. ¡Imbéciles! ¿Cómo puede ser tan frío el ser humano? Alguien agoniza tirado en medio de la calle y nadie dice nada. Sólo te esquivan. Si hubiera sido otra persona la que estaba en mi lugar, le habría dicho algo. Siempre que veo a alguien en el metro con mal aspecto, le pregunto si se encuentra bien, si quiere sentarse. Es algo que no hace la mayoría de la gente. Lo aprendí de la manera más cruda posible.
Estuve hospitalizado durante dos días. Me recomendaron que permaneciera ingresado más tiempo, pero me sentía como una cobaya humana, como si me utilizasen para ensayar el tratamiento de alguna enfermedad rara. Me marché a casa. El médico insistió: debía quedarme para permitirles tomar muestras que les sirvieran en otros casos parecidos. ¡No, gracias! Volví a subir al metro para regresar a casa y aún respiraba con dificultad, pero mi única obsesión era llegar lo antes posible, comer algo rico y descansar. Por extraño que parezca no había perdido el apetito. Alcohol y tabaco quedaron al margen durante una buena temporada. Eso estaba fuera de toda duda.
El estado de letargo que me afligía continuó durante un mes entero. Me tomé otra semana libre en el trabajo, a pesar de lo cual no logré recuperarme físicamente. Seguía teniendo dificultades al respirar, me costaba mucho esfuerzo concentrarme en cualquier cosa. Trabajaba en ventas y tenía que hablar todo el rato. Imagínese lo que suponía en el estado en el que me encontraba. Una simple palabra me costaba un triunfo. Era como si tuviera que pelear constantemente por un poco de oxígeno. Subir unas escaleras, por ejemplo, me parecía imposible. Tenía que parar a menudo y tomarme mi tiempo. Era obvio que no estaba listo para reanudar mis responsabilidades de antes.
Ahora soy consciente de que habría sido mejor cogerme una baja más larga, pero la empresa no fue tan generosa conmigo. Tenía que trabajar de nueve a cinco, sin contar las horas extras, es decir, el horario de siempre. Me resultaba muy duro, aunque visto de otro modo, supongo que fue una curiosidad para los demás. Iba a ver a los clientes y me decían: «Yamazaki, he oído que te pilló lo del sarín». Todo el mundo lo sabía. Yo intentaba no pensar mucho en ello. Lo más duro era darme cuenta de que nadie entendía en realidad por lo que estaba pasando. Sin embargo, el hecho de que haya cambiado de trabajo no tiene nada que ver con el atentado.
Todavía no puedo hacer grandes esfuerzos. Antes podía practicar snowboard durante dos horas sin descansar un solo momento, pero ahora aguanto como mucho una hora y media en todo el día. Lo peor es el baloncesto. Estoy en un club y juego de vez en cuando, pero me cuesta.
Después de salir del hospital, en casa usaba una botella de oxígeno cuando tenía dificultades para respirar. Ya sabe, como esos jugadores de béisbol que juegan en el Tokio Dome. Era pequeña, como un bote de insecticida. Llevaba una máscara. Fue mi novia quien me la dio.
Para mí lo único bueno que tuvo el atentado fue estrechar mi relación con ella, nos ayudó a entendernos mejor. Hasta ese momento discutíamos mucho. No teníamos lo bastante en cuenta los sentimientos del otro. En realidad no estaba seguro de lo que sentía por mí, por eso me sorprendí tanto cuando la vi llegar al hospital deshecha en lágrimas. «Creía que habías muerto», me dijo. Estaba muy alterada. El jefe se encontraba conmigo en ese momento. Me cogió de la mano delante de él y se negó a marcharse. Vino al hospital todos los días. Cuando me dieron el alta también estaba conmigo para acompañarme a casa. Hasta ese momento habíamos mantenido en secreto nuestra relación en el trabajo. El hecho de que me diera la mano delante del jefe… (Risas.) Fue el punto y final de nuestra estrategia.
Yosihiro Inoue fue compañero mío en el instituto, el Rakunan de Kioto. No llegamos a coincidir nunca en la misma clase. Tomábamos el mismo autobús desde la estación de Hankyu Omiya, así que llegué a conocerlo bien. Un amigo mío estuvo con él en clase, por eso íbamos juntos en el bus, pero yo nunca llegué a ser amigo suyo.
¿Lo recuerda bien?
Lo recuerdo bien. La primera impresión que me produjo fue que era un tipo muy extraño, retorcido. No me gustó, por eso nunca llegué a intimar con él. La verdad es que uno puede saber si se va a llevar bien con alguien sólo con intercambiar unas cuantas palabras. Escuchaba las conversaciones que tenía con mi amigo y no podía evitar pensar: «Este tipo no me gusta». Nos mudamos a Tokio antes de acabar el instituto, pero a través de uno de mis amigos me enteré de que Inoue se dedicaba a practicar la meditación en clase durante horas.
En Kioto tenía muchos amigos. Salíamos juntos a pasear en moto. Siempre me ha gustado el aire libre. Inoue no era como nosotros.
Aproximadamente dos semanas después del atentado, cuando mostraron a la gente de Aum en la tele y en los periódicos, vi su cara y pensé: «Yo he visto esa cara antes». Llamé a uno de mis amigos del instituto y me confirmó que era él. Estaba furioso. Me acordé de lo mal que me había caído en el instituto, del rechazo que me provocaba. Estaba indignado. Cambié de instituto en varias ocasiones, pero siempre estuve muy orgulloso del de Kioto. No podía creer que alguien que hubiera estudiado en el Rakunan pudiera cometer semejante atrocidad. Fue un verdadero shock, una auténtica decepción.
Últimamente parece que a Inoue le ha dado por enfrentarse a Asahara. Me pregunto hasta qué punto es sincero. Por eso sigo con interés las noticias que dan sobre él. Quiero ver cómo acaba todo.